En una ocasión don Gabino Pérez, su editor, le quiso
comprar en firme sus derechos literarios de las dos primeras series de los
Episodios nacionales por quinientas mil pesetas, una fortuna entonces. Don
Benito replicó: «Don Gabino, ¿vendería usted un hijo?». Y, sin embargo, don
Benito no sólo no disponía jamás de un cuarto, sino que había contraído
deudas enormes. Las flaquezas con el pecado del amor son pesadas gabelas. Pero
éste no era el único agujero por donde el diablo le llevaba los caudales, sino,
además, su dadivosidad irrefrenable, de que luego hablaré. En sus apuros
perennes acudía, como tantas otras víctimas, al usurero. Era cliente y vaca
lechera de todos los usureros y usureras matridenses, a quienes como se supone,
había estudiado y cabalmente conocía en la propia salsa y medio típico, con
todas sus tretas y sórdida voracidad. ¡Qué admirable cáncer social para un
novelista! (Léase su Fortunata y Jacinta y la serie de los Torquemadas). Cuando
uno de los untuosos y quejumbrosos prestamistas le presentaba a la firma uno de
los recibos diabólicos en que una entrega en mano de cinco mil pesetas se
convierte, por arte de encantamiento, con carácter de documento ejecutivo o
pagaré al plazo de un año, en una deuda imaginaria de cincuenta mil pesetas,
don Benito tapaba con la mano izquierda el texto, sin querer leerlo, y firmaba
resignadamente. Los intereses de la deuda ficticia así contraídos le llevaban
casi todo lo que don Benito debía recibir por liquidaciones mensuales de la
venta de sus libros. Muy pocos años antes de la muerte de don Benito, un
periodista averiguó por esto su precaria situación económica y la hizo pública,
lo que suscitó un movimiento general de vergüenza, simpatía y piedad (...) A
principios de mes acudían a casa de don Benito, o bien le acechaban en las
acostumbradas calles, atajándole al paso, copiosa y pintoresca colección de
pobres gentes, dejadas de la mano de Dios; pertenecían a ambos sexos y las más
diversas edades, muchos de ellos de semblante y guisa asaz sospechosos; todos,
de vida calamitosa, ya en lo físico, ya en lo moral, personajes cuyas cuitas no
dejaba de escuchar evangélicamente (...) Don Benito se llevaba sin cesar la
mano izquierda al bolsillo interno de la chaqueta, sacaba esos papelitos
mágicos denominados billetes de banco, que para él no tenían valor ninguno sino
para ese único fin, y los iba aventando.
Ramón Pérez de Ayala
«Más sobre Galdós», Divagaciones literarias, 1958
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