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2335. Historia de una maestra



                                                   
                                                                           A los lestrigones y a los cíclopes, al temible Poseidón no temas, pues nunca encuentros tales tendrás en tu camino, si tu pensamiento se mantiene alto, si una exquisita emoción te toca cuerpo y alma.
                                         Ítaca. C.P. Cavafis



La maestra

Si me dicen que me iba a prometer con el hombre más rico del pueblo, cuando en el año veintitrés llegué a Valderas con mi plaza recién estrenada de maestra ni por asomo lo hubiera creído, porque yo lo que quería era enseñar según las ideas que mis maestros, formados en la Institución Libre de Enseñanza, me habían inculcado. Pero ocurrió. Y con la misma inutilidad que supone luchar contra una manada de lestrigones me enamoré, casi sin darme cuenta, de ese hombre serio y delgado y distinguido, demasiado contrapuesto a lo que yo era.

La primera vez que le vi con su traje gris a rayas fue en la puerta de la escuela el día que iniciábamos las clases, acompañando a sus dos hijos. Llamaba la atención por lo elegante que iba pero, sobre todo, porque el resto de acompañantes eran todas mujeres. Enseguida me enteré por  éstas que su esposa había muerto al dar a luz al menor de sus hijos.

En un aparte me dio la bienvenida al pueblo y me confió a sus hijos para que los instruyera. “Pablo”, dijo mientras revolvía el cabello rubio de un niño que no dejaba de mirarme con unos ojos enormes y confiados “es el benjamín de la casa  y muy inquieto, ¿eh, Pablo? Esta noche, sin ir más lejos, no ha dormido por conocer a la nueva maestra. Juanito, en cambio, es distinto”… —el muchacho casi adolescente rehuyó mi mirada— A Juanito  hay que saberlo llevar”.

No volví a saber de él hasta unos días después. Y fue a través de Teresa, su criada, que se presentó un viernes por la tarde en la escuela mientras ensayábamos una obra de teatro con doce o quince adultos. La vi tan entusiasmada que le propuse sumarse al grupo. No puedo, en casa de mi amo siempre hay mucha tarea…”y mostrándome una cesta en la que asomaban un queso y un roscón continuó—“Ay qué tonta, se me olvidaba, mi amo me  manda que le entregue esto”. “Pues dile que lo acepto si te deja venir a los ensayos”. “Pero yo…no puedo…” Y era tal su nerviosismo que antes de que terminara la frase cogí la cesta de mimbre, la puse en la mesa y le dije: Anda y ve tranquila, mujer. Esto ya lo arreglo yo”.

Lo que Teresa no sabía era que el domingo a la salida de misa  me iba a acercar a Juan y le iba a pedir que le dejara participar en la obra. No mostró ninguna oposición y sí bastante interés. Mientras le explicaba que se trataba de una adaptación del “Adiós, Cordera” de Clarín, en el que además de Rosa, Pinín y Cordera introducía todo un coro de personajes inventados para que participara el mayor número de gente, me encontré que habíamos llegado a la puerta de mi casa. Al despedirnos me dio su mano, esa mano larga y nervuda y distinguida que estreché, apenas unos segundos,  entre la mía.

Y como si a través de ese leve roce hubiéramos firmado un pacto tácito, ya todos los viernes Teresa aparecía, puntualísima, en la escuela, trayendo siempre algún manjar que compartíamos al final del ensayo y todos los domingos su amo, a la salida de misa, me acompañaba a casa. Ese pequeño trayecto en que hablábamos de las clases, de sus negocios,  de sus salidas a la ciudad, de la preocupación que sentía por la educación de sus hijos, el mayor sobre todo, tan cerrado en sí mismo, o mis clases y ensayos, se fue convirtiendo para mí en uno de los momentos más importantes de la semana.


El hijo mayor

La imagen de mi madre frente al espejo probándose la mantilla blanca es quizá el recuerdo más nítido que conservo de ella. Yo entonces tenía tres años y la miraba escondido dentro del armario de su habitación, aunque ella nunca lo supo. Meses más tarde los mayores me dirían que había muerto al dar a luz a ese renacuajo, no entendí que ella ya no estuviera y en su lugar quedara él, ni tampoco verme privado de su amor, de sus juegos, de su beso de buenas noches al irme  a dormir.

Y como no lo entendí llegué a la conclusión de que mi madre iba a volver. Por las noches, tapado bajo las sábanas, se obraba el milagro. Mi madre me hablaba bajo y yo le contestaba y ella me volvía a hablar, y así hasta quedarme dormido. A veces  aparecía en mis sueños con su mantilla blanca y todo su rostro era una sonrisa blanca.

Dejó de visitarme al poco de llegar la maestra al pueblo. Fue la noche que el tío Gabriel,  los ojos como ascuas, me soltó que se murmuraba que mi padre y la maestra eran novios: “Esa mujerzuela pretende mancillar el nombre de tu madre, ocupar su puesto, convertirse en la reina de este lugar. Y tu padre, Juanito, no lo ves, ya no os quiere. Tienes que ayudarme”.  

Por eso el día que vino a casa, con motivo de la celebración del cumpleaños de Pablo, me levanté en mitad de la comida. No soportaba su presencia. Y cuando más tarde mi padre entró en mi cuarto y me pidió explicaciones se las di. Claro que se las di. Le dije que esa mujerzuela estaba mancillando el nombre de mi madre y lo que era peor, él era el culpable, él, que lo permitía. Nunca me había pegado y me dolió su bofetada, pero más por la certeza de que mi tío llevaba razón que por el dolor físico. Le odié profundamente.


La maestra

La primera y la única vez que entré en la enorme casona decorada con todos esos muebles antiquísimos y todos esos cuadros y esas figuras valiosas, fue el día de la celebración del cumpleaños de Pablo. No me pasó por alto la foto de su esposa fallecida, el cabello cubierto por una mantilla blanca, presidiendo desde el aparador de nogal la enorme mesa en la que estábamos sentados una veintena de invitados. Y mientras Teresa, vestida para la ocasión con uniforme y cofia, nos servía una sopa de higadillos, me sorprendió que Gabriel, el cuñado de Juan, con el que apenas había cruzado dos palabras desde mi llegada al pueblo, me espetara:

—Esa obra suya tiene revuelta a esa panda de pueblerinos analfabetos.

Me quedé paralizada mirando un trozo de hígado que nadaba en el plato humeante y ya iba a replicar cuando Juan, que presidía la mesa, se adelantó:

—No hay nada malo en que la gente se instruya en su tiempo libre. Es, desde luego, mucho mejor que andar emborrachándose en las tabernas. 

Busqué la mirada de Teresa que en esos momentos había dejado de servir la sopa. Gabriel se levantó de la silla y tambaleándose, abandonó la sala, murmurando al salir “Maldita  chusma”.

—Teresa—zanjó Juan— siga  sirviendo, por favor.

Aunque el resto de la comida transcurrió en un intento de todos los invitados por borrar el incidente,  a partir de ese momento me sentí como una intrusa y mi único deseo era salir de allí. Así que cuando Pablo apagó las velas me levanté, dije que tenía que irme. Mientras cruzaba el amplio comedor me di cuenta que Juanito había desaparecido. Juan quiso acompañarme, pero me negué en rotundo. En su lugar lo hizo Teresa, que no hacía más que repetir: “Si ya lo sabía yo…” “¿Qué sabías tú, mujer?” Entonces me contó que en el lavadero por poco se pega con Panina, cuando ésta dijo que el señorito Juan y la maestra estaban liados.

Así que era eso. Podía entender que hubiera gente en el pueblo, entre ellos Gabriel,  que no vieran con buenos ojos la obra  que con tanto esfuerzo, viernes tras viernes, ensayábamos, porque la cultura daba poder a la gente, les abría a otras posibilidades. Pero lo que no me podía imaginar era que personas que participaban en la misma, como era el caso de Panina, me  criticaran sin motivo. Estaba furiosa con Gabriel, con Panina, con Juan, pero sobre todo estaba furiosa conmigo misma. Y aunque no pude olvidarle dejé de ir a misa, me refugié en mis clases, en mis lecturas, —en esos días había descubierto a un poeta griego, Cavafis, que ya tanto influiría en mi vida— y, sobre todo, en los ensayos.

El día que por fin la obra estuvo en condiciones de ser representada resultó un éxito. Tres veces tuvimos que salir a saludar porque los aplausos no cesaban. Juan esperaba tras las cortinas con un ramo de violetas entre las manos. Lo cogí, le di las gracias. Y una vez más me acompañó a casa. Por el camino no hablamos. Pero al llegar a la puerta me pidió que me casara con él. Así, sin más. Allí mismo le dije que sí porque entendí que no podía ni quería luchar más contra una manada de lestrigones interiores. Lo que no sabía, lo que no podía saber entonces, era que los lestrigones no estaban dentro de mí, sino fuera y tan cerca.


El hijo mayor

Cuando mi padre abrió la puerta yo sujetaba el arma con las dos manos. Al verme me miró con sorpresa, yo, a pesar del odio acumulado todo ese tiempo, le debí mirar con ojos de terror. Creo que las manos me temblaban.

—¿Qué haces, Juan, hijo?

El tío Gabriel, que estaba detrás de la puerta, dio un paso.

—Venga dispara.

Mi padre miró hacia atrás, buscando la procedencia de la voz.

El tío Gabriel repitió:

—Venga, Juanito, dispara ya.

Pero yo no me movía. Y mis manos cada vez temblaban más. Entonces con la rapidez de un lince, el tío Gabriel se puso a mi lado y me quito el arma. Vi cómo le disparaba, directo al corazón y también vi como mi padre lanzaba un profundo gemido y caía de rodillas y se desplomaba, mirándome con esos ojos atónitos que yo no podía dejar de mirar. Mi tío debió de ponerme el arma en las manos antes de salir, de eso no me doy cuenta. Lo que si se es que luego vinieron todos y me vieron arrodillado sobre él y pensaron que yo le había matado. No lo desmentí entonces ni más tarde cuando el juez me preguntó. No lo hice nunca. No hubo cárcel, era menor de edad y además hijo del hombre más rico del pueblo, pero mi castigo ha sido peor que cien años de encierro. Desde entonces las pocas noches que consigo dormir mi madre se me aparece en mis sueños, el cabello cubierto por una mantilla negra, el rostro contraído por el dolor.


El tío Gabriel

Mi hermana era pura como una flor de azahar. No tenía que haber muerto. No se lo merecía. ¡Perra vida los golpes que da! Además, si mi cuñado se hubiera arrimado a una de su clase quizá lo hubiera entendido, pero fue a elegir a esa mujer que quería ponerlo todo patas arriba, hacer lo blanco negro, ir contra natura. Porque ¿dónde se ha visto enseñar a los obreros? Ellos están ahí para lo que están, para servir a sus amos y nada más. Y ella era peor que todos, con esas ideas que no sé de donde había sacado.

No, no podía permitir que la maestra usurpara el papel de mi hermana, por eso juré ante su foto de novia que esos dos no estarían juntos.

Y Juanito era el blanco perfecto para llevar a cabo mi plan. El que saldría indemne. Él, que la odiaba tanto como yo. Pero no pudo hacerlo. En el fondo era un cobarde. Claro que yo sí pude. Yo le maté.

Esa fue la primera muerte de otras muchas en las que yo participé años más tarde. Pero ya todas las muertes han sido la misma muerte y todos los rostros el mismo rostro.


El hijo pequeño

En cuanto pude me fui del pueblo. Después he sabido por  Teresa que el tío Gabriel y mi hermano evitan cruzarse dentro de la casa y si lo hacen ni se miran. Son dos fantasmas que huyen de su propia sombra. Pero a veces me entra algo parecido a la nostalgia y me siento tentado a volver. Como este fin de semana que estuve en Valderas y en la tumba de mi padre vi un ramo de violetas frescas. Lo primero que pensé fue en la maestra, pero luego pensé que no, hace años ella también se fue del pueblo.


Sol Gómez Argeaga, "El sol a la tinaja"

                                                
















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