Al entrar en Mauthausen me
dieron un número, el 3422, el triángulo azul de apátrida y la S de España en
blanco. El triángulo rojo era el de los presos políticos; el verde, el de los
ladrones criminales; el marrón, de los vagos y gitanos; el rosa, de los homosexuales;
el negro, para los criminales asociales; y el violeta, para los religiosos y
objetores. La estrella de David y el amarillo identificaban a los judíos. En
aquel campo no eras una persona; eras un color, un número.
El teniente coronel Ziereis, comandante de Mauthausen, no
era sólo el jefe supremo: era el instigador, presidía las ejecuciones,
disparaba a la nuca a los condenados y se inventaba nuevas torturas. Hizo una
rápida carrera. Entre 1939 y 1945 ascendió de capitán a teniente coronel. Hitler
le concedió la codiciada Cruz de Plata. En una barraca del campo de Gussen,
moribundo por las heridas recibidas en su captura, ante el coronel Seibel, de
la 11 División acorazada norteamericana, el comandante Ziereis afirmó que se
había limitado a cumplir órdenes de sus superiores Himmler, Heydrich, Pölh,
Glücks. «He hecho lo posible —añadió— para rebajar la contundencia de esas
órdenes. En el otoño de 1943 recibí una llamada telefónica de Berlín en la que
se me culpaba del bajo porcentaje de las muertes: únicamente el tres por ciento
cada día. Esta clemencia me ha perjudicado en mi carrera. En su visita al campo
el 31 de mayo de 1943, Himmler nos explicó cómo debíamos liquidar a los judíos
en la cantera: arrojándoles un bloque de piedra sobre la espalda».
El comandante Ziereis mentía. Hizo todo lo posible por ampliar,
perfeccionar, consumar hasta el final las órdenes recibidas de sus superiores
en Berlín.
En el primer discurso nada más llegar al campo de exterminio nos
dijeron más o menos lo siguiente:
«España no os quiere; os ha arrebatado la nacionalidad, la razón
de ser. Nadie saldrá vivo de aquí; estáis condenados a muerte sin juicio
previo. La primera que os ha condenado es España». Hileras de SS formaban con
sus perros lobos, como una doble jauría dispuesta a tirarse sobre los presos.
Nuestra patria sería a partir de entonces aquel campo situado en Austria.
Mauthausen reunía veinte barracones de trescientas plazas cada
uno, con sus catres, sus jergones y sus mantas. En una ocasión llegaron a
concentrar a ochocientos nombres en la barraca. Al principio nos trataron con
precauciones: ni siquiera nos entregaron cuchillos para comer. Lo llamaron
Campo de Reeducación, bajo la consigna «disciplina, orden, trabajo y limpieza».
Sonaba bien. En la barraca 17 descubrimos la realidad: el jefe, Jutas, ruso
blanco, descalabró con su bastón con contera de hierro a docenas de españoles.
Cayó un día en desgracia, lo acusaron de saboteador y lo enviaron a la cantera.
Entraréis por la puerta; saldréis por la chimenea. El campo
tenía a la entrada un portón con un águila prusiana de cobre verde, puestos de
ametrallador cada doce metros, alambradas electrificadas, guardias, torres de
vigilancia y barracas en forma de rectángulo, de cinco en cinco. Era una fortaleza
medieval levantada con el sudor de los deportados, con piedras de la cantera,
la Wiener-Graben. La muralla de circunvalación no se terminó nunca. A lo largo
de hectárea y media, calculo yo, se extendían la cocina, la enfermería, el
Revier, las cámaras de gas, el crematorio, las oficinas y la lavandería.
Desde Nuremberg nos habían trasladado en vagones —ocho caballos,
cuarenta hombres— hacinados en el convoy de la muerte, sin nada para comer, sin
agua y con las puertas precintadas. El aprendizaje del terror: los SS nos
sacaron de allí a culatazos, entre blasfemias y gritos que sonaban como
descargas de fusilería. Desde la estación nos llevaron andando hasta el campo.
En las casas del pueblo nadie se asomó para vernos pasar. Yo vestía de azul
oscuro, ropa militar francesa. Al llegar me desnudaron, me arrebataron todo lo
que llevaba conmigo —pocas cosas, unos recuerdos, unas fotos familiares—,
me vistieron de presidiario —un uniforme a rayas verticales azules, blancas y
grises, un casquete— y me pelaron todo el cuerpo con la máquina de cuatro
ceros. Me cosieron el triángulo azul y puntapié en el culo. Tomaron unas notas
para mi ficha. Nos hicieron formar desnudos y nos enviaron a la ducha, que por
cierto era elegantísima. Nosotros recibimos agua. Otros, gas letal. Así empezó
la cuarentena que duraba unos días.
Cuando llegamos el 10 de agosto de 1940, quedaban tan sólo cinco
españoles supervivientes del primer grupo, con remiendos en sus
harapos, maltrechos, tocados por la muerte, escuálidos por la disentería,
demacrados, con los hígados deshechos, los pulmones averiados, el corazón
debilitado y los ojos vidriosos. El primer oficial que vi era un SS con un
látigo en la mano. El campo estaba bajo la autoridad de los SS, las
schutzstagel, las tropas de seguridad de Himmler. La Gestapo, la policía
secreta, entregaba a los SS a los prisioneros políticos, a los sindicalistas, a
los comunistas y, más tarde, a los criminales de derecho común, a los que
llamaban «asociales», a los marginados, a los vagabundos, a los ricos díscolos,
a los borrachos reincidentes, a los gitanos, a los objetores de
conciencia, a los testigos de Jehová y a los judíos.
Estos campos eran canteras de trabajo. Hitler necesitaba mano de
obra y en nosotros la encontró gratis. El negocio era para las SS, las
escuadras de protección del régimen. Los nazis crearon una sociedad llamada
«Tierra y Piedra» para explotar las canteras y fabricar bloques y ladrillos con
destino a sus imponentes edificios de Berlín, de Nuremberg, de Linz, o a sus
autopistas. A medida que la Wehrmacht, el ejército alemán de Hitler,
conquistaba Holanda, Bélgica, Francia, los campos se llenaban de
deportados de esos países, pero también del Este: de Polonia, de Hungría y de
Checoslovaquia. A Mauthausen llegaron en 1940 unos ocho mil polacos. Hitler
mataba varios pájaros de un tiro: destruía la resistencia a la ocupación
alemana y reunía una reserva de legiones de obreros para sus grandiosos
proyectos. El III Reich se desembarazaba así de sus enemigos, procedía a una
limpieza étnica: en el mundo de los vivos sólo debían quedar los mejores, los
arios, los nórdicos, la raza pura. Ellos.
Mauthausen era el campo escogido, el más duro, el de la peor de
las categorías, la tercera. En 1940 la Comandancia de Dachau llegó a
castigar a un cabo de vara por golpear ferozmente a un deportado polaco. «Una
medida de ese tipo habría sido impensable entre nosotros», confesó después de
la guerra, en el proceso de Colonia, el teniente Karl Schulz, jefe de la
Oficina Política de Mauthausen. Los que entrábamos —nos advirtieron— debíamos
abandonar toda esperanza. Eramos los condenados sin posibilidad de perdón ni
rehabilitación, los de redención imposible.
Antonio García Barón
Extraído de El precio del paraíso, de Manuel Leguineche
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