Reparto de armas a milicianos en Madrid, Julio 1936 |
Después de una reunión política en el local de las Juventudes, Amaro
volvía a su casa en el Portillo de Embajadores, en los barrios bajos de Madrid.
Llevaba una cartera grande debajo del brazo. Marchaba por las calles del centro
de la ciudad abstraído, huraño como un serio estudiante de filosofía. El
ruidoso vocerío del atardecer en las calles de Madrid, la sensualidad de naciente
primavera, el olor penetrante de las acacias, la luz dorada, las casas, los
pregones de los vendedores ambulantes, las bellas mujeres..., nada de esto
conseguía despertar, abrir al exterior sus sentidos de joven, sus inquietudes
gozadas. Iba como sumergido en otro ancho mundo, en un mar agitado por otras
corrientes interiores.
—¡Armas!
¡Armas! ¡Se necesitan armas!
Era
la frase de la reunión, la frase que constantemente le perseguía, que tornaba y
retornaba a su imaginación como a la salida de un concierto una recordada frase
musical: ¡Armas! ¡Armas...! Los jóvenes del barrio le habían dado un mandato
urgente: proponer a los organismos superiores el armamento general de las
Juventudes. La lucha se agudizaba de hora en hora. La República estaba en
peligro. Los fascistas preparaban una sublevación... ¡Armas! ¡Armas para
vencerlos en caso de que se alzasen en rebeldía...! Pero las armas eran
entonces, y fueron hasta el final de la República, el mito de un
advenimiento que siempre se espera y jamás se cumple. En definitiva, la última
frase de la reunión había sido:
—¡Si
se levantan, tendremos que conquistar las armas por la fuerza, donde las haya!
Amaro
marchaba distraído por entre la ruidosa multitud callejera, pero otro tumulto,
no menos intenso, le agitaba en su interior como el oleaje a un náufrago.
Bulliciosamente se mezclaban en su imaginación los acontecimientos públicos de
los últimos años y su vida privada, su individualidad. Era como una estrepitosa
mezcla de sirenas en el barrio industrial de un puerto. La madre de Amaro,
viuda de un ordenanza de Telégrafos, tenía una pequeña pensión, pero con ella
no podía sostener a toda la familia: seis hijos, de los cuales Amaro era el
mayor. La madre cosía, ejecutaba labores de punto, hacía cigarrillos en
combinación con una obrera de la fábrica de tabacos... Y todo esto, abnegada y
maternalmente, para sacar adelante a los hijos, para que Amaro, el mayor de
ellos, estudiase, y fuese en breve una ayuda económica para todos. Al
advenimiento de la República, en 1931, Amaro terminó el grado bachiller. Se
propuso a continuación emprender alguna carrera corta, hacer unas oposiciones.
Hizo varios exámenes, pero sin éxito. Con todo, aún era joven, la República
ofrecía muchas posibilidades, los intentos podían repetirse. La madre no perdía
la esperanza de acomodarle en la vida con honradez, tranquilidad. Pero como
sucedía por ese tiempo en la intimidad de tantas y tantas familias españolas, el
camino soñado por la madre no era ya el camino seguido por el hijo. La madre
sentía La vida como una acomodación, como un descanso; el hijo como una lucha, como
una misión generosa. Los acontecimientos políticos se sucedían como los golpes
de viento en un huracán. Amaro, lo mismo que otros muchos jóvenes, se dio por
entero a una navegación arriesgada, al heroísmo de las luchas sociales.
Reuniones, discusiones, debates, amigos extraños, misterios de la clandestinidad.
La madre de Amaro comenzó a alarmarse por la vida anormal que notaba en su
hijo. Pensó que tal vez su juventud se extraviaba por el lado de la diversión,
de la corrupción, pero luego vio que era otro el camino, y aunque no
le comprendía ni le aceptaba sin amargura, terminó por tolerarle.
—¡Armas!
¡Armas para defenderse del fascismo! —le seguía golpeando la frase como el
sonido del yunque cercano de una fragua.
Entró
en el cuadrado recinto de la Plaza Mayor, rincón de vida provinciana española,
con soportales, pequeños bazares de baratijas, charlatanes vendedores de
milagrerías, campesinos de los pueblos próximos... Bajó por otro de los arcos,
descendió por unas escaleras desgastadas que tenían siglos, hasta la calle de
Cuchilleros. Era ya el viejo Madrid, el Madrid del siglo XVI, de
posadas, boterías, tabernas, trajinantes, cuchillerías...
Pero
Amaro marchaba sin dejarse agitar por las emociones históricas; como antes por
el centro de la ciudad, no despertó a los halagos de la vida. Le embargaba su
obsesión, su problema:
—¡Armas!
¡Armas!
Y
en el promedio de la calle se paró inconscientemente delante de un
escaparate que estaba tapizado de rojo. De pronto, como si despertase de la
nebulosidad de un sueño, se sintió normalmente rodeado de lo circundante, de lo
presente, de la vida. Era un escaparate viejo, extraño, con polvo descolorido
de vitrinas. Sobre la tela roja había cuchillos, grandes navajas, pistolas,
sables, escopetas... Amaro se quedó un poco sorprendido por la subconsciente
relación entre su pensamiento y la tienda donde acababa de pararse. Levantó la
cabeza hacia la puerta de entrada y leyó el letrero: armería. Luego, ya
consciente de todo, con la clarividencia del comprador que examina lo que
necesita, se puso a mirar y remirar el escaparate.
—¡He
aquí donde hay armas! —pensó. Y luego, mirado más despacio, le pareció absurdo,
incomprensible aquel escaparate que tenía algo de las vitrinas momificadas de
un museo.
Por
encima de las armas, a través de los cristales miró al interior de la
tienda como para descubrir el secreto de un establecimiento que le era poco
conocido. Entonces, su mirada tropezó con unos ojos negros de mujer que le
observaban inmóviles. Durante unos instantes no supo si aquella cara era real,
viviente, o la cara de un maniquí, de una figura decorativa de la rienda.
Insistió en la mirada, y el rostro de la mujer comenzó a sonreír graciosamente,
con picardía. Amaro continuó la aventura. La hizo gestos declamatorios con la
mano. Intentaba hacerla comprender que quería entrar en la tienda, comprar una
pistola y pegarse un tiro de amor. Ella se echó a reír con franca simpatía, con
gracia.
El
interior de la tienda estaba oscuro. Era ya hora de cerrar. Se venía la
noche rodando por callejas y callejuelas empedradas, estrechas, entre palacios
antiguos y casas de muchos balcones. El diálogo mímico entre Amaro y la
muchacha del interior, como toda tontería callejera no duró mucho. La
última muda frase fue para decir: «¡Espéreme usted, jovencita, que ahora
entro!» Y Amaro avanzó hacía la puerta con ánimo no ya de entrar sino de echar
un piropo a la muchacha y marcharse calle abajo. Pero en el mismo momento que
alargaba su cabeza hacia la entrada de la tienda, la muchacha se agarró al
cierre metálico de la puerta, y con burla graciosa sacó la lengua al joven y
callejero galán:
—¡Ah...!
—y tiró del cierre, hacia abajo.
La
puerta metálica cortó aquel galanteo de chunga española entre Amaro y la
muchacha de la Armería de la calle Cuchilleros. Hay aventuras callejeras
que se desvanecen como pompas de agua, que se olvidan como pasatiempos fugaces.
Hay otras, en cambio, que son el nacimiento de una senda que conduce los pasos
hacia muy lejos. Este fue el destino de Amaro.
Al
día siguiente volvió de ronda por la Armería, sin que pueda decirse cuál era la
atracción principal: si las armas o la muchacha. Pero esta vez no se detuvo en
el escaparate. Entró. Era también en las últimas horas de la tarde. La tienda
tenía aspecto extraño de vejez, de desván o museo. La misma muchacha que el día
anterior le había sacado la lengua burlescamente, leía junto al escaparate un
viejo novelón recortado de algún periódico antiguo. Ella le reconoció en
seguida a Amaro, pero este reconocimiento apenas sí lo afirmaba con una sonrisa
leve, contenida y extrañada.
—Jovencita...
—empezó Amaro sin saber cómo iniciar la conversación.
Ella
dejó en la silla el mamotreto amarillento de la novela. Se levantó rápida. No
tendría más de diez y ocho años. Era menuda, delgada, cimbreante, vivaracha,
con unos ojos muy negros y la cara morena. Su recortado pelo la caía brillante
y sedoso sobre la frente. Tenía una conversación viva y graciosa como todas las
mujeres madrileñas, que son capaces de enredar y envolver al hombre
más ingenioso con la espontaneidad y la gracia agresiva, como un
tiroteo, de que hacen gala.
—¿Qué
quiere el señor estudiante? —comenzó ella—. ¿Acaso le han suspendido y busca
una pistola para remediar sus calabazas...? Le recomiendo mejor el Metro. Ahora
está de moda para los suicidios.
—No
soy estudiante, sino representante de gomas para los paraguas —contestó él
siguiendo la chanza, como es costumbre en Madrid.
—Pues
entonces vaya usted con su cartera a la Puerta del Sol.
—Si
viene usted conmigo soy capaz de ir hasta el fin del mundo.
—¡Ay,
no, fuera de mi barrio me perdería...! Busque otra acompañante menos madrileña,
que yo me llamo Paloma.
—Ya
se ve por el «pico».
—Este
pico puede dar picotazos de águila a los moscones impertinentes como usted —y
cambió el tono en severidad, casi en riña.
—No
se ponga usted así, Paloma...
—En
resumidas cuentas —dijo ella poniéndose en jarras—, ¿qué le trae a usted, pollo
pelao, por esta su casa?
—Un
amor entre pistolas. Esto debe ser interesante.
—Pues
para las pistolas entiéndase con mi padre. Y para lo otro una servidora le
dice: ¡vamos, anda, qué te has creído tú eso! ¡A usted le han dado el número
cambiao!
La
tos carrasposa del padre se oía en la trastienda, detrás de unas viejas
cortinas. Amaro inclinó la cabeza para verle por una abertura. Era un hombre
grueso, con bigotes grandes, de coronel retirado. Estaba en mangas de camisa
limpiando sobre la mesa una gumía árabe cuyo acero debía estar picado. Luego se
oyó el ruido de una silla que se arrastraba, y la conversación entre los
jóvenes se aceleró, temiendo que el padre saliera, Pero lo que había empezado
en broma y después se había transformado en agresión y enfado, acabó en amistad.
Amaro y Paloma quedaron citados para el día siguiente en el cine de San Miguel,
que estaba en el mismo barrio, muy cerca.
Y
esa tarde, en el cine, se hicieron novios. En los primeros tiempos, el noviazgo
fue una simple frivolidad. Paloma no sabía concretamente cuáles eran las
ocupaciones de Amaro y él eludía esta conversación diciendo con vaguedad que se
preparaba para unas oposiciones. Amaro se enamoró de Paloma. Admiraba en ella
su carácter alegre, vivo, su gracia, su desenvoltura, su temperamento, pero, a
la vez, le preocupaban las diferencias que creía invencibles entre él, un joven
seriamente decidido a las actividades y las luchas políticas y ella, Paloma,
que parecía no tener otras aficiones que el cine, el baile, las novelas de
aventuras... A veces no comprendía Amaro la finalidad de esas relaciones
amorosas. Para justificarlas de algún modo tenía que recurrir al azar del
primer encuentro, a la atracción de aquella extraña tienda de armas que poseían
los padres de Paloma.
Amaro
recordaba que en todos los motines populares la multitud había asaltado las
armerías. Por lo tanto, estos aparentes museos debían tener sótanos llenos de
eficaces armas y municiones. La vieja casa de Paloma era seguro que los
tendría: mazmorras del tiempo de la Inquisición, cuevas oscuras y profundas
debajo del enlosado de la Plaza Mayor. Allí estarían seguramente las armas.
Cuando Amaro decía a sus amigos: «—Tengo una novia dueña de una armería»,
ellos, un poco en broma y un poco en serio, le contestaban: «Cásate con ella en
seguida, que nos van a hacer falta, y ésa es una mujer con un buen dote».
Pero
el matrimonio era prematuro cuando entre ellos aún no habían salido del periodo
de la frivolidad, del entretenimiento, y los padres de Paloma sólo conocían a
Amaro de verle frente a la casa esperando a la novia.
Alguna
vez habría que iniciar la revelación, poner al descubierto los secretos, decir
a Paloma lo que él era y cómo pensaba. Amaro tenía miedo de que Paloma
reaccionase con indiferencia, con la frivolidad de su madrileña gracia, y
las relaciones no pudieran seguir adelante.
Una
vez sucedió que en un baile de estudiantes que se celebraba en una Kermesse en
el barrio de Pozas, y al que asistían Amaro y Paloma, se presentaron
unos cuantos estudiantes con camisa azul y el emblema falangista en las
solapas.
—Mira
—dijo Amaro a su novia—, esos tipos que llevan las flechas y el yugo en las
solapas son los fascistas. ¡Me parece que esta tarde va a ver aquí hule! Si
quieres marchar...
Y
ella se ofendió con chulería:
—¡Pero
a ver si crees que mi mamá me limpia aún los moco...! Si esos pollos litris
arman bronca y estropean el baile, les daremos pa’l pelo.
Del
fascismo y de los fascistas apenas si había oído hablar Paloma, pero en ese
momento ella estaba en contra de cualquier provocación, en contra de los
presuntos aguadores de la fiesta, fuesen fascistas o no. Así sucedió, tal como
lo habían pensado. Poco después, con el pretexto de un pisotón que un
estudiante fascista dio a otro de la FUE, estalló la tormenta. En seguida
empezó el revuelo, los golpes, los gritos:
—¡Fuera
los fascistas! ¡A la calle! ¡Que se marchen de aquí!
Amaro
fue de los que primero se lanzaron a la batalla de los puños, en primera línea.
La gente del baile retrocedió hasta formar corro y los bandos, en medio, se
acometían con furia. Rodaban por el suelo unos, se levantaban otros, se
agitaban en alto los puños, sonaban los golpes sobre las cabezas... Pero lo
sorprendente fue que a los pocos momentos de comenzar la pelea, Paloma se
lanzó, ágil y rabiosa como un tigre, en medio de los luchadores y, a
puñetazos, a mordiscos, a patadas, a arañazos, con ciega bravura, acometía a
los fascistas. Éstos retrocedieron hasta la puerta. Hubo un momento, al final,
en que sólo Paloma con los palos rotos de una silla en la mano» amenazante y
furiosa, los hizo retroceder, acobardarse, huir vencidos finalmente. En
seguida, toda la gente del baile irrumpió en un aplauso cerrado de homenaje a
la brava muchacha que con las ropas desgarradas, el pelo revuelto, sudorosa,
agitada, volvía de pelea buscando con los ojos llameantes de ansiedad a Amaro.
Al encontrarse se dieron la mano, se abrazaron contentos.
—¡Eres
admirable, Paloma! —le dijo su novio—. ¡Te has portado como una verdadera
heroína antifascista!
Y
ella, con una graciosa coquetería de mujer, con un mohín cariñoso, contestó:
—Te
advierto, niño, que los fascistas me importan a mí un piro. ¡Lo he hecho todo
por ti!
Era
cierto. Pero así empezó Paloma a interesarse por las cuestiones sociales, por
la política, por la lucha contra el fascismo, por las Juventudes, por la
vida, hasta entonces desconocida y oculta, de Amaro. Más adelante, en nuevas
ocasiones que se presentaron de lucha contra los fascistas, Paloma se enfrentó
con ellos no como enemigos de su novio, sino como despreciables bandidos, como
perros pistoleros que, mandados por sus amos, salían a la calle a imponer el
terror, a matar obreros, a eliminar comunistas, a desacreditar la República.
Así
sucedió una tarde en un comedor popular donde era sabido que concurrían jóvenes
antifascistas. Paloma y Amaro habían ido a comer en unión de otros amigos.
De pronto, se presentaron varios individuos fascistas repartiendo invitaciones
para un mitin que ellos iban a celebrar. Evidentemente, era una provocación. En
una de las mesas les arrojaron las invitaciones a la cara y en
seguida se armó el alboroto, se inició la lucha contra ellos. Rodaron las
mesas, se hicieron añicos los platos, la cristalería. Oíros fascistas que los
provocadores traían como protección dispararon las pistolas. Un camarada
resultó herido. Y Paloma, cuando la pelea comenzó a tomar un agrio carácter, se
lanzó rápida sobre el cierre de la puerta, que bajó de un golpe seco, y luego
sobre una mesa gritó; «—¡Tranquilidad, camaradas, que no pueden escaparse!
¡Vamos a cazarlos vivos como a leones!». Y poco después» molidos a golpes, los
fascistas fueron encerrados en una habitación y entregados a la policía.
Otra
vez, por la noche, Amaro y Paloma volvían de un mitin que se había
celebrado en el Coliseo de Lavapiés. Marchaban por la calle Ave María y poco
antes de llegar a la Magdalena oyeron que un muchacho voceaba: «Mundo Obrero ¡Compre Mundo
Obrero que trae sensacionales revelaciones sobre la actividad de los
fascistas!» De pronto sonaron dos disparos y el vendedor, un muchacho de
catorce años, cayó muerto. Paloma vio claramente al tipo que desde la oscuridad
de una esquina había disparado y se lanzó sobre él con un furioso arrebato de
indignación por el crimen cometido. El fascista, al sentirse descubierto, echó
a correr y Paloma siguió detrás» gritando a la gente: «¡A ése, a ése, que ha
matado a un pobre muchacho!» Por fin le agarraron y Paloma se abalanzó sobre él
como si quisiera hacerle pedazos: «—¡Fascista, canalla, tú le has matado,
tú! ¡Sois una cuadrilla de bandidos!» —le zarandeaba y le gritaba. La gente
empezó a agolparse y en seguida se lo llevaron los guardias, pero Paloma y
Amaro fueron con ellos para declarar en la comisaría como testigos del crimen.
El
carácter de Paloma era así, normalmente burlesca, graciosa, con apariencias de
frivolidad como si no se interesase seriamente por nada. Pero en los momentos
decisivos, de lucha, era terriblemente arrebatada, tenía una bravura casi
ciega. En la formación del carácter de Paloma, Amaro tenía muy escasa
intervención. Más bien se lo debía a Madrid, al alma popular de Madrid, que
concilia lo frívolo y lo serio, lo burlesco y todo lo heroico. Pero
Amaro sí había tenido decisiva influencia en la evolución de Paloma. Su
carácter díscolo, de arisca gata madrileña, era blando y dócil al amor, y bajo
su influencia se sentía muy femenina, muy fiel, se dejaba conducir por Amaro
como una niña ingenua. Es así que en poco tiempo Amaro hizo de ella una buena
militante de las Juventudes, una gran camarada con responsabilidad y conciencia
política.
Pero
de todo esto, en casa de Paloma no sabían nada. Los padres eran muy religiosos,
amantes del orden, pues ellos conocían muy bien la tradición madrileña de
asaltar las armerías en las revueltas populares; la madre de
Paloma, la seña Paca como la llamaban en el barrio, era una madrileña muy
flamenca, que había sido planchadora en su juventud. No veía con buenos ojos
los amores de Paloma. Ella hubiese querido para su hija un rico industrial del
barrio.
—Ese
pollito que ronda a Paloma —decía a su marido— me da a mi mala espina. Si la
cosa pasa a mayores, voy a tener que plantarme en jarras y decir a ese niño: —¡Qué
dená, so pelao, que mi Paloma es mu castiza pa que te la lleves tú!
Pasaba
Amaro por ser un corredor de bombillas y objetos de electricidad, Paloma
hacía a su madre grandes elogios de él, pero la aceptación era imposible
y los disgustos familiares por esto y por la vida irregular de Paloma
aumentaban de día en día. Por fin, esos disgustos interiores tuvieron una
culminación: fue cuando un día Paloma confesó a su madre, con gran
secreto y no poca turbación, que estaba embarazada y que, por
consiguiente, tenían los padres que dar su permiso para casarse con Amaro. Esta
noticia sensacional produjo en la casa una tormenta de gritos, llantos,
aflicciones, congojas, patatuses que duró casi un mes. Por fin, como no podía ser
de otro modo, los padres accedieron al matrimonio. Entonces tuvo lugar la
primera visita de Amaro a la casa de su novia. Fue un acto penoso, como la
asistencia formularía a un entierro. Los padres le recibieron con hostilidad,
con frialdad, y él no sabía qué hacer ni qué decir para congraciarse con ellos.
La vieja casa, aquella trastienda oscura con una camilla en medio, aquella
familia huraña, todo, hasta el deslumbramiento de las armas que tiempos atrás
le había atraído, ahora le pesaba, le molestaba. Hubiera sido su gusto coger a
Paloma y huir, huir sin ocuparse más de la armería de la calle Cuchilleros.
Desde
este momento de la entrada oficial en casa de la novia, las visitas se hicieron
frecuentes, pero aunque algo atenuada, la hostilidad hacia él no desapareció.
Otro gran disgusto provino a causa del ceremonial de la boda, cuando se trató
de este particular. La madre quería boda rumbosa, boda sonada en el barrio, y
que se casasen en la iglesia de la Virgen de la Paloma, donde la muchacha había
sido cristianada. Pero Amaro y Paloma querían casarse por lo civil,
oscuramente, un día cualquiera, sin que nadie se enterase. ¡Terribles
contratiempos! Sí no hubiera sido por lo irremediable de la situación, es casi
seguro que Amaro hubiese sido echado de la casa violentamente. Por fin se pudo
conciliar el conflicto. Por aquellos tiempos había muchos jóvenes en
condiciones parecidas que se casaban primero por lo civil, y para aquietar la
conciencia de los padres ofrecían casarse después por la iglesia, y esto último
se les olvidaba más tarde intencionadamente.
Así
se convino. Pero con los padres, que no contaran para el matrimonio civil.
Irían ellos solos con los testigos.
Era
por el mes de julio, en el año 1936. Los días estaban llenos de intranquilidad,
y Amaro y Paloma, ante lo que pudiera venir, acordaron casarse. Fijaron La
fecha: el 18. ¿Alguien sabe de qué sombrías desgracias o alegre felicidad viene
cargada la luz de cada amanecer? Nadie lo sabe, nadie. Sin embargo, ella viene
irremediablemente con sus contingencias.
Y
llegó la mañana de la boda. Ese día Paloma se levantó temprano. Se había
comprado un traje hechura sastre, y en el ojal de la solapa llevaba una flor
roja. La madre lloraba silenciosamente interiores remordimientos y penas por la
boda, mientras la hija se vestía. Eran las ocho, y el día tenía espléndida luz
y sol. A las nueve vendría Amaro con dos amigos íntimos y se irían todos al
Juzgado, sin ceremonial alguno, como quien va a la ventanilla de Correos a
certificar una carta. La madre no comprendía esta sequedad, esta frialdad
en la ceremonia, y a pesar de la negativa de Paloma se
empeñó en salir a la confitería del barrio a comprar unos dulces para cuando
regresasen del Juzgado.
La
madre volvió pronto, agitada, acongojada, casi sin poder hablar. Mientras ponía
sobre la mesa una docena de pasteles, unas pastas y dos botellas de jerez,
contó con sobresalto:
—¡Huy,
no podéis figuraros el revuelto que hay por las calles! Dice la gente que los
militares se revuelven contra la República por haber matado a Calvo Sotelo.
—¿Cómo?
¿Cómo? ¿Qué pasa? —entró Paloma en la habitación, sobresaltada.
—Hija,
hija, ya decía yo que tu boda era de mal agüero. ¡Dicen que hay «revolución del
ejército»!
Paloma
no preguntó más. Sabía muy bien de qué se trataba. ¡Era, por fin, el
fascismo que se lanzaba contra el pueblo, contra la República!
De
espaldas a la mesa, con la cabeza baja, Paloma, indecisa, no sabía qué hacer.
¿Marchar a la calle? ¿Ir a ver lo que pasaba? ¿Salir en busca de sus camaradas
de la Juventud para recibir instrucciones y comenzar la lucha...? Pero faltaba
media hora para la llegada de Amaro, para su boda, para esa
particular contingencia que por un azar coincidía con un momento inoportuno.
El
padre de Paloma, en cuanto oyó la palabra «revuelta» empezó a pasearse
nervioso, pálido. Iba de un sitio a otro tropezando con los muebles. Cerraba
con llave armarios y vitrinas. Las armas que pudieran ser más codiciosas las
bajó al sótano. Ciertamente en veinte años que llevaba de dueño de la tienda no
le había pasado ningún percance. Sólo una vez, en el año 18, cuando el asalto
de la multitud a las tiendas de comestibles, su establecimiento corrió peligro,
sin que nada pasase, gracias a la intervención de los guardias. Pero amigos
suyos, dueños de otras armerías, contaban verdaderas atrocidades acaecidas en
sus tiendas durante los motines.
Encima
de una consola, entre descoloridas flores de papel, había una estampa de la
Virgen de la Paloma. La madre encendió dos velas y rezó varias salves y
oraciones para conjurar los peligros.
Abrieron
la tienda a la hora de todos los días, pero dejaron el cierre metálico a medio
alzar. Por la calle corrían rumores, con tanto candor y ruido como torrentes
después de una tormenta. La madre y el padre entraban y salían inquietos.
Paloma esperaba con más inquietud aún. El reloj marcaba ya las nueve y media, y
Amaro y los testigos de la boda no llegaban. Paloma, indecisa entre el deber de
marcharse y la transcendencia de quedarse para celebrar su boda, iba de un
sitio a otro, se asomaba a la calle, miraba a lo lejos para ver si entre los
transeúntes descubría la figura de su novio. Al fin, decepcionada, se
metió en su habitación y, casi sin saber qué hacer, como un
entretenimiento a su nerviosismo, comenzó a romper papeles viejos que tenía en
una caja.
De
pronto se oyeron carreras de gente por la calle, voces confusas, rumores
lejanos, y el caer rápido de los cierres de las tiendas. El padre entró con las
manos en la cabeza, gritando:
—¡Estamos
perdidos! ¡Estamos perdidos! ¡Los revoltosos vienen a nuestra tienda!
La
madre, después de un ¡Virgen santísima! angustioso, empujó el cierre metálico
hacia abajo y entró corriendo a ponerse de rodillas ante la estampa de la
Virgen.
Sólo
Paloma salió a la tienda. El rumor encrespado de la multitud fue haciéndose
cada vez más perceptible hasta agolparse frente a la armería como un
remolino. Por encima del confuso rumor se oían voces más altas, gritos más
tersos, demandas explosivas como granadas de mano:
—¡Armas! ¡Armas!
—¡Abrid,
o asaltamos la tienda!
—¡Queremos
armas para luchar contra los fascistas!
Paloma,
ágil como un corzo del Pardo, saltó por encima del mostrador, los ojos
llameantes, apretados los labios, el negro pelo caído sobre la frente.
Con decisión se lanzó sobre la puerta. En ese momento el padre le gritó:
—¡Qué
vas a hacer! ¡Loca! ¡Loca,..! ¡Te has vuelto loca!
Y,
enérgica y encendida de pasión, levanta de golpe el cierre y se presenta ante
la multitud que llena la calle, con su rojo clavel en el ojal, como una llama.
Grita, el brazo en alto:
—¡Camaradas,
entrad! ¡Para luchar contra los fascistas vuestras son todas las armas de la
tienda!
Pero
de pronto queda parada por un golpe rápido de sorpresa. De la masa
indeterminada de la multitud, un rostro conocido se diferencia, se destaca
próximo y viene hacia ella con su propio nombre en los labios y los brazos
abiertos.
—¡Paloma!
¡Paloma!
Era
su novio, Amaro, que dirigía la multitud ansiosa de armas. Gracias a él y
a sus amigos no se produjo el tradicional y tumultuoso asalto. Fue difícil
contener la ansiedad que cada persona tenía de poseer un arma, pero Amaro se
subió a la reja de una ventana y después de un pequeño discurso prometió sacar
a la calle todas las armas que hubiera y repartidas. La gente se conformó con
la promesa —unas cuantas personas entraron en la tienda, guiadas por Paloma y
Amaro—. Los padres vieron con sorpresa y con indignación que el propio novio de
su hija no venía a casarse sino a desvalijar la tienda, como un ladrón. Se
imaginaban un terrible complot en el cual Paloma había sido engañada. Empezaron
a gritar improperios contra Amaro, a llamar a Paloma ¡mala hija!, ¡hija
desnaturalizada, que se había dejado engañar por un sujeto peligroso...! Y con
una fuerte crisis nerviosa se encerraron en una de las habitaciones más
retiradas de la casa.
Todas
las armas que había en la tienda y en los sótanos fueron sacadas a la calle,
pero repartirlas con orden no fue posible. La multitud se echó sobre ellas
sin reparar en sistemas ni características: lo mismo le daba la navaja
cabritera que la vieja espingarda antigua. Paloma sacó de entre la lana del
colchón de su cama dos magníficas pistolas «parabellum» que tenía guardadas;
una fue para ella, otra se la entregó a Amaro.
—Toma —le dijo al dársela—, es
mi regalo de boda. Las tenía guardadas para cuando llegase la ocasión. ¡Me
parece que ha llegado ya!
Es
claro que la boda quedó suspendida para tiempos más ociosos y pacíficos.
Después del reparto de las armas, la multitud se alejó y Amaro y Paloma, con
otros compañeros, se fueron juntos a ponerse a disposición de los comités
de las Juventudes.
Al
día siguiente Amaro y Paloma tomaron parte en el asalto al cuartel de la
Montaña, donde los militares y fascistas de Madrid se encerraron y se
hicieron fuertes. Y sucedió en este episodio glorioso del bravo pueblo de
Madrid que en el enardecimiento de la lucha, en el asalto al cuartel, Amaro y
Paloma se perdieron, no pudieron encontrarse. Fue una inquietante angustia,
pues Amaro pensaba que Paloma había muerto en la refriega y ella, a su vez, se
imaginaba lo mismo con respecto a Amaro.
En
tiempo normal hubieran vuelto a encontrarse fácilmente. En aquellos febriles
días de acelerada agitación, fue imposible. Todos los cuarteles de los
alrededores de Madrid estaban sublevados, La situación era grave, la lucha
contra el fascismo exigía desvelos, sacrificios. Las tropas fascistas del Norte
venían sobre Madrid por la Sierra...
Y
una semana después de todo esto, al cabo de infructuosas pesquisas en casa
de Paloma y en distintos locales de la Juventud, se produjo inesperadamente el
encuentro. Amaro iba por el paseo de San Vicente arriba, hacia la Plaza de
España, con varios compañeros. Habían ido a la estación del Norte a despedir un
tren de milicianos expedicionarios. De pronto, desde un camión que bajaba lleno
de jóvenes con monos azules y escopetas, y que llevaban un letrero rojo que
decía: «¡Madrid se defiende en la Sierra! ¡Al Guadarrama, jóvenes
antifascistas!», oyó Amaro que le llamaban a grandes voces:
—¡Amaro!
¡Amaro! —y un brazo se agitaba en el camión con nerviosidad de querer
destacarse.
—¡Paloma!
¡Mi querida Paloma!
Amaro
corrió hacia el camión, que bajaba despacio la cuesta del Paseo, y se colgó a
él.
—¿Pero
has olvidado que tenemos pendiente nuestra boda
—¡Sí, sí, nuestra boda...! ¡Sube! —y le cogió de las manos, empujándole hacia
el interior del camión...—Podemos celebrada en la Sierra,
entre los tiros. ¡Yo voy allá a matar fascistas!
—¡Pues...,
en fin, como el novio soy yo, tendré que acompañarte!
Se
abrazaron llenos de júbilo, se dieron un fuerte beso de amorosa alegría y de
compañerismo. Y Paloma, con gracia y patriótica exaltación madrileña, gritó;
—¡Mueran
los fascistas! ¡Viva Madrid, que es mi pueblo!
César M. Arconada
Cuentos de Madrid
Edición de Natalia Kharitónova
Editorial Renacimiento
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