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2407. Tráigame españoles

El Winnipeg zarpó del puerto fluvial de Pauillac el 4 de agosto de 1939


Las noticias aterradoras de la emigración española llegaban a Chile. Más de quinientos mil hombres y mujeres, combatientes y civiles, habían cruzado la frontera francesa.

En Francia, el gobierno de Léon Blum, presionado por las fuerzas reaccionarias, los acumuló en campos de concentración, los repartió en fortalezas y prisiones, los mantuvo amontonados en las regiones africanas, junto al Sahara.

El gobierno de Chile había cambiado. Los mismos avatares del pueblo español habían robustecido las fuerzas populares chilenas y ahora teníamos un gobierno progresista.

Ese gobierno del Frente Popular de Chile decidió enviarme a Francia, a cumplir la más noble misión que he ejercido en mi vida: la de sacar españoles de sus prisiones y enviarlos a mi patria. Así podría mi poesía desparramarse como una luz radiante, venida desde América, entre esos montones de hombres cargados como nadie de sufrimiento y heroísmo. Así mi poesía llegaría a confundirse con la ayuda material de América que, al recibir a los españoles, pagaba una deuda inmemorial.

Casi inválido, recién operado, enyesado en una pierna —tal eran mis condiciones físicas en aquel momento—, salí de mi retiro y me presenté al presidente de la República. Don Pedro Aguirre Cerda me recibió con afecto.

—Sí, tráigame millares de españoles. Tenemos trabajo para todos. Tráigame pescadores; tráigame vascos, castellanos, extremeños.

Y a los pocos días, aún enyesado, salí para Francia a buscar españoles para Chile.

Tenía un cargo concreto. Era cónsul encargado de la inmigraciónn española; así decía el nombramiento. Me presenté luciendo mis títulos a la embajada de Chile en París.

Gobierno y situación política no eran los mismos en mí patria, pero la embajada en París no había cambiado. La posibilidad de enviar españoles a Chile enfurecía a los engomados diplomáticos. Me instalaron en un despacho cerca de la cocina, me hostilizaron en todas las formas hasta negarme el papel de escribir. Ya comenzaba a llegar a las puertas del edificio de la embajada la ola de los indeseables combatientes heridos, juristas y escritores, profesionales que habían perdido sus clínicas, obreros de todas las especialidades.

Como se abrían paso contra viento y marea hasta mi despacho, y como mi oficina estaba en el cuarto piso, idearon algo diabólico: suspendieron el funcionamiento del ascensor. Muchos de los españoles eran heridos de guerra y sobrevivientes del campo africano de concentración, y me desgarraba el corazón verlos subir penosamente hasta mi cuarto piso, mientras los feroces funcionarios se solazaban con mis dificultades.


Pablo Neruda
Confieso que he vivido. MemoriasCapítulo 6 - Salí a buscar caídos









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