Los destructores Almirante Antequera y Almirante Miranda frente a la isla de Ibiza |
X
—Tú no, camarada. Tú quedarás aquí hasta que sea preciso.
—Iremos solos éste y yo.
—Pero... —protestó Javier.
—¡Manías!
—Tenemos costumbre.
—Y hay que buscarla a nado...
—¿Sabes tú nadar?
En aquellos momentos esta pregunta de Pau desesperó a Javier, hiriéndolo, humillándolo. No, no había sabido nadar nunca.
Escandell se levantó con un ruido de ramas.
—Vámonos en seguida. Está lejos.
Javier tendió la mano a los dos pescadores. Las tres se encontraron en lo oscuro, duras, fuertes y a un mismo tiempo temblorosas.
XI
—¡Alto! —gritó uno de los centinelas de popa del Miranda.
Y enfiló su fusil hacia donde la oscuridad del mar parecía moverse, avanzando.
—No tires, camarada.
—¿Camarada?
Al marinero le tembló el dedo en el gatillo. Se despertaron otros hombres del barco y acudieron al lugar del ruido. Uno encendió una linterna sorda.
—Somos pescadores. Queremos hablaros. Unirnos a vosotros —gritó Pau, haciendo fuerza con un remo contra el casco del buque para que con el balanceo la barca no chocara.
Una escala de cuerda cayó, de golpe, chasqueando. El centinela, que aún enfilaba su fusil, lo bajó, desconfiado:
—Camaradas...
Los pescadores entregaron al de la linterna sus carnets sindicales.
—C.N.T., U.G.T. —leyeron en voz alta y a un tiempo varios de los congregados a popa.
—Entonces, somos compañeros. Venid.
Anduvieron, tropezándose, a tientas, por entre cañones y cuerpos dormidos. Bajaron a una pequeña sala encendida.
El Comité del barco deliberaba.
—Estos trabajadores ibicencos desean comunicar algo importante.
Un hombre pequeño y regordete, vestido como los demás, les indicó que se sentaran. Pau y Escandell lo hicieron, emocionados. Al anarquista poco le faltaba para llorar.
—A la madrugada, en cuanto apunte el sol, acabaremos con el castillo —dijo el hombre pequeño, con aire de cansancio, dirigiéndose a los que le rodeaban—. A las siete tomaremos la isla.
—Los presos... —comenzó tímidamente Pau.
—¿Dónde están? ¿Y cuántos? Dentro de pocas horas marcharán a sus casas.
—Todos en el castillo... Más de doscientos camaradas... Las techumbres son viejas... Podía desembarcarse por San Carlos... Hay que evitar... Para eso hemos venido.
Y Pau, interrumpido a veces por Escandell, en su castellano difícil, lento, pero ahora exaltado, informó al Comité de todo cuanto sabía de la isla.
—Bien. Al amanecer os darán un fusil a cada uno, y desembarcaréis con nosotros. Mientras, compañeros, iros a descansar un rato.
El hombre pequeño y regordete, sin levantarse, apretó la mano de los dos pescadores, que se tendieron en cubierta, callados y con los ojos abiertos, esperando el levar de las anclas rumbo a la salvación de los presos y la liberación de Ibiza.
Rafael Alberti, 1937
Una historia de Ibiza - Capítulos X y XI
"Relatos y prosa", Bruguera 1980
No hay comentarios:
Publicar un comentario