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2432. La bestia en el jardín

Falangistas en la plaza de Santa Ana de Las Pamas de Gran Canaria (©FEDAC)


¿Conocéis las Islas Canarias? ¿Habéis visitado aquel rincón del Paraíso, jardín de las Hespérídes, gloría del Atlántico?

Siete blancas gaviotas parecen las Islas posadas sobre aquel mar eternamente azul... Siete cestas de flores que en continuada primavera, abren nuevos capullos sobre las mustias rosas, sin dejar que se seque la florecida rama.

Cuando el ansia descubridora del Imperio Español llevó hacía allí sus capitanes, los pacíficos moradores ignoraban lo que era la guerra. Vivían los guanches, —raza sobria, fuerte, pura— en una comunidad laboriosa y tranquila, dirigida patriarcalmente por sus "menceyes", los más viejos en menesteres de agricultura, de ganadería y de justicia. Cuando llegaron los españoles a las Islas, vieron que los "guanches" no tenían armas. Usaban unas largas pértigas para pasar a saltos las barranqueras y los peñascos de aquella accidentada tierra producto de estremecimientos volcánicos. Usaban, ágilmente, hondas para enderezar a las ovejas descarriadas. Y ¡nada más!

La serenidad de unos mares tranquilos mecía aquellas costas risueñas. Las brisas mansas suavizaban las caricias del Sol. Los campos siempre verdes eran prolíficos para la sementera. Las frutas maduraban para todos. No había pobres. No existían clases. Ni aduanas; ni diplomacia; ni academias; ni epidemias malignas; ni clero... Los "guanches" estaban libres de corrupción, de hipocresías, de mentiras. Las Islas eran trasunto de la Arcadia. ¡Un poema!... ¡Un sueño feliz!...

Los conquistadores se encargaron de llevarles todo ¡absolutamente todo! eso que les faltaba a los nativos. Llevaronles militares con uniformes de colorines; curas con sotanas negras; políticos con el alma manchada y recaudadores con la bolsa en una mano y el látigo en la otra. Y los nativos fueron dejándose morir (así lo cuenta la Historia) y se les encontraba tirados en los caminos, en los barrancos, en las musgosas hondonadas de sus valles feroces, dando en un último grito la trágica desesperación de su pecho: "¡Vacaguaré!", que en su idioma significaba "quiero morir". Y una enfermedad sin nombre les dejaba exánimes. Los galenos europeos la llamaron dubitativamente "enfermedad del sueño", pero la verdad es que allí nunca se había padecido. ¡Era producto de la Conquista y sobre todo de la impotencia para defender sus libertades!

Sin más armas para contener a espadas y lanzas que las pértigas florecidas de los caminantes o las flautas de barro de los pastores, sintieron el sueño, sí; pero era el que viene precediendo a la muerte de toda esperanza; de toda defensa; de toda salvación. Y los "guanches" canarios se dejaron morir.

Los Reyes de España no hicieron en las Islas labor de justicia y equidad, ni aún las ayudaron al engrandecimiento que hubiera traído ventajas económicas a la Metrópoli.

Pasaron los siglos sobre ellas y no hay un ferrocarril que transporte su producción ubérrima para llegar en buenas condiciones a los puntos de exportación. Se dan en Canarias, por igual, la naranja y el plátano; la piña y el mango; la manzana y la castaña. Frutos del Norte del Mundo. Frutos del Sur de la Tierra. ¿Dónde más dulces? ¿Dónde más sabrosos ? Pero Canarias no podía entrar en la Península Española sus frutos porque tenía que pagar crecidos derechos aduanales. Pero, ¿no eran las Islas Canarias Provincias españolas? Sí que lo eran; sí que lo son. Una sola provincia antes y dos desde hace diez años en que las dividió así Primo de Rivera con su varita mágica de Dictador, que aumenta provincias partiéndolas por el eje por hacer algo. Y... ¿Cómo siendo provincias españolas pagaban aduanas sus frutos? ¡Ah!... Porque las Monarquías españolas fueron siempre muy buenas colonizadoras.

Un racimo de plátanos que en Canarias cuesta dos pesetas, llevado a Madrid vale cinco duros; y los cigarros que los tabaqueros de la Isla de La Palma venden a pocos centavos el mazo, llevados a la Península suben a tan altos precios, que trae mejor cuenta fumar tabaco de cualquier otra parte. ¡Todo costaba mucho llevarlo a la Madre Patria! Pero en cambio, con qué facilidad mandaba ella lo que le placía. Y ¿qué mandaba? Pues lo peor que ha existido: militares sin honor, políticos fracasados, gobernantes ladrones... Toda la escoria, todo lo indeseable... ¡Cuánto estorbaba en Madrid se expedía contra Canarias! Se enviaba a Canarias.... a Canarias... a Canarias ... y además con doble sueldo, para que le tomaran el gusto a las Islas y para que hicieran dinero, los pobrecitos...

¿Se creaban, en reciprocidad, escuelas? Las menos posibles; para enseñar ya tenían al cura. ¿Carreteras, caminos, fuentes de riqueza, de algún orden? No... ¡Nada!.

Las Monarquías fueron avaras para las Islas y Fuerteventura, la Isla cercana del desierto africano, continuaba muriéndose de sed y sin obras de ingeniería para el sostenimiento del agua; como la Isla El Hierro, sin puerto apropiado y sin que los gobiernos supiesen siquiera de sus maravillosas fuentes medicinales, propiciadoras de grandes balnearios donde hallan la salud los enfermos españoles sin necesidad de salir de la Patria. Y la industriosa Isla de la Palma sin alicientes para su industria tabacalera y labrando desde hace siglos sus sedas magníficas en los mismos telares primitivos, sin una fábrica moderna. Y Tenerife sin progresar en sus espléndidos calados y encajes típicos, por falta de impulso industrial. Y la Gran Canaria, rica en cereales y en caña de azúcar, ayudada solamente por el capital inglés, defendiéndose como todas las Islas, con los envíos a Londres, donde se les abre mercado sin aduanas ni dificultades.

Y así los siete peñones florecidos permanecieron como al principio estáticos parados en la distancia, sirviendo de vertedero de la burocracia corrompida; recibiendo lo desprestigiado, lo indeseable, lo temido de la Madre Patria, para que allá en las lejanías isleñas se callase, se olvidase, se perdiese...

Pero en las Islas sobraba el Sol. Cuando el sol corona las altas montañas y el aire del mar orea las costas y los trigales doran las colinas y las flores bordan de color el paisaje, se puede olvidar al General y al Cura, al recaudador y al zángano, porque las mujeres canarias son como aquel Teide gigante —mucha nieve en el semblante y fuego en el corazón. Porque hay un vino fresco que mana de las parras casi sin trabajarlo. Porque en el campo las guitarras las "folias" y las "isas" nativas. Y el mar da peces de plata más sabrosos que en playa alguna puedan pescarse. Y sus higos son miel y la miel panal de oro...

¿Qué importa a los canarios la resaca que deja corrompidos cadáveres que la política española manda para estas playas?

Allá quedan en las ciudades, luciendo sus galones, manchando sus sotanas; pero no pueden quitarnos el sol, ni el campo, ni el arroyo brillador, ni las retamas amarillas que bordean las carreteras... Y las flores rebosan, perfuman la tierra. .. De tantas que hay marean. Flores en los riscos y en los peñascales. Flores en los trigos. Flores en las calles...

Los heliotropos surgen del camino y las azucenas obstruyen la huerta.

Y cuando dormidos soñamos con la gloria, entran por la ventana ramas floridas de madreselvas y nos dan con su perfume los buenos días.

Tenían las Islas sobradas bellezas para ocuparse de necesidades que llegan de lejos. Teníamos frutos, flores, guitarras, labor en los campos, barcos, en la mar. ¿Qué importa, entonces, el abandono, la preterición, el olvido?

Los canarios no usan armas ni para cazar, que hasta las liebres y los conejos se cazan con perros. ¿Para qué armas? ¿No son, acaso, las Islas un Jardín de las Hespérides donde no hay fieras de ninguna clase?

Pero, al caer la Monarquía las Islas comenzaron a conocer que eran en realidad Provincias españolas. Comenzaron a saber que había algo más que las bellezas de los campos para olvidar las torpezas de las ciudades. Y los que habían sufrido con el abandono, cobraron esperanzas. Se creaban escuelas; se trazaban caminos. El ambiente se tornaba luminoso ahora que las Islas serían escuchadas y el talento de sus hijos reconocido y sus obras consideradas. Ya no sonaría con demasiada insistencia, como antes, la palabra "autonomía" en los círculos intelectuales, ni se guardaría con amoroso misterio en los Ateneos la bandera Isleña, como signo de inquietudes y descontentos.

Había llegado la hora de la República y las cosas empezaban por fin a cambiar en la España de los Trabajadores. El obrero tendría un jornal decoroso; la cultura sería para todos y la Escuela no sería aquella terrible Escuela Pública, baldón del barrio donde estaba enclavada, porque los chicos más desarrapados eran sus asistentes y el Maestro, sin el prestigio que da el verdadero saber, era impotente para evitar los desafueros y las pedreas de los escolares. Las Escuelas de la República, inspiradas en los mejores métodos modernos, poseían el prestigio de un profesorado competente y digno. ¡Ya no saldrían de las Islas, como hasta entonces, los emigrantes analfabetos, sin cultura ni despejo! ¡Ya América conocería otros emigrantes en "los isleños" y olvidaría la pobre turba que venía a la zafra con la bondad en el alma y la ignorancia en el cerebro!

Y mientras los muchachos se educan, los padres cultivan la tierra, ahora... ¡su tierra!, que la Ley Agraria de la República, se la ha concedido.

Pero de pronto se sintió un rumor que no era de tempestad, que en la Isla ninguna azota, ni de ciclón que no llegan hasta allí, ni de fieras que no las hay en sus bosques bordados de violetas... Se sintió un ruido de espuelas, un crujir de botas de cuero de potro, un chocar de armas del diablo... Y al rugido de "Arriba España" las siete canastillas de flores se hundieron lentamente....

¡Y no se pudieron defender!... No pudieron porque los canarios no llevaban nunca armas, ni las tenían en sus casas, ni sospechaban que les pudiesen servir nunca de nada.

Otra vez se habían defendido como leones de una amenaza de invasión inglesa, y en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, perdió un brazo, en aquel día, el invencible almirante Nelson. Y allí está, en la plaza de Trafalgar, de Londres, la estatua del gran marino; y al verlo manco, los canarios recuerdan: "¡Fue en Tenerife donde le derrotamos"! Porque los canarios no quieren ser extranjeros. Y salieron vencedores del servilismo de la grande y poderosa Inglaterra. Pero estaban de acuerdo todos, ejército y pueblo, contra el enemigo común y en aquella ocasión el pueblo fue armado.

Después no volvió a combatirse nunca. "Las armas son un peligro", enseñan los padres canarios a sus hijos. Y la vieja escopeta para cazar palomas se oxida lentamente en el rincón del campesino comedor.

Y así los tomaron de improviso. No hubo posibilidades de salvación. Los poetas, los maestros de escuela, han sido fusilados. Los socialistas, los masones, han sido fusilados. Los estudiantes del pensamiento en estrellas del ideal, esa juventud isleña que soñaba en la completa redención del mundo caminando sobre senderos de un cristiano amor, fueron fusilados. Doctores y literatos, educadores y catedráticos de "dudosa filiación", trabajan al sol en las canteras con las cabezas rapadas como los presidiarios en la Cayena.

Las cosechas robadas fueron, los ahorros esquilmados. Cristo Rey bordado en Inri sobre uniformes criminales. Y la satánica risa de Torquemada se deja oír tras las hogueras de la Inquisición.

¡Es la guerra! Pero no la guerra en la que hay probabilidad de defensa. No la guerra de España, de hombre contra hombre e idea contra idea estallando en los aires y en la metralla de las trincheras. ¡No! Es peor que todo eso. Porque en Canarias no hay lucha, ni la idea silba contra la idea, sino que es la guerra que llega como la bestia sobre el nidal, sin permitir defensa, ni movimiento ni voz; aplastando con su cuerpo toda vida, deshaciendo el cerebro, turbando la razón. Y está prohibido el quejarse... ¡prohibido el llorar! Y como el Nerón que ahoga en el Circo el lamento del Pueblo, en las plazas de las Islas suena la música todas las noches y hay que llevar a los familiares al paseo "para no hacerse notar". Al llegar la hora de terminar el concierto, la banda militar toca todas las noches los himnos de los aliados: himno portugués, italiano y alemán que tiene que oír el público con la mano extendida en saludo del fascio. Caballeros, señoras, la muchachada, los niños extienden la diestra en aparente acatamiento. Un tinerfeño que cruzó por el paseo sin levantar la mano, fue detenido, arrestado y conducido al calabozo, y allí durmió tres días con el espanto en el alma hasta que su anciano padre pudo libertarlo y enviarlo para Cuba en una de cuyas poblaciones he podido hablarle. "Todas las oficinas están controladas por alemanes —me dijo— mi pasaporte lo firmó un alemán".

Y mientras tanto, los himnos de las naciones aliadas al sangriento fascismo español, continuarán sonando en las cálidas noches de las Islas como una burla sangrienta sobre las víctimas del Ideal. Y el "Jardín de las Hespérides", que un día fue crisol de libertades, cuna de inteligencias, regalo florecido de los dioses al Mar, se ve hollado por la Bestia que sale de las sombras, de las cavernas, para traer de nuevo el fanatismo y la incultura; para levantar cadalsos, fortificar presidios, imponiendo con hierro candente la cruz de la esclavitud en la espalda del pueblo sin amparo.

El Sol alumbra, indiferente, a la tierra donde los cantos se han extinguido; donde la impotencia ata los pies y las manos de los  hombres que anhelan la libertad. Y otra vez, en las sombras de la noche, resonarán gritos brutales de los conquistadores, mientras los "guanches" de hoy, tirados sobre el campo mustio del Ideal, se dejan embargar del sueño letárgico y murmuran con desesperación: ''¡Vacaguaré!" (i¡quiero morir!).

¡Las Islas se han dormido!


Mercedes Pinto
Santiago de Cuba, Agosto 1937


Publicado en Facetas de la actualidad española núm. 6
La Habana, septiembre de 1937






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