¿Conocéis las Islas Canarias? ¿Habéis visitado aquel rincón del Paraíso,
jardín de las Hespérídes, gloría del Atlántico?
Siete blancas gaviotas parecen las Islas posadas sobre aquel mar
eternamente azul... Siete cestas de flores que en continuada primavera, abren
nuevos capullos sobre las mustias rosas, sin dejar que se seque la florecida
rama.
Cuando el ansia descubridora del Imperio Español llevó hacía allí
sus capitanes, los pacíficos moradores ignoraban lo que era la guerra. Vivían los guanches, —raza sobria, fuerte, pura— en una comunidad laboriosa y
tranquila, dirigida patriarcalmente por sus "menceyes", los más
viejos en menesteres de agricultura, de ganadería y de justicia. Cuando
llegaron los españoles a las Islas, vieron que los "guanches" no
tenían armas. Usaban unas largas pértigas para pasar a saltos las barranqueras
y los peñascos de aquella accidentada tierra producto de estremecimientos
volcánicos. Usaban, ágilmente, hondas para enderezar a las ovejas descarriadas.
Y ¡nada más!
La serenidad de unos mares tranquilos mecía aquellas costas
risueñas. Las brisas mansas suavizaban las caricias del Sol. Los campos siempre verdes eran prolíficos para la sementera. Las frutas maduraban para todos. No
había pobres. No existían clases. Ni aduanas; ni diplomacia; ni academias; ni
epidemias malignas; ni clero... Los "guanches" estaban libres de
corrupción, de hipocresías, de mentiras. Las Islas eran trasunto de la Arcadia.
¡Un poema!... ¡Un sueño feliz!...
Los conquistadores se encargaron de llevarles todo ¡absolutamente
todo! eso que les faltaba a los nativos. Llevaronles militares con uniformes de
colorines; curas con sotanas negras; políticos con el alma manchada y
recaudadores con la bolsa en una mano y el látigo en la otra. Y los nativos
fueron dejándose morir (así lo cuenta la Historia) y se les encontraba tirados
en los caminos, en los barrancos, en las musgosas hondonadas de sus valles
feroces, dando en un último grito la trágica desesperación de su pecho: "¡Vacaguaré!", que en su idioma significaba "quiero morir". Y
una enfermedad sin nombre les dejaba exánimes. Los galenos europeos la llamaron
dubitativamente "enfermedad del sueño", pero la verdad es que allí
nunca se había padecido. ¡Era producto de la Conquista y sobre todo de la
impotencia para defender sus libertades!
Sin más armas para contener a espadas y lanzas que las pértigas
florecidas de los caminantes o las flautas de barro de los pastores, sintieron
el sueño, sí; pero era el que viene precediendo a la muerte de toda esperanza;
de toda defensa; de toda salvación. Y los "guanches" canarios se
dejaron morir.
Los Reyes de España no hicieron en las Islas labor de justicia y
equidad, ni aún las ayudaron al engrandecimiento que hubiera traído ventajas
económicas a la Metrópoli.
Pasaron los siglos sobre ellas y no hay un ferrocarril que
transporte su producción ubérrima para llegar en buenas condiciones a los
puntos de exportación. Se dan en Canarias, por igual, la naranja y el plátano;
la piña y el mango; la manzana y la castaña. Frutos del Norte del Mundo. Frutos
del Sur de la Tierra. ¿Dónde más dulces? ¿Dónde más sabrosos ? Pero Canarias
no podía entrar en la Península Española sus frutos porque tenía que pagar
crecidos derechos aduanales. Pero, ¿no eran las Islas Canarias Provincias
españolas? Sí que lo eran; sí que lo son. Una sola provincia antes y dos desde hace
diez años en que las dividió así Primo de Rivera con su varita mágica de
Dictador, que aumenta provincias partiéndolas por el eje por hacer algo. Y...
¿Cómo siendo provincias españolas pagaban aduanas sus frutos? ¡Ah!... Porque
las Monarquías españolas fueron siempre muy buenas colonizadoras.
Un racimo de plátanos que en Canarias cuesta dos pesetas, llevado
a Madrid vale cinco duros; y los cigarros que los tabaqueros de la Isla de La
Palma venden a pocos centavos el mazo, llevados a la Península suben a tan
altos precios, que trae mejor cuenta fumar tabaco de cualquier otra parte. ¡Todo costaba mucho llevarlo a la Madre Patria! Pero en cambio, con qué
facilidad mandaba ella lo que le placía. Y ¿qué mandaba? Pues lo peor
que ha existido: militares sin honor, políticos fracasados, gobernantes
ladrones... Toda la escoria, todo lo indeseable... ¡Cuánto estorbaba en Madrid
se expedía contra Canarias! Se enviaba a Canarias.... a Canarias... a Canarias
... y además con doble sueldo, para que le tomaran el gusto a las Islas y
para que hicieran dinero, los pobrecitos...
¿Se creaban, en reciprocidad, escuelas? Las menos posibles; para
enseñar ya tenían al cura. ¿Carreteras, caminos, fuentes de riqueza, de algún
orden? No... ¡Nada!.
Las Monarquías fueron avaras para las Islas y Fuerteventura, la
Isla cercana del desierto africano, continuaba muriéndose de sed y sin obras de
ingeniería para el sostenimiento del agua; como la Isla El Hierro, sin puerto
apropiado y sin que los gobiernos supiesen siquiera de sus maravillosas
fuentes medicinales, propiciadoras de grandes balnearios donde hallan la
salud los enfermos españoles sin necesidad de salir de la Patria. Y la
industriosa Isla de la Palma sin alicientes para su industria tabacalera y labrando
desde hace siglos sus sedas magníficas en los mismos telares primitivos, sin
una fábrica moderna. Y Tenerife sin progresar en sus espléndidos calados y
encajes típicos, por falta de impulso industrial. Y la Gran Canaria, rica en
cereales y en caña de azúcar, ayudada solamente por el capital inglés,
defendiéndose como todas las Islas, con los envíos a Londres, donde se les abre
mercado sin aduanas ni dificultades.
Y así los siete peñones florecidos permanecieron como al
principio estáticos parados en la distancia, sirviendo de vertedero de la
burocracia corrompida; recibiendo lo desprestigiado, lo indeseable, lo temido
de la Madre Patria, para que allá en las lejanías isleñas se callase, se
olvidase, se perdiese...
Pero en las Islas sobraba el Sol. Cuando el sol corona las altas
montañas y el aire del mar orea las costas y los trigales doran las colinas y
las flores bordan de color el paisaje, se puede olvidar al General y al Cura, al recaudador y al zángano, porque las mujeres canarias son como aquel Teide
gigante —mucha nieve en el semblante y fuego en el corazón. Porque hay
un vino fresco que mana de las parras casi sin trabajarlo. Porque en el campo
las guitarras las "folias" y las "isas" nativas. Y el mar da peces de
plata más sabrosos que en playa alguna puedan pescarse. Y sus higos son miel y
la miel panal de oro...
¿Qué importa a los canarios la resaca que deja corrompidos
cadáveres que la política española manda para estas playas?
Allá quedan en las ciudades, luciendo sus galones, manchando sus
sotanas; pero no pueden quitarnos el sol, ni el campo, ni el arroyo brillador,
ni las retamas amarillas que bordean las carreteras... Y las flores rebosan,
perfuman la tierra. .. De tantas que hay marean. Flores en los riscos y en los
peñascales. Flores en los trigos. Flores en las calles...
Los heliotropos surgen del camino y las azucenas obstruyen la
huerta.
Y cuando dormidos soñamos con la gloria, entran por la ventana
ramas floridas de madreselvas y nos dan con su perfume los buenos días.
Tenían las Islas sobradas bellezas para ocuparse de necesidades
que llegan de lejos. Teníamos frutos, flores, guitarras, labor en los campos,
barcos, en la mar. ¿Qué importa, entonces, el abandono, la preterición, el
olvido?
Los canarios no usan armas ni para cazar, que hasta las liebres y
los conejos se cazan con perros. ¿Para qué armas? ¿No son, acaso, las Islas un
Jardín de las Hespérides donde no hay fieras de ninguna clase?
Pero, al caer la Monarquía las Islas comenzaron a conocer que
eran en realidad Provincias españolas. Comenzaron a saber que había algo más
que las bellezas de los campos para olvidar las torpezas de las ciudades. Y los
que habían sufrido con el abandono, cobraron esperanzas. Se creaban escuelas;
se trazaban caminos. El ambiente se tornaba luminoso ahora que las Islas serían
escuchadas y el talento de sus hijos reconocido y sus obras consideradas. Ya no
sonaría con demasiada insistencia, como antes, la palabra "autonomía"
en los círculos intelectuales, ni se guardaría con amoroso misterio en los
Ateneos la bandera Isleña, como signo de inquietudes y descontentos.
Había llegado la hora de la República y las cosas empezaban por
fin a cambiar en la España de los Trabajadores. El obrero tendría un jornal
decoroso; la cultura sería para todos y la Escuela no sería aquella terrible
Escuela Pública, baldón del barrio donde estaba enclavada, porque los chicos
más desarrapados eran sus asistentes y el Maestro, sin el prestigio que da el
verdadero saber, era impotente para evitar los desafueros y las pedreas de los
escolares. Las Escuelas de la República, inspiradas en los mejores métodos
modernos, poseían el prestigio de un profesorado competente y digno. ¡Ya no
saldrían de las Islas, como hasta entonces, los emigrantes analfabetos, sin cultura ni despejo! ¡Ya América conocería otros emigrantes en "los
isleños" y olvidaría la pobre turba que venía a la zafra con la bondad en
el alma y la ignorancia en el cerebro!
Y mientras los muchachos se educan, los padres cultivan la tierra, ahora... ¡su tierra!, que la Ley Agraria de la República, se la ha concedido.
Pero de pronto se sintió un rumor que no era de tempestad, que
en la Isla ninguna azota, ni de ciclón que no llegan hasta allí, ni de fieras
que no las hay en sus bosques bordados de violetas... Se sintió un ruido de
espuelas, un crujir de botas de cuero de potro, un chocar de armas del
diablo... Y al rugido de "Arriba España" las siete canastillas de
flores se hundieron lentamente....
¡Y no se pudieron defender!... No pudieron porque los canarios no
llevaban nunca armas, ni las tenían en sus casas, ni sospechaban que les
pudiesen servir nunca de nada.
Otra vez se habían defendido como leones de una amenaza de
invasión inglesa, y en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, perdió un brazo, en
aquel día, el invencible almirante Nelson. Y allí está, en la plaza de Trafalgar,
de Londres, la estatua del gran marino; y al verlo manco, los canarios
recuerdan: "¡Fue en Tenerife donde le derrotamos"! Porque los
canarios no quieren ser extranjeros. Y salieron vencedores del servilismo de la
grande y poderosa Inglaterra. Pero estaban de acuerdo todos, ejército y
pueblo, contra el enemigo común y en aquella ocasión el pueblo fue armado.
Después no volvió a combatirse nunca. "Las armas son un
peligro", enseñan los padres canarios a sus hijos. Y la vieja escopeta
para cazar palomas se oxida lentamente en el rincón del campesino comedor.
Y así los tomaron de improviso. No hubo posibilidades de
salvación. Los poetas, los maestros de escuela, han sido fusilados. Los socialistas,
los masones, han sido fusilados. Los estudiantes del pensamiento en estrellas
del ideal, esa juventud isleña que soñaba en la completa redención del mundo
caminando sobre senderos de un cristiano amor, fueron fusilados. Doctores y
literatos, educadores y catedráticos de "dudosa filiación", trabajan
al sol en las canteras con las cabezas rapadas como los presidiarios en la
Cayena.
Las cosechas robadas fueron, los ahorros esquilmados. Cristo Rey
bordado en Inri sobre uniformes criminales. Y la satánica risa de Torquemada se deja oír tras las hogueras de la Inquisición.
¡Es la guerra! Pero no la guerra en la que hay probabilidad de
defensa. No la guerra de España, de hombre contra hombre e idea contra idea estallando en los aires y en la metralla de las trincheras. ¡No! Es peor que
todo eso. Porque en Canarias no hay lucha, ni la idea silba contra la idea,
sino que es la guerra que llega como la bestia sobre el nidal, sin permitir
defensa, ni movimiento ni voz; aplastando con su cuerpo toda vida, deshaciendo
el cerebro, turbando la razón. Y está prohibido el quejarse... ¡prohibido el
llorar! Y como el Nerón que ahoga en el Circo el lamento del Pueblo, en las
plazas de las Islas suena la música todas las noches y hay que llevar a los
familiares al paseo "para no hacerse notar". Al llegar la hora de
terminar el concierto, la banda militar toca todas las noches los himnos de los
aliados: himno portugués, italiano y alemán que tiene que oír el público con la
mano extendida en saludo del fascio. Caballeros, señoras, la muchachada, los
niños extienden la diestra en aparente acatamiento. Un tinerfeño que cruzó por
el paseo sin levantar la mano, fue detenido, arrestado y conducido al calabozo,
y allí durmió tres días con el espanto en el alma hasta que su anciano padre
pudo libertarlo y enviarlo para Cuba en una de cuyas poblaciones he podido
hablarle. "Todas las oficinas están controladas por alemanes —me dijo— mi
pasaporte lo firmó un alemán".
Y mientras tanto, los himnos de las naciones aliadas al
sangriento fascismo español, continuarán sonando en las cálidas noches de las Islas como una burla sangrienta sobre las víctimas del Ideal. Y el
"Jardín de las Hespérides", que un día fue crisol de libertades, cuna
de inteligencias, regalo florecido de los dioses al Mar, se ve hollado por la
Bestia que sale de las sombras, de las cavernas, para traer de nuevo el
fanatismo y la incultura; para levantar cadalsos, fortificar presidios,
imponiendo con hierro candente la cruz de la esclavitud en la espalda del
pueblo sin amparo.
El Sol alumbra, indiferente, a la tierra donde los cantos se han
extinguido; donde la impotencia ata los pies y las manos de los hombres que anhelan la libertad. Y otra vez,
en las sombras de la noche, resonarán gritos brutales de los conquistadores, mientras los "guanches" de hoy, tirados sobre el campo mustio del
Ideal, se dejan embargar del sueño letárgico y murmuran con desesperación: ''¡Vacaguaré!" (i¡quiero morir!).
¡Las Islas se han dormido!
Mercedes Pinto
Santiago de Cuba, Agosto 1937
Publicado en Facetas de la actualidad española núm. 6
La Habana, septiembre de 1937
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