Ernesto Sábato entrega el informe de la CONADEP a Raúl Alfonsín. 20 de septiembre de 1984 / AP |
Ernesto Sábato presidió entre los años de 1983 y 1984 la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas creada en 1983), cuya investigación, plasmada en el libro Nunca más, abrió las puertas para el juicio a las juntas militares de la dictadura militar argentina en 1985.
Prólogo del Informe de la Comisión Nacional sobre la
Desaparición de Personas, conocido como “Nunca Más”
Durante la década del 70 la
Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema
derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros
países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrir la
despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de
grupos similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios
del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los
tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la
defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro
de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un
detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: «Italia
puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura».
No fue de esta manera en
nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas
respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque
desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado
absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos.
Nuestra Comisión no fue
instituida para juzgar, pues para eso están los jueces constitucionales, sino
para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos años aciagos
de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de
declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de
cientos de lugares clandestinos de detención y de acumular más de cincuenta mil
páginas documentales, tenemos la certidumbre de que la dictadura militar
produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje. Y, si
bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar
ante lo que hemos oído, leído y registrado; todo lo cual va mucho más allá de
lo que pueda considerarse como delictivo para alcanzar la tenebrosa categoría
de los crímenes de lesa humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus
consecuencias, todos los principios éticos que las grandes religiones y las más
elevadas filosofías erigieron a lo largo de milenios de sufrimientos y
calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos.
Son muchísimos los
pronunciamientos sobre los sagrados derechos de la persona a través de la
historia y, en nuestro tiempo, desde los que consagró la Revolución Francesa
hasta los estipulados en las Cartas Universales de Derechos Humanos y en las
grandes encíclicas de este siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la
nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden
suspenderse, ni aun en los más catastróficos estados de emergencia: el derecho
a la vida, el derecho a la integridad personal, el derecho a proceso; el
derecho a no sufrir condiciones inhumanas de detención, negación de la justicia
o ejecución sumaria.
De la enorme documentación
recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en
forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados
de manera esporádica sino sistemática, de manera siempre la misma, con
similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio.
¿Cómo no atribuirlo a una metodología del terror planificada por los altos
mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban por su
sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y
medios de información que esto supone? ¿Cómo puede hablarse de «excesos
individuales»? De nuestra información surge que esta tecnología del infierno
fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras
inferencias no bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la
Junta Interamericana de Defensa por el jefe de la delegación argentina, General
Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: «Hicimos la guerra con la
doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores». Así,
cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la
Junta Militar deploraban los «excesos de la represión, inevitables en una
guerra sucia», revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos
independientes los espantos planificados.
Los operativos de secuestro
manifestaban la precisa organización, a veces en los lugares de trabajo de los
señalados, otras en plena calle y a la luz del día, mediante procedimientos
ostensibles de las fuerzas de seguridad que ordenaban «zona libre» a las
comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su
propia casa, comandos armados rodeaban la manzana y entraban por la fuerza,
aterrorizaban a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a
presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban
brutalmente, la encapuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o
camiones, mientras el resto del comando casi siempre destruía o robaba lo que
era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía haber
inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno:
«Abandonad toda esperanza, los que entráis».
De este modo, en nombre de la
seguridad nacional, miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes y
hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de
los Desaparecidos. Palabra –¡triste privilegio argentino!– que hoy se escribe en
castellano en toda la prensa del mundo.
Arrebatados por la fuerza,
dejaron de tener presencia civil. ¿Quiénes exactamente los habían secuestrado?
¿Por qué? ¿Dónde estaban? No se tenía respuesta precisa a estos interrogantes:
las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían en
sus celdas, la justicia los desconocía y los habeas corpus sólo tenían por
contestación el silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca
un secuestrador arrestado, jamás un lugar de detención clandestino
individualizado, nunca la noticia de una sanción a los culpables de los
delitos. Así transcurrían días, semanas, meses, años de incertidumbres y dolor
de padres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre
desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e inútiles, de ruegos a
influyentes, a oficiales de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a
obispos y capellanes, a comisarios. La respuesta era siempre negativa.
En cuanto a la sociedad, iba
arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro temor de que cualquiera,
por inocente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas,
apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia consciente
o inconsciente a justificar el horror: «Por algo será», se murmuraba en voz
baja, como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses,
mirando como apestados a los hijos o padres del desaparecido. Sentimientos sin
embargo vacilantes, porque se sabía de tantos que habían sido tragados por
aquel abismo sin fondo sin ser culpable de nada; porque la lucha contra los
«subversivos», con la tendencia que tiene toda caza de brujas o de
endemoniados, se había convertido en una represión demencialmente generalizada,
porque el epíteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible.
En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como
«marxismoleninismo», «apátridas», «materialistas y ateos», «enemigos de los
valores occidentales y cristianos», todo era posible: desde gente que
propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a
villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada:
dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos
que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran
adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones
sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las
enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y
amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y
por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o
siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos
presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de
entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores.
Desde el momento del secuestro,
la víctima perdía todos los derechos; privada de toda comunicación con el mundo
exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales,
ignorante de su destino mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río
o al mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a cenizas; seres que
sin embargo no eran cosas, sino que conservaban atributos de la criatura
humana: la sensibilidad para el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o
de su mujer, la infinita vergüenza por la violación en público; seres no sólo
poseídos por esa infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por eso
mismo, guardando en algún rincón de su alma alguna descabellada esperanza.
De estos desamparados, muchos
de ellos apenas adolescentes, de estos abandonados por el mundo hemos podido
constatar cerca de nueve mil. Pero tenemos todas las razones para suponer una
cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en denunciar los secuestros
por temor a represalias. Y aun vacilan, por temor a un resurgimiento de estas
fuerzas del mal.
Con tristeza, con dolor hemos
cumplido la misión que nos encomendó en su momento el Presidente Constitucional
de la República. Esa labor fue muy ardua, porque debimos recomponer un
tenebrosos rompecabezas, después de muchos años de producidos los hechos,
cuando se han borrado deliberadamente todos los rastros, se ha quemado toda
documentación y hasta se han demolido edificios. Hemos tenido que basarnos,
pues, en las denuncias de los familiares, en las declaraciones de aquellos que
pudieron salir del infierno y aun en los testimonios de represores que por
oscuras motivaciones se acercaron a nosotros para decir lo que sabían.
En el curso de nuestras
indagaciones fuimos insultados y amenazados por los que cometieron los
crímenes, quienes lejos de arrepentirse, vuelven a repetir las consabidas
razones de «la guerra sucia», de la salvación de la patria y de sus valores
occidentales y cristianos, valores que precisamente fueron arrastrados por
ellos entre los muros sangrientos de los antros de represión. Y nos acusan de
no propiciar la reconciliación nacional, de activar los odios y resentimientos,
de impedir el olvido. Pero no es así: no estamos movidos por el resentimiento
ni por el espíritu de venganza; sólo pedimos la verdad y la justicia, tal como
por otra parte las han pedido las iglesias de distintas confesiones,
entendiendo que no podrá haber reconciliación sino después del arrepentimiento
de los culpables y de una justicia que se fundamente en la verdad. Porque, si
no, debería echarse por tierra la trascendente misión que el poder judicial
tiene en toda comunidad civilizada. Verdad y justicia, por otra parte, que
permitirán vivir con honor a los hombres de las fuerzas armadas que son
inocentes y que, de no procederse así, correrían el riesgo de ser ensuciados
por una incriminación global e injusta. Verdad y justicia que permitirán a esas
fuerzas considerarse como auténticas herederas de aquellos ejércitos que, con
tanta heroicidad como pobreza, llevaron la libertad a medio continente.
Se nos ha acusado, en fin, de
denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en
los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a
marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa
exaltación. Por el contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel
terror, y lo repetimos una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no
era la de investigar sus crímenes sino estrictamente la suerte corrida por los
desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la
violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo
hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por
lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar y ver cantidad de programas
televisivos, y leer infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un
libro entero publicado por el gobierno militar, que enumeraron, describieron y
condenaron minuciosamente los hechos de aquel terrorismo.
Las grandes calamidades son
siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su
historia sufrió la Nación durante el periodo que duró la dictadura militar
iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la
democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella
puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura
humana. Únicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra
patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo
civilizado.
Ernesto Sábato
Septiembre de 1984
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