Por una puertecilla se pasaba del portal a la taberna; por una
trampilla, de la taberna a la cueva. Los bordes del agujero cuadrado eran un
peligro para las frentes. De pie en este borde donde empezaba la escalera
carcomida y húmeda estaba el tabernero con su mandil de caucho. Avisaba el
peligro. Abajo estaban ya su mujer y sus chicos. Uno de ellos hurgaba en el
grifo goteante apretando su dedo contra la boca. Salía un hilito tenue de agua
que se proyectaba lejos en una lluvia finísima y salpicaba a sus
hermanos.
—¡Mamá, mira éste!
Un manotón y un apretón al grifo. El chiquillo se refugió llorando
en un ángulo de la cueva. Seguía bajando gente. Bajaban a prisa y se acomodaban
donde podían. Cada ráfaga de explosiones lanzaba más gente por la
escalera.
Se tuvo que meter de cabeza allí. Delante de él la casa de la
esquina de la calle de la Cruz perdió dos balcones y un trozo de fachada. Pensó
absurdamente que si esto le pasaba a una casa, a un cura podía pasarle mucho
más.
En el portal le acogieron cariñosamente y le guiaron a la cueva.
Con su traje negro correcto, su cabeza gris y su cara seria, nadie reparó en
él. Encendió un pitillo y se dispuso a esperar filosóficamente que acabara
aquello. Después, se llegaría al Hotel Victoria y cenaría allí, en paz y gracia
de Dios. Miró las veinte o treinta personas allí reunidas, levantó los ojos al
techo abovedado de ladrillos, y por una asociación de ideas recordó su visita
en Roma a las antiguas catacumbas cristianas.
Se hablaba en voz baja. De vez en cuando sobre los murmullos se
oía una doble exclamación: «¡Jesús, Jesús!».
Era una vieja seca y alta, aunque ya doblada su espalda por los
años. Tenía un perfil de pájaro y repetía incansablemente su jaculatoria.
Atraía todas las miradas. A su lado había un soldado, joven y fuerte que la
miraba con ira. Se estaba poniendo nervioso.
La puso una mano en el hombro:
—¿Se quiere usted callar ya, abuela?
—Sí, hijo, sí. Me callo. Pero es natural. Les tiramos nosotros y
nos contestan. Es lo mismo que le digo a mi nieto que se escapó con las
milicias. Si no os empeñárais en andar a tiros con ellos, no tirarían. Pero si
les tiráis vosotros, ¿qué van a hacer?
—Anda Dios, ¿qué quería usted que les dejáramos entrar en Madrid a
los moros?
—Hijo, yo de la guerra no entiendo. Pero ¿por qué matarse? Con lo
sencillo que hubiera sido todo. Siempre ha habido ricos y pobres. Yo soy
ya muy vieja y he visto el mundo. Cuando todos los señores y hasta los curas
están con ellos, algo tendrán de razón. Claro —agregó, dándose cuenta del
respingo de los oyentes— que yo no apruebo esto. Pero ¡es tan sencillo
terminarlo! Además, no me puede usted negar las iglesias que se han quemado y
los curas que se han matado en Madrid. Esto, créame usted, es castigo de
Dios.
El soldado se quedó mirando la figura flaca, arrugada como
una pasa. Se volvió al vecino:
—Si fuera hombre, la pateaba a esta tía bruja.
El vecino asintió:
—Es una pobre vieja idiota: ¿qué vas a hacerle?
La vieja iba a contestar iracunda al insulto, pero delante de ella
se plantó una voz viril:
—¿Usted es cristiana abuela?
—Claro que lo soy —contestó con ira—. Bueno, le diré — rectificó
temerosa.
—No me diga; usted es cristiana o no lo es. Yo, soy cura.
Católico, apostólico y romano.
Hizo una pausa y miró sereno al grupo compacto que se empujaba
hacia él.
—Lo soy —agregó—. Y no lo niego.
Hizo otra pausa y apuntó a la vieja con un dedo:
—Está usted equivocada. —Se volvió al grupo—: Y vosotros también.
Equivocada usted, porque no cree que soy cura. Equivocados vosotros
—extendió la mano circularmente— porque tampoco lo creéis. Os explicaré la cosa
en detalle y seguramente estaremos de acuerdo. Tal vez no la abuela, porque ya
es muy vieja para comprender estas cosas. Soy hijo de unos labradores de
Castilla. Estaba destinado a labrar la tierra. A ir tras las mulas manteniendo
el arado. A no saber nada de nada, como no lo saben mi padre ni mi madre que no
entienden de letras. Pero, salí un chico listo. El cura de mi pueblo se
fijó en mí. Me tomó interés y convenció a mis padres. A los once años me
mandaron al seminario. A los veintitrés se canta misa. Unos la cantan
convencidos de que ya tienen un oficio que les asegura la vida y que les
permite incluso aspirar a ser obispos y hasta papas. Yo canté mi misa,
convencido de que era un sacerdote de una religión hermosa que predica paz y
fraternidad. No he perdido esta fe. Estoy convencido de que existe Dios. Un
buen Dios. De que todos los hombres somos iguales y hermanos. De que el
reino de Dios es el reino de la paz. Estalló la guerra y me planteé un problema
terrible de conciencia: yo, no podía tomar parte en la guerra. No podía pelear.
Tenía una misión que cumplir: Sentirme más que nunca sacerdote de Cristo e
inclinarme del lado donde Cristo estaba. A un lado había ricos acompañados de
sacerdotes; al otro lado pobres abandonados de sacerdotes. Los ricos
habían atacado a los pobres para hacerlos más pobres aún. Muchos
sacerdotes se unieron a ellos porque a su lado estaba el mando y las riquezas.
Unos eran ricos y agresores. Otros pobres y agredidos. Me quedé aquí. Me habían
enseñado como palabra de Dios que para los ricos es más difícil entrar en el reino
de los cielos que a un camello pasar por el ojo de una aguja. Me habían
enseñado como palabra de Dios que no mataría, y como sacerdote debería enseñar
a no matar. Y ellos matan. No han respetado la ley ni las palabras de
Dios; han robado, han matado, han violado y han hecho burla de Dios y de los
hombres. Han bombardeado ante mí la casa de Dios, lanzado en su nombre nueve
bombas sobre esa iglesia de San Sebastián que tenemos al lado. Ahora mismos
disparan sobre Madrid. Matan seres indefensos ajenos a la lucha, simplemente
por venganza, ni aun por eso, por instintos criminales. Con cañones bendecidos
en nombre del odio. ¡Camaradas, hermanos, aquí me tenéis! ¡Un cura! Estaba
con vosotros antes y lo estoy ahora. Con la fe en Dios, con la fe en vosotros,
en mí, en el pueblo de mi España, en todos los hombres de buena voluntad.
Amén.
Calló. No se oían ya los obuses y las gentes del refugio estaban
aún expectantes. Echó a andar el cura y delante de él se abrió un pasillo.
Subió la escalera podrida, lentamente, con la cabeza gacha y detrás de él
desfilaron
todos.
En la calle ya, el soldado, se adelantó rápido y avanzó hacia el
cura; se plantó delante de él cortándole el camino y le tendió la mano:
—¡Padre, ha estao usted bueno!
Arturo Barea
Valor y miedo, 1938. Capítulo XV - Refugio
Valor y miedo fue el primer libro publicado por Arturo Barea.
Refleja la realidad social de la ciudad de Madrid cercada por tropas
franquistas.
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