A punto de casarte
te has ahogado.
Y
una mujer tortura sus cabellos,
echa
de menos un timón de olmo,
llora
un novio de yunques resistentes,
un
corazón de campanario en fiesta,
derramando
jornales por el suelo, que unisteis
para
pagar el azahar y el hijo.
Y
otra mujer, tu madre, tan mezquina
que
te crió con hierbas y mendrugos,
gime
y te insulta porque ha de pagar tu entierro.
Hoy
tendrán sed tinajas y gargantas,
hoy
huelgan por ti fuentes y aguadores,
carros
y surtidores, con los brazos caídos.
Tu
cuerpo estaba hecho de herramientas sonoras:
parecías
compuesto de disparos,
tu
voz llevaba un trueno de las riendas
y
dos trillos tus pasos, tan potentes
que
quedaban las huellas de tus pies
grabadas
en las losas.
Tú
y la chicharra, de la misma especie.
Cuando
hacías equilibrios sobre un cuchillo en pie,
cuando
sobre tu carro
de
cántaros templando sus guitarrones de agua,
relampagueando
el látigo mordías al borrico,
cuando
te desplegabas sobre tu acordeón,
caía
seducida una hortelana.
Tú
y Rosendo, los mozos más fornidos, Manolo.
Tu
dilatado tórax ocupaba la calle,
a
tu sien hondamente negra de juventud
acudían
las venas y el amor a manojos,
parecía
que nunca te habías de morir,
parecías
verdad, y eras mentira.
Viniste
al mundo derribando sillas
y
levantando arados con los dientes,
tu
mano mejoró la del león
y
resistió tu espalda la caída de un pino.
Gremio
de relucientes puñaladas,
suavemente
las aguas te han matado.
Cuatro
aguadores de anudados brazos
te
llevan con los pies para delante.
Cuenta
con mi dolor, cuenta conmigo,
y
con mi corazón, y con mi lengua,
cuenta
con un puñado de lágrimas y tierra,
cosechero
que fuiste del estrépito,
privilegio
acabado de la vida.
Miguel
Hernández
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