I.
Escenario
Del
Puente de Toledo arriba, el paisaje es árido. Campos incultos que, en tiempos
estaban labrados, donde nacen hoy los cardos. A ambos lados de la carretera que
se lanza cuesta arriba, desde el río, crecieron hileras de casitas modestas, la
que más de dos pisos, que flanqueaban el camino hasta Carabanchel. De vez en
cuando se ven las ruinas de grupos de casas: eran colonias. En una
hondonada se extendía la colonia de los traperos con sus casitas de un solo
piso, conjunto multiforme, mezcla de fantasía y pobreza. Pocas, muy pocas,
estaban hechas de ladrillos —de ladrillos viejos de los derribos de Madrid— las
más eran de adobes repintados de cal blanca. Muchas construidas con un
entramado débil de madera recubierto de tablas, chapas y latas viejas. Se ve en
las paredes el nombre de la Shell, anuncios murales de Michelín que
estuvieron al borde de la carretera, chapas onduladas ya mohosas, de los
primeros barracones militares que se construyeron en Cuatro Vientos para hangar
de los Farman prehistóricos, sobre los que se formaron los primeros pilotos que
en España hubo. Hay también colonias con pujos aristocráticos: la Asociación de
la Prensa fundó allí su colonia para descanso de periodistas ricos —especie
rara en España—. Estos dos pequeños grupos de viviendas eran polos
opuestos; la Colonia de la Prensa era el preciosismo; la de los traperos, eso,
el «traperismo». Una con árboles, otra con vertedero. Intermedias se crearon
otras colonias, grises y borrosas en el paisaje, simplemente: grupos de casas.
En noviembre de 1936, los
habitantes huyeron alocados y los moros saquearon todas las casas: las de los
traperos y las de los ases del periodismo. Comenzó después la reconquista
desde el Puente hasta Carabanchel. Nueve kilómetros en un año, casa a casa y aun
en muchos sitios, habitación por habitación. Hoy las líneas ya están en
Carabanchel.
En realidad, no existen
trincheras, sino una mezcla: trozos de trinchera, zanjas, hoyos, orificios a
través de los muros, minas por debajo de cimientos. Sacos terreros tapando
ventanas; montones de tierra formando taludes, cemento y ladrillo
amontonados en parapetos o rellenando cuevas. Recuerda este caos, esas
preparaciones de Museo de Historia Natural, donde se ve un termitero o un
tronco de árbol apolillado en sección.
Aquí viven hombres. Aquí
matan y aquí mueren.
Viviendo, matando y muriendo,
han subido nueve kilómetros de cuesta, empujando, con su fe, cada vez más lejos
los cañones que asesinan a Madrid.
Este es el escenario.
II. Escena
Aquel idiota alarmaba la
posición. Todas las noches, soltaba un tiro en plena calma y la alarma se
extendía en la cresta de las dos trincheras. El capitán estaba ya harto y
aquella noche se estableció agazapado detrás de él cuando entró de puesto.
Transcurrió más de media hora.
El capitán miraba la figura sombría del soldado atento en la tronera. Había un
silencio absoluto en el sector.
Súbitamente, se enderezó el
soldado, apoyó el fusil en su hombro y disparó. El capitán saltó sobre él, al
mismo tiempo que se coronaba de explosiones la trinchera enemiga.
—¿Qué pasa? ¿Por qué has
tirado?
Se volvió sobresaltado y
balbuceó:
—Por nada.
—¿Tienes miedo?
—No. Es que... Verá
usted: hace unas noches se durmió un soldado, allí enfrente en la
trinchera de los fascistas y le volaron la tapa de los sesos. Desde aquí,
cuando hay luna, yo veo al centinela perfectamente y hay un soldado allí donde
mataron al otro, que lleva tres o cuatro noches que se duerme. Yo le miro, y
cuando veo que se le cae la cabeza, le suelto un tiro y le despierto.
*
Allá
abajo en la carretera, lejos de los morteros y desenfilada de los tiros de
fusil, hay una casita con bastantes rotos. Dentro de la casita, un grupo de
mujeres que guisan para los soldados. Una de ellas se encarga casi todos los
días de llevar un gran puchero a la avanzadilla donde hay constantemente cuatro
hombres.
Tiene
que cruzar un pequeño espacio batido por una ametralladora que acecha a la
carretera que da allí. Cuando llega al punto peligroso afirma la
mano sobre el asa del puchero y emprende una carrera veloz. El tableteo llega
tardío, y los soldados tiemblan cuando va a pasar y se ríen a carcajadas cuando
ha pasado.
Le han dicho muchas veces que
un día la van a asar a tiros y siempre contesta igual:
—Para lo que vale una en este
mundo, nada se pierde.
Y es que es fea. Pero tan
alegre, tan simpática y tan valiente, que a los cuatro que turnan en
el puesto avanzado ha llegado a parecerles guapa. Uno se ha decidido a
pedirla relaciones.
Es un buen tipo de hombre y
ahora cuando ella da su carrerita de diez metros delante de la Intrusa, la
hormiguean las piernas y tiene que parar un poco para recobrar aliento.
Ya dentro de la trinchera se
encuentra pagada viéndole comer a él.
*
Los
chicos tienen un sport: Sobre una horquilla de hierro se montan dos tiras de
goma y una cazoleta de cuero. Dentro de esta cazoleta se coloca una piedra o un
trozo de plomo y se tira a los pájaros en los árboles arriesgando el cachete
del guarda, la detención y la multa con su correspondiente paliza en casa. El
«tirador» es un sport de chicos traviesos de Madrid.
En
Carabanchel, un miliciano forjó un tirador gigantesco, lo clavó en la tierra,
le puso unos cordones «sandow» de los usados en aviación y se
dedicó a lanzar morteros de cinco kilos a los fascistas. Para ello se reúnen
tres amigos: dos realizan la tracción de las gomas hasta el máximum. El tercero
deposita el mortero en la cazoleta y sueltan el proyectil que va a caer en las
segundas líneas del enemigo.
Durante mucho tiempo, éste ha
creído que poseíamos un nuevo modelo de lanzatorpedos producto de los técnicos
rusos.
*
Una
noche le tocó de guardia en el parapeto a un andaluz, huido a tiempo de Córdoba
e incorporado al Ejército de Madrid. A los pocos minutos oyó ruido enfrente de
él — en la tierra de nadie—, y un susurro: «no tiréis, me paso con vosotros».
Saltó una sombra dentro de la trinchera y el centinela abrazó al recién
venido.
Poco
después se repitió la escena. Más tarde otra vez. Una vez más
aún, y así durante su guardia, el andaluz recibió hasta siete fugitivos que
llegaron cautelosos.
Le quedaba un cuarto de hora
de puesto y estaba pensando si vendrían más aún. Escudriñaba nervioso las
tinieblas y escuchaba con todos sus nervios en tensión. Por último, no pudo
resistir su ansiedad y gritó: ¡Si falta alguno que se dé prisa, que me voy a
marchar!
*
En
algunos puntos de la trinchera existen somieres colocados como techo de ella.
Pasáis por debajo de un somier de éstos o de una hilera, y pensáis asombrados
qué puede ser. Llegáis a un punto donde existe una casita con un tejado raro:
medio metro de tierra y encima una gran cantidad de somieres, dispuestos
simétricamente y atados con alambres unos a otros.
Los
somieres constituyen un nuevo elemento defensivo y la invención se debe a un
sargento aprensivo y reumático que teme ser enterrado vivo.
Llegó un día en aquel sector
en que los morteros caían en tal abundancia que hubo de pensarse seriamente en
construir refugios bajo tierra que permitieran dormir a los hombres con un
margen de seguridad. Comenzaron a construir cuevas —todo este frente está lleno
de ellas— individuales para los oficiales y los sargentos, colectivas para la
tropa.
Pero aquel
sargento, madrileño de cincuenta años que se empeñó en andar a tiros a su
vejez para echar una mano a los muchachos, como él decía, se negó rotundamente:
él tenía reúma y una cueva bajo tierra, únicamente es admisible si tiene un
sumidero para las aguas o al menos una reguerita y no se la forra de madera. Lo
segundo no era un problema, pero lo primero sí. Después de muchas discusiones
con el capitán, decidió quedarse en aquella casita incrustada en la misma
trinchera, donde siempre había estado.
Comenzó a discurrir un medio
defensivo que hiciera inexpugnable la débil construcción y lo halló: por dentro
rellenó la casita de puertas arrancadas a otras casas. Puertas adosadas a lo
largo de las paredes que daban al interior el aspecto de un almacén de
materiales de construcción. Arrancó el tejado inclinado de la casa y sobre el
borde superior de las puertas, que así pasaron a ser vigas, tendió más vigas
formando un techo horizontal. Este techo lo cubrió con medio metro de
tierra y sobre la tierra dispuso somieres y más somieres, simétricos y sujetos
entre sí por lazos de alambre.
La obra se elevó entre el
asombro de todos que no dudaban había perdido la cabeza. Entre burlas le
preguntaban si iba a dormir allí encima o si esperaba huéspedes. Él se callaba
y perseguía el fin de la construcción a toda velocidad, porque el enemigo se había
dado cuenta de que algo pasaba en la casita y tiraba constantemente.
Quedó
terminada aquella noche y entonces el capitán le llamó a su cueva flamante,
recién construida:
—Bueno,
ya has terminado tu capricho. Ahora lo que quiero que me expliques, es qué
demonio significa todo ese tinglado.
—Es
muy sencillo —diez años habían sido vecinos— y se ve tu carencia de
conocimientos de balística. Además es una cuestión de
raciocinio tan simple como el huevo que el amigo Colón hizo bailar en un plato,
de punta. Raciocina un poco, tú que has hecho cursos especiales de politécnica
y fíjate: ¿Qué es un mortero? Un mortero es una pelota de acero llena de
balines o de dibujitos como las piñas que viene volando por el aire, sin meter
ruido y que te cae encima sin que te enteres. Pega en duro y te entierra. Pero
cae en blando y se queda allí enterrado sin explotar. Pues ahí está toda
la teoría. Si cuando caen en blando los morteros no explotan, para que no
exploten, no hay más que prepararles una cama blanda. Claro está que me faltan
los colchones de lana, con lo cual estaría el problema totalmente resuelto,
pero ya trataré de resolver el asunto.
Hizo una pausa y
prosiguió:
—Me miras como si estuviera
diciendo estupideces. Pues no señor, no son estupideces. Mi teoría es ésta: cae
un mortero sobre los somieres y solamente puede ocurrir una de las dos
cosas; estalla o no estalla. Como cae en blando, rebota; y si estalla, porque
el colchón le ha parecido duro, estalla cuando está en lo alto de la casa, es
decir, en el aire. Si la cama la encuentra blanda, dará unos saltitos y se
quedará durmiendo. De todas maneras dentro no entra; y si no, ya lo verás.
En efecto, el enemigo, comenzó
a lanzar morteros contra la casita al día siguiente. Tal vez suponía que
allí se había establecido un polvorín o se preparaba una nueva mina. Desde la
trinchera los soldados contemplaban los efectos al abrigo.
Caía el mortero y saltaba
sobre los somieres; en medio del aire explotaba como un fuego de artificio.
Muchos morteros, amortiguaban el golpe sobre la trama de alambre y volvían a
caer rebotando cuatro o cinco veces, hasta que quedaban allí acostados en lo
alto, esperando que los recogieran y se los devolvieran al enemigo. El
sargento ejercitaba un derecho de propiedad sobre los morteros no explotados.
Los soldados poco a poco
fueron trayendo somieres de las casas abandonadas y atravesándolos sobre las
trincheras en los pasos batidos.
El sargento lleva ya semanas
enfrascado en escribir un informe al Estado Mayor. Tiene un titulo en hermosa
letra redondilla que dice: «Nuevos métodos de balística defensiva».
*
El
soldado canturrea una vieja canción:
Ya
se murió el burro
de
la tía Vinagre.
Ya
ha dejado el pobre
esta
vida miserable...
Que
turulu, lu, lu.
Con
esta cancioncilla, da salida a su asco y la repite una y otra
vez. Es una autodefensa contra la repugnancia.
Inevitablemente obsesionado,
deja de mirar al campo enemigo y vuelve de vez en cuando la cabeza para mirar
al burro que le devuelve la mirada con sus ojos aguanosos y desorbitados. El
soldado vuelve la cabeza rápidamente y contempla otra vez el campo, casi sin
verlo, sintiendo que su estómago protesta desesperadamente. De vez en cuando
revolotea al lado de la cara del centinela, una mosca gorda y pesada, una
mosca de tripa verde, con pelos negros que parece empeñarse en morderle
furiosamente. Entonces el hombre se vuelve casi rabioso y manotea en el aire
con asco, con rabia y con ira. La mosca vuelve una y otra vez, y cuando por
último se decide a emprender un vuelo largo que la aleja, el soldado respira
tranquilo.
Hacia la parte adentro de la
trinchera cae la cabeza del burro sin llegar nunca al suelo. La sostiene un
cuello flaco pustuloso que parece va a romperse de un momento a otro.
Cuando se toca la cabeza, se balancea como un péndulo. Debajo de los morros se
abre una tronera y es casi inevitable, si uno se asoma por allí, el tropezar
con la carroña e iniciar su balanceo trágico. Más abajo, en el suelo, en la
vertical, hay un charquito amarillento, donde caen de vez en cuando las gotas
amarillo-verdosas, que destilan los belfos. Alrededor de este charquito, como
mesa de banquete, están las moscas verdes y gordas que tanto asustan al
soldado. Se atiborran y su trompa en succión, parece una pata más que les
hubiera salido de la cabeza.
A un lado brotan entre los
sacos terreros dos cascos pequeños con sus herraduras relucientes del uso, que
parece ha pulido un ama de casa. Aquí y allá, brotan entre los rotos, costillas
descarnadas con pingajos de carne pegados a ellas y tiras de piel lacias. El
medio burro, porque no es un burro entero, le tiraron allí entre los
sacos, en la última hora del ataque, cuando el parapeto se desmoronaba y había
de rehacerse con medios de fortuna; encima cayeron sacos terreros, ladrillos y
todo lo que se encontró a mano. Se aplastaron las costillas con el peso, se
partieron las vertebras y la cabeza del burro quedó colgando dentro de la
trinchera, sobre aquella tronera desde donde se disparó hasta el último
momento.
Así lo encontraron
nuestros soldados al entrar en la posición y todavía estaba allí esperando
que manos piadosas y a la vez sanitarias lo retiraran y lo enterraran. Su otra
mitad nadie sabía dónde podía estar.
Allí, esperando, los ojos
ahuevados del burro miraban al soldado de reojo con una mirada apagada de sus
ojos ahuevados. El soldado volvía de vez en cuando la cabeza y seguía su
canturreo inconscientemente:
Ya se murió el burro...
Le despertó un picor intenso
debajo de la axila. Se sentó en la cama y con el brazo en alto, volviendo la
cabeza y la clavícula en direcciones opuestas, comenzó una exploración en la
mata de vello. Obtuvo un piojo que en principio creyó era una chinche
pequeñita. Tan grande era. Un bicharraco hinchado de sangre que se
transparentaba a través de su cuerpo córneo. Lo aplastó con la bota, con
una mueca de asco.
Ya despierto, paseó su vista
por el refugio. Era una cueva tallada en la tierra que, hasta las dos de la
madrugada de la noche anterior, había sido del enemigo y desde las dos era del
Ejército de la República. Se metieron allí y a la luz de las lámparas de
bolsillo se tumbaron en los petates. Olía mal, pero después de la fatiga del
combate, se duerme sobre clavos. Los otros dormían en los otros tres petates
que había dispuestos en la cueva. Entraba por el tubo que conducía al
refugio una claridad brillante de día de sol, amortiguada por el camino
profundo de la escalera, toscamente tallada en la tierra.
Entonces se fijó, guiado por
el ruidillo tenue: allí en medio de la habitación, estaba la rata royendo un
cacho de pan que sujetaba con sus patas, indiferente a él, hambrienta, ansiosa,
moviendo rápida sus mandíbulas que parecían una lima sobre madera. Un
bicho asqueroso, grande como un gato pequeño, con un rabo nervino que se
agitaba describiendo curvas como punta de látigo.
Había al lado de su cabecera
un terrón de tierra. Lo cogió y se lo tiró a la rata. El terrón explotó contra
el suelo delante de las narices del animal que dio un respingo de huida,
levantó la cabeza y miró retadora al agresor. Bajó lentamente la cabeza y reanudó
su tarea de roer el pan, con aquel ruidillo nervioso. Volvió confiadamente
a sujetar el mendrugo con sus patas.
Entonces se puso rabioso el
hombre: se tiró de la cama y la rata alarmada de aquellos movimientos bruscos
dejó de comer y se colocó a la expectativa. El hombretón, un mozo fuerte y
curtido por un año de lucha en el campo, se dirigió a ella directamente la dio
un puntapié con sus botas altas. La rata salió proyectada contra la pared, sonó
su golpe blando sobre la tierra y cayó al suelo, llena de vida y llena
de rabia. Se afianzó sobre sus cuatro patas, correteó a uno y otro lado y
sin perder de vista al hombre, comenzó a emitir un chillido fino.
El hombre titubeó un momento
y blasfemando se lanzó sobre ella. Le falló el segundo puntapié, mientras la
rata saltaba ágilmente para colgársele de las suelas. También el animal erró el
golpe por la sacudida nerviosa de la pierna agresora. El estruendo despertaba a
los compañeros que apenas salidos del sueño contemplaban asombrados el
espectáculo.
La rata, rabiosa, chillando y
corriendo a lo largo de la pared. El hombre, furioso, irritado, blasfemando,
persiguiendo a la rata con la punta de sus zapatos fuertes que la rata mordía
en el aire.
La alcanzó por fin. Un solo
momento quedó el animal atontado por el golpe, pero fue suficiente.
Las dos botas, rabiosas,
ciegas de ira, bailotearon sobre ella, girando su grueso tacón sobre sus sesos,
sobre sus costillas, sobre su tripa, sobre su rabo, del que quedó un cacho
roto, caído a un lado.
Agotado de excitación se dejó
caer el hombre sobre el petate mientras los otros le felicitaban. El pingajo
sangriento que era la rata, estaba allí en medio sacudido aún por convulsiones
de los últimos rincones de vida que tenía. La miraba estúpidamente renegando en
voz baja como ola final de su irritación.
Cuando desvió la vista se
encontró con el nuevo visitante. El piojo, otro piojo, tan gordo como su
hermano, avanzaba por su pantalón pausadamente, buscando el rincón donde se
hincharía de sangre.
El soldado salió corriendo
por la trinchera como un loco.
III. Telón
Carabanchel era un
pueblecillo alegre, bañado por el sol de Castilla. Sus rutas se alegraban por
las mañanas con los carrillos de los traperos que salían de sus bordes al salir
el sol. Con los autos que, rumbo a Sevilla, la bella y perdida hace más de un
año, hablaban de lujo y de alegrías. Con los obreros que bajaban a cientos, a
miles, a Madrid a ganar su pan. Y con el regreso en las noches.
Prolongación de Madrid, en el camino de Carabanchel se encontraban el madrileño
castizo, el gitano, el señorito, el comerciante y la última figura literaria.
¿Por qué? No lo sé: tal vez, porque era el camino de Andalucía.
He recorrido esa ruta, de
muchacho, en tardes de julio para ir a los toros en su placita pequeña, que por
pequeña y graciosa, llamábamos «la chata». La he subido también ahora, en
tardes de julio, desierta, llena de ruinas. Para allá van hoy los camiones
cargados de españoles que van allí a ocupar un puesto en el frente, al lado de
la Plaza de Toros. Vuelven los camiones ambulancias, rápidos, con su carga de
heridos. Y no pasa nadie más.
El camino de Carabanchel, era
eso: una ruta de luz y alegría.
El camino de Carabanchel, hoy
es esto: una ruta de lucha y sangre.
Pero en ella vive la vida;
está allí el pueblo. Bromea, se rasca y maldice, pero vive, palpita y ha
subido los nueve kilómetros de cuesta derramando sangre.
Arturo
Barea
Valor
y miedo, 1938
Capítulo
VI - Carabanchel
Valor
y miedo fue el primer libro publicado por Arturo Barea. Refleja la realidad
social de la ciudad de Madrid cercada por tropas franquistas.
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