(Barcelona,
marzo de 1986)
—¿Qué es para Usted la libertad?
—Mi libertad es un mundo de justicia, donde todo el mundo pueda vivir, donde no
haya guerras, donde no se cometan injusticias, donde nadie pase hambre. Eso
para mí es la libertad.
—¿Sufrió algún tipo de shock emocional cuando salió del
campo de concentración?
—Habíamos quedado allí doscientas mujeres muy enfermas. Nos dijeron que
evacuaban a todo el mundo, menos a las que no podían andar. Las que no podíamos
andar nos dejaron allí con la insana intención de matarnos antes de marcharse.
Pero, como las tropas aliadas habían rodeado la ciudad de Leipzig, los nazis
tuvieron prisa y se marcharon sin acordarse de matarnos antes. Estábamos allí
cuando de repente una soviética más decidida bajó y subió llorando, gritando.
No hacía más que decir “tovaritch,
tovaritch”. No sabíamos que pasaba. Finalmente comprendí que se trataba de
algo muy bueno. Una mujer terminó por traducirnos y nos explicó que estábamos
libres. Nos dijo que los SS se habían marchado todos y no había guardia en el
campo. Es decir que podíamos salir, si hubiéramos podido andar, claro.
—¿Cuántas cosas pasaron por su imaginación al recibir esta noticia?
—Es que no sé lo que hice. No puedo recordarlo. Fue tal el choque. Hubo mujeres que se murieron aquel mismo día, que no se podían mover y estaban agonizando en la cama y que se pusieron de pie al oír la noticia. Era una cosa de locura. Fue una alegría inmensa. Lo que sí recuerdo es que mis compañeras españolas que fueron evacuadas me habían confeccionado una banderita republicana. Era el 13 de abril aquel día. Me dijeron mis compañeras: “Mira, si mañana 14 de abril eres liberada, te la pones”. Yo cogí y me la puse. Es el único dato concreto que recuerdo de aquel día de mi liberación. Lo demás es un poco difuso. Anduve, salté, corrí.
—¿Cuáles son sus recuerdos de sus primeros días de libertad?
—Recuerdo que nos metieron en un manicomio. Los enfermos los había matado el régimen de Hitler. Allí mandaban a todos los deportados enfermos. Aquello era horrible porque morían deportados a montones. Parecía que habían estado esperando la liberación para morir. La gente se moría en los pasillos. Veías como llevaban a los muertos en carretas. No daban abasto a enterrar a todos los que se morían. Aquello sí que es una verdadera pesadilla. Para mí fue más pesadilla aquello que el propio campo. El ver aquella cantidad de gente muriéndose, gente que había estado esperando y aguantando hasta el último momento. Estuve en una habitación donde éramos catorce mujeres. Se murieron las otras trece. Quedé yo como única superviviente. Una se estaba muriendo a mi derecha mientras la otra se estaba muriendo a mi izquierda. Son mujeres que habían estado en el campo conmigo. Hacía falta una gran fuerza de voluntad para superar aquello. Pensabas que tú también te ibas a morir. Tenía la impresión que de allí no iba a salir viva.
—¿Usted ha superado todas las secuelas y recuerdos imborrables como este?
—Si, hasta cierto punto sí. Ahora los he superado porque siempre quise continuar la lucha. Entonces yo he participado en todas aquellas cosas que consideraba justas con todo mi entusiasmo siempre. Yo he participado en el mayo 68 francés, he participado en la lucha contra el proceso de Burgos, contra el pacto con los yanquis, el llamamiento de Estocolmo más atrás. He participado activamente en actos y manifestaciones allí donde vivía. Siempre he procurado participar en todo. Claro, eso hace que ves el porvenir más que lo que pasó. Lo que pasó lo recuerdas pero eso te hace vivir. El encerrarse pensando siempre en el campo, no rodearse más que con gente del campo, eso conduce a un callejón sin salida. Eso no es bueno y había que superarlo. Yo empecé por compartir mi vida con un hombre que no había estado en el campo. Era un refugiado exiliado. Entonces mis relaciones eran otras aunque siempre hubo un contacto muy amistoso con toda la gente del campo. Ha sido siempre un contacto muy fraternal y muy humano, incluso con gente que ha sido deportada pero con ideas políticas o posiciones sociales muy diferentes a las mías. Pero cuando se toca ese punto, siempre somos amigos y siempre se recuerda el campo. Cuando estaban a punto de fusilar a Julián Grimau, otra compañera que había estado en Ravensbrück y yo, fuimos a ver a la sobrina de De Gaulle, que había estado en Ravensbrück también. Claro, la sobrina de De Gaulle y nosotras, somos la noche y el día en posición social e ideas políticas. La fuimos a ver y nos recibió inmediatamente. Íbamos con otras dos compañeras, una de ellas salía de la cárcel y la otra le habían fusilado al marido. A ellas ni las miró. Las saludó correctamente y luego habló con nosotras, las deportadas. Siempre se dirigió a nosotras dos y nunca a las otras dos compañeras. Es aquello de decir: “a vosotras os recibo porque sois deportadas”. Hay unas relaciones muy especiales. Hay gente muy rara que te recibe porque ha estado contigo en el campo, pero no por otros motivos. Si no fueras una compañera del campo, no te recibirían.
—Está claro que todo eso afecta a la estructura de una persona y especialmente de una mujer como Usted. La presión psicológica de las vivencias en el campo hace que mucha gente no lo haya podido superar. ¿Cómo lo ha vivido Usted?
—No es cuestión de ser mujer. Un hombre también ha sufrido. Mujeres y hombres, nos han destruido la inteligencia. A nosotros nos falla la memoria. Hay momento en que, hablando, pierdo el hilo de lo que iba diciendo.
—¿Eso es propio del exilio o es propio de la vuelta del campo de concentración?
—No, es propio del campo. Ahora es mucho menos. Yo entraba en un comercio y me marchaba sin pagar. Te quedas muy avergonzado porque no puedes explicar que tienes fallos de memoria debido a la deportación. No puedes ir con un letrero explicando todo eso. También entraba a comprar y me marchaba dejando lo que había comprado. Yo iba a un comercio y veía algo en el escaparate que quería comprar y cuando estaba dentro no sabía lo que quería. Me era imposible recordarlo. Esto te produce un gran nerviosismo. Te parece que todo el mundo se está burlando de ti y te trata de loco. Yo sé el caso de un deportado que se vino a Valencia y se enamoró de una mujer, se casó con ella y se la llevó a París. Esta mujer me vino a ver para preguntarme: “Usted que ha estado en los campos, quisiera que me dijera si mi marido está loco porque hemos llegado los dos a la estación de Austerlitz, él colocó las maletas en el suelo y se marchó. Me quedé esperando, creyendo que iba a llamar por teléfono o que iba a buscar un taxi y veo que no vuelve. Me puse nerviosa y al cabo de un rato llegó él llorando diciéndome que se había olvidado de mí”. Este hombre se había olvidado que acompañaba a su mujer. Yo, en una ocasión, me olvidé de mi hijo en el metro cuando era pequeñito. En cuanto el niño me dijo: “¿A dónde vas mamá?” reaccioné y me di cuenta que estaba él allí. Yo me bajaba sola. Entonces me cogí a mi hijo y estuve más de media hora en el andén paralizada con él. Me entró una angustia que había podido dejarme a mi hijo en el metro y no es que yo no le quiera. Son situaciones que no puedes evitar. Encima el deportado es lúcido y se da cuenta de la situación y cree que todo el mundo está pendiente de él y se ríe de él. Cree que todo el mundo piensa que está loco. Esto te produce una sensación de aislamiento. Te parece que ya no te puedes relacionar con nadie, que eres un ser condenado a vivir incomunicado. Esa sensación de incomunicación es tremenda. Esto cuesta mucho vencerlo. Se puede vencer a fuerza de voluntad y sobretodo participando en la lucha estando presente siempre. Llega un momento que te vuelves impermeable al ridículo pero es muy duro. Es una recuperación muy difícil.
—Sabemos que Usted ha sufrido una amnesia con respecto al inglés, tanto con el vocabulario como con la sintaxis. Cuéntenos.
—Sí, es cierto. Hoy no sé nada de inglés. Yo estudié cinco años de inglés. Hacía traducciones en Barcelona. Me las pagaban. Si me las pagaban es que las hacía como es debido. A raíz de un viaje de cinco días que hice a Inglaterra me di cuenta que no sabía inglés ya. Cuando llegué estaba convencida que sabía inglés, claro. Cuando el policía me empieza a hablar en inglés al llegar al barco, me doy cuenta de que no sé lo que dice. Me lo repitió cinco veces en inglés y me pareció entender que me preguntaba por cuánto tiempo iba a permanecer en Inglaterra. Yo quería decirle que solo cinco días y no encontraba las palabras para decírselo. Haciendo un esfuerzo tremendo terminé por encontrar las palabras sueltas. Entonces el policía me echa otro discurso y ya estamos en la misma, sigo sin entenderle. Aterrada, me di cuenta en aquel momento que ya no sabía una palabra de inglés. El extremo llegó cuando en una calle de Londres vi una inscripción en la calle que decía: “left”. Pensé que era una palabra muy corriente que conocía mucho pero incapaz de saber lo que quería decir. En cambio, es curioso, no perdí las lenguas madres. Hablo el catalán, hablo el castellano, hablo el gallego sin dificultad. He sido trilingüe toda mi vida.
—Seguramente, en la deportación, el espíritu de supervivencia no fue suficiente, el espíritu de combatiente que Usted mantuvo durante estos tristes años en Alemania le sirvieron de base para salir de allí viva.
—Allí, si no hubiéramos tenido este espíritu, había gente que se dejaba abatir. Esos que se dejaban abatir duraban poco en los campos. Esos era gente que se moría. Allí había que luchar y no encogerse. No éramos “pasotas”, al contrario. Nosotros estábamos profundamente interesados en todo y lo hacíamos con todo nuestro entusiasmo. Allí seguíamos luchando con ese espíritu. Nuestra generación, no es que sea ninguna maravilla, es que teníamos las cosas claras. Sabíamos, estos están aquí y nosotros aquí, por lo tanto son nuestros enemigos. Ahora no se ve tan claro. Por eso cuando la juventud no ve claro es menos combativa a veces. Pero cuando ve claro, la juventud siempre es combativa. La gente joven, inclusa la otra, es combativa cuando lo ve claro. Nosotros lo veíamos muy claro. Sabíamos muy bien quienes eran nuestros enemigos y contra que teníamos que luchar.
—¿Siente todavía hoy ese espíritu de lucha, de una manera de dar a conocer a la sociedad? Pienso que Usted no ha dejado nunca de ser una luchadora.
—No lo he dejado, ni pienso dejarlo. Lo dejaré el día que me muera. Yo hice muchos coloquios en Institutos en Galicia, sobre todo con jóvenes. Son mejores los coloquios con jóvenes. Los viejos, lo que vienen a veces es a contar sus propias historias, mientras que los jóvenes se interesan. Yo creía que iban a decir: “Ahí viene la vieja con su rollo”. Pero no, he visto que era una cosa que interesaba y que además lo relacionan con problemas actuales. Es decir que es una explicación que es útil. Hay que seguir por el camino de utilizar todo aquello que parece útil, por lo tanto seguiré con esa labor.
—¿Ha publicado Usted algún libro?
—Sí, he publicado un libro, “El carretó dels gossos”. Lo del libro tiene su explicación. Un momento dado estuve muy enferma y creí que me moría. Cuando creí que me moría decía: “Mira, me voy a morir y no he escrito todo lo que viví en el campo” porque cada uno debería dejar un testimonio de lo que ha visto. Entonces, cuando me puse un poco mejor, pensé que había llegado el momento de escribirlo. Me puse y lo escribí casi de un tirón.
—Estoy seguro de que Usted está satisfecha de llevar a cabo esta labor. ¿Es lo mejor que puede Usted hacer?
—Posiblemente puedo hacer otras cosas, luchar contra la OTAN por ejemplo o cosas de ese tipo. Esto que hago lo veo útil y por eso lo hago.
—¿Lo hace como un intento de prevención?
—¿Cuántas cosas pasaron por su imaginación al recibir esta noticia?
—Es que no sé lo que hice. No puedo recordarlo. Fue tal el choque. Hubo mujeres que se murieron aquel mismo día, que no se podían mover y estaban agonizando en la cama y que se pusieron de pie al oír la noticia. Era una cosa de locura. Fue una alegría inmensa. Lo que sí recuerdo es que mis compañeras españolas que fueron evacuadas me habían confeccionado una banderita republicana. Era el 13 de abril aquel día. Me dijeron mis compañeras: “Mira, si mañana 14 de abril eres liberada, te la pones”. Yo cogí y me la puse. Es el único dato concreto que recuerdo de aquel día de mi liberación. Lo demás es un poco difuso. Anduve, salté, corrí.
—¿Cuáles son sus recuerdos de sus primeros días de libertad?
—Recuerdo que nos metieron en un manicomio. Los enfermos los había matado el régimen de Hitler. Allí mandaban a todos los deportados enfermos. Aquello era horrible porque morían deportados a montones. Parecía que habían estado esperando la liberación para morir. La gente se moría en los pasillos. Veías como llevaban a los muertos en carretas. No daban abasto a enterrar a todos los que se morían. Aquello sí que es una verdadera pesadilla. Para mí fue más pesadilla aquello que el propio campo. El ver aquella cantidad de gente muriéndose, gente que había estado esperando y aguantando hasta el último momento. Estuve en una habitación donde éramos catorce mujeres. Se murieron las otras trece. Quedé yo como única superviviente. Una se estaba muriendo a mi derecha mientras la otra se estaba muriendo a mi izquierda. Son mujeres que habían estado en el campo conmigo. Hacía falta una gran fuerza de voluntad para superar aquello. Pensabas que tú también te ibas a morir. Tenía la impresión que de allí no iba a salir viva.
—¿Usted ha superado todas las secuelas y recuerdos imborrables como este?
—Si, hasta cierto punto sí. Ahora los he superado porque siempre quise continuar la lucha. Entonces yo he participado en todas aquellas cosas que consideraba justas con todo mi entusiasmo siempre. Yo he participado en el mayo 68 francés, he participado en la lucha contra el proceso de Burgos, contra el pacto con los yanquis, el llamamiento de Estocolmo más atrás. He participado activamente en actos y manifestaciones allí donde vivía. Siempre he procurado participar en todo. Claro, eso hace que ves el porvenir más que lo que pasó. Lo que pasó lo recuerdas pero eso te hace vivir. El encerrarse pensando siempre en el campo, no rodearse más que con gente del campo, eso conduce a un callejón sin salida. Eso no es bueno y había que superarlo. Yo empecé por compartir mi vida con un hombre que no había estado en el campo. Era un refugiado exiliado. Entonces mis relaciones eran otras aunque siempre hubo un contacto muy amistoso con toda la gente del campo. Ha sido siempre un contacto muy fraternal y muy humano, incluso con gente que ha sido deportada pero con ideas políticas o posiciones sociales muy diferentes a las mías. Pero cuando se toca ese punto, siempre somos amigos y siempre se recuerda el campo. Cuando estaban a punto de fusilar a Julián Grimau, otra compañera que había estado en Ravensbrück y yo, fuimos a ver a la sobrina de De Gaulle, que había estado en Ravensbrück también. Claro, la sobrina de De Gaulle y nosotras, somos la noche y el día en posición social e ideas políticas. La fuimos a ver y nos recibió inmediatamente. Íbamos con otras dos compañeras, una de ellas salía de la cárcel y la otra le habían fusilado al marido. A ellas ni las miró. Las saludó correctamente y luego habló con nosotras, las deportadas. Siempre se dirigió a nosotras dos y nunca a las otras dos compañeras. Es aquello de decir: “a vosotras os recibo porque sois deportadas”. Hay unas relaciones muy especiales. Hay gente muy rara que te recibe porque ha estado contigo en el campo, pero no por otros motivos. Si no fueras una compañera del campo, no te recibirían.
—Está claro que todo eso afecta a la estructura de una persona y especialmente de una mujer como Usted. La presión psicológica de las vivencias en el campo hace que mucha gente no lo haya podido superar. ¿Cómo lo ha vivido Usted?
—No es cuestión de ser mujer. Un hombre también ha sufrido. Mujeres y hombres, nos han destruido la inteligencia. A nosotros nos falla la memoria. Hay momento en que, hablando, pierdo el hilo de lo que iba diciendo.
—¿Eso es propio del exilio o es propio de la vuelta del campo de concentración?
—No, es propio del campo. Ahora es mucho menos. Yo entraba en un comercio y me marchaba sin pagar. Te quedas muy avergonzado porque no puedes explicar que tienes fallos de memoria debido a la deportación. No puedes ir con un letrero explicando todo eso. También entraba a comprar y me marchaba dejando lo que había comprado. Yo iba a un comercio y veía algo en el escaparate que quería comprar y cuando estaba dentro no sabía lo que quería. Me era imposible recordarlo. Esto te produce un gran nerviosismo. Te parece que todo el mundo se está burlando de ti y te trata de loco. Yo sé el caso de un deportado que se vino a Valencia y se enamoró de una mujer, se casó con ella y se la llevó a París. Esta mujer me vino a ver para preguntarme: “Usted que ha estado en los campos, quisiera que me dijera si mi marido está loco porque hemos llegado los dos a la estación de Austerlitz, él colocó las maletas en el suelo y se marchó. Me quedé esperando, creyendo que iba a llamar por teléfono o que iba a buscar un taxi y veo que no vuelve. Me puse nerviosa y al cabo de un rato llegó él llorando diciéndome que se había olvidado de mí”. Este hombre se había olvidado que acompañaba a su mujer. Yo, en una ocasión, me olvidé de mi hijo en el metro cuando era pequeñito. En cuanto el niño me dijo: “¿A dónde vas mamá?” reaccioné y me di cuenta que estaba él allí. Yo me bajaba sola. Entonces me cogí a mi hijo y estuve más de media hora en el andén paralizada con él. Me entró una angustia que había podido dejarme a mi hijo en el metro y no es que yo no le quiera. Son situaciones que no puedes evitar. Encima el deportado es lúcido y se da cuenta de la situación y cree que todo el mundo está pendiente de él y se ríe de él. Cree que todo el mundo piensa que está loco. Esto te produce una sensación de aislamiento. Te parece que ya no te puedes relacionar con nadie, que eres un ser condenado a vivir incomunicado. Esa sensación de incomunicación es tremenda. Esto cuesta mucho vencerlo. Se puede vencer a fuerza de voluntad y sobretodo participando en la lucha estando presente siempre. Llega un momento que te vuelves impermeable al ridículo pero es muy duro. Es una recuperación muy difícil.
—Sabemos que Usted ha sufrido una amnesia con respecto al inglés, tanto con el vocabulario como con la sintaxis. Cuéntenos.
—Sí, es cierto. Hoy no sé nada de inglés. Yo estudié cinco años de inglés. Hacía traducciones en Barcelona. Me las pagaban. Si me las pagaban es que las hacía como es debido. A raíz de un viaje de cinco días que hice a Inglaterra me di cuenta que no sabía inglés ya. Cuando llegué estaba convencida que sabía inglés, claro. Cuando el policía me empieza a hablar en inglés al llegar al barco, me doy cuenta de que no sé lo que dice. Me lo repitió cinco veces en inglés y me pareció entender que me preguntaba por cuánto tiempo iba a permanecer en Inglaterra. Yo quería decirle que solo cinco días y no encontraba las palabras para decírselo. Haciendo un esfuerzo tremendo terminé por encontrar las palabras sueltas. Entonces el policía me echa otro discurso y ya estamos en la misma, sigo sin entenderle. Aterrada, me di cuenta en aquel momento que ya no sabía una palabra de inglés. El extremo llegó cuando en una calle de Londres vi una inscripción en la calle que decía: “left”. Pensé que era una palabra muy corriente que conocía mucho pero incapaz de saber lo que quería decir. En cambio, es curioso, no perdí las lenguas madres. Hablo el catalán, hablo el castellano, hablo el gallego sin dificultad. He sido trilingüe toda mi vida.
—Seguramente, en la deportación, el espíritu de supervivencia no fue suficiente, el espíritu de combatiente que Usted mantuvo durante estos tristes años en Alemania le sirvieron de base para salir de allí viva.
—Allí, si no hubiéramos tenido este espíritu, había gente que se dejaba abatir. Esos que se dejaban abatir duraban poco en los campos. Esos era gente que se moría. Allí había que luchar y no encogerse. No éramos “pasotas”, al contrario. Nosotros estábamos profundamente interesados en todo y lo hacíamos con todo nuestro entusiasmo. Allí seguíamos luchando con ese espíritu. Nuestra generación, no es que sea ninguna maravilla, es que teníamos las cosas claras. Sabíamos, estos están aquí y nosotros aquí, por lo tanto son nuestros enemigos. Ahora no se ve tan claro. Por eso cuando la juventud no ve claro es menos combativa a veces. Pero cuando ve claro, la juventud siempre es combativa. La gente joven, inclusa la otra, es combativa cuando lo ve claro. Nosotros lo veíamos muy claro. Sabíamos muy bien quienes eran nuestros enemigos y contra que teníamos que luchar.
—¿Siente todavía hoy ese espíritu de lucha, de una manera de dar a conocer a la sociedad? Pienso que Usted no ha dejado nunca de ser una luchadora.
—No lo he dejado, ni pienso dejarlo. Lo dejaré el día que me muera. Yo hice muchos coloquios en Institutos en Galicia, sobre todo con jóvenes. Son mejores los coloquios con jóvenes. Los viejos, lo que vienen a veces es a contar sus propias historias, mientras que los jóvenes se interesan. Yo creía que iban a decir: “Ahí viene la vieja con su rollo”. Pero no, he visto que era una cosa que interesaba y que además lo relacionan con problemas actuales. Es decir que es una explicación que es útil. Hay que seguir por el camino de utilizar todo aquello que parece útil, por lo tanto seguiré con esa labor.
—¿Ha publicado Usted algún libro?
—Sí, he publicado un libro, “El carretó dels gossos”. Lo del libro tiene su explicación. Un momento dado estuve muy enferma y creí que me moría. Cuando creí que me moría decía: “Mira, me voy a morir y no he escrito todo lo que viví en el campo” porque cada uno debería dejar un testimonio de lo que ha visto. Entonces, cuando me puse un poco mejor, pensé que había llegado el momento de escribirlo. Me puse y lo escribí casi de un tirón.
—Estoy seguro de que Usted está satisfecha de llevar a cabo esta labor. ¿Es lo mejor que puede Usted hacer?
—Posiblemente puedo hacer otras cosas, luchar contra la OTAN por ejemplo o cosas de ese tipo. Esto que hago lo veo útil y por eso lo hago.
—¿Lo hace como un intento de prevención?
—Exactamente. Es un acto de vigilancia y de información. No se trata de
un acto de venganza ni de colocarme de mártir porque eso me fastidia mucho. Hay
que ser vigilante porque nunca se sabe por dónde empieza el nazismo.
—Hay una afirmación suya: “el nazismo está vivo”.
—Claro. En la “democrática” Francia, que es la cuna de los derechos del hombre, el ultra nazi Le Pen ha sacado once diputados al Parlamento Europeo con la consigna de “Fuera de Francia los extranjeros”. ¿Esto es o no es racismo y nazismo? El peligro está siempre vivo. Lo que han hecho los israelíes en Sabra y Chatila, ¿eso no es nazismo? , es un genocidio nazi. Lo que ha pasado en Argentina, en África del Sur, es nazismo también. No es que se diga que no vuelva, es que está ahí. Siempre hay el germen. Lo dijo muy bien Bertolt Brecht. Dijo: “El vientre que parió a la bestia inmunda sigue fecundo”. Es cierto. Mientras haya una sociedad en que unos vivan muy bien y otros vivan muy mal, siempre habrá un germen de nazismo.
—¿Por su propia experiencia, siente algún tipo de xenofobia hacia los alemanes?
—Ninguna. En el campo las españolas lo teníamos claros pero había mujeres de otras nacionalidades que decían descalificaban a los propios obreros alemanes que había allí. Entonces les decíamos que tales descalificaciones no eran justas. No podíamos decir que todos los alemanes eran iguales. Nosotras, en nuestra tierra, estaba el franquismo y no por eso somos falangistas. El pueblo alemán no es responsable de todo. Claro que hay responsables pero no se puede involucrar a todo un pueblo porque hubo excepciones muy honrosas. Hubo gente que se batió allí. Ha y gente que ha luchado y que ha dejado la vida. A algunos alemanes los han decapitado. Cuando empezaron a detener en el año 1933, detenían a alemanes. De 1933 a 1939 los campos de concentración se llenaron de alemanes y les hicieron verdaderas salvajadas, las mismas que nos hicieron a nosotros después. Toda esta gente era la gente más consciente e inmediatamente la detenían. Durante estos seis años el pueblo alemán fue perdiendo la flor y nata de la sociedad. La gente más combativa, más consciente, más capaz de dirigir al pueblo fue perseguida. No se puede hacer responsable a todo un pueblo. Nosotras habíamos conocido a los militantes de las Brigadas Internacionales. Sabíamos que los alemanes se habían batido como leones en nuestra guerra. Aquel recuerdo era muy vivo para nosotros. No podíamos confundirlos. Además, en la propia fábrica, tuvimos ejemplos de obreros que se portaron admirablemente con nosotras. Yo le debo la vida a uno. Me acusaban de sabotaje y él me defendió con todas sus fuerzas. Dijo que no se trataba de sabotaje sino de una mujer que no entiende el alemán. Gracias a la defensa de aquel hombre no me llevaron al “gas”. En otra ocasión cuando nos negamos a coger el bono que nos querían dar para pagarnos pegaron en la fábrica. A mí me dieron unas bofetadas. Entonces un obrero alemán de una cierta edad vino a ver mi máquina, se agachó hacia mí y me dijo: “¡Bravo camarada!” en alemán. También me dijo que Hitler no era Alemania. Recordé entonces una canción que cantábamos en la guerra pidiendo la liberación de Thälmann: “camaradas, hombro con hombro para liberar a Thälmann”. No sabía cómo expresarme y decirle que estaba de acuerdo con su afirmación. Entonces le dije: “No, Alemania es Thälmann” y se echó a llorar porque a Thälmann lo habían matado hacía pocos días. Le dije que los alemanes de las Brigadas Internacionales utilizaban la expresión “rotfront” (frente rojo). Aquel obrero alemán me dijo entonces: “rotfront” con las lágrimas en los ojos. Cada vez que aquel obrero alemán pasaba delante de mí, nos decíamos bajito: “rotfront”. Después de esto como puedo yo meter aquel hombre en el mismo saco que los SS. Eso no es posible, es demencial.
—¿Se ha parado Usted a pensar si existe alguna explicación antropológica o psicológica que explique la agresividad y el sadismo de los nazis?
—Simplemente no nos consideraban hombres. Ellos decían que éramos animales con rostro humano. Habían llegado a considerar que no éramos de raza pura. Éramos de razas inferiores.
—Usted era un preso político, no pertenecía a otra raza. Usted es una mujer europea
—Hay una afirmación suya: “el nazismo está vivo”.
—Claro. En la “democrática” Francia, que es la cuna de los derechos del hombre, el ultra nazi Le Pen ha sacado once diputados al Parlamento Europeo con la consigna de “Fuera de Francia los extranjeros”. ¿Esto es o no es racismo y nazismo? El peligro está siempre vivo. Lo que han hecho los israelíes en Sabra y Chatila, ¿eso no es nazismo? , es un genocidio nazi. Lo que ha pasado en Argentina, en África del Sur, es nazismo también. No es que se diga que no vuelva, es que está ahí. Siempre hay el germen. Lo dijo muy bien Bertolt Brecht. Dijo: “El vientre que parió a la bestia inmunda sigue fecundo”. Es cierto. Mientras haya una sociedad en que unos vivan muy bien y otros vivan muy mal, siempre habrá un germen de nazismo.
—¿Por su propia experiencia, siente algún tipo de xenofobia hacia los alemanes?
—Ninguna. En el campo las españolas lo teníamos claros pero había mujeres de otras nacionalidades que decían descalificaban a los propios obreros alemanes que había allí. Entonces les decíamos que tales descalificaciones no eran justas. No podíamos decir que todos los alemanes eran iguales. Nosotras, en nuestra tierra, estaba el franquismo y no por eso somos falangistas. El pueblo alemán no es responsable de todo. Claro que hay responsables pero no se puede involucrar a todo un pueblo porque hubo excepciones muy honrosas. Hubo gente que se batió allí. Ha y gente que ha luchado y que ha dejado la vida. A algunos alemanes los han decapitado. Cuando empezaron a detener en el año 1933, detenían a alemanes. De 1933 a 1939 los campos de concentración se llenaron de alemanes y les hicieron verdaderas salvajadas, las mismas que nos hicieron a nosotros después. Toda esta gente era la gente más consciente e inmediatamente la detenían. Durante estos seis años el pueblo alemán fue perdiendo la flor y nata de la sociedad. La gente más combativa, más consciente, más capaz de dirigir al pueblo fue perseguida. No se puede hacer responsable a todo un pueblo. Nosotras habíamos conocido a los militantes de las Brigadas Internacionales. Sabíamos que los alemanes se habían batido como leones en nuestra guerra. Aquel recuerdo era muy vivo para nosotros. No podíamos confundirlos. Además, en la propia fábrica, tuvimos ejemplos de obreros que se portaron admirablemente con nosotras. Yo le debo la vida a uno. Me acusaban de sabotaje y él me defendió con todas sus fuerzas. Dijo que no se trataba de sabotaje sino de una mujer que no entiende el alemán. Gracias a la defensa de aquel hombre no me llevaron al “gas”. En otra ocasión cuando nos negamos a coger el bono que nos querían dar para pagarnos pegaron en la fábrica. A mí me dieron unas bofetadas. Entonces un obrero alemán de una cierta edad vino a ver mi máquina, se agachó hacia mí y me dijo: “¡Bravo camarada!” en alemán. También me dijo que Hitler no era Alemania. Recordé entonces una canción que cantábamos en la guerra pidiendo la liberación de Thälmann: “camaradas, hombro con hombro para liberar a Thälmann”. No sabía cómo expresarme y decirle que estaba de acuerdo con su afirmación. Entonces le dije: “No, Alemania es Thälmann” y se echó a llorar porque a Thälmann lo habían matado hacía pocos días. Le dije que los alemanes de las Brigadas Internacionales utilizaban la expresión “rotfront” (frente rojo). Aquel obrero alemán me dijo entonces: “rotfront” con las lágrimas en los ojos. Cada vez que aquel obrero alemán pasaba delante de mí, nos decíamos bajito: “rotfront”. Después de esto como puedo yo meter aquel hombre en el mismo saco que los SS. Eso no es posible, es demencial.
—¿Se ha parado Usted a pensar si existe alguna explicación antropológica o psicológica que explique la agresividad y el sadismo de los nazis?
—Simplemente no nos consideraban hombres. Ellos decían que éramos animales con rostro humano. Habían llegado a considerar que no éramos de raza pura. Éramos de razas inferiores.
—Usted era un preso político, no pertenecía a otra raza. Usted es una mujer europea
—Hay quién se cree que para ellos las razas inferiores eran solamente los
judíos. Para ellos, nosotros también éramos razas inferiores. No somos arios.
Yo no tengo los ojos azules ni el pelo rubio, ni soy alta de piernas largas. No
tengo la nariz perfecta. Nosotros, para ellos, éramos degenerados. Nos mandaban
al “gas” cuando ya no podíamos trabajar de la misma manera que un mulo que no
puede trabajar es sacrificado.
—¿Cuántas veces ha soñado con la cámara de gas?
—No, con eso no he llegado a soñar.
—Cómo son sus sueños entonces?
—Me parece que mis sueños son normales. Hubo una época, hace muchos años, en que soñaba siempre con una calle y alguien que me perseguía corriendo detrás de mí. Yo era capaz de ver a la persona que me perseguía. Oía los pasos, corría como una desesperada y todas las puertas se me cerraban. Aquella calle no se acababa nunca. Cuando me despertaba estaba desecha. Era una pesadilla que me dejaba agotaba. Esto se acabó. Ya hace años que no lo sueño ya y no pienso en eso.
—¿Qué piensa de los deportados que aún viven encerrados en el mundo de la deportación?
—Es lamentable que no hayan conseguido acabar con el trauma del campo. Necesitan estar siempre rodeados de gente de la deportación, necesitan estar hablando siempre del campo. No consiguen romper ese cerco, ese ghetto.
—¿Usted lo tiene muy resuelto?
—Si. Yo me relaciono con la gente con toda naturalidad. Esta gente no es capaz de entablar relación más que con la gente que ha vivido lo que han vivido ellos. Esa situación ha conducido a algunos de ellos al suicidio. Conozco varios casos. Es tremendo no conseguir comunicar con la gente. Este problema no es el mío. Tengo una familia, un hijo, una nieta. Yo me relaciono con mucha gente de todas las edades que no han conocido los campos ni los han visto nunca. Mi conversación continua no es del campo. Prefiero de los problemas que hay hoy.
—¿Qué siente cuando en la calle o en la televisión ve una simbología nazi?
—Me da mucha pena y miedo. Cuando veo pintadas nazis, cruce gamadas, me doy cuenta que hay mucha gente que no comprende todavía y es capaz de volver a hacer lo mismo. En general son jóvenes los que hacen eso. Me da miedo que el nazismo pudiera coger raíces en la juventud. Los jóvenes nazis de La Coruña me escribieron una carta. Eran de CEDADE. Supieron que había intervenido en un coloquio, entonces me escribieron una carta en gallego diciendo que yo iba contando mentiras. Terminaban la carta diciendo que al fin y al cabo que si a mí me había pasado algo, bien me lo había buscado porque no era ninguna santita. Primero decían que era mentira y luego me decían que lo que me había pasado me estaba bien. No les contesté.
—¿Cuántas veces ha soñado con la cámara de gas?
—No, con eso no he llegado a soñar.
—Cómo son sus sueños entonces?
—Me parece que mis sueños son normales. Hubo una época, hace muchos años, en que soñaba siempre con una calle y alguien que me perseguía corriendo detrás de mí. Yo era capaz de ver a la persona que me perseguía. Oía los pasos, corría como una desesperada y todas las puertas se me cerraban. Aquella calle no se acababa nunca. Cuando me despertaba estaba desecha. Era una pesadilla que me dejaba agotaba. Esto se acabó. Ya hace años que no lo sueño ya y no pienso en eso.
—¿Qué piensa de los deportados que aún viven encerrados en el mundo de la deportación?
—Es lamentable que no hayan conseguido acabar con el trauma del campo. Necesitan estar siempre rodeados de gente de la deportación, necesitan estar hablando siempre del campo. No consiguen romper ese cerco, ese ghetto.
—¿Usted lo tiene muy resuelto?
—Si. Yo me relaciono con la gente con toda naturalidad. Esta gente no es capaz de entablar relación más que con la gente que ha vivido lo que han vivido ellos. Esa situación ha conducido a algunos de ellos al suicidio. Conozco varios casos. Es tremendo no conseguir comunicar con la gente. Este problema no es el mío. Tengo una familia, un hijo, una nieta. Yo me relaciono con mucha gente de todas las edades que no han conocido los campos ni los han visto nunca. Mi conversación continua no es del campo. Prefiero de los problemas que hay hoy.
—¿Qué siente cuando en la calle o en la televisión ve una simbología nazi?
—Me da mucha pena y miedo. Cuando veo pintadas nazis, cruce gamadas, me doy cuenta que hay mucha gente que no comprende todavía y es capaz de volver a hacer lo mismo. En general son jóvenes los que hacen eso. Me da miedo que el nazismo pudiera coger raíces en la juventud. Los jóvenes nazis de La Coruña me escribieron una carta. Eran de CEDADE. Supieron que había intervenido en un coloquio, entonces me escribieron una carta en gallego diciendo que yo iba contando mentiras. Terminaban la carta diciendo que al fin y al cabo que si a mí me había pasado algo, bien me lo había buscado porque no era ninguna santita. Primero decían que era mentira y luego me decían que lo que me había pasado me estaba bien. No les contesté.
—¿Usted, cuando vio entrar a los aliados, pudo ver como reaccionaron a ver a aquello?
—Los que entraron primero fueron soldados americanos. Primero entraron unos exploradores con los cascos llenos de hojarasca y camuflados. Creían que allí había nazis escondidos. Cuando nos vieron a nosotras se quedaron aterrados porque éramos como cadáveres. Había incluso soldados que lloraban. Una cosa eran los soldados y otra bien diferente eran los mandos. Éstos últimos no lloraban ni hicieron nada por nosotras. No intentaron ayudarnos en absoluto. Los soldados por lo menos fueron amables.
Nosotras no solo éramos las deportadas del campo, sino que éramos las enfermas incurables del campo. Éramos las deportadas inscritas para un “transporte” para el “gas”. A mí me habían inscrito para llevarme aquel mismo día a la cámara de gas.
—¿El día anterior de la liberación del campo, mataron gente aún?
—Si, continuamente. Dos días antes no habían inscrito para un “transporte” al “gas” a todas las que no podíamos trabajar. Esto, lo hacían corrientemente. Elaboraban una lista con números, porque habíamos perdido nuestro nombre y no se sabía ya nunca nada de la gente que marchaba en el “transporte”. En la fábrica HASAG, donde estábamos no había cámara de gas, tenían que llevar a la gente en un tren a otro sitio para gasearla. Muchas de ellas se morían en los vagones ya.
—La vida, no siendo la propia, en el campo de concentración debía tener poco valor. ¿Cuál es su valoración?
—No estoy de acuerdo con esa afirmación. Nosotras ejercimos la solidaridad e intentamos desesperadamente salvar gente. Hubo gente a la que intentamos salvar hasta el último minuto. La vida de otro tenía tanta importancia como la tuya. Naturalmente sabías que podías morir. Cuando te comprometiste con la lucha sabías que te podía costar la vida. A pesar de ello no estábamos constantemente pensando en la muerte. En el campo incluso cantábamos. Hacíamos funciones de teatro. Hacíamos cosas a nuestra manera para demostrarnos a nosotras mismas que aún éramos personas.
—¿En el campo se llegó a cambiar la identidad de algunas deportadas para salvarlas, o sea cambiar la identidad de una persona viva por la de otra que estaba muerta?
—Eso se hizo, sí. En Mauthausen y en otros campos, a gente que estaba muy amenazada, a los que habían marcado como “NN”, que eran los que estaban en peores condiciones porque los querían eliminar rápidamente, se le daba la identidad de un deportado muerto. Se da el caso de gente que ha vivido en el campo con la matrícula y la nacionalidad de otro deportado muerto.
—Entre los signos distintivos que portaban los deportados como los triángulos de diferente color, he podido ver a una diana roja. ¿A que corresponde este distintivo?
—Se la ponían a un prisionero que había intentado evadirse o que lo estimaban peligroso. Le ponían una diana roja en la espalda que correspondía al corazón para que los SS supieran que a aquel al más mínimo movimiento que hiciera, había que pegarle un tiro. En mi campo hubo una mujer que intentó evadirse y se la pusieron. Quiere decirse que esta mujer estaba en peligro constantemente. Allí dependías del capricho de un SS. Estas personas tenían muy pocas posibilidades de sobrevivir.
—Leí unas estadísticas referidas al campo de Treblinka que decían que la vida estimada de un prisionero en al campo era de un año.
—Ellos tenían calculado que un deportado con una jornada de trabajo de 12 horas como la nuestra, vivía nueve meses. Tenían calculado que ese deportado, trabajando nueve meses, dejaba un beneficio de 1.630 marcos. Esta cantidad correspondía a 6 marcos por día correspondientes al alquiler de ese deportado a los grandes magnates de la industria. Había que descontar 70 céntimos al día por la comida, 2 marcos por la incineración del deportado después de su paso por la cámara de gas. Había luego una cantidad de ciento y pico de marcos que correspondía a los dientes, el pelo, los huesos, la ceniza, la poca grasa y los objetos personales del deportado. Tenían calculada esa cantidad tan exactamente que tenían a su servicio unas fábricas que recogían todos esos restos de los deportados. Por ejemplo, del campo de Dachau, se calcula que entre alianzas y dientes de oro de los deportados obtuvieron cada mes 30.000 marcos oro de beneficio. En el campo de Auschwitz, solamente con el pelo de mujer, viva o muerta, recogían unas 70 toneladas. Lo vendían a una fábrica que hacía mantas con el pelo. Las cenizas servían para abonos. En Ravensbrück, los SS vivían en casas al lado del campo tenían flores magníficas en sus jardines porque las abonaban con las cenizas de las deportadas. Vendían los huesos machacados a la empresa Stremp para la elaboración de fosfatos. No dejaban perder nada. De nosotros aprovechaban todo, hasta la poca grasa que tuviéramos. El Instituto Anatómico de Dantzig hacía jabón con ella. Era una economía perfecta como el que tiene una granja de cerdos, como si no fuéramos personas.
—¿Después de pasar hambre en el campo, que pasó cuando le dieron de comer a su liberación?
—La primera vez no comí. Me vino un militar francés y me trajo dos huevos fritos y un pedazo de tocino. Yo tuve la serenidad de pensar que si me comía eso iba a reventar. Luego, ya nos dieron caldos y los pude tomar. Muchos deportados murieron a la liberación por comer demasiado. Perdieron el sentido y comieron hasta reventar.
—¿Cuánto tiempo tardó Usted en recuperar su peso normal y su aspecto normal?
—Yo llegué tuberculosa. Había tenido una hemoptisis en el campo. Pesaba unos cuarenta kilos y ahora peso más de ochenta. Tenía los nervios destrozados, artrosis por todo el cuerpo y sigo teniéndola. Costó mucho recuperarse, es cuestión de años de hospitales, sanatorios y quirófanos. Me han quitado la pleura. Fue muy duro reponerme físicamente. Eso tampoco ayuda a recuperarse intelectualmente, es desmoralizador.
—¿A la liberación, Usted notaba que podía pensar como antes de entrar en el campo o necesitaba una recuperación a ese nivel también?
—En el primer momento no noté nada. Es al entrar en contacto con la vida normal que nos dimos cuenta que éramos distintos. Notas que tienes deficiencias. Ya no sabes saludar a la gente, ir a comprar, pagar el alquiler. Además pierdes la memoria, ya no te acuerdas ni de tu dirección. Hay que hacer un esfuerzo enorme para subir un escalón en tu vida y ponerte al nivel de la gente normal.
—¿Vivió en el campo alguna situación que la haya hecho feliz?
—Si. En un momento en que protagonizamos una acción de lucha. Conseguimos negarnos a coger un bono que nos querían dar. De seis mil mujeres no falló ninguna. En aquel momento estábamos casi cantando en el campo. Parecía un ejército victorioso.
—¿Cuál fue el peor momento?
-El momento de entrar en el campo de Sarrebruck. Ver el estado en que estaban aquellos hombres que parecían fantasmas. Nosotros, hasta aquel momento, no sabíamos lo que hacían con los resistentes que detenían. Verlos en aquel estado fue el golpe más duro. Era darse cuenta de la realidad de los campos. Ya veíamos lo que nos esperaba.
—¿Cómo transcurría un día normal en el campo?
—Ahora te cuento, si se puede llamar un día normal. Nos levantaban a
palos por la mañana y luego había que formar. Había que hacer lo que llamaban
el “appell”. Había que estar en posición de firmes como
mínimo una hora, sin mover un pie, una mano, nada. Después de esto había que ir
a trabajar doce horas en trabajos muy duros, malsanos y peligrosos y sin
ninguna protección. La comida era muy escasa, se componía de una sopa y de un
trocito de pan. Por la noche cuando llegabas reventada del trabajo, tenías el “appell” otra vez. Había que formar y
por lo más mínimo había que hacer lo que llamaban el “strafappell”. Era un “appell”
de castigo. En vez de estar una hora estaba tres o siete. Yo he estado hasta
doce horas. Era siempre fuera y a veces bajo la nieve con veinte grados bajo
cero.
—¿Era normal que se desmayara alguien?
—Si, y si se caía no la podías coger. Tú te quedabas al lado y no te podías mover porque como intentaras recoger a una compañera los SS te pegaban una paliza. Si una mujer se caía, nadie la tocaba. Eso era lo que era verdaderamente humillante. Era duro porque no te sentías combatiente en aquel momento. Pensabas que eras una piedra, una bestia y que te habían destruido. Esto lo hacían no solamente como una forma de castigo. Trataban de destruir ese espíritu combativo que había. Ese es el recuerdo más penoso del campo, recordar el “appell”. Eran momentos muy duros, más que los palos.
—¿Echaban los perros contra los prisioneros?
—Sí. Los tenían enseñados a matar.
—En los juicios seguidos contra los SS, cuál era su semblante, estaban desencajados al verse confrontados a los testimonios de los deportados?
—Estaban desechos. Tenían un miedo terrible. No he visto la cara de los SS a la liberación del campo porque ya habían escapado. Yo vi a uno de la Gestapo que habían cogido. Cuando lo trajeron a la habitación donde yo estaba, su reacción fue protegerse con el brazo delante de los ojos de miedo que yo le pegara. A este hombre le hicieron un juicio y fue un cobarde durante todo el juicio.
—Parece ser que algunos se reafirmaron ante lo que habían hecho.
—Sí, es cierto.
—Cuánto tiempo estuvo Usted en el campo?
—Yo estuve casi un año.
—De las deportadas que estaban con Usted, cuál era la que más tiempo estuvo?
—No lo sé porque entramos todas juntas. Es un “kommando” que lo inauguramos nosotras. Era una fábrica. Nos llevaron allí probablemente a sustituir trabajadores alemanes movilizados. Veníamos de diferentes sitios. Éramos mujeres de distintas nacionalidades.
—Usted afirma que la juventud puede contrastar su experiencia con la suya y tomarla como referencia. ¿En qué sentido cree que su experiencia y la de otros muchos deportados pueden ser útiles para la juventud?
—Creo que esta experiencia nuestra se puede aplicar con un sentido de vigilancia, de no permitir que haya brotes de nazismo. A veces en cosas casi inesperadas surgen brotes de racismo, que es como una raíz mala que hay que arrancar. Sabiendo por donde vinieron los tiros, creo que los jóvenes pueden ver mejor y con más lucidez las cosas que son peligrosas. Quisiera hablar de estos padres que impiden que sus hijos vayan a la escuela con niños gitanos. Eso es muy feo, es racismo puro. Puede conducir a considerarlos como razas inferiores y justificar cualquier acción violenta contra ellos. El saber cómo vino el nazismo y como vino puede ayudar a comprender.
—Vivimos en un país en que la democracia ha permitido la existencia de partidos políticos, donde tiene cabida el nacionalismo. Hay una realidad de nacionalidades históricas. ¿Qué opina Usted del nacionalismo? ¿Qué relación puede tener un nacionalismo extremo y violento con el nazismo?
—Yo creo que el nacionalismo puede ser una cosa estupenda en tanto que amor a la patria, a sus costumbres y a su cultura. En este caso me parece justo, noble y estimulante. Me parece ya una cosa nociva en cuanto se trata de considerar que los que no son de aquella patria son gente despreciable y son enemigos. En ese sentido no me parece positivo el nacionalismo. Hay nacionalismos buenos y hay nacionalismos que no lo son. Por ejemplo, cuando en Francia sale el ultra nazi Le Pen con once diputados con la consigna de: “fuera de Francia los extranjeros”, ese es un nacionalismo fascista. El puede amar a Francia, porque no. Que ame a Francia, de acuerdo, pero que considera enemigo a todo el que sea extranjero, entonces es ya un nacionalismo que no comparto y que me parece muy peligroso”. Se ven aquí, en Cataluña, letreros de “charnegos fora”. Me parece muy peligroso el que se considere enemigo a todo el que no haya nacido en Cataluña. Ya no comparto tampoco ese nacionalismo.
—La tipología nazi es una exaltación de enseñas y parafernalia. ¿Qué diferencia hay entre el sentido que pueda tener Usted de una bandera o el sentido que puedan tener o que pudieran tener en su momento los nazis? ¿Usted cree que hay una graduación en ese sentimiento? ¿Usted cree que la bandera es un elemento manipulable?
—Puede serlo, sin duda. Puede ser exaltante y buena. Puede ser manipulable también.
—¿Qué sentimiento tiene Usted a la bandera?
—A mí me gusta. Claro que me gusta la senyera pero no me parece justo quemar otras banderas que no sean la senyera porque cada cual debe respectar las banderas de los demás.
—¿Usted cree que los principios políticos por los que aboga la izquierda prevén o impiden estos tipos de fascismos y totalitarismos más que los principios de los partidos políticos conservadores, o cree por lo contrario que las dictaduras pueden ser de ambos colores, de derechas y de izquierdas?
—Es una pregunta muy delicada. Claro está que si alguien trata de imponer unas convicciones por encima de todo y a las malas es un acto dictatorial que no se puede admitir. Creo que el convencer de unos principios políticos, aunque sean de izquierdas porque creo más en la izquierda que en la derecha, no se pueden imponer por la fuerza y la brutalidad. Hay que imponerlos a base de raciocinio y discusión y con cierta tolerancia. De lo contrario se transforma en una dictadura. En este caso no tendría nada de democrático.
—¿La causa principal por la que fue Usted deportada fue por motivos políticos? ¿Usted no llegó a sentir una vez en el campo de concentración de que no merecía la pena sufrir aquello?
—No lo pensé nunca. No se me ocurrió jamás. Al contrario, cuantos más brutos los veíamos y cuantas más barbaridades hacían, más justificaciones encontrábamos a nuestra lucha.
—Usted me comentó que notaba una diferencia de la lucha de la juventud de aquellos años y la escasez de lucha de la juventud en la actualidad. ¿A qué es debido?
—Nosotros lo teníamos muy claro. Para nosotros era un tiempo muy duro pero las cosas estaban muy claras. La juventud, que es siempre muy combativa, cuando ve las cosas claras lucha. La juventud siempre es magnífica. No lucha cuando no ve las cosas claras o cuando hay confusión y no sabe por dónde debe ir. Es cuando la juventud se queda al margen e incluso puede degenerarse.
—¿Si no es indiscreción, Usted se podría manifestar políticamente?
—Soy comunista.
—¿Usted era creyente antes de entrar en el campo de concentración?
—No, ya no. Lo había sido pero ya no lo era.
—¿Era normal que se desmayara alguien?
—Si, y si se caía no la podías coger. Tú te quedabas al lado y no te podías mover porque como intentaras recoger a una compañera los SS te pegaban una paliza. Si una mujer se caía, nadie la tocaba. Eso era lo que era verdaderamente humillante. Era duro porque no te sentías combatiente en aquel momento. Pensabas que eras una piedra, una bestia y que te habían destruido. Esto lo hacían no solamente como una forma de castigo. Trataban de destruir ese espíritu combativo que había. Ese es el recuerdo más penoso del campo, recordar el “appell”. Eran momentos muy duros, más que los palos.
—¿Echaban los perros contra los prisioneros?
—Sí. Los tenían enseñados a matar.
—En los juicios seguidos contra los SS, cuál era su semblante, estaban desencajados al verse confrontados a los testimonios de los deportados?
—Estaban desechos. Tenían un miedo terrible. No he visto la cara de los SS a la liberación del campo porque ya habían escapado. Yo vi a uno de la Gestapo que habían cogido. Cuando lo trajeron a la habitación donde yo estaba, su reacción fue protegerse con el brazo delante de los ojos de miedo que yo le pegara. A este hombre le hicieron un juicio y fue un cobarde durante todo el juicio.
—Parece ser que algunos se reafirmaron ante lo que habían hecho.
—Sí, es cierto.
—Cuánto tiempo estuvo Usted en el campo?
—Yo estuve casi un año.
—De las deportadas que estaban con Usted, cuál era la que más tiempo estuvo?
—No lo sé porque entramos todas juntas. Es un “kommando” que lo inauguramos nosotras. Era una fábrica. Nos llevaron allí probablemente a sustituir trabajadores alemanes movilizados. Veníamos de diferentes sitios. Éramos mujeres de distintas nacionalidades.
—Usted afirma que la juventud puede contrastar su experiencia con la suya y tomarla como referencia. ¿En qué sentido cree que su experiencia y la de otros muchos deportados pueden ser útiles para la juventud?
—Creo que esta experiencia nuestra se puede aplicar con un sentido de vigilancia, de no permitir que haya brotes de nazismo. A veces en cosas casi inesperadas surgen brotes de racismo, que es como una raíz mala que hay que arrancar. Sabiendo por donde vinieron los tiros, creo que los jóvenes pueden ver mejor y con más lucidez las cosas que son peligrosas. Quisiera hablar de estos padres que impiden que sus hijos vayan a la escuela con niños gitanos. Eso es muy feo, es racismo puro. Puede conducir a considerarlos como razas inferiores y justificar cualquier acción violenta contra ellos. El saber cómo vino el nazismo y como vino puede ayudar a comprender.
—Vivimos en un país en que la democracia ha permitido la existencia de partidos políticos, donde tiene cabida el nacionalismo. Hay una realidad de nacionalidades históricas. ¿Qué opina Usted del nacionalismo? ¿Qué relación puede tener un nacionalismo extremo y violento con el nazismo?
—Yo creo que el nacionalismo puede ser una cosa estupenda en tanto que amor a la patria, a sus costumbres y a su cultura. En este caso me parece justo, noble y estimulante. Me parece ya una cosa nociva en cuanto se trata de considerar que los que no son de aquella patria son gente despreciable y son enemigos. En ese sentido no me parece positivo el nacionalismo. Hay nacionalismos buenos y hay nacionalismos que no lo son. Por ejemplo, cuando en Francia sale el ultra nazi Le Pen con once diputados con la consigna de: “fuera de Francia los extranjeros”, ese es un nacionalismo fascista. El puede amar a Francia, porque no. Que ame a Francia, de acuerdo, pero que considera enemigo a todo el que sea extranjero, entonces es ya un nacionalismo que no comparto y que me parece muy peligroso”. Se ven aquí, en Cataluña, letreros de “charnegos fora”. Me parece muy peligroso el que se considere enemigo a todo el que no haya nacido en Cataluña. Ya no comparto tampoco ese nacionalismo.
—La tipología nazi es una exaltación de enseñas y parafernalia. ¿Qué diferencia hay entre el sentido que pueda tener Usted de una bandera o el sentido que puedan tener o que pudieran tener en su momento los nazis? ¿Usted cree que hay una graduación en ese sentimiento? ¿Usted cree que la bandera es un elemento manipulable?
—Puede serlo, sin duda. Puede ser exaltante y buena. Puede ser manipulable también.
—¿Qué sentimiento tiene Usted a la bandera?
—A mí me gusta. Claro que me gusta la senyera pero no me parece justo quemar otras banderas que no sean la senyera porque cada cual debe respectar las banderas de los demás.
—¿Usted cree que los principios políticos por los que aboga la izquierda prevén o impiden estos tipos de fascismos y totalitarismos más que los principios de los partidos políticos conservadores, o cree por lo contrario que las dictaduras pueden ser de ambos colores, de derechas y de izquierdas?
—Es una pregunta muy delicada. Claro está que si alguien trata de imponer unas convicciones por encima de todo y a las malas es un acto dictatorial que no se puede admitir. Creo que el convencer de unos principios políticos, aunque sean de izquierdas porque creo más en la izquierda que en la derecha, no se pueden imponer por la fuerza y la brutalidad. Hay que imponerlos a base de raciocinio y discusión y con cierta tolerancia. De lo contrario se transforma en una dictadura. En este caso no tendría nada de democrático.
—¿La causa principal por la que fue Usted deportada fue por motivos políticos? ¿Usted no llegó a sentir una vez en el campo de concentración de que no merecía la pena sufrir aquello?
—No lo pensé nunca. No se me ocurrió jamás. Al contrario, cuantos más brutos los veíamos y cuantas más barbaridades hacían, más justificaciones encontrábamos a nuestra lucha.
—Usted me comentó que notaba una diferencia de la lucha de la juventud de aquellos años y la escasez de lucha de la juventud en la actualidad. ¿A qué es debido?
—Nosotros lo teníamos muy claro. Para nosotros era un tiempo muy duro pero las cosas estaban muy claras. La juventud, que es siempre muy combativa, cuando ve las cosas claras lucha. La juventud siempre es magnífica. No lucha cuando no ve las cosas claras o cuando hay confusión y no sabe por dónde debe ir. Es cuando la juventud se queda al margen e incluso puede degenerarse.
—¿Si no es indiscreción, Usted se podría manifestar políticamente?
—Soy comunista.
—¿Usted era creyente antes de entrar en el campo de concentración?
—No, ya no. Lo había sido pero ya no lo era.
—Supongo que con Usted había gente que era
creyente. ¿Hubo mucha gente que renunció a su religión o se reafirmaban más en
su creencia?
—Si que la había, claro. No lo sé con certitud. Pienso que se reafirmaban
más porque allí había mujeres que estaban en el campo que consiguieron hacerse
con un libro de misa y entonces las católicas se ponían en un rincón del bloque
los domingos para decir la misa. Había una que hacía como de cura y las otras
seguían la misa. Las que no éramos creyentes vigilábamos la entrada para que no
apareciera por allí los SS porque les hubiera costado una gran paliza. Nosotras
teníamos respeto por sus creencias y nos
sentíamos muy bien con esas mujeres. Siempre nos entendimos muy bien en el
campo con las católicas y no creo que esas mujeres hayan renunciado a su fe. Si
en aquellas circunstancias seguían arriesgándose mucho porque aquello no era ir
a misa de doce a presumir de ropa, aquello era exponerse a recibir una buena
paliza si las cogían.
—¿Hubo casos de suicidios en el campo?
—En el mío, no. Pero en Mauthausen y otros campos si hubo casos de gente que se arrojó a las alambradas. En mi “kommando” no he conocido ningún suicidio. En el campo de Ravensbrück, posiblemente los haya habido.
—¿Puede haberle pasado por la cabeza, aunque levemente, la idea del suicidio?
—¿Hubo casos de suicidios en el campo?
—En el mío, no. Pero en Mauthausen y otros campos si hubo casos de gente que se arrojó a las alambradas. En mi “kommando” no he conocido ningún suicidio. En el campo de Ravensbrück, posiblemente los haya habido.
—¿Puede haberle pasado por la cabeza, aunque levemente, la idea del suicidio?
—A mí no se me ocurrió nunca pensar en el suicidio. Yo quería vivir. Es
posible que gente sin ideas políticas firmes pensara en el suicidio. Hubo gente
que la cogieron por casualidad y no habían participado en la Resistencia. Esa
gente podía ser más débil. En general la gente aguantaba bastante bien. También
hay que decir que nosotras tuvimos la “suerte” de estar nada más que un año en
el campo, no es como los de Mauthausen que estuvieron cinco años.
—¿Entre Ustedes, los presos políticos, hablarían de la total responsabilidad del franquismo?
—Claro. Para nosotras era lo mismo. Como algunas noticias no las sabíamos, cuando la liberación lo primero que pregunté era si había caído Franco. Cuando me dijeron que seguía en el poder me entró rabia.
—¿Cómo entiende Usted que se haya podido sobrevivir cinco años en un campo de concentración?
—Eso tiene que ser a fuerza de una gran tenacidad y a fuerza de una gran solidaridad. En los campos de concentración hubo una solidaridad extraordinaria. Cuando veíamos a una mujer atravesando un momento difícil, se la podíamos ayudar, dando cada uno una uña de pan que multiplicada por muchas representaba algo, lo hacíamos. Robábamos comida a los SS si podíamos, que no siempre era posible. Se han hecho cosas extraordinarias para tratar de salvar gente.
Yo recuerdo el caso de un niño que nació en el campo. En el campo mataban a las mujeres embarazadas al momento de su llegada. Resulta que cuando el nazismo toma el poder el aborto estaba penado con cuarenta marcos de multa y los nazis lo pusieron a quince años de cárcel pero no tenían ningún reparo a matar a la madre con su feto en el caso de las razas inferiores. Hubo una mujer que consiguió tener a su hijo en el campo. Se trataba para nosotras de salvar al niño. Cuando ocurría eso los primeros tiempos, los nazis de Ravensbrück mataban a los niños, los pisoteaban o les metían la cabeza en un cubo de agua. En aquella época ya no los mataban, los dejaban morir, que era lo mismo. A esta mujer, a los tres días de haber tenido el niño, la mandaron a trabajar de nuevo a la fábrica como las demás. Claro, después de doce horas de pie y sin comer, esta mujer perdió su leche. El niño aquel estaba condenado a morir. Intentamos salvarlo. No teníamos leche ni nada para darle. Decidimos hablar con los obreros alemanes a ver si nos podían dar leche. Les contamos el caso arriesgándonos mucho porque cualquiera de ellos nos podía denunciar. Ellos tuvieron una sensación terrible, les daba vergüenza y pena. Nos dijeron que ellos estaban militarizados y no tenían leche y no tenían forma de conseguirla tampoco. Les dolió mucho. Aquel niño se iba agotando poco a poco. Robábamos azúcar a los SS para darle agua azucarada. Aquel niño no podía vivir en esas condiciones. Cuando estaba ya muy malito el pobre, lo cogieron y lo metieron en un transporte con mujeres moribundas en un vagón delante del campo. Aquel vagón estuvo allí sin salir durante cuatro días. Allí, dentro de aquel vagón ya no podía haber nadie vivo, ni mujeres, ni niño. Fue un vagón que cuando llegó a su destino no tuvo más que ir directamente al crematorio sin necesidad de pasar al “gas”. Nosotras pasábamos delante de aquel vagón y sabíamos que allí estaba el niño. Aquello era horroroso. Hicimos todo cuanto pudimos por salvar aquel niño. Era un niño judío por cierto”.
—¿Entre Ustedes, los presos políticos, hablarían de la total responsabilidad del franquismo?
—Claro. Para nosotras era lo mismo. Como algunas noticias no las sabíamos, cuando la liberación lo primero que pregunté era si había caído Franco. Cuando me dijeron que seguía en el poder me entró rabia.
—¿Cómo entiende Usted que se haya podido sobrevivir cinco años en un campo de concentración?
—Eso tiene que ser a fuerza de una gran tenacidad y a fuerza de una gran solidaridad. En los campos de concentración hubo una solidaridad extraordinaria. Cuando veíamos a una mujer atravesando un momento difícil, se la podíamos ayudar, dando cada uno una uña de pan que multiplicada por muchas representaba algo, lo hacíamos. Robábamos comida a los SS si podíamos, que no siempre era posible. Se han hecho cosas extraordinarias para tratar de salvar gente.
Yo recuerdo el caso de un niño que nació en el campo. En el campo mataban a las mujeres embarazadas al momento de su llegada. Resulta que cuando el nazismo toma el poder el aborto estaba penado con cuarenta marcos de multa y los nazis lo pusieron a quince años de cárcel pero no tenían ningún reparo a matar a la madre con su feto en el caso de las razas inferiores. Hubo una mujer que consiguió tener a su hijo en el campo. Se trataba para nosotras de salvar al niño. Cuando ocurría eso los primeros tiempos, los nazis de Ravensbrück mataban a los niños, los pisoteaban o les metían la cabeza en un cubo de agua. En aquella época ya no los mataban, los dejaban morir, que era lo mismo. A esta mujer, a los tres días de haber tenido el niño, la mandaron a trabajar de nuevo a la fábrica como las demás. Claro, después de doce horas de pie y sin comer, esta mujer perdió su leche. El niño aquel estaba condenado a morir. Intentamos salvarlo. No teníamos leche ni nada para darle. Decidimos hablar con los obreros alemanes a ver si nos podían dar leche. Les contamos el caso arriesgándonos mucho porque cualquiera de ellos nos podía denunciar. Ellos tuvieron una sensación terrible, les daba vergüenza y pena. Nos dijeron que ellos estaban militarizados y no tenían leche y no tenían forma de conseguirla tampoco. Les dolió mucho. Aquel niño se iba agotando poco a poco. Robábamos azúcar a los SS para darle agua azucarada. Aquel niño no podía vivir en esas condiciones. Cuando estaba ya muy malito el pobre, lo cogieron y lo metieron en un transporte con mujeres moribundas en un vagón delante del campo. Aquel vagón estuvo allí sin salir durante cuatro días. Allí, dentro de aquel vagón ya no podía haber nadie vivo, ni mujeres, ni niño. Fue un vagón que cuando llegó a su destino no tuvo más que ir directamente al crematorio sin necesidad de pasar al “gas”. Nosotras pasábamos delante de aquel vagón y sabíamos que allí estaba el niño. Aquello era horroroso. Hicimos todo cuanto pudimos por salvar aquel niño. Era un niño judío por cierto”.
Fuente: Archivo de Pablo Iglesias Núñez
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