Lo Último

2515. Los chichones




—Tú, chico, repite la ronda. 

El muchacho comenzó a manipular con los vasos. Los sumergió en el lebrillo de agua y los agitó violentamente. Los colocó después bajo el chorro del grifo. Sacudió las gotas que habían quedado en los fondos y los alineó en el mostrador de zinc. Los llenó rápidamente y dispuestos en rueda en una bandeja, compareció ante el corro de contertulios. 

Cada vez que uno de ellos cogía un vaso, el chico repetía automáticamente: 

—De parte del señor Paco. 

El señor Paco, como decía el chico, Paco a secas, como le llamaban todos, era un antiguo parroquiano. Carpintero en junio de 1936, Capitán del Ejército español en 1937, por arte de la sublevación fascista y de sus ideas socialistas. Hombre ya maduro. De la quinta de 1914 como él decía. Contaba al grupo de amigos sus andanzas por la Sierra. 

—... Resultaba una cosa cómica. Cuando salíamos de reconocimiento no podíamos guisar, para que no nos vieran el humo y nos llevábamos unas latas de sardinas y de carne de ésa de Chicago. Con el frío que hacía, se helaba la grasa y cuando abrías una lata te encontrabas dentro un mantecao. Te parecía que te estabas comiendo un cacho de nieve de la Sierra. Cuando acababas de comer, te encontrabas más fresco que una lechuga. Las tripas frías, los pies metidos en el charco de las botas y un airecillo que se helaba el aliento. Entonces no había capotes. A veces nos poníamos a correr y a darnos puñetazos como los chicos y entrábamos en calor. Pero, cuando teníamos que estar detrás de una piedra dos o tres horas sin movernos, era algo horrible. Lo más curioso es que se me ha quitado el reúma y no he tenido un mal catarro en todo el invierno.

De la puertecilla del fondo, surgió Serafín. Se había estado afeitando dentro. 

—Salud, señores, buenos días. 

—Ya es hora que te levantes. Si tardas un poco más te se hace de noche. 

—A ver si te crees tú que salgo de la cama ahora. 

Se puso a comprobar la registradora, calculando la venta de la mañana y se quedó detrás del mostrador despachando. Revisó de una ojeada el local, para ver si todo estaba en orden y limpio. 

Entró una muchachita de luto, guapilla, rubia. La saludaron todos cariñosamente. Serafín descendió de la tarima del mostrador y le besó en la frente: 

—¿Qué quieres, hijita? 

—Dame dinero para traer carne. Ángel me ha avisado y quiero ir antes de que se forme la cola. 

Serafín, un mocetón de treinta años, se quedó mirando embobado la marcha de su hermanilla, «la pequeña». Ya no le quedaba más que ésta y otra por casar. Entonces se sentiría más libre y dejaría de ser padre de familia, que ya tenía ganas. 

El padre de Serafín —el señor Fernando—, fue dependiente treinta años en una taberna de Madrid. Ahorró, se casó y a su vez montó esta tabernita, ayudado por su antiguo amo. Tuvo cuatro chicas y un solo chico: Serafín. La taberna daba para comer todos. Él entendía el vino y era hombre serio. Algunas veces había que ponerse serio y tener la mano dura. La taberna está situada en uno de los barrios bajos de Madrid y su parroquia era un poco heterogénea. Concurrían obreros en abundancia, chulines de las golfas de la barriada y algunos carteristas y timadores. Pero él no toleraba jaleos y en veinte años se hizo una reputación de hombre honrado, siempre dispuesto a un favor y a quien todos querían. 

Murió cuando Serafín era casi un niño. El chico hizo frente a la vida valientemente. Conocía el negocio y tenía que sacar adelante a su madre y a sus hermanas todas chicas. Los parroquianos se juramentaron para ayudarles. Aumentaron sus visitas y su ración de vino diaria. El que pretendía armar bronca, los mismos clientes le echaban a patadas sin ninguna consideración. La clientela defendía la integridad del hogar. Muchos clientes carecían de él. 

Cuando estalló la guerra, como el barrio es proletario, todos se fueron al frente. Ahora, la taberna parece un cuerpo de guardia. Cada permiso los lleva allí, se abrazan en la alegría de encontrarse los amigos de siempre y se cuentan sus aventuras. A veces se ponen serios: 

—Sabes, a Fulano, lo mataron. 

Se callan un ratito, piden un vaso de vino y vuelven a tejer sus historias de guerra. Todos convidan a Serafín, y Serafín se acuesta un poquito borracho muchas noches.

Hoy está melancólico. Se palpa de vez en cuando la frente donde exhibe tres bultos rojizos, tres chichones, colocados asimétricamente. 

—¿Qué te pasa; te has caído? 

—No, me he dado un golpe. 

—Pues mira, has rebotao tres veces. 

Urbano, el dueño de la casa de préstamos de enfrente se echó a reír. 

—Bueno, hombre, ya está bien. 

—No le hagáis caso. Esos chichones son de los obuses.

Bajó la voz y comenzó a narrar al grupo de bebedores algo que provocaba su risa de vez en cuando. Serafín los contemplaba malhumorado. Levantó la voz el narrador: 

—Venid a casa y lo veréis. 

El grupo cruzó la calle y penetró en la tienda de compra y venta. 

El escaparate pequeño carecía de cristales por los bombardeos. El grande estaba lleno de maletas de cartón. Dentro, un mostrador grande, en ángulo, llenaba la tienda. Una parte del mostrador estaba cortada formando dos vitrinas. Había joyas baratas, unos cubiertos, un estuche de dibujo, objetivos fotográficos, broches y gemelos de camisa, un abanico de nácar. En las paredes prendían unos mantones de Manila, dos o tres relojes de comedor parados y una bandeja de porcelana decorada con un paisaje chillón. Al fondo un estante conteniendo paquetes de prendas empeñadas.

Pasaron a la trastienda y descendieron por la escalerilla empinada. 

Abajo, la cueva tan grande como la tienda, se dividía en dos habitaciones. Constituía el almacén donde se guardaban los empeños. Para que no se estropearan las ropas, el piso estaba entarimado y las paredes forradas de cemento que no dejaba pasar la humedad. Quedó vacía en los primeros días del movimiento, cuando la gente formó cola en la puerta pidiendo la devolución de sus prendas. Quedaron sólo dos bicicletas colgadas allá en el techo, como dos esqueletos antediluvianos, llenos de polvo. 

La habitación del fondo, tenía adosadas a sus paredes dos hileras de anaqueles en madera, anchos de un metro y separados en más de medio, formando a modo de literas de un barco. Allí se guardaban los colchones de los que tenían que sacrificar la comodidad del sueño a las exigencias del estómago. En cada tablero había extendido un colchón cubierto con sábanas y mantas, formando un conjunto de camas, con huellas aún de haber dormido en ellas. 

Urbano tomó la palabra. 

—Fijaros: Serafín duerme ahí. Los dos chicos, aquí. Encima, mi hermano. El perro, aquí debajo. Yo me he traído mi cama —y señalaba una cama de hierro en medio de la habitación— por comodidad y, además, porque me gusta leer por las noches. Cuando me canso, doy media vuelta a la bombilla y a dormir. 

—Pero, bueno, ¿las mujeres dónde duermen? 

—Las damas tienen alcoba aparte. Hemos hecho una incautación. La tienda de al lado, ya sabéis que está vacía. Tiene una cueva más pequeña pero tan buena como ésta, y veréis lo que hemos hecho. 

Avanzó hacia una de las paredes laterales y levantó una cortina de brocado antiguo que mostraba un cazador y su perro. Debajo había un agujero hecho a golpes de pico en el muro. Un agujero negro que parecía dar a la alcantarilla. Asomaron las cabezas y no vieron nada. 

—Esperad un poco. 

Lanzó dentro el dardo de una lámpara de bolsillo y el círculo luminoso se paseó por una habitación cuadrada. Fue cayendo, uno tras otros sobre los cuatro lechos. Urbano recitaba: 

—Allí, mi madre. Allí, la de Serafín. Las chicas, en aquellas dos. Apagó la lámpara y las tinieblas, volvieron a tapar la alcoba. Se perdió la visión momentánea de algunas prendas íntimas de mujer que desnudó la luz en su paseo por el cuarto. 

—Se echa la cortina y todos estamos juntos y separados, por si ocurre algo. Como el casero está en la cárcel, no hay lugar a reclamaciones. Bueno, ahora os voy a contar la historia de los chichones de Serafín: Anoche, nos vinimos a acostar. Serafín se metió en la cama y a los cinco minutos roncaba como un fuelle. Pero le tiene un pánico loco a los obuses. Yo me quedé leyendo y allá a la una o cosa así, pasa un camión por la calle y baila toda la casa. Se vuelve en la cama, levanta los brazos y dice: «Ya están ahí; los aviones; a la cueva corriendo». Se incorpora de golpe y se da un trastazo en la pelota. Se despierta entonces, y me dice: «¿Has oído, Urbano?». Le digo: «Sí, pero no te has roto nada». Se volvió del otro lado renegando y se durmió otra vez. Allá a las tres, ¡pum!, otro trastazo. Me despierto y me lo encuentro tocándose la frente y preguntándome ansioso: «Hay bombardeo, ¿verdad?». Le digo: «Qué bombardeo, ni qué narices. Lo que hay es miedo, y mañana, chichones». Así, hasta por la mañana. Estaba comenzando a vestirse y entonces empieza de verdad el bombardeo. Se mete los pantalones muy de prisa y me dice: «Me voy a coger a mi madre y a las chicas que están en la cola». Sale corriendo por la escalera y cuando llega arriba, con la prisa se sacude otro trastazo con el borde de la cueva. Salió de aquí como un toro huido. 

—No, si Serafín es un valiente —comenta irónico uno. Hombre, te diré —responde Urbano—. Tiene miedo cuando está dormido, pero cuando está despierto se lo aguanta. Y a esto sí lo llamo yo ser un valiente.

Volvieron a la taberna un poco avergonzados de sí mismos. La situación embarazosa la rompió Paco: 

—Danos de beber, Serafín. Y toma lo que tú quieras. 

La cara malhumorada de Serafín comenzó a distenderse de satisfacción. Con el vaso en alto, la otra mano sobre la frente exclama: 

—¡Salud, camaradas! 

Levantan todos el puño. 

Paco exclama:

—¡Salud y chichones!


Arturo Barea
Valor y miedo, 1938. Capítulo XIV - Los chichones


Valor y miedo fue el primer libro publicado por Arturo Barea. Refleja la realidad social de la ciudad de Madrid cercada por tropas franquistas.










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