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2530. La primera República XVIII

CAPITULO XVIII

Por Júpiter, por Cristo, si así os parece mejor, juro ante mi conciencia que no logré descifrar el tremendo enigma. Fatigado de ahondar en él, me sosegué recordando el título de una comedia de Calderón: En este mundo, todo es verdad y todo es mentira. Para mayor consuelo mío, amplié la sentencia diciendo, en este mundo y en el otro.

Ni dormido ni despierto, pensé que entraría con pie derecho en Cartago Espartaria si Mariclío me agraciaba con su divina presencia, guiándome con sus consejos y mandatos en aquel laberinto de pasiones ardientes... A Floriana, seguramente la encontraría. ¿Dónde, cuándo? El Destino, a quien sobre esto interrogaba, respondíame con rostro más risueño que ceñudo, que esperase tranquilo el correr de los primeros días... Gocé al fin de un sueño apacible, y al caer de la tarde, me puse en planta, me vestí y arreglé para bajar al comedor. En este había bastante gente, todos hombres, ni una señora por casualidad. Tomé sitio en la cola de la mesa redonda, y comí de todos los platos que me fueron pasando. La conversación de los comensales, era exclusivamente política y cantonal, con rudas vehemencias, y ultrajes al odioso Centralismo.

Como entré a comer de los últimos, quedeme casi solo a la hora de los postres y el café, y entonces se me ocurrió tirarle de la lengua al mozo, que era un chico afable, decidor y ávido de contar más de lo que sabía: «¿Vio usted aquel jovencito, casi sin pelo de barba, con uniforme de coronel de Milicianos, que comía junto a la cabecera? Pues ese es Cárceles...

-¡Cárceles...! -exclamé revolviendo en mis recuerdos-. Ya decía yo que aquella cara no me era desconocida. Ahora caigo... En el Club de la calle de la Hiedra oí sus discursos algunas noches. Habla muy bien; es chico listo, fogoso, de ideas exaltadas. Me parece que estudia Medicina.

-Sí señor; estudia para médico y enseña federalismo. No hay otro más templado ni que sepa como él jugarse la vida por la revolución. Es hijo de Cartagena y aquí le idolatra la ciudadanía trabajadora, y, como quien dice, hambrienta de pan y libertad. Suyo es todo el popularismo campante que llamamos Milicias Voluntarias y Movilizados; suya toda la gente operaria del Arsenal, y los que labran con su sudor el mecanismo de la Maestranza, y viceversa los de la Armada: cabos de cañón, artilleros, contramaestres, y el total de marinería de guerra, mercante y de pesca... No le pueden ver los prefumistas... ¿sabe usted...?

-Ya, ya; los partidarios del señor Prefumo, diputado por Cartagena. Le conozco.

-A los prefumistas les descompuso Cárceles el juego antes de las elecciones municipales, y luego hizo la revolución en un decir Jesús, la noche del 11 al 12 de este mes de Julio. Lo que vale esa criatura no se dice en seis días... ¡Y qué pico de oro, qué manera de entusiasmar a las masas y de llevarnos a donde quiere con cuatro palabras y cuatro gestos de lo que ellos llaman el apoteosis del credo federal!».

Oído esto, que me pareció interesante, le pregunté si había venido a buscarme el señor que me trajo a la fonda. Mi simpático camarero respondió que aquel señor, que era don Lorenzo Cantalapiedra, empleado destituido por el Cantón, se habría escapado ya probablemente de Cartagena.

«Es centralista -añadió con mohín despectivo-, y ya sabe usted que el centralismo es lo más malo que hay. A esos tales los odiamos, y cuando queremos ofenderles los llamamos benévolos, que es el voquible más feo que aquí se puede decir a un cristiano. ¿Se asombra usted?

-No, amigo; ya sé: los benévolos son un partido político; el que ha condenado el Cantón y se dispone a combatirlo.

-Pues en Cartagena no le ponga usted ese mote a nadie, como no fuere algún enemigo a quien quiera usted enrabiar. En fin, señor; si usted no me manda otra cosa, voy a comer. Cuando los mozos terminemos nuestra faena, me iré al Club. De seguro hablará Cárceles. ¿Quiere usted oírle y pasar allí un ratito? Yo le acompañaré con mucho gusto, puesto que usted no conoce la población. Es aquí cerca, en la calle de Jara».

Acepté gustoso la invitación del simpático mozo, y para hacer tiempo, salí a dar un paseo. Pero como desconocía las calles, puse freno a mis aficiones ambulatorias, tratando de reconocer los lugares por donde caminaba para poder orientarme a mi regreso. Llegué cerca de un edificio que me pareció el Ayuntamiento, vi el arco de muralla que al puerto conducía. En mi paseo me abstuve de meterme por calles laterales, temeroso de perderme.

Invertida en esta corta exploración una media hora, me volví a la fonda, y al poco rato salí con mi primer amigo cartagenero, el cual, conduciéndome por una calle estrecha y algo empinada, abrió el grifo de su locuacidad prolija con estas informaciones: «Esta calle se llama del Cañón... Se lo digo para que se vaya enterando... A mí me tiene usted a sus órdenes siempre que esté franco de servicio en la fonda. Yo me llamo Alonso Criado, para servir a usted, y soy de San Pedro del Pinatar, orilla del Mar Menor. Esta otra calle por donde vamos ahora se llama de los Cuatro Santos... para que usted vaya conociendo la capital de nuestro Cantón. En vez de seguir palante, nos metemos viceversa calle abajo y entramos en la de Jara, donde está el Club».

No era menester decirme que allí estaba el Club, porque apenas pisé la calle oí el rumor oratorio y el estruendo de los aplausos. El gentío rebasaba de la puerta, y en medio del arroyo había gran número de oyentes. Mi camarero, que llevaba sombrero ancho, chaqueta y pantalón de dril, y un nudoso garrote, trató de abrirse paso invocando su calidad de socio, y miembro de la Directiva. Yo no me atreví a seguirle por no aguantar estrujones y sofocos. Desde la calle oí la voz de Cárceles, vibrante, cálida, y percibí conceptos de rotundas cadencias tribunicias, que provocaban rugidos de entusiasmo.

Por el hueco que abrió con sus codos de hierro el mozo de la fonda, salió con fatigas, arreando golpes a diestro y siniestro, un joven alto y huesudo en quien al punto reconocí a Fructuoso Manrique, oficial de Telégrafos, amigo mío a quien yo conocía desde los primeros meses del 72. En cuanto salió del atascadero, sofocado y limpiándose el sudor, llegueme a él y celebramos nuestro encuentro con un estrecho abrazo. «¿Tú aquí?... ¡Qué alegría verte!... Cuéntame... ¿Qué es de tu vida?». Era Manrique un chico excelente, suelto de palabra, honradamente fanático en opiniones, y seriamente dispuesto a la guasa y a la travesura. Le traté primero cuando íbamos juntos a negociaciones con la Casa Rostchild (Alamillo street), con Torquemada y otras Bancas que eran alivio de los necesitados. Fue luego, durante un mes, mi compañero de pupilaje en la calle del Amor de Dios, y últimamente estrechamos nuestras relaciones en Gobernación, cuando él servía en el gabinete telegráfico del Ministerio.

En Mayo del 73 fue destinado a Cartagena, su pueblo natal. Allí tenía familia y sin fin de amigos, entre ellos Cárceles. Con este, con Alberto Araus y otros muchachos furibundos, perteneció a la Juventud Federal de Madrid. No hay que decir que en la fiebre pasional del Cantón halló Fructuoso el ambiente apropiado a su temperamento político. Así lo aprecié y comprendí cuando, llevándole conmigo a la fonda para tomar un piscolabis, me dio a conocer, con la exactitud de un testigo de vista, las primeras páginas de la Historia cantonal. Os doy un fiel extracto de su verbosa relación:

«Todo lo que aquí ves, todo este prodigio de crear un Estado, rudimentario si quieres, pero Estado al fin, se le debe a Manolo Cárceles Sabater. ¡Y luego dicen que los jóvenes...! No esperes nada de los viejos, Tito. Los viejos teorizan, pero no ejecutan. Vino este chico de Madrid comisionado por el Comité de Salud Pública para promover el levantamiento de Cartagena. Ni corto ni perezoso, poniendo toda su alma en la acción y encubriendo cuidadosamente sus propósitos, convocó al pueblo en el Club de donde me has visto salir. A su devoción tenía toda la masa obrera, los cabos de cañón y la marinería de las fragatas Almansa y Vitoria. Los enardeció como él sabía hacerlo, encaminando los entusiasmos hacia el tema de las elecciones municipales convocadas para el día 12. Esto fue un artilugio político, preparación para cosas más gordas.

»Luego celebró otra reunión para protestar del nombramiento de un inspector de policía, hechura de los aborrecidos prefumistas, llamados por mal nombre benévolos. De tal modo soliviantó a las multitudes, que el polizonte se quedó sin destino. A la gente del Arsenal y de la Escuadra les hizo creer que estaba de acuerdo con el Gobierno para hacer la revolución, con lo que logró que a su lado se pusieran hasta los más tímidos. En aquellos días pronunciaba discursos por mañana, tarde y noche, y se movía de un lado para otro, estaba en todas partes... poseía sin duda el don de ubicuidad.

»Espérate un poco, Tito, que ahora viene lo mejor. Después de conferenciar secretamente con los Movilizados que guarnecían el castillo de Galeras para inducirles a que no se dejaran relevar por fuerzas del Ejército, se entendió con nuestro amigo Alemán, que manda la Compañía más brava de los Voluntarios de la República. Alemán convocó a la Compañía en su propia casa; pero no se reunieron más que sesenta, por falta de tiempo para dar los avisos. De estos sesenta sólo la mitad iban armados con sus fusiles Remington.

»Cárceles les expuso su plan y les dijo que eligieran al que creyesen de más agallas para un paso muy arriesgado. Elegido fue un cartero llamado Sáez. Ya le conocerás... Es un tío bragado, capaz de jugarse la vida cien veces por la Causa federalista. Sin más preámbulos, Cárceles le dijo: 'Cartero de todos los demonios, tienes que subir al castillo de Galeras con los treinta hombres que llevan fusil. Nada, que subes cueste lo que cueste y caiga el que caiga. Cuando llegues a la cortadura te echarán el alto los centinelas de los Movilizados, preguntándote el santo y seña. Tú contestas a sus preguntas: Cantón y Libertad. Entonces te abrirán el castillo. Tu consigna es reforzar la guarnición, y no permitir de ningún modo que a las doce de la noche os releve la tropa del regimiento de África. En Galeras te sostendrás hasta que Cartagena secunde el movimiento'.

»Tramado el golpe de mano, Cárceles confió su plan a don Pedro Gutiérrez... Ya conocerás a este señor, Presidente del Comité republicano de Cartagena y admirador fervoroso de Castelar... El pobre don Pedro se llevó las manos a la cabeza, y dijo a Manolo que aquello era una locura. Mas la locura se realizó con un éxito redondo. A las doce de la noche del 11 de Julio, los soldados de África tuvieron que regresar a la plaza cantando bajito, y Galeras quedó en nuestro poder.

»No esperó Cárceles el día para seguir actuando con su extraordinaria velocidad de acción. A la una de la madrugada se reunieron en un caserón viejo de la calle del Carmen, junto a la puerta de Madrid, muchos jefes de Movilizados y Voluntarios, a los que Cárceles expuso el estado de las cosas. Algunos se asustaron y no quisieron comprometerse a secundar la revolución. Sólo el capitán Martínez y otro jefe de Voluntarios declararon que irían adelante. Covacho y Roca dijeron que antes de comprometerse creían necesario consultar a sus Compañías.
»A las cuatro de la madrugada, los timoratos quisieron dar por terminada la reunión. Pero a ello se opuso Cárceles resueltamente. Salió el valiente Martínez, y a poco volvió con su Compañía. Con diecisiete hombres de esta, se fue Cárceles al Ayuntamiento, tomando posesión del edificio. Como no tenía cornetas ni tambores, mandó a dos parejas de Voluntarios con orden de recorrer las iglesias para que las campanas de estas inmediatamente tocaran a rebato. Amaneció... El sol que nos alumbró el día 12 era ya un sol cantonal.

»A las cinco de la mañana, el que bien puedo llamar dictador de un día, puso centinelas en la Plaza de las Monjas y nombró la primera Junta Revolucionaria, figurando él como presidente, y como vocales el viejo republicano D. Pedro Gutiérrez, los capitanes de Voluntarios Pedro Alemán y Juan Covacho, y otros que no nombraré porque, como verás, duraron poco. Acto continuo, se presentó a Cárceles un cabo de cañón de la Almansa, diciéndole que hasta que la plaza no se sublevara de una manera pública, la escuadra no podía secundar el movimiento, y urgía resolver esto porque los barcos tenían orden de zarpar dentro de pocas horas. Sin demora, el dictador mandó a Galeras un emisario para que izaran bandera roja, saludándola con un cañonazo.

»Al poco rato presentáronse en la Plaza de las Monjas las Compañías de Voluntarios que mandaban Covacho y Roca, con ciento cincuenta hombres bien armados cada una. Guarnecido ya el Ayuntamiento, Cárceles fue a Telégrafos para incautarse de las líneas, cortando la comunicación con Madrid. Mandó retirarse a los Carabineros que prestaban servicio en las puertas de la muralla, sustituyéndolos con Voluntarios, y estando en esto, lleváronle la noticia de que la Junta recién nombrada por él, vacilante y medrosica, trataba de ahogar la revolución en su nacimiento. Corrió Cárceles a la Casa Consistorial y, acompañado de unos Voluntarios muy decididos (entre ellos iba yo), se acercó a la puerta del salón de sesiones en el momento en que peroraba un señor Fernández, escribano, capitán de Movilizados y amigo de Prefumo. Dimos un empujón a la puerta y nos plantamos en medio del salón. Cárceles no dijo más que esto: 'Despejen... ¡a escape, a escape!... El que no quiera salir por la puerta saldrá por el balcón'. Desbandáronse los reunidos.

»En aquel momento, la bandera roja y el cañón de Galeras proclamaron el régimen nuevo. A eso de las diez de la mañana, se reunieron en la plaza más núcleos de Voluntarios y Movilizados. Yo volé al Arsenal, y al poco rato traje la noticia de la sublevación de la marinería y de los obreros de la Maestranza. Al mediodía se nombró nueva Junta Revolucionaria, eliminando a los de la cepa prefumista y benévola, y sustituyéndolos con federales ardientes. En esta Junta se dio la presidencia a don Pedro Gutiérrez, nombrando a Cárceles Comandante General de las fuerzas populares...

»Para comprender bien nuestra emoción (y en plural lo digo porque en todos aquellos lances me encontré); para que te hagas cargo de las alternativas de susto y ardimiento, de coraje, desmayo y suprema exaltación, considera los graves sucesos que con precipitada furia se desarrollaron en el término de un día. Tú, Tito, que has visto muchas y grandes cosas y de ellas escribes, reconocerás que España no ha visto un trozo de Historia condensada como este nacimiento de nuestro Cantón...

»Y para que las ansias y triunfos de aquel inolvidable día 12 remataran de un modo espléndido, a las cuatro de la tarde tuvimos la entrada de Antonio Gálvez en Cartagena. No puedes tener idea del entusiasmo loco con que le recibimos. Su fama de valentía, sus proezas como rebelde indomable, su carácter rudo, entero, su misma figura de luchador salvaje, hacían de él un hombre de leyenda, o una leyenda humanizada. Del tren le sacamos en vilo, algunos amigos le metieron en una carretela, y al llegar a la calle Mayor tuvo que descender, porque los caballos no podían romper por entre la multitud... Parte a pie, entre abrazos y empujones, parte en hombros, llegó al Ayuntamiento, desde cuya balconada saludó al pueblo y al Cantón de Cartagena, con frases de noble y bárbara elocuencia».


Benito Pérez Galdós
La Primera República - Capítulo XVIII



Este libro aporta el título de la cuarta novela de la V y última Serie de los Episodios nacionales, publicados por Galdós.




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