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2532. La Primera República XX

Caricatura de Castelar en La Madeja Política, de Tomás Padró Pedret, noviembre de 1873


CAPITULO XX

Inició ella la conversación con estos sentidos conceptos: «¡Ya ve usted, amigo Tito, con qué mala sombra he venido a tomar posesión de mi destino! ¿Cómo habíamos de pensar que este dichoso Cantón destruiría radicalmente mis ilusiones y mis planes, haciendo inútil la gestión de usted para darme la dirección de esta Escuela? Ya le enseñaré el edificio y sus dependencias. Verá usted qué grandiosidad. Aquí hay cátedras, gabinetes de Física, museo, jardines, aposentos para el internado... Todo perdido, todo por lo menos en suspenso hasta sabe Dios cuándo.


-El aplazamiento será corto, no lo dude usted -le dije para consolarla-. Creo que el flamante Estado no abandonará esta Institución.


-¡Ay don Tito, no lo veo yo así! Contaba con que de las trescientas criaturas de ambos sexos que pidieron matrícula, vendrían en tiempo de vacaciones unas sesenta o setenta. Al llegar aquí encontré doce, y ayer no vino ninguna. Considere usted, amigo mío, que este edificio fue costeado por un millonario cartagenero recién venido de América, quien formó una Junta Patronal, sometiendo el plan de enseñanza a la Dirección de Instrucción Pública. Ahora resulta que la Dirección es un órgano centralista: vade retro. Y lo más funesto, lo que me quita toda esperanza, es que los señores de la Junta Patronal y el fundador millonario son benévolos... Esta palabra es injuriosa en Cartagena. Cada día aprendemos una cosa nueva, y yo aprendo aquí que la benevolencia no es una virtud, sino un delito».


Asegurele yo con gran entereza que su pesimismo era infundado y que no faltaría quien intentase, en bien de la enseñanza, un decoroso arreglo entre prefumistas y cantonales.


«Observe usted -añadió Floriana- que el plan de enseñanza trazado por la Dirección es francamente laico. Yo no enseño Catecismo.


-¡Oh, mejor que mejor! Los cantonales aplaudirán seguramente ese criterio».


Movía la cabeza Floriana en señal de desaliento, y Doña Gramática, sentada en el banco próximo, soltó de su erudita boca las primeras frases de un terrorífico discurso, claveteado de incisos. Afortunadamente, Floriana no la dejó meter baza. En aquel punto entró por la puerta interior otra matrona, en quien reconocí a Doña Aritmética, seca, huesuda y muy aborrascada de entrecejo. Cubría toda su delantera con un grueso mandil. Por esto y por las palabras que cambió con Floriana, comprendí que desempeñaba funciones de cocinera en el vagar de las tareas escolares. Luego, Floriana y Doña Gramática me llevaron adentro para enseñarme toda la casa, que era en realidad una maravilla.


Bajamos a un jardín lindísimo, donde tuve la dicha de ver desaparecer a la insufrible sabia Juanita Cid, mandada por la Directora a un recado callejero. En un banco me senté junto a la que sigo llamando Diosa por estímulo de una idealidad más fuerte que mi razón. Encastillada en su pesimismo, me dijo: «Triste desengaño es este al término de un viaje largo y molesto, en que no nos faltó ninguna contrariedad. Primero, por la precipitación y por el descuido de estas buenas señoras, no traíamos comida, y tuvimos que alimentarnos con bizcochos. Ya lo recordará usted... Después ocurrió la desgracia de que al salir de la estación, no sé si de Albacete o Chinchilla, hubo de parar el tren porque se precipitó sobre la vía una piara de toros; la máquina arrolló a uno y los demás huyeron desmandados... ¿Se acuerda usted de lo que nos atormentaron los rugidos de las fieras enjauladas, que iban en un furgón y pertenecían a un polaco que las exhibe por los pueblos?... Y a todas estas, el tren atrasando horas y horas. Me parece que fue en la estación de Hellín donde invadieron nuestro coche aquellos malditos cómicos, que nos dieron la gran tabarra contándonos el argumento de la función Las Diosas del Olimpo, que iban a dar en Murcia.


-Sí, sí; ya me acuerdo -exclamé yo, sin que mi confusión me permitiera añadir una palabra más.


-Yo no pegué los ojos en todo el viaje -dijo ella-. En un coche de tercera, de cola, iban unas muchachas alegres que no cesaron de cantar y gritar desaforadamente. Luego, en no sé qué estación, se pasaron a los coches delanteros. ¡Qué barullo! ¡Qué escándalo!


-Sí, sí; parecían diablesas.


-Y para acabar de arreglarnos, en Balsicas tuvimos que dejar el tren por descarrilamiento del mixto. ¿Se acuerda usted de que nos entretuvimos un rato contemplando las constelaciones?


-Ya lo creo. Vimos al Toro y a Géminis. Nos metieron en unas tartanuchas, y a las treinta y seis horas de viaje llegamos a Cartagena.


-Yo llegué muerta.


-Y yo también -dije procurando atraer a mi mente las ideas que azoradas escapaban volando hacia la región del ensueño-; muerto de cansancio y afligido de un grave desconcierto cerebral, que todavía persiste, aunque con atenuaciones temporales. Créame, Floriana; viéndola a usted y escuchándola, mi ser se ennoblece y se eleva, tomando las direcciones que usted quiera darle. Con Floriana voy al extremo delirio o a la razón serena... En la razón estamos ahora. Adelante.


-Si he de hablarle con sinceridad, mi amigo don Tito -contestó ella con gracia un tantico burlona-, no entiendo bien lo que acabo de oírle. Pero pues estamos en plena razón, ya trataremos de... de eso... que usted razonablemente me explicará».


En este punto, entró de la calle Doña Caligrafía, cuyas facciones y talle de persona distinguida y bien apañada se me quedaron muy presentes desde que en Balsicas nos dio las primeras referencias de la localidad. Era una señora de buen porte, algo ajada y canosa, natural de Cartagena, y según después supe, maestra insigne en el arte de pendolista. Entregó a Floriana varios paquetes de compras, entre ellos una cajita de cartón que me pareció de dulces o pasteles. En el mismo instante apareció por otro lado Doña Aritmética, y las medias palabras que de boca de las tres oí, hiciéronme comprender que era la hora de la comida.


Me levanté para despedirme, y Floriana me dijo: «¿Se va usted porque es hora de comer? No tenemos prisa. Si quiere usted honrarme otro día, le prepararemos algo que sea de su gusto. Venga usted a verme cuando quiera, y fijaremos el día para ese festín. A esta hora me encontrará siempre. Salgo muy poco. Algunas tardes voy de paseo a la calle Real o a San Antón».


Salí aturdido y un tanto desolado. Al atravesar el local de la Escuela para tomar la puerta de la calle, apreté el paso vivamente porque vino a mis oídos, desde los aposentos interiores, la tos clásica y la voz altísona de Doña Gramática. Almorcé sin apetito en la fonda y me lancé a la calle. Errabundo y triste, conforme a mi vieja costumbre, recorrí no sé qué barrios de la ciudad, pues nunca en casos tales precisaba mi descuidado itinerario, y en las inmediaciones del Arsenal me metí por un angosto callejón, donde oí voces risueñas y mi nombre claramente pronunciado.


Por un momento creí escuchar las voces misteriosas, que en noche memorable me guiaron en las calles de Madrid hacia la plazuela de las Comendadoras. Volvime, y en una ventana de piso principal vi tres mujeres bonitas, una de las cuales me llamó con la mano y con estas palabras cariñosas: «Tito, Titín salado, ven acá. ¡Gracias a Dios que te vemos! Sube». Ni corto ni perezoso entré, y por empinada escalera subí al aposento donde estaban las alegres muchachas, cuyas caras no me fueron desconocidas, pues con ellas hice el viaje, a mi parecer subterráneo, desde Madrid a Cartagena. Más que la presencia de las tres sílfides, me sorprendió encontrar entre ellas a mi amigo Fructuoso Manrique, a quien no había visto desde la noche que estuvimos en el Club de la calle de Jara. Observando rápidamente el local, vi cómoda y muebles muy modestos, máquina de coser con obra empezada, y sofá ruinoso, que parecía hermano del que fue suplicio de visitantes en mi casa de huéspedes de Madrid. Sobre él y unas sillas cercanas había vestidos a medio coser. El ornato de las paredes lo componían láminas con vírgenes o santos al cromo, y litografías de toreros, sin marco ni cristal. El examen de la estancia me llevó a presumir la condición de las mozas. ¿Eran costureras, modistillas o qué demonios eran? En una redonda mesita con hule blanco, colocada en mitad de la pieza, vi servicio de café y copas, traído de fuera. «A tiempo has venido, querido Tito -me dijo Fructuoso-. Siéntate, y tomarás café en esta escogida sociedad».


La sílfide que se me puso al lado para llenarme el vaso de café con leche, me dijo: «Señor don Tito, la última vez que nos vimos fue aquella noche... en la estación de Murcia... cuando, al pasarnos del coche de cola al coche de cabecera, le di a usted un pellizco tan fuerte que aún me parece que le estará doliendo. Pues para que me perdone, ahora le diré que mi intención no fue pellizcarle a usted, sino al tío de las fieras, que ya me tenía cargada haciéndome el amor, como si fuese yo pantera o leona. Me equivoqué de nalga, y usted pagó por el polonés.


-Tiene usted razón: todavía me duele -dije yo-. El viaje fue muy malo; pero estas niñas bien se divirtieron».


Picotearon las tres ninfas un buen rato entre sorbos de café, y yo, echando de menos a Graziella en aquel cotarro, pregunté por ella. Las tres a un tiempo respondieron: «Ahorita viene... La estamos esperando... Nos asomamos a ver si venía cuando usted pasó...


-Si no tienes que hacer esta tarde -me dijo Manrique-, iremos un rato al Arsenal, donde hay mucho que ver, y además te contaré algunas cosas del Cantón, que te servirán para tus estudios históricos.


-¡Y cuidado con lo que nos escribe el don Tito! -dijo mi vecina, ojinegra, boca grande y salerosa, blanca dentadura-. Nosotras somos cantonalas hasta la pared de enfrente, y como usted hable mal de esto le arrastraremos por las calles». Y otra, pelirroja, boca chiquitita, metida en carnes, afirmó que al mar me tirarían con una piedra al pescuezo si escribía cosas feas del Cantón. La tercera, atizándose una copa de coñac, no hizo más que gritar: «¡Viva la revolución cartagenera y la Virgen de la Caridad!».


Respondiendo al viva entró Graziella sin anunciarse. Traía flores en la cabeza, y en los hombros un pañuelo corto de crespón amarillo de los que llaman de talle. Manrique hizo un hueco para que a mi lado se sentara. Pidió café solo, medio vaso, y apurándolo a sorbos, me dijo: «Ya sé por Doña Caligrafía que has visto hoy a Floriana. ¡Qué linda está!


-No es mujer; es una Diosa. Tiene toda la pinta de don Hilario, que de mozo debió de ser un clérigo guapísimo.


-Y de viejo todavía, todavía... -indicó la pelinegra de boca grande.


-¡A quién se lo cuentas! -exclamó Graziella-. Don Hilario viejo valía por treinta jóvenes. Era mucho hombre mi santo varón... y como aquel que dice, la santidad no quita la hombría».


En aquel momento empezó el copeo. Fructuoso sirvió a todas coñac, dando el ejemplo de largueza en la bebida. Aunque nunca tuve familiaridades con el bueno de Baco, se me comunicó la general alegría y empiné más de lo que acostumbro. Graziella, aficionada desde su infancia al néctar espirituoso, se puso pronto entre dos luces, y con rara mezcolanza de risa y llanto, nos contaba sus penas: «¡Ay de mí! No sabéis la tabarra que hoy me ha dado mi Perico... Quiso pegarme el muy sinvergüenza. Pero yo le di un trastazo, y luego le agarré por las astas y le tiré al suelo. Si él es bravo, yo también... Nada; se empeñó en que habíamos de ir hoy a Los Molinos para comer con su tía la Berrenda. El que sí; yo que no; en esta brega estuvimos hasta las tantas. Por eso he tardado».


Alegres carcajadas acogieron este desahogo, y la muchachita gordezuela y pelirroja, dijo así: «A mi Lázaro le voy a dar el canuto... Con sus celeras me tiene frita. Ha dado en la tecla de que Zalamero me hace el amor».


La tercera de las mozuelas, menudita y vivaracha, dijo que su Ventura, hecho un merengue, le pedía casamiento, y que ella le había contestado con un sí dentro de un no. Mi honradez histórica oblígame a decir que, sin excederme en las tomas de coñac, me puse pronto a medios pelos. Alegría loca inundó mi alma. Abracé a Graziella y después a Fructuoso, diciéndole con efusivo lenguaje: «Manrique, amigo del alma, sácame de una duda que me atormenta: esta preciosa ojinegra que tengo a mano izquierda ¿es tu ninfa?


-Sí, Tito de mi corazón -respondió Fructuoso, que había cogido una regular papalina-. Distraído con la charla se me pasó el presentarte a mi amiga Dorita, de la noble estirpe de los Vargas Machuca o Machaca». Como la cáfila de nombres taurinos había despertado en mi caletre las ideas más extrañas, dirigí a Fructuoso esta segunda interrogación: «Dime, Manriquito, ¿recuerdas tú haber sido toro alguna vez?».


La tempestad de algazara y risas que levantó mi pregunta, nos impidió escuchar la respuesta de Fructuoso, que me pareció entre seria y festiva. Acallaron el tumulto dicharachos de Graziella, que disparataba en el tono y estilo más donosos. Blasonando de una templanza tardía, retiró Fructuoso las copas y la botella de coñac. Los ánimos embravecidos por el alcohol se fueron sosegando. Dorita se puso a coser en máquina. Las otras disponían la tarea, canturreando a media voz. Manrique, acometido de un sueño imperioso, se tendió en el sofá. Yo llevé a Graziella junto a la ventana. Había llegado la ocasión de satisfacer las dudas que continuamente me atormentaban.


«¿Tienes tu cabeza bastante serena -le dije- para contestarme a unas preguntitas?


-Y la tuya, Tito, ¿está firme y fresca para que puedas preguntarme cosas con sentido? Porque yo, por mucho que beba, ya lo sabes, nunca pierdo el compás, digamos la brújula de mi entendimiento.


-Con toda mi serenidad y todo mi aplomo, te suplico me digas si la madre de Floriana es una marquesa o condesa que vive en un convento de Madrid.


-Es duquesa, Tito... Recordarás que yo, cuando me divertía escribiendo cartas en guasa a las señoras de la grandeza, le encajaba el título de Pata del Cid. Hoy está tronada y vive con otras dos viejas de su familia en las Comendadoras, como señora de piso. Hace días intentó catequizar a Floriana para que abandonase el siglo, como ellas dicen, y se metiese en vida monjil aristocrática. Pero Floriana no quiso entrar por ello y tomó la puerta... ¿Quieres saber más, curiosón novelero? Pues te diré que la duquesa tuvo esta niña de un santo clérigo a quien requirió para que le enseñara la Teología y le explicase el Cantar de los Cantares... Teología fue, que nació la linda criatura con las facciones hermosas del bendito papá. La duquesa dio a criar la chiquilla a unos pobres campesinos de las tierras que poseía y que luego perdió por su destornillada cabeza.


-Era viuda y guapa, según me han dicho.


-Guapísima y viudísima, sí; pero mala madre, porque no hacía caso de la criatura ni se cuidaba de ella. Cuando vino a menos y empezó el tronicio de su hacienda, dejó de atender a los pobres paletos que criaban a Floriana. Pero a la niña le salió un ángel bueno, le salió una señora con solicitudes y cariño de madre verdadera. Recogida Florianita por la divina dama, esta le dio educación perfecta, instruyéndola en todo el saber del mundo, para que en su día fuese maestra de maestras, o como quien dice...


-No sigas, Graziella -exclamé yo sin poder refrenar un arrebato de entusiasmo y orgullo-. ¡Los Dioses han creado a Floriana para un fin sin fin! Es la educadora de los pueblos».



Benito Pérez Galdós

La Primera República - Capítulo XX



Este libro aporta el título de la cuarta novela de la V y última Serie de los Episodios nacionales, publicados por Galdós.





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