Tres
Pocos, muy pocos saben
en España en qué consiste la nueva Constitución: su texto farragoso, confuso,
ambiguo, desalienta a los más lúcidos. Las cosas fueron hechas de tal modo que
la votación no resultó más que la expresión masiva de apoyo que Franco
necesitaba para dar una apariencia de legitimidad a la dictadura que ejerce por
derecho divino. Él declaró una vez:
"No soy yo: es la Providencia quien gobierna España". Pero la
Providencia no proporciona suficientes credenciales políticas, por sí sola, a
los ojos de las autoridades del Mercado Común Europeo. Y España necesita
asociarse al MCE como los pulmones el aire: las declaraciones formuladas a Le
Monde por el Ministro López Rodó, a fin de año, son suficientemente claras en
este sentido, es decir, son suficientemente lastimeras. «Democratizarse»,
entrar en Europa y en el siglo veinte, significa aceptar los bikinis en la
Costa Brava y las ediciones nacionales o extranjeras de Marx, Freud, Sartre,
los Trópicos de Miller en los escaparates de las librerías y las obras de
Brecht en los escenarios de Barcelona y Madrid, pero significa también, y sobre
todo, dar al pueblo la oportunidad de expresar sus desacuerdos y sus acuerdos
con las autoridades en voz alta y no poniendo traviesamente y a escondidas el
sello de correos de Franco cabeza abajo en las cartas: significa, en fin,
reconocer el derecho de los españoles a elegir su destino.
El régimen franquista,
nacido de un golpe de Estado apoyado por la intervención extranjera, inició en
los últimos años un proceso de "democratización" y aceptó como
inevitable el aflojamiento de los ya tradicionales torniquetes de la dictadura.
Poco antes del referéndum, el gobierno recibió dos golpes duros en este
sentido: las elecciones municipales y las elecciones en los sindicatos
verticales. En las elecciones municipales, el descontento se expresó por
omisión: en ninguna ciudad de España el porcentaje de votantes llegó al 40%. En
las elecciones sindicales, se expresó por acción: al nivel de
"enlaces", o delegados de fábrica, la oposición, que venía actuando
ilegalmente a través de las Comisiones Obreras paralelas, obtuvo una victoria
resonante en los centros laborales más importantes del país. El régimen no
podía admitir la profundización de este proceso, sin poner en peligro sus bases
de sustentación. En consecuencia, se las arregló para que a nivel provincial no
se reflejara de ningún modo el resultado de las elecciones de base: dividió,
por ejemplo, el Sindicato del Metal en 27 ramas diferentes, para asegurarse una
representación provincial adicta por medio del control de los talleres pequeños:
como las autoridades son elegidas, en conjunto, por la rama obrera y la rama
patronal, no le resultó en definitiva difícil neutralizar, al menos
transitoriamente, esta desagradable resurrección de la «lucha de clases ». Del
mismo modo, se hacía intolerable para Franco que sólo el 14,70% de los
electores sufragara en Barcelona, y nada más que el 30,10 % en Madrid, como
había ocurrido en las elecciones municipales. No, el referéndum debía ser un
prodigio de buena organización; era preciso demostrar categóricamente al mundo
entero que los españoles aman a su Caudillo por sobre todas las cosas. El
fervor de los funcionarios, sumado a la eficacia de las I.B.M., se pensó,
cumplirían la faena, que se desarrollaría al influjo de una aplastante
propaganda destinada a estimular, en la memoria de los españoles, el negro
recuerdo de la guerra civil.
Así se hizo. La
despolitización sistemática llevada a cabo por el régimen a lo largo de estos
veintiocho años, facilitó las cosas. A la indiferencia de muchos jóvenes, se
agrega, en la España de hoy, la desorientación y el miedo de las generaciones
anteriores, para las cuales cualquier perspectiva de cambio parece implicar una
promesa de violencia. El "lavado de cerebros" ha rendido sus frutos
al punto de que no son pocos los españoles que creen que fue la república la
que se sublevó, malvadas hordas marxistas, contra Franco.
Sin embargo, el
frenesí resultó excesivo, y los resultados de esta mezcla de fantasía ibérica y
métodos electrónicos no son nada convincentes. La noche del plebiscito, los
locutores de la televisión leían con sus mejores caras los primeros resultados,
la cantidad de votos excediendo en un caso sí y en otro también la de
electores, la increíble masa de "transeúntes" que las máquinas contabilizaban,
indiferentes a la dimensión del disparate, en las regiones más desoladas de
España. En el primer distrito de La Coruña, por ejemplo, aparecieron 12.159
votos por si aunque sólo había 5.936 inscritos; en Móstoles, un minúsculo
pueblito cercano a Madrid, famoso porque fue el primero que se sublevó contra
Napoleón, pero prácticamente deshabitado hoy día, brotaron de la nada 740
"transeúntes", de los cuales 736 votaron por sí y cuatro en blanco;
en la casi invisible pedanía de Pozo de Cañada, en la provincia de Albacete,
aparecieron votando, sobre un total de trescientos, 209
"transeúntes": los ejemplos
podrían repetirse al infinito.
El alcalde de Gandía,
en Valencia, primer puerto naranjero de España, fue más expeditivo: resolvió
que conocía la voluntad de sus 22.000 habitantes mejor que ellos mismos y votó
él por todos: naturalmente, se pronunciaron con emocionante unanimidad por el
sí. Un corresponsal extranjero amigo mío, hizo personalmente una prueba
interesante: fue al Instituto San Isidro, en Madrid, y votó, aunque no era
español. Obtuvo el certificado correspondiente.
Franco no podía
permitir que el plebiscito del 1966 arrojara menos votos por sí que el del
1947, antecedente inmediato de "elecciones libres". Sin duda, cabe
atribuir a la torpeza entusiasta de los funcionarios subalternos del régimen el
hecho de que los "transeúntes" hayan sido tan mal distribuidos que en
algunos distritos de provincia no apareció ninguno, pero en otros, surgieron
miles. El miedo y la ignorancia hicieron el resto. No en vano se decía en
España, en los días de la votación, que las boletas en blanco no escritas por
si, había que ir a pedirlas en algunos pueblos, a los cuarteles de la guardia
civil: sin cuarto oscuro ni sobres, huérfano de toda garantía, el votante por
no quedaba expuesto a represalia: era preciso votar por sí, y proclamarlo a
voces. La consigna de la abstención, dada a conocer por los sectores
mayoritarios de la oposición, se estrelló contra los temores que el régimen,
hábilmente, difundió: no sólo el espectro de la guerra, sino también
inseguridades materiales inmediatas.
Se pegaban murales que
decían: "Madre española: tus hijos no pueden votar. Tú sí. Vota por LA
PAZ", pero también se daban a conocer amenazas oficiales y oficiosas,
noticias y rumores, según los cuales quien no votara perdería el empleo o la
jubilación o sufriría descuentos en su salario. El certificado de voto se
convirtió en un amuleto imprescindible contra "la desgracia".
"Había que votar por sí, por la paz. Porque si no, mi novio me dijo que iba
a haber una guerra como ésa del Vietnam", nos explicó la criada de una
posada de Ávila. El alcalde de Moncada Bifurcación, un pueblo a la salida de
Barcelona, dio a conocer un bando según el cual a quien no votara se le
aplicaría una ley que pena "la afrenta pública".
Dos ciegos que
encontramos en el metro de Madrid, nos dijeron que habían votado porque de otro
modo les hubieran quitado los números de lotería con los que se ganaban la
vida; un funcionario de ferrocarriles y el portero de un banco, coincidieron en
que si no hubieran votado se hubieran quedado sin el aguinaldo de Navidad. Una
viejita envuelta en trapos negros, doblada por el frío de las primeras horas de
una mañana de Burgos, nos contó por qué era importante tener a mano el
certificado de voto, mientras la ayudábamos a ascender la empinada cuesta,
cerrada de niebla, que conduce a la catedral: "Es por si vuelven las
cartillas de racionamiento", explicó. Era una amenaza que había escuchado,
sin duda, veinte años antes.
El éxito fue, en estas
condiciones, completo: hasta en el desierto del Sahara español, votó el 98 % de
los inscritos. Y no votó allí el 110 %, porque ya el régimen había agotado todo
su stock de « transeúntes » en territorio europeo.
Eduardo Galeano
El
reino de las contradicciones. España: de
la guerra civil al referéndum de 1966
Cuadernos de Ruedo
ibérico núm. 10, diciembre-enero 1967
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