Catorce
Viniendo de Altamira,
donde hace veinte mil años los hombres invocaban la caza pintando con tierra y
sangre los techos de sus cavernas, nos quedamos a pasar el día en un pueblito,
Santillana del Mar, que parece detenido hace quinientos años en la historia.
Mientras almorzábamos, un desfile de gran soirée, con modelos de una casa de
alta costura de Madrid, se deslizó elegantemente, por la pantalla del
televisor, ante nuestros ojos; a nuestras espaldas, los chicos de la casa
repetían los jingles de propaganda de los chocolates "Tulicrem". A la
caída de la noche, todo el pueblo se reunió, como de costumbre, frente al
receptor, fija la atención de cada uno de aquellos hombres rudimentarios, en
las imágenes que se sucedían, deslumbrantes, en la pantalla. Así escucharon el
discurso de Nochebuena de Franco; así el rostro bondadoso del Caudillo estuvo
presente también entre ellos. De algún modo, pienso, esto es España en la
actualidad: una contradicción permanente, varias épocas mezcladas en una sola.
Como son España, en el mismo sentido, los chicos que vimos jugando a la guerra
en un parque de Barcelona, con cascos de la U.S. Army y... corazas de Cruzados.
Televisores en
pueblitos medievales, mentalidades medievales en la televisión: el desarrollo
de los medios de comunicación en masa no suprime por sí la resistencia a los
cambios del país viejo; veintiocho años de terrorismo moral y político están presentes
en la mediocridad irredimible de los programas, consagrados sin excepción al
culto de Franco y las Buenas Costumbres; el hipócrita puritanismo obliga a
Juliette Greco a alargar muchos centímetros la pollera, a la hora de la
función, pero no impide, por cierto, que en la España que no aparece por las
pantallas, existan bases norteamericanas como las de Rota, Torrejón y Zaragoza,
en las que los españoles ponen las mujeres, y los yanquis el idioma, la moneda
y la justicia. En este país donde el Barrio Chino de Barcelona figura en las
guías de turismo, una revista puede ser confiscada y sus editores penados, si
exhiben algo más que el nacimiento de un seno en alguna fotografía -y ya es un
avance, porque antes sólo se permitía mostrar caras de mujeres. Nada puede
sorprender: el régimen prohíbe las canciones de Raimon, pero los nietos de
Franco contestan en Nochebuena un reportaje de Radio Barcelona, y dicen tan
campantes que Raimon les gusta mucho que "sería un placer para
nosotros" verlo personalmente.
No son éstas, por
cierto, las contradicciones más graves, ni las más elocuentes asincronías que
España exhibe en estos tiempos de desarrollo económico y de galanteos con el
Mercado Común.
Las playas de Marbella
y Torremolinos congregan a multimillonarios de todos los países, son lugares de
moda en cada temporada, las revistas publican coloridas fotografías de una de
las costas más hermosas del mundo, paisajes reservados por la naturaleza para
los dioses y los hombres con abultadas cuentas bancarias: turismo y
prosperidad, los dólares flotan en el aire. Pero esas playas alucinantes están
ubicadas en una de las provincias más pobres del país, Málaga, y el nivel de
vida miserable de los trabajadores de allí no ha sido alterado por el turismo.
Mientras millones de españoles carecen de un hogar decente y otros pagan por el
alquiler la mitad de su salario, la especulación inmobiliaria prospera a sus
anchas a costa del turismo Y la vivienda sufre un alza exorbitante de precios.
Sí, el país produce sus propios Dodge Dart y Renault Dauphine, pero hay a la
vez millones de minifundistas tan pobres, tan estrangulados por los
intermediarios, tan condenados a los caprichos de la tierra y el cielo, que no
puedan pagar ni impuestos. En el campo español, cinco millones de familias son
propietarias de menos de una hectárea de tierra, a la que ni siquiera pueden
arrancar los frutos necesarios para su subsistencia: muchas abandonan ese
océano de pobreza y huyen a los islotes de prosperidad, los centros
industriales, las ciudades: allí, cien familias controlan el ochenta por ciento
del capital total de las sociedades anónimas: allí, los obreros andaluces
legendariamente haraganes, trabajan doce horas por día y pagan a los
prestamistas de mano de obra más de la mitad de lo que ganan: Yo ví a los
"gestores" alquilar hombres en la Plaza Urquinaona de Barcelona. El
salario mínimo actual de un obrero español, cubre menos de la mitad del costo
de la vida que el régimen reconoce en sus cifras oficiales. Es preciso trabajar
doce horas, catorce, acceder a los privilegios que la naciente "sociedad
de Consumo" otorga a sus esclavos para que los compren y los exhiban pero
no tengan tiempo de usarlos -ya se trate de un televisor o una heladera o un
gadget para el baño o la cocina. En los dos primeros años del Plan de
Desarrollo, el ingreso nacional crece un 15,6 %, es la manteca al techo, el
auge económico, el "neocapitalismo español". Pero en esos mismos dos
años, disminuye la participación de los salarios en el ingreso nacional, lo que
no impide al marqués de Deleitosa afirmar que "el más grave defecto de la
empresa española es que no produce bastantes beneficios". José María Aguirre
Gonzalo, que integra los directorios de treinta y dos sociedades anónimas,
escribe que, para un gran impulso a la economía española, "creo que hay
que crear millonarios".
Eduardo Galeano
El
reino de las contradicciones. España: de
la guerra civil al referéndum de 1966
Cuadernos de Ruedo
ibérico núm. 10, diciembre-enero 1967
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