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2594. Proclamación de la II República en León




El recuerdo es un espejo estrafalario que no siempre devuelve la imagen que se le pone delante con la debida corrección. O a lo peor la figura que se nos da su que nos sometemos al análisis azogado del cristal al que nos miramos, no es, ni mucho menos aquella que nos imaginamos, que quisiéramos que nos sirviera para andar por el mundo. Con la imagen suele suceder lo que con la propia voz, que nos resulta desconocida, como salida de otro pozo que el que alimentamos con nuestras aguas estancadas.

De modo que el ejercicio de reconstruir aquel día glorioso (según todas las señales emitidas por los sismógrafos políticos del país) en el cual el pueblo de León se echó a la calle para celebrar o concelebrar la proclamación de la República, puede resultar bastante distinto del que durante su transcurso disfrutábamos. El año 1931 se nos aparecía tan cargado de anuncios, de premoniciones, de augurios, que cuando se nos anunció que España, como el gato de Ossorio y Gallardo, había dejado de ser monárquica para convertirse en República («De trabajadores de todas clases» se apostilló en la Constitución, echando la fantasía a volar), nos sentimos obligados a testimoniar nuestra personal e intransferible adhesión, pienso hoy que no porque tuviéramos una fe de carboneros en la nueva institución, sino porque, seguíamos imaginando, lo importante que es que algo se mueva. Aunque fuera para dejar las cosas como estaban, o peor si cabe.

Porque es que solamente si se producía una convulsión profunda en la vida pública nos podía ser permitido a los ciudadanos de tercera soñar en un ascenso en la escala social.

Nadie sabe quien pudo ser el que convocara a la ciudadanía, pero el hecho fue que a la caída de la tarde del día 14 o 15 de Abril cuando ya habían traspasado las fronteras provinciales algunas de las actitudes de comunidades fronterizas, como Castilla o Galicia, o también cuando algunos poblados de nuestra propia geografía parecían indicarnos el camino, tales Valderas o Sahagún, tan henchidas de fervor republicano, pronunciándose por la República en gestación, el caso fue, digo que, sin que nadie supiera ni quien convocaba, ni quien empujaba, ni por supuesto cual pudiera ser el resultado de la reunión masiva, allí, en la Plaza del Ayuntamiento, al pie de la Casa de la Poridad, que también se decía, nos encontramos todos: los plebeyos y los señores, los doctos y los ignorantes, los ricos y los pobres, los clérigos y los seglares, y ya en un plano de absoluta unanimidad, hasta los militares y los paisanos. Exactamente como si hubieran sonado las trompetas del Juicio y la plaza adoquinada de San Marcelo, se hubiera convertido en el Valle de Josafat. Y allí, naturalmente, estaban los representantes de los Partidos supuestamente congregantes: el Partido Republicano Socialista, y el Partido Socialista a secas; el Partido de Izquierda Republicana y el Partido de Defensa de la República; los grupos sindicales de las distintas ramas ensambladas en la Federación Local y hasta los agrícolas de las agrupaciones Cooperativas,... Todos, absolutamente todos, convencidos de que a España le había llegado el momento de la regeneración y que si perdíamos esta oportunidad, habríamos sellado nuestro suicidio como nación progresista. Porque todos creían en la República; hasta los monárquicos de toda la vida.

La verdad es que así que la Plaza se llenó de personal bullente, gritador y jaranero, aquello tomó un cierto tono de romería, en la que solamente faltaban los chiringuitos, las casetas para la venta de morcilla, chorizos entrecallados y vino de la tierra, como en la romera famosa de la Virgen del Camino, por las fiestas de San Froilán, obispo. Se gritaban proclamas, se voceaban títulos, se nominaban cargos, se recordaban cantares y textos hímnicos. Y en el balcón principal de la Casa asomaban su rostro, primero tímidamente pero con absoluto descaro a medida que transcurría el acto, algunos de los más significados adictos, sin duda proponiéndose para la ocupación de escaños, de estrados y de cargos relevantes.

Y lo verdaderamente curioso, ya que no milagroso, era comprobar cómo la plaza se cubría de banderas republicanas, de gorros frigios, de telones con la hoz y con el martillo, de negras y rojas enseñas de la Confederación Nacional del Trabajo y de la Federación Anarquista Ibérica. ¿De dónde habían salido? ¿Quién las había preparado con tantísima oportunidad? Nadie lo preguntaba. Y como suele suceder cuando se produce el prodigio, nadie mostraba extrañeza, como si aquel flamear de oriflamas revolucionadas resultara en plena monarquía la cosa más natural.

Con el cancionero, la muchedumbre se hacía un pequeño lío.

Porque la verdad era que nadie se sabía las letras de los cánticos levantiscos, ni por supuesto la letra del llamado himno Nacional. «La Marsellesa», «El himno de Riego» y la «Internacional» formaban el repertorio más atacado por la masa coral, pero al desconocer letra y música de los mismos, lo que se escuchaba en la plaza era un gran rumor, un feroz murmullo, como el de un mar enfurecido. Y los más preparados para el evento, ponían letras a músicas que de algo les sonaban. El himno de Riego, se empavonaba con la letra subversiva de los radicales:

Si los frailes y curas supieran
la paliza que van a llevar subirían
al coro cantando
libertad, libertad, libertad...

Socialistas e internacionalistas ácratas competían en la interpretación de la Internacional, aunque solamente alguno sobrepasaba el conocimiento mínimo:

Arriba los pobres del mundo
en pie los esclavos sin pan...


Victoriano Crémer
Ante el espejo
Fundación Saber.es - Biblioteca Digital Leonesa





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