Señores diputados: sobre lo que
me ocurrió decir al Parlamento hace dos semanas ha caído una lluvia de
discursos, fértil como suelen ser las lluvias; pero que ha tenido el
inconveniente de obligarme a hacer una rectificación; mas hubiera sido excesiva
torpeza no demorar ésta, contribuyendo así a que continuase el proceso anómalo
de esta discusión, en que se empleaban a lo mejor sesiones enteras discutiendo
discursos como el mío, emanados de los grupos menores de la Cámara, cuando aún
ignorábamos todos el parecer del Gobierno sobre el tema que discutimos. Debate
tal no podía tener ninguna corporeidad; cuanto nosotros opinásemos y cuanto
nuestros opositores contraopinasen podía aspirar cuando más, a ser una lucida
anécdota, pero no a hacer avanzar un paso esta discusión. Era, pues, menester
aligerarla, acelerarla, a fin de que pronto divisásemos la otra orilla, como
por fin lo hemos hecho el viernes pasado al escuchar la palabra excelente del
señor presidente del Consejo. Lo demás era conversación de Puerta de Tierra.
Al contestar a mis adversarios quisiera ser muy breve. Mas debe
recordar la cámara que han sido muchos los discursos dedicados a desvirtuar,
machacar y porfirizar mis razonamientos, y que, por tanto, no puedo contraerme,
como quisiera, a unos minutos solos en esta rectificación. Ante todo, tengo que
poner aparte y separado de todo lo demás, un ataque que no se ha dirigido a las
opiniones expuestas por mí, sino que, perforando éstas, ha venido a prenderse
en mi persona, aunque no sólo en mi persona. Me refiero a un ataque personal
que, insinuado ya en el discurso del señor Xiráu, repercutido en la
oración del señor Franchy, ha sido lanzado por el señor Hurtado tan a fondo y
con tal amplitud, que vino a ocupar casi la mitad de su intervención. Yo
espero, no obstante, en cuatro o seis minutos, afrontar esta embestida.
¡Curiosa actitud la del señor Hurtado! Había yo puesto toda mi
alma y mis sentidos en el esfuerzo de presentar el problema catalán, no sólo
peraltado sobre toda incidencia personal, sino libertándolo de todos aquellos
detalles transitorios y enturbiadores que trae siempre la actualidad,
presentándolo en su aspecto más puro y respetable, dignificado por la
perspectiva y resonancia de una historia entera, de un destino multisecular. Había
yo renunciado radicalmente a cuanto pudiera parecer fácil tergiversación y
halago a cualquier pasión anticatalana y había podido hablar, durante hora y
media, sin que una sola de mis palabras hubiese podido herir la epidermis más
sensible de un catalán, hablando de su historia desde el fondo de ella misma;
porque cuando pase esta lucha aguda de ahora, bien puedo asegurar –cierto estoy
de ello- que una generación de jóvenes catalanes coincidirá al sentir y
escribir su historia, con lo que yo insinué rápidamente en mis palabras. Y a
todo esto respondió el señor Hurtado con un ataque personal, con una serie de
argumentos ad hominem, de argumentos sobre el hombre; peor aún, porque tal vez
por no encontrar argumentos sobre el hombre, fue más allá de él a buscarlos en
la familia del hombre y, un poco hiena, se puso a escarbar en las tumbas. Y
todo para someter a análisis mi sangre, y no sólo la mía, sino la de otros
compañeros a los cuales no tengo por qué defender yo, e insinuar a la Cámara
que sus ingredientes ancestrales hacían que la inexorable química de que nacen
mis opiniones tuviera que ser fatalmente monárquica.
Señores, aunque yo no he aspirado nunca precisamente a poner los
puntos al Cid, no me asustan los ataques personales. Llevo un cuarto de siglo
en puro e incesante combate público, de cariz tal, por el modo de mis
opiniones, que he recibido constantemente golpes de un lado y del otro, de
suerte que no es fácil haya en mi persona cuadrante alguno que no presente
callo. No me preocupa, pues, lo que el señor Hurtado haya dicho, ni que el
señor Hurtado lo haya dicho: lo que me preocupa es otra cosa, porque eso dicho
por él, lo que hubiera podido traer consigo a lo sumo es que, oyéndole,
automáticamente se incorporase en mi mente yo no sé si un vago recuerdo o pura
fantasía involuntaria de una fecha poco anterior al 15 de diciembre de 1930 y
poco posterior a los días en que yo había publicado ciertos artículos en
El Sol, que dieron algo que hablar; y en esa fecha una figura muy parecida a la
del señor Hurtado, que viene a convencerme de que lo hecho por mí era una
insensatez, que la República no vendría nunca a España y que lo que debíamos
haber hecho, y hacer aún, era intentar un nuevo ensayo con la monarquía.
(Grandes y prolongados rumores.)
Pero, repito, que esto no tiene importancia. Sea recuerdo vago o
pura fantasía mía, no tiene importancia ni para mí ni para el señor Hurtado.
Pero sí la tiene, no para la historia de España, ni para la República, sino
para mi persona, la actitud que, mientras aquello se decía, adoptaba la Cámara;
porque mientras el señor Hurtado echaba fuera de su pecho aquellos ataques
personales, una gran parte de la Cámara aplaudía o mostraba, al menos,
subrayada complacencia, y el resto, salvo muy pocos, no hacía alarde alguno de
displicencia. Bien entendido que tampoco esto me ofende ni me irrita. Se trata
de una cosa mucho más sencilla, clara, precisable, casi estoy por decir que de
una simple operación de aritmética elemental. Porque yo me he presentado ante
mis conciudadanos, y muy especialmente ante mis compañeros de Parlamento, como
un hombre que duda mucho de que su intervención política pueda ser útil, porque
me faltan para ello casi todas las condiciones, desde las físicas hasta otras
más trascendentes y, por tanto, desde el día en que presenté mi candidatura de
diputado –presentación que fue entonces un claro deber- es para mí una
constante congoja de conciencia decidir si no podía yo con mayor certidumbre
servir a mi país fuera o dentro de él en otras materias. Pero, claro, si yo
tengo que defenderme de acusaciones de monarquismo, como tuvo el otro día que
defenderse el señor Sánchez Román en párrafos de tonante irritación... ¡Ah!, el
señor Sánchez Román es más joven que yo y tiene muchos más arrestos; pero yo no
puedo defenderme, porque es evidente que si ahora o en cualquier otra ocasión,
que lo mismo que ahora se pudiera presentar, tuviese que gastar esas pocas
energías de que hago ostentación únicamente en ponerme a nivel de
republicanismo, en ser admitido en el coro republicano, en suma, en hacer
oposiciones a una republicana vacante, entonces es bien claro que mi
intervención no puede sobrenadar en utilidad para mi país, y esa actitud de la
Cámara aclara, en principio, mi situación interior. Conste, pues, que no se
trata de una queja, ni mucho menos pretendo lo más mínimo rozar el albedrío de
la Cámara que, en uso de su perfecto y libérrimo derecho, se comportó como lo
hizo; pero a lo que no tendrá tanto derecho es a mostrar extrañeza o sorpresa
ante eventuales resoluciones que, con respecto a mi propia y modestísima
actuación, pueda yo adoptar en vista de ello. Y quede así concluso el asunto
separado por un compartimiento estanco de todo lo demás. (Rumores.)
Y eso demás, de que tengo que hablar, no tiene ya carácter
personal y se referirá, primeramente, a las argumentaciones que se han hecho
contra mis opiniones o contra el dictamen de nuestro grupo, y luego, más
brevemente, a lo que importa más: a la posición dibujada por el presidente del
Consejo de Ministros; a su posición, no a sus doctrinas históricas,
interesantes como no podía menos, viniendo de quien vienen, pero que me parecen
demasiado discutibles y, por lo mismo, no conviene enzarzarlas en este debate,
so pena de no acabar nunca.
Y he aquí, que quiéralo o no, para contestar a mis adversarios me
veo obligado a hablar, una vez más, sobre el tema «soberanía», porque no puedo
admitir que quede lastrado el Diario de Sesiones con las ideas sorprendentes,
que se han opuesto a las mías, sin procurar dejar en él alguna compensación;
pero no me importa hacer notar, ante todo, el hecho de que cuanto yo hablé de
soberanía viene a desalojar en ese Diario cinco o seis líneas nada más y, sin
embargo, esas líneas, pobres y pocas, han tenido la virtud de prolificar
dilatadas disertaciones doctrinales sobre el tema.
Hablemos, pues, un poco de soberanía; pero advierto que entro en
el tema con gran temor, porque, como en tantas otras, en materia de Derecho mi
ignorancia es tal, que no es fácil hallarle las riberas; mas se trata de
cuestión de tal modo elemental, que es ilícito no poseer idea clara sobre ella
desde que se entra por esa puerta. Tomemos, por tanto, el problema de soberanía
en la forma más clara, más concreta en que frecuentemente se suele presentar;
esto es, cuando se habla del Poder soberano.
¿Qué se dice de un Poder cuando se le añade el atributo de
soberano? Parece imposible que sobre el particular quepa duda alguna, porque la
palabra soberanía presenta de sobra a la intemperie su musculatura etimológica
y va, por decirlo así, gritando su significación. Ha de advertirse, ante todo,
que cuando de un Poder se dice que es soberano, no se dice ni indica nada,
rigurosamente nada, sobre si ese Poder puede mandar muchas o pocas cosas; no se
dice nada sobre la extensión de ese Poder, sobre si es absoluto o no es
absoluto, sobre si tiene límites o no los tiene. Se dice exclusivamente que un
Poder es soberano cuando es el Poder supremo y fundamental del cual emanan
todos los demás y que, por ser el primero, no nace a su vez de otro Poder
anterior y previo, sino que nace de sí mismo, que es autógeno. Y si
imaginásemos un Poder público, un Estado que pudiese mandar poquísimas cosas,
no obstante, en ese Poder público tendría que haber Poder soberano del cual
emanasen, en última competencia, esos poquísimos mandatos.
La idea de soberanía no alude, pues, para nada a la extensión
mayor o menor del Poder, sino que significa exclusivamente el rango, primero o
último, según queráis contar: en resolución, el rango supremo que a un Poder
corresponde y la condición que éste tiene de nacer de sí mismo y no de otro.
Esto es lo que, a vueltas de unas y otras confusiones, más teóricas que reales,
ha significado soberanía siempre, invariablemente, a través de todos los
cambios de ideas políticas; bien entendido, desde que existe noción de Poder
público, de Estado, cosa que, como es sabido, no acontece en Europa sino hasta
muy avanzada la Edad Media.
Lo que sí ha variado y mucho, a lo largo de los siglos, han sido,
entre otras cosas, las respuestas a estas preguntas taxativas. ¿Quién es el
soberano? ¿A quién corresponde ese atributo de soberanía? ¿Quién es el que con
justo título tiene y ejerce ese Poder supremo? En la Edad Media y en los siglos
XVI y XVII se daba esta respuesta: «El soberano auténtico es Dios, origen y
fuente de todo y, por lo tanto, origen y fuente de todo Poder.» Dios unge,
directamente o valiéndose, como intermediario, de la elección popular, a un
hombre con la soberanía. Esa soberanía de origen divino es la del rey, y ésta
es la soberanía por la gracia de Dios. Pero toda la edad contemporánea ha dado
otra respuesta y ha dicho: el soberano, el que en última instancia manda, es el
mismo que tiene que obedecer y, por tanto, el pueblo; y esto es lo que se ha
llamado democracia. Pero ni al decir que el soberano es el rey por la gracia de
Dios, ni al decir que el soberano es el pueblo, se alude ni insinúa nada sobre
si ese Poder es más o menos extenso, tiene o no límite; porque ésta es una
cuestión completamente distinta, ésta es una pregunta nueva, que suena así; sea
quien fuere el soberano, ejerza quien ejerciera el Poder público supremo,
¿tiene o no límites? ¿Puede mandar todo lo que quiera, o ese Poder es limitado
y, en tal caso, cuáles son sus límites? Y a estas preguntas se han dado también
dos respuestas principales: una que dice: «El Poder público no tiene límites,
pero no porque sea soberano, sino porque es Poder público, porque es Estado.»
Por tanto, sea cualquiera su origen, el real o el popular, ese Estado es en
esta opinión, que es la absolutista, un Poder sin límites. Pero en el siglo
XVII los ingleses, y en la edad contemporánea todo el continente,
dieron esta ilustre respuesta: «No; el Poder público tiene sus límites y
lo primero que ha de hacer el Estado al constituirse es reconocer esos
límites, que son los derechos individuales.» Y esto es lo que se llamó, con un
vocablo español, liberalismo.
De suerte, pues, que absolutismo y liberalismo son dos respuestas
antagónicas a la misma pregunta sobre los límites del Poder; pero ni la una ni
la otra tienen nada que ver con la pregunta de quién manda, que es la única que
afecta a la soberanía.
Necesitaba yo decir esto, aun cuando haya sido un poco prolijo,
porque, aunque me pareciera inconcebible, yo he oído con mis propios oídos
decir al señor Franchy, textualmente, lo siguiente: «Hay de la soberanía una
idea tradicional, que el señor Ortega y Gasset expuso aquí días pasados en
estos términos: Soberanía es la facultad de las últimas decisiones, el poder de
crear y anular todos los otros Poderes, cualesquiera que sean ellos.»
Y prosigue después de esta cita el señor Franchy:
«Salta a la vista que esta concepción de la soberanía es una
fórmula del más puro absolutismo. ¿Se concibe, en efecto, un poder supremo,
creador y anulador de todos los demás poderes, como no sea en las monarquías
absolutas, donde la soberanía se confunde con el soberanismo y en éste reside
todo principio de poder y de él emana toda facultad de mando?»
Sí, señor Franchy, se concibe perfectamente. No lo dude su
señoría. Más aún, ese Poder soberano, de extensión ilimitada, es característico
de la pura democracia, de la democracia que no es sino democracia y que por ser
sólo democracia es antiliberal; ese Poder soberano ilimitado ha sido siempre lo
constituyente de la pura democracia –que no es la nuestra: la nuestra es
liberal-, lo mismo en tiempo de Pericles que del actual comunismo. En cambio,
señor Franchy, lo que no se concibe –forzoso es decirlo, porque nos importa a
todos que en las Cortes republicanas se viva constantemente en la atmósfera, en
el elemento de la verdad- es ese Poder ilimitado en las monarquías de Europa;
porque el absolutismo monárquico, en el sentido vulgar del término (por fortuna
algo profundo de nuestro ser indica esto), no ha existido nunca como situación
estable y formalizada en las regiones occidentales.
Y no digo más sobre este punto al señor Franchy, porque conociendo
la ejemplaridad de su vida, la respeto hondamente y no estoy dispuesto a tratar
al señor Franchy como el señor Franchy me ha tratado a mí. (Rumores.)
De esta manera vemos que es la soberanía la facultad de las
supremas decisiones, el poder que crea y anula todos los demás poderes. Vemos
también que dentro de nuestras propias convicciones democráticas esa facultad
reside en la voluntad colectiva del pueblo. Esa voluntad colectiva del pueblo
es, pues, quien en todo instante crea y recrea el Estado, el cual no es sino la
organización de los poderes. Lo crea y recrea en todo instante, porque si un
Estado existe y perdura es porque esa voluntad colectiva le está nutriendo y
sosteniendo día por día; en suma, que le está incesantemente recreando con su
adhesión.
Esa voluntad colectiva es precisamente la soberanía y es, por
tanto, algo preestatal y prejurídico, es la raíz subterránea, la energía
profunda y histórica –ya veréis después por qué digo esto-, la energía profunda
histórica de que vive todo Estado y toda ley, porque ella lo lleva, lo alimenta
y lo dirige constantemente.
En este punto no creo que haya discrepancia ninguna entre
unitarios y federales, pero tras ello surge la cuestión que nos distancia, y
esta cuestión que tras ello surge, no es, como seguramente se dirá de todo lo
demás, que antes he expresado, no es mera lucubración, ni teoría, sino que es
la sustancia misma política del enorme problema político que, queramos o no,
tenemos hoy delante y en que estamos sumergidos. Porque decimos en nuestro
caso: la soberanía es la voluntad colectiva española. Bien; pero ¿cuál es esa
colectividad ¿ ¿Es el conjunto indiviso y compacto de todos los españoles,
desde Finisterre hasta Málaga, desde la Maladetta hasta Calpe, desde Port Bou
hasta Palos de Moguer? En efecto, ese conjunto, esa enorme masa enteriza y
sólida para adoptar todas las resoluciones esenciales, en que históricamente se
sienten juntos, resueltos a tener un destino común, favorable o adverso,
alborozado o trágico, pero sin reservas, sin condiciones, es lo que la inmensa
mayoría del pueblo español entiende, cuando sencillamente dice: «Nosotros los
españoles.» (Muy bien.)
Esa es la soberanía unitaria, esa es la unidad de raíz histórica,
la solidaridad absoluta (aquí sí que viene bien la palabra), la solidaridad
absoluta de los españoles ante la vida y sus vicisitudes.
Pero esta voluntad compacta, unitaria, en que se toman las
resoluciones esenciales, puede muy bien imaginarse que se divide y se quiebra
en trozos y queda disociada en innumerables y pequeñas colectividades,
cada una de las cuales resuelve por sí, aparte, independiente e
insolidariamente. Este es el deseo del federalismo: que en vez de una raíz sola
y total haya muchas raíces pequeñas, independientes, de las cuales la unidad
nacional surge por un pacto subsecuente. Es decir, que la unidad nacional se
forma por las ramas y no por la raíz. Frente a aquella unidad nacional,
incondicionada y previa, los federales nos proponen una unidad nacional
condicionada, contractual, paccionada, secundaria y por lo mismo problemática.
Hay perfectamente derecho, hay estricta licitud a preferir esta última y
proclamarse federal; pero aquí no se trata de si el señor Franchy o el señor
Valle tienen ideas federales, ni de si yo tengo ideas unitarias; eso no
interesa tal vez ni siquiera a nuestras respectivas familias. Lo que importa
aquí, lo que constituye la última y decisiva sustancia del problema político
que debatimos, aunque haya tanto empeño en difuminar su expresión auténtica, es
averiguar si la inmensa mayoría del pueblo español sigue resuelta a ser esa
voluntad unitaria, a convivir en soberanía indivisa con aquellos con quienes ha
convivido hasta aquí, a resolver junto con ellos, con todos ellos, sus
problemas esenciales, y si, por querer eso, no admite oscuridad, confusión y
equívoco alguno en cuanto afecte o, aun de lejos, amenace a la unidad de esa
soberanía. Esa es la posición. (Muy bien, muy bien.)
Y nosotros pensamos que eso es lo que acontece: que el pueblo
español, en sus nueve décimas partes, no nosotros que no somos nada, no el
señor Maura, ni el señor Sánchez Román, ni mucho menos yo y los otros que
coinciden con nuestro sentido, piensa así, y lo que es menester es que
vosotros, libérrimamente, aforéis qué cantidad, qué cuantía de españoles piensa
de este modo. Eso es lo importante y lo que tenéis que determinar dentro de
vosotros mismos. (Muy bien, muy bien. Aplausos.)
Y lo inconcebible es que, aprovechando distracciones de la Cámara,
como de contrabando, se haya podido dar a entender aquí, según lo hizo el señor
Hurtado, como si esa inmensa mayoría del pueblo español, representado en su
Estado, quisiera mandar sobre los catalanes, cuando lo que quiere, con profundo
y fraternal querer, es mandar con los catalanes, es que permanezca intacta esa
fusión de raíz, es el seguir siendo una unidad profunda de destino histórico
con ellos. Si se hubiera planteado la cuestión en forma tal que no existiese en
este punto equívoco alguno, veríais qué poca discusión habría nacido y cómo el
forcejeo hubiera sido nulo. Por eso yo os proponía que la planteaseis, no en
términos de soberanía, sino en estrictos y puros términos de autonomía.
Porque, ¿cómo no va a pensar inquietamente esa incontrastable
mayoría del pueblo español, si tras el dictamen de la Comisión, donde existen
algunos artículos por lo menos amenazadores de esa unidad de soberanía, oye que
el señor Hurtado se entrega a juegos de palabras, hablando de un extraño pacto
entre la región autónoma y el Estado, pacto que, aparte la cuestión principal y
como algunas de las otras cosas que el señor Hurtado dijo, parece completamente
incomprensible? Porque el señor Hurtado dijo estas palabras: «Nosotros hablamos
de un pacto entre la región autónoma y el Estado, dos organismos de Derecho,
dos personalidades jurídicas, que pueden y que deben pactar y que, según la
Constitución, son las que realmente pueden y deben pactar.»
Señores, repito que yo no sé una palabra de Derecho; pero sé,
cuando llega la hora, quedarme atónito. (Risas.) Porque, señores, el Estado de
que habla nuestra Constitución se compone de muchos organismos, entre ellos las
regiones autónomas, las provincias y los municipios; y ahora resulta que la
región autónoma, que es el Estado mismo en una de sus partes, que es una
institución del Estado, bien que en la jerarquía de las instituciones de un
orden segundo, se pone a pactar con el Estado, es decir, consigo misma, puesto
que ella no es sino un elemento del Estado. Yo creía que para que dos pudieran
pactar era menester por lo menos que fuesen dos y además que preexistiesen al
pacto, y la región no existe antes de ser engendrada por el Estado; el Estado,
al engendrarse, engendra las regiones autónomas. Lo que pasa es que nuestra
Constitución, padeciendo a mi juicio un error, pero, en fin, siendo lo que hoy
rige y lo que tenemos que acatar, nuestra Constitución, en vez de obligar a que
se creen desde luego y fulminantemente las regiones, deja a las provincias
franquía para acogerse a esta permisión que ella da de formarlas. ¿Y porque no
obliga, y Cataluña y Andalucía son libres de constituirse o no en región
autónoma, se llama al uso de esa opción legal un pacto? Esto es cosa que yo no
entiendo; cómo se pueda llamar tal cosa un pacto. Yo creía que ya los antiguos
juristas distinguían de la ley obligatoria la que ellos llamaban lex permisiva,
en que se da a los ciudadanos la libertad de acogerse o no a ella; y a este acogerse
a una ley y ejercitar una norma es a lo que el señor Hurtado llama pacto como
podía haberle llamado rapsodia húngara. (Risas.) No, señores, no es concebible
un pacto entre la región autónoma y el Estado. Es el libre acogimiento a una
ley del Estado.
Pero nada de esto que digo ahora ni mucho menos lo que dije en el
discurso a que me ha contestado permite que nadie nos presente a mí, ni a los
que han coincidido con nuestro sentido más estrecho y próximo, como enemigos de
las aspiraciones catalanas. Dejando a los demás señores para que lleven su
camino por sus propios pies y su propia voluntad, que en los dos a que me
refiero es magnífica, yo no voy sino a referirme a mí. ¿Se me puede presentar
como un enemigo de las aspiraciones catalanas? Porque da la casualidad de que
si se exceptúa a algunos diputados republicanos, al señor Osorio, no presente,
y tal vez algún hueco, que dejo para que lo llene alguien en quien ahora no
reparo, nadie hay en esta Cámara que desde más antiguo y con más intensidad
haya estado defendiendo desde Madrid esas aspiraciones catalanas; y yo he
escrito, he combatido, he publicado páginas y hasta un librete, que por cierto
me excusa de lo que para mí sería un placer, de hablar y debatir con el señor
presidente del Consejo sobre sus interpretaciones históricas, porque ese libro
está dedicado principalmente a interpretar la historia de España en función del
problema catalán, para aclarar las cabezas de los demás españoles con respecto
a ese problema y hacer, en su hora, posible la solución; y ese libro ha rodado
bastante por el mundo, pero por lo visto lo han olvidado los catalanes. La cosa
no es extraña ni es nueva: la ingratitud tiene una historia tan larga como la
historia misma. (Muy bien.)
No tolero, pues, que ni a mí ni a nadie se nos presente como
enemigos de las aspiraciones catalanas, porque discutimos sobre el Estatuto
catalán; pues acontece que, salvo algún pequeño rincón de la Cámara, en
realidad aquí nadie ha discutido el Estatuto, sino que ha discutido sobre el
Estatuto, tal o cual artículo del Estatuto. Pero lo que no vale es, ante este
modo de colaborar, que es discutir, lanzar una razón tan difícilmente digerible
como una que emitió el señor Hurtado en su discurso cuando decía: «Yo veo que
aquí se levanta un señor y dice: Yo soy muy autonomista, pero tal función creo
que no debe ser entregada a la región autónoma; y otro señor que se levanta, y
añade: Yo también soy muy autonomista, pero tal otra función no debe ser
delegada a la región»; y así, sumando las funciones que cada una de estas
personas que intervienen iban restando al Estatuto, presenta el señor Hurtado
un Estatuto vacío de funciones. Y ésta es una razón que cree el señor Hurtado
que la Cámara puede haber oído, no diré con complacencia, sino con plena tranquilidad
interior, cuando es una razón inferior que, para dicha así, implicaría una idea
de las tragaderas de la Cámara, como si ésta pudiese ingurgitar todo
lo que se le echa, lo mismo el primor que lo inane. ¡Ah, no! ¡Naturalmente!
Cada uno de los que aquí hemos hablado tal vez hayamos discutido una u otra
función de las que implica el Estatuto; pero el señor Hurtado, en vez de haber
sumado lo que cada uno de éstos que han hablado resta a lo que el otro restaba,
ha debido haber presentado lo que cada uno de nosotros creemos que debe, en
efecto, llevar Cataluña en su nuevo Estatuto y en su nueva vida.
Pero hay algo más todavía. Cualquiera creería que discutir la
autonomía –y éste era el fundamento de lo que el señor Hurtado nos proponía
pensar- implicaba no ser autonomista. Pues bien; yo quisiera que imaginásemos
de pronto al señor Hurtado exento de toda hostilidad, de toda discrepancia por
nuestra parte, sin que nadie le discutiese, solo, mano a mano, con el concepto
abstracto y genérico de autonomía, a ver cómo de ese concepto abstracto y
genérico podía él fabricar una figura concreta de autonomía sin discutir el
señor Hurtado consigo mismo. Porque se encontraría con una cantidad ilimitada
de funciones empíricamente reunidas, entre las cuales tendría que elegir para
construir el perfil de una auténtica, plena, concreta autonomía. (Muy bien.)
No. Hay que discutir, porque sólo con la discusión puede
intentarse una sincera coincidencia. El señor Presidente del Consejo mostraba
el otro día su deseo de que ésta fuera amplísima, casi total en la Cámara. Por
eso insisto en que deben expresar claro su pensamiento todos los partidos de
ella, siempre que esta indicación mía no sea atribuida a habilidad
parlamentaria, lo cual, aparte otros motivos, que espero no se me escatimen, es
poco verosímil, porque mi andar por el área parlamentaria es tan tímido y tan
torpe que bueno fuera que encima me diese yo el lujo de meterme en habilidades
y malabarismos seudopolíticos. No; mi deseo está inspirado por la altitud del
asunto y por el bien futuro de esos partidos. Me importa que conste
especialmente esto último.
La cosa me parece tan evidente que no solamente creo que es
necesaria una amplísima coincidencia parlamentaria sino algo más. Es preciso
que el Parlamento, antes de resolver, averigüe muy precisamente cuál es el modo
de sentir del pueblo español, porque se trata de un asunto hipernacional si los
hay, porque es una operación que penetra muy hondo en la entraña misma y en el
subsuelo nacional. Es menester que estemos ciertos de si el sentir del pueblo
español está suficientemente maduro para la faena y es preciso que la
solución coincida con la ecuación exacta que consientan, de un lado el deseo de
Cataluña y de otro el grado de madurez de aquel sentir nacional. Si lo hacéis
así, habréis hecho una gran obra; pero si no, sería funesto y sería ilusorio
creer que se había resuelto el problema; antes bien, significaría no más que
comenzar de nuevo angustias para España y, sobre esto, sería algo sumamente
peligroso para el régimen. Y no vale salir al paso de esto que digo con vanos
aspavientos, que son tan inútiles como insinceros.
Después de año y medio de vida republicana, conviene que hagamos
balance sobre la situación moral del país con respecto al régimen. Yo lo vengo
haciendo públicamente una y otra vez desde su advenimiento. Lo he hecho una y
otra vez con insinuante cordialidad siempre, pero en tono progresivamente
elevado, porque creo que lo requiere así la realidad y pienso que, casi desde
el principio, la política republicana cometió un tremendo error, que es éste:
hay una enorme masa de españoles que votaron la República, sin condiciones; por
tanto que la votaron por ella misma y sin más, porque en el camino de su
experiencia de la vida pública habían llegado al punto de pensar que sólo un
cambio de régimen podría mejorar radicalmente la existencia nacional. Yo no voy
a ser quien decida, sino vosotros quienes, por vuestra propia cuenta, íntima y
pura, calibréis cuál es la cantidad y la calidad de esos españoles que han
votado a la República sin condiciones. Pero he de decir que en el conjunto de
la gobernación, en vez de haberse preocupado, desde luego y por lo pronto, casi
exclusivamente de constituir esa República incondicionada, lo que se ha venido
haciendo más bien, en muchos casos, ha sido arrojar pedazos de aquel entusiasmo
colectivo, que trajo el régimen, a los grupos que habían puesto condiciones, y
no voy ahora a enumerar cuáles pueden ser ellos, porque yo no vengo (Muy bien,
aplausos.), porque yo no vengo a poner rencillas, sino todo lo contrario.
Se ha hecho una gobernación, en gran porción, particularista, para
grupos particularistas territoriales o de otro género; no se ha hecho todavía a
fondo, y puede y debe hacerse desde ahora, una gran política republicana
nacional. (Muy bien.) Y por eso yo pedía en mi discurso que se aprovechase este
tema enorme del Estatuto catalán para que el Parlamento regenerase su contacto
con la opinión total del país. (Muy bien.) Y me ha complacido, oyendo al
presidente del Consejo de Ministros, creer entrever –no sé si será ilusión
óptica- los deseos del Gobierno de mostrar una gran flexibilidad en sus
posiciones con respecto al problema del Estatuto.
Me complace vivamente, porque esto puede llevar a facilidades de
acuerdo, a ese asenso, no sólo parlamentario, sino nacional, que tenemos que
buscar para refundir, si fuese preciso, el Parlamento con la íntegra opinión
del país; porque constantemente, como es perfectamente natural, como pasa en
todas partes y en todo momento de la política, las instituciones del Estado,
especialmente el Parlamento, unas veces adhieren más, otras, sin darse cuenta,
se remueven y alejan en incoincidencia con la total opinión del país. Es, pues,
preciso que venga este acuerdo. En no pocos extremos de la ponencia concreta
que dibujaba el discurso del presidente del Consejo de Ministros habéis visto
una coincidencia con nuestro voto particular; pero hay tres puntos, sobre todo,
en los cuales yo creo que el Gobierno tiene que ejercitar ese máximum de flexibilidad,
no porque a mí, al accidente de mi persona, le parezca mal, sino porque creo
lealmente que el sentir del país no los admite, y por eso nosotros no los
aceptamos. Estos tres puntos principales, no únicos, son: el bilingüismo
universitario; la redacción del artículo 37, que se refiere a la reforma del
Estatuto, y ese proyecto de dislocación de las haciendas, que súbitamente ha
aparecido en el discurso del presidente del Consejo de Ministros.
Sobre el bilingüismo ya hablé, aunque convendría agregar que el
bilingüismo, que yo sepa –es posible que acontezca en otro lugar-, que yo sepa
como vigente –por lo menos en grande- en Bélgica, se ha reconocido por todo el
mundo como un inmenso fracaso. No hace muchos días, creo que el 10 de mayo,
abría yo el número de Manchester Guardian y me encontraba con un telegrama, que
decía así: «La crisis belga y el bilingüismo –18 de mayo-. El Gobierno belga ha
decidido dimitir, al parecer por la división que el problema de la lengua ha
producido y que ha destruido tantos Gabinetes belgas desde la guerra.» En
cambio, la solución de las dos Universidades nos parece, en un sentido
profundo, histórico, mucho más limpia y, entre otras ventajas, tiene una, nada
desestimable en España: la de favorecer la emulación. Esta es la solución que
ha dado otro pueblo, que se encontraba en la misma situación que Bélgica;
porque en Bélgica se trata de dos razas, de dos idiomas que, prácticamente,
bien que más o menos diversificado uno y otro trozo de aquel país, significan
la totalidad del país; son como dos totalidades superpuestas y cada una de
ellas lucha por el triunfo absoluto sobre la otra. Lo propio acontece en el
país que se va mostrando más discreto y sereno entre todos los actuales, en esa
extraña, callada, pero sabia Checoslovaquia. Allí también hay dos razas
luchando por la totalidad del país: los checos de origen eslavo y los tudescos;
y lucharon en todas las formas, bravamente, enconadamente. Por cierto que una
de las formas de lucha era a fuerza de procesiones, porque los tudescos tienen
como representante y patrono de su raza en aquella región al protestante Juan
Huss; los checos, que son católicos, tienen como representante a San Juan
Nepomuceno, a San Juan Nepomús. Pues bien, esta solución, ¿por qué no la hemos
de imitar?
En cuanto al proyecto de Hacienda, en el cual no voy a entrar,
como es natural, ahora, he de decir una cosa. El señor presidente del Consejo,
reiteradamente, con satisfactoria saturación, hablaba en su discurso de que el
Estado español constituido es un Estado unitario; pero luego resultaba que al
presentarnos el proyecto de Hacienda regional, tenía que reconocer que era
precisamente el modo de dislocar las Haciendas característico de los países más
federales. ¿Qué unidad de Estado es ésa? Sería un Estado unitario de piel y
federalísimo de entrañas. Yo creo que éste es un punto en que el Gobierno debe
aplicar esa flexibilidad que se nos anunciaba en las palabras de su presidente.
Es preciso, señores, que, al terminar esta discusión del Estatuto,
podamos volvernos todos al país –todos: por tanto, no sólo vosotros, sino
también nosotros- podamos volvernos todos al país y gritarle a voz en cuello,
con esa plenitud de convicción que hace que las palabras llenen las gargantas:
«Cataluña ha recibido la autonomía, una amplia autonomía, a la que tiene
perfecto derecho, la cual, en lo esencial, y cualesquiera que fueren las
dificultades que en una u otra ocasión se produzcan, será de gran fecundidad
para España. Porque el problema catalán es un problema español, y España tiene
que acogerlo con más entusiasmo, cuanto más nacionalmente sienta las cosas.
Pero, pueblo español, como tú no entiendes, ni tienes obligación de entender de
complicaciones jurídicas, y sientes, muy justificadamente, con certero
instinto, inquietud por algo que te importa más que todo, por algo que es esa
unidad de raíz, esa unidad de soberanía, de convivencia profunda con todos los
pueblos españoles, nosotros te decimos que no hay equívoco, ni confusión, ni
oscuridad ninguna en ese punto, sino que esa unidad de soberanía, esa comunidad
de Estado entre todos los pueblos españoles queda intacta y como siempre.»
Señores, que decir esto sea posible es lo único que ardientemente deseo.
(Muy bien. Aplausos en distintos lados de la Cámara.)
José Ortega y Gasset
Discurso en las Cortes Constituyentes el día 12 de junio de 1932
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