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2696. Noticiario de un poeta en la U.R.S.S. I - A Moscú

A fines del año 1932, me encontraba en Berlín, con María Teresa, pensionado por la Junta de Ampliación de Estudios para estudiar los movimientos teatrales europeos. En Alemania ya no se podía vivir. Un clima de violencia la sacudía en todas direcciones. El hambre y la desocupación andaban por las calles, cruzadas de las escuadras nazis, que pateaban las aceras, salpicando de agua de los charcos a los aterrados transeúntes. Hitler se disponía, como en un gran guiñol, a instalar sus absurdos bigotes y brazos gesticulantes tras el humo y las llamas del incendio del Reichstag. En ese momento viajo por primera vez a la Unión Soviética, que fue para mí entonces como un viaje del fondo de la noche al centro de la luz. Cuando ahora, después de treinta y cinco años, leo estas crónicas, ingenuas si se quiere, pienso con asombro en el inmenso camino recorrido por ese país, pero con una gran nostalgia en aquellos años de esfuerzos heroicos y de tantos amigos desaparecidos. (1968)




A MOSCÚ 

(Diciembre, 1932)


I. El Gobierno de la República española aún no ha reconocido al Gobierno de los Soviets. Como nuestras relaciones diplomáticas con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas no existen, sólo el visado del pasaporte cuesta, desde Berlín, noventa y cuatro marcos. En moneda de España, una fortuna. Y doble, si tenemos en cuenta que el viajero es un poeta, un desdichado que escribe aún sus poesías bajo la luna de plata del capitalismo. Pero el Inturist organiza todos los meses, para estudiantes y obreros, expediciones a distintos lugares del país. Por 160 marcos, ocho días en Moscú, o repartidos entre Moscú y Leningrado, más el billete de ida y vuelta con duración para dos meses. Enrolados a una de estas excursiones, María Teresa y yo nos libramos del visa, y en la Friedrichsbahnhof, a las seis de la tarde, cogemos el expreso de Varsovia.

II. Un español va con nosotros. Somos tres españoles. Y un japonés, inmóvil todo el viaje, cruzado de brazos, con los ojos semidormidos o atentos, pero sin doblar nunca la cabeza. (Así fue hasta Moscú. ¿Llegaría así también a su país, después de atravesar la Unión Soviética?) Además va una francopolaca que decía ser —luego se comprobó el engaño— la secretaria de Henri Barbusse. Y varios obreros alemanes. Entre ellos, un joven arquitecto de Nuremberg.

—En la Unión Soviética hay trabajo para todos.
—Nosotros vamos a una fábrica.

—Del Este.

—Del Sur.

—Necesitan arquitectos. Me enviarán a Odesa o Kharkov.

—...Para todos... Trabajo para todos... Hasta para los poetas...

Nos despertamos en Polonia. Policiaca, fea, nevada.

III. Pasa el tren bajo el arco que da entrada a la U.R.S.S. «La Unión Soviética saluda a los trabajadores del mundo», gritan desde lo alto del pórtico de hierro las grandes letras que se mojan de nieve. A la izquierda, otro grito, una advertencia que hace hoy temblar los cimientos del globo: «Nosotros borraremos las fronteras.» De un golpe, todos los viajeros hemos doblado la cintura sobre las ventanillas. ¿Qué es este impulso, este nuevo latido de la sangre, este rápido vuelco que nos hace saltar de los asientos y descorrer los cristales helados? Obreros y estudiantes alemanes cantan La Internacional, saludando, con el puño a la altura de la frente, a los primeros soldados del Ejército Rojo.

—¡Rot Front!

Contestan sonriendo, seguros, grandes bajo sus capotones, rígidos como columnas de cemento en la nieve, caladas las bayonetas larguísimas.

—¡Camaradas! —gritan aún los alemanes, alejándonos.

Sabemos que sonríen todavía, pero ya no los vemos. Son la guarda de la Unión Soviética, que este año celebra el decimoquinto aniversario de la creación de su Ejército.

IV. Ha terminado el corredor, la zona que separa los dos países fronterizos. Junto al expreso de Varsovia, a lo largo de todo el tren, dos soldados gatean recorriéndolo, explorando con sus bayonetas a la altura de las ruedas el posible paso de enemigos. Nieva. Allá, del otro lado del arco, con su Policía de viseras como tejados negros, está Polonia. Aquí, al otro extremo, con su bandera roja y su antena de radio, Niegoreloje, primera estación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

V. Una aduana ¿no es casi siempre como una invitación a la ira o al insulto entre dientes? Aburridos, con el equipaje deshecho, con las maletas que ya no encajan, con el cambio de idioma y de moneda, pensamos, es el lugar más feo, creado expresamente para la desesperación y el suicidio. Pensábamos esto al descender nuestras maletas del vagón, lo íbamos pensando tristemente, pero...

«¡Proletarios de todos los países, unios!», gritaron las paredes en distintos idiomas, al abrirse las puertas aduaneras de Niegoreloje. De las grandes pinturas de los muros, con los bieldos alzados, salieron en avance campesinos y aldeanas de rojo, como preguntándonos a una: «¿sois camaradas o enemigos? ¿Venís aquí para luego contar mentiras en Europa o para vernos y hablar sencillamente?»

En un pequeño restorán de la estación pedimos té. Un tanque es una librería. Sobre la ancha cadena que une las dos ruedas pasan lentamente los libros y folletos de colores: Lenin, Stalin, Krilenco, Gorki, Molotov, Marx y Engels, Leonov, Gorki, Gorki, Gorki...

A la vez que Alemania celebra este año el primer centenario de la muerte de Goethe, la Unión Soviética festeja el cuarenta aniversario de la aparición del primer libro de Gorki. Allá Goethe se encuentra en todas partes, como aquí Gorki. En Berlín, en Mainz, en Coblenza, en Bonn, en Nuremberg, en los lugares más pequeños, por las esquinas de las calles, por los escaparates de las librerías y las casas de moda, por las estaciones del Metro y de los trenes, vemos a Goethe de perfil, bajo un ancho sombrero, olímpico, presumiendo de belleza romana. Si por casualidad sorprendemos alguna conferencia telefónica, salta al instante el venerado nombre: Goethe. Si a la hora de comer o de cenar perseguimos la onda de París o de Roma y tenemos la desgracia de cruzarnos con la de cualquier radio germana, el altavoz nos escupe a la cara como una piedra inevitable: Goethe. ¡Goethe, Goethe en Alemania! ¡Gorki, Gorki en la U.R.S.S.! Gorki, con la frente y la cara roturadas como un trozo de campo, viejo, con sus bigotes lacios, como mojados por la nieve de sus estepas. Gorki, festejado y leído por los obreros de las fábricas, por los campesinos y soldados del Ejército Rojo. Goethe, ensalzado por el Gobierno y el turismo de una burguesía que hoy ya no le comprende. (Menos mal que en los carteles anunciadores siempre está de perfil y ni siquiera se digna mirar de reojo a sus festejantes.)

Además del de Gorki, cuelgan por las paredes del restorán retratos de Lenin, Stalin y el viejo Kalinin. Una pequeña exposición hay instalada en uno de los ángulos. La presentan los ferroviarios de la U.R.S.S. Pequeños modelos de locomotoras, en distintos tamaños, se exhiben sobre las líneas férreas, contra un fondo de láminas de vidrio iluminadas. Escritos están allí los nombres de las fábricas, el número de locomotoras y kilómetros de rieles construidos durante el primer plan quinquenal en cuatro años.

Tres mil trescientas sesenta y cinco locomotoras en 1932.

Noventa mil kilómetros de red ferroviaria al terminar el plan.

Fotografiados en fila, presidiendo la exposición, miran los héroes de estas estadísticas, los nuevos héroes del mundo. Los hay viejos, fuertes, antiguos obreros de las huelgas revolucionarias del 1905; hombres maduros de la revolución y la guerra civil; muchachos ya de Octubre, aprendices nacidos en medio de las balas que dieron el poder a los bolcheviques. Todos son carne y hueso de las cifras que presiden, héroes que nos descubren el nuevo material que traen a la poesía las estadísticas. «Tres españoles os saludan», escribimos en el álbum que nos presentan.

VI. En la otra banda de la estación, grande y de vía más ancha, esperaba formado el tren soviético. Lo componen: unos cómodos coches de segunda y tercera y un largo sleeping color verde, destinado para los millonarios turistas que ruedan por la U.R.S.S. sin comprender nada. Cuando arrancamos, camino de Moscú, ya es de noche. El tren va enfundado como en una caja de hielo. No se ve. Y sabemos que fuera, en el frío, está pasando ya la Unión Soviética. Con las uñas hay que abrir agujeros en la lámina helada de las ventanillas. Rápidos y negros, nos vienen de la oscuridad iluminada por la nieve de las estepas que desfilan, bosquecillos de abetos y casas de madera. Dentro suenan las radios. Y pensamos, ante los fugaces vidrios encendidos, en esos viejos rusos que al final de su vida, por las aldeas más apartadas, aprenden ahora a leer y a escribir, despertándose, ya al filo de la muerte, a todo el nuevo mundo que un régimen zarista había convenido en ocultarles, dejándolos a ciegas, matándolos como a bestias de carga.

VII. Nuestro departamento de tercera, limpio y de una anchura no vista en otros trenes, está compuesto de cuatro camas. Llega el revisor. Es un muchacho, un campesino aún con olor a aldea. Nos pide los billetes. Saca una carterita y un lápiz. Escribe. Hace números torpemente. Nos mira serio. Se le cae la cartera. Cuando la coge, ha perdido el lápiz. Lo encuentra en su mismo bolsillo. Vuelve a escribir de nuevo, despacio. Le cuesta tanto, quiere hacerlo tan bien, que, al fin, sencillamente, con una naturalidad de animal abstraído, se sienta entre nosotros y, apoyándose el cuadernillo sobre las rodillas, termina de cumplir su obligación, llegando casi a dibujar las letras y los números, que con seguridad ha aprendido hace poco. Después, ya se sonríe, alegre.

Es una de las innumerables víctimas rescatadas por el plan quinquenal, que en cuatro años ha intentado liquidar en la U.R.S.S. el analfabetismo.

VIII.

Y ahora vamos por ti, por ti,
que das naranjas hacia el Sur y corrientes eléctricas,
petróleo y oro por el Este
caviar al Norte y osos blancos.
Por ti,
atravesándote hoy a oscuras
patria de Lenin y de Octubre.

IX. A las diez de la mañana llegamos a Moscú.


Rafael Alberti
Luz, Madrid, 22 de julio, 1933









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