Eduardo Zamacois Quintana (Pinar del Río, Cuba, 17 de febrero de 1873 - Buenos Aires, 31 de diciembre de 1971) |
La guerra había empezado.
Poco diré aquí de lo que luego
advino. Fue una guerra sin prisioneros, en la que los beligerantes pelearon
como tigres. La relación de los crímenes cometidos por las hordas fascistas,
desde el asesinato de García Lorca y los fusilamientos en masa de Badajoz y de
Oviedo hasta la destrucción de Guernica son incontables. A su vez, la masa
liberal, sin jefes y obligada a defenderse, realizó atropellos sin excusa
posible, tales como el ajusticiamiento de Ramiro de Maeztu, el de Manuel Bueno,
el de Pedro Muñoz Seca, comediógrafo que tanto nos había hecho reír. Yo le
quise bien. Era bueno, cordial, y al evocar su figura amable recuerdo, con
emoción supersticiosa, esto que voy a contar:
El autor de “La venganza de don
Mendo” y el famoso torero Ricardo Torres “Bombita” eran andaluces, y los dos
habían nacido el 20 de febrero de 1879. Refiriéndose a esta coincidencia, por
vaya, improvisó la peoría del “paralelismo”, que era, según él explicaba, la
fuerza que une misteriosamente a las personas que floraron a la vida el mismo
día y, en virtud de lo cual, cuanto bueno y malo le suceda a una de ellas le
ocurrirá también a la otra.
–Pues si eso es verdad –le decía
bromeando Ricardo Torres a Muñoz Seca–, procure usted, don Pedro de mi alma,
que no le silben ninguna comedia, porque si usted fracasa a mí me coge el toro.
Y lo que durante años fue para ellos
motivo baladí de conversación cristalizó en un hecho escalofriante, porque el
29 de noviembre de 1936, esto es, al día siguiente de morir fusilado Muñoz Seca
en Paracuellos del Jarama, moría “Bombita” en Sevilla.
En aquella ola de sangre naufragó
mucha gente. Como por ensalmo la península se había convertido en un gigantesco
campo de batalla. En Madrid, llegada la nieve empezaban los tiros. Eran los
fascistas de la quinta columna los que disparaban, desde sus casas, sobre el
trasnochador solitario suponiéndole “rojo”. La Muerte era un deporte. Todos
queríamos pelear. Cada gremio formó sus batallones. Yo me alisté en el de
“Artes Gráficas”. Matilde se inscribió como enfermera. Millares de hombres
–obreros, campesinos, estudiantes, abogados, médicos, artistas– se afanaban en
levantar alrededor de la capital amenazada un cinturón de trincheras. En mi novela El asedio de Madrid hablo largamente de cómo el
pueblo, sin otra brújula que su instinto, se aprestó a defenderse. De aquellos
días de solidaridad fraterna en que, sin conocernos, nos tuteábamos, como si la
ciudad, toda ella, fuera una casa en la que sola había una familia, gentes
indeseables se aprovecharon para asesinar y robar a mansalva. Fueron días
bochornosos –pocos, dichosamente– a los que el general Miaja puso rápidamente
término.
En uno de los muchos festivales que
se improvisaban para reunir fondos con que comprar armas y medicinas, tomó
parte Lupe. Era su “debut”. Un público de milicianos llenaba el teatro. Fui a
verla; estaba inquieto; temía que no gustase por parecerme –contra la opinión
de su Maestro– que todavía no bailaba bien. Pero aun siendo así, la noche de
sus ojos criollos y la recobrada lozanía de sus veinte años se impusieron, y la
ovación que manos generosas la tributaron cambiaron de cuajo su destino. Cuando
nos reunimos en su casa la vi distinta y distante. Nada fuera de su éxito
parecía interesarla, y me dijo que el empresario de un grupo de artistas del
género “flamenco” quería contratarla para una gira por provincias. Concluyó:
–¿Tú me dejas ir…?
Comprendí que me sería imposible
retenerla porque ya “se había ido de mí”. De pronto nos sentimos extraños. En
esta repentina desunión influía el ambiente. Eran su vocación y la guerra, quizá
lo que nos separaba? repuse, tranquilo, sin pena…
-Si quieres marcharte, vete. Por eso
no vamos a reñir. Nuestro amor no debe ser para ninguno de los dos una
esclavitud. Pero no olvides que, desde este momento, serás para mi una hija.
Como amante te estorbaría. A los artistas les conviene andar solos.
Hizo un guiño que pudo ser de
indiferencia o de incomprensión y no contestó. Estaba lejos; pensaba en el
baile que era su horizonte. Después empezó a hablarme de los trajes que
necesitaba para salir a escena. Los indispensables eran tres: el de gitana, el
de baturra y el de charra. Valían muchas pesetas y las circunstancias no nos
permitían comprarlos a plazos. Para poder pagarlos al contado vendimos nuestros
muebles. El nido quedó vacío. Lupe, tan casera hasta entonces, no lo sintió.
yo, tampoco. Éramos libres; el pasado había muerto. Días después los dos
salíamos de Madrid; ella, rumbo a Levante; yo, cara al frente extremeño, con la
columna que mandaba el muy caballero redactor de El Socialista, capitán Federico Angulo. Más
adelante, convertido en “corresponsal de guerra”, visité los frentes de Toledo
y de Aragón. Otra vez en Madrid, publiqué dos libros de crónicas, uno con
dibujos de Bartolozzi. De los episodios de que fui testigo, recojo aquí, sin
intromisión, algunos que reflejan el vigor de la lucha.
Eduardo Zamacois
Un hombre que se va ... (Memorias), 1954
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