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2786. La Guerra había empezado

Eduardo Zamacois Quintana (Pinar del Río, Cuba, 17 de febrero de 1873 - Buenos Aires, 31 de diciembre de 1971)


La guerra había empezado.

Poco diré aquí de lo que luego advino. Fue una guerra sin prisioneros, en la que los beligerantes pelearon como tigres. La relación de los crímenes cometidos por las hordas fascistas, desde el asesinato de García Lorca y los fusilamientos en masa de Badajoz y de Oviedo hasta la destrucción de Guernica son incontables. A su vez, la masa liberal, sin jefes y obligada a defenderse, realizó atropellos sin excusa posible, tales como el ajusticiamiento de Ramiro de Maeztu, el de Manuel Bueno, el de Pedro Muñoz Seca, comediógrafo que tanto nos había hecho reír. Yo le quise bien. Era bueno, cordial, y al evocar su figura amable recuerdo, con emoción supersticiosa, esto que voy a contar:

El autor de “La venganza de don Mendo” y el famoso torero Ricardo Torres “Bombita” eran andaluces, y los dos habían nacido el 20 de febrero de 1879. Refiriéndose a esta coincidencia, por vaya, improvisó la peoría del “paralelismo”, que era, según él explicaba, la fuerza que une misteriosamente a las personas que floraron a la vida el mismo día y, en virtud de lo cual, cuanto bueno y malo le suceda a una de ellas le ocurrirá también a la otra.

–Pues si eso es verdad –le decía bromeando Ricardo Torres a Muñoz Seca–, procure usted, don Pedro de mi alma, que no le silben ninguna comedia, porque si usted fracasa a mí me coge el toro.

Y lo que durante años fue para ellos motivo baladí de conversación cristalizó en un hecho escalofriante, porque el 29 de noviembre de 1936, esto es, al día siguiente de morir fusilado Muñoz Seca en Paracuellos del Jarama, moría “Bombita” en Sevilla.

En aquella ola de sangre naufragó mucha gente. Como por ensalmo la península se había convertido en un gigantesco campo de batalla. En Madrid, llegada la nieve empezaban los tiros. Eran los fascistas de la quinta columna los que disparaban, desde sus casas, sobre el trasnochador solitario suponiéndole “rojo”. La Muerte era un deporte. Todos queríamos pelear. Cada gremio formó sus batallones. Yo me alisté en el de “Artes Gráficas”. Matilde se inscribió como enfermera. Millares de hombres –obreros, campesinos, estudiantes, abogados, médicos, artistas– se afanaban en levantar alrededor de la capital amenazada un cinturón de trincheras. En mi novela El asedio de Madrid hablo largamente de cómo el pueblo, sin otra brújula que su instinto, se aprestó a defenderse. De aquellos días de solidaridad fraterna en que, sin conocernos, nos tuteábamos, como si la ciudad, toda ella, fuera una casa en la que sola había una familia, gentes indeseables se aprovecharon para asesinar y robar a mansalva. Fueron días bochornosos –pocos, dichosamente– a los que el general Miaja puso rápidamente término.

En uno de los muchos festivales que se improvisaban para reunir fondos con que comprar armas y medicinas, tomó parte Lupe. Era su “debut”. Un público de milicianos llenaba el teatro. Fui a verla; estaba inquieto; temía que no gustase por parecerme –contra la opinión de su Maestro– que todavía no bailaba bien. Pero aun siendo así, la noche de sus ojos criollos y la recobrada lozanía de sus veinte años se impusieron, y la ovación que manos generosas la tributaron cambiaron de cuajo su destino. Cuando nos reunimos en su casa la vi distinta y distante. Nada fuera de su éxito parecía interesarla, y me dijo que el empresario de un grupo de artistas del género “flamenco” quería contratarla para una gira por provincias. Concluyó:

–¿Tú me dejas ir…?

Comprendí que me sería imposible retenerla porque ya “se había ido de mí”. De pronto nos sentimos extraños. En esta repentina desunión influía el ambiente. Eran su vocación y la guerra, quizá lo que nos separaba? repuse, tranquilo, sin pena…

-Si quieres marcharte, vete. Por eso no vamos a reñir. Nuestro amor no debe ser para ninguno de los dos una esclavitud. Pero no olvides que, desde este momento, serás para mi una hija. Como amante te estorbaría. A los artistas les conviene andar solos.

Hizo un guiño que pudo ser de indiferencia o de incomprensión y no contestó. Estaba lejos; pensaba en el baile que era su horizonte. Después empezó a hablarme de los trajes que necesitaba para salir a escena. Los indispensables eran tres: el de gitana, el de baturra y el de charra. Valían muchas pesetas y las circunstancias no nos permitían comprarlos a plazos. Para poder pagarlos al contado vendimos nuestros muebles. El nido quedó vacío. Lupe, tan casera hasta entonces, no lo sintió. yo, tampoco. Éramos libres; el pasado había muerto. Días después los dos salíamos de Madrid; ella, rumbo a Levante; yo, cara al frente extremeño, con la columna que mandaba el muy caballero redactor de El Socialista, capitán Federico Angulo. Más adelante, convertido en “corresponsal de guerra”, visité los frentes de Toledo y de Aragón. Otra vez en Madrid, publiqué dos libros de crónicas, uno con dibujos de Bartolozzi. De los episodios de que fui testigo, recojo aquí, sin intromisión, algunos que reflejan el vigor de la lucha.


Eduardo Zamacois
Un hombre que se va ... (Memorias), 1954







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