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2803. Arturo Souto. Pinturas y dibujos de la revolución

Quien escribe el texto que transcribimos a continuación, el intelectual coruñés Juan González del Valle, deportado a Mauthausen, fue asesinado en el castillo de Hartheim en 1941. 

Arturo Souto Feijó, pontevedrés, el más universal de los pintores gallegos, falleció en el exilio mexicano en 1964.


Al arte le basta con ser arte. Por sus adentros, obra al fin de hombre, le late, soterradamente, el pulso fiel de lo humano.

El arte pictórico de Arturo Souto se justifica a sí mismo por serlo en puridad. (Dejemos a los puristas el afanoso logro del arte puro, olvidando el puro afán por el logro cierto del arte verdadero.) En arte hay quien se busca, lealmente, a sí mismo y quien se oculta deliberadamente. Quien tantea y quien tontea. Y también quienes zascandilean con el caduceo de Mercurio.

En la pintura de Souto corren parejos los valores plásticos con los espirituales. Se adivina en la línea atormentada, a veces sincopada, del dibujo, un espíritu agonioso, que pugna por expresar la profunda emotividad humana en torno a su circunstancia. Esta pintura suya—tan personal que tiene que buscarse en otros—nos sacude verazmente. Y nos aclara los ojos diafanizándonos la visión.

Sentimos, dentro de su dramatismo plástico, un entrañado y lírico latir, como sorprendente contrapunto. El surtir de una voz clara, pura, cierta, que nos liberará de una tensión agobiadora. Un dolor serenado en la resignación, que pide perdón de serlo, y se esforzará por cantar.

El pintor —el poeta— se siente deslumhrado por la radiante amanecida. Le da —nos da— de lleno en los ojos, retornados a la pureza infantil, la albada inefable de lo popular.

Lo popular «clásico y vivo», no lo populachero —populizante— castizo y amanerado. En la entraña, desnudamente, hermosa del pueblo, afirma el pintor la raíz de su pintura. Es el renovado milagro de lo popular español. Quien quiera perderse se salvará.

En estos lienzos de Souto, hechos para la mirada lejana, situándose en la ensoñadora perspectiva del pintor, que termina en donde el hombre acaba, se entreveran varias técnicas plásticas.

Algunos de ellos —«El triunfo de los campesinos»— reclaman el muro desnudo y nítido para lograr la perdurable vida de un gozoso fresco. (Parvas maduras y encendidas de sol de siega, ardiendo sus cromos y cadmios bajo un cielo de requemado añil. Tierra estos rostros y estas manos campesinas empuñando hoces  relucientes. Raíces estas cabezas tocadas con haldudos sombreros de trigo. Chasca en llamaradas todo el lienzo, mientras los molinos voltean impasibles el grano  del sol cotidiano.) Lienzo de una potencia cromática que se empareja con los  ardidos ímpetus coloristas de Van Goh.

Otros —«La vieja España»— rebrillan, a ratos, con la viveza de un esmalte, surgiendo sus figuras de los profundos betunes caros a la paleta del Goya de la pintura negra. Lienzo y estampa a un tiempo, en donde perdura la gesticulación dramática de las máscaras alucinadas de Ensor.

El mismo recio dramatismo en casi todos los cuadros. Color y línea conjugados en su expresividad más desbordada, que aboca la buena pintura romántica —Delacroix, Rosales— en rebusca superada.

Un pequeño lienzo —«Milicianos descansando»— logrado con ocres y verdes de entonación sorda, evoca la mejor manera pictórica de Alenza.

Otro —«Milicianos»— de insólitos colorismos y factura nos depara el más sazonado logro. Línea y color cobran tan perfecto ajuste emotivo, que adquieren subidas calidades de poema —elegía, sobria elegía de hoy— plástico. Un miliciano disparando —disparándose— tras un caballo blanco muerto, con luz de tarde última. A  su vera, tendido sobre un coágulo, el cuerpo y el fusil de otro. Verdes, azules, blancos y rojos calcinados, densos, fluidos. Y la luz. La luz diáfana y exacta de, esa hora imposible, impasible, que nos deja sin tiempo y sin vagar.

«Víctimas de la guerra». La puerta de un corral castellano abierta al campo. Contra la pared, mordida de la metralla, un bieldo flameando un trapo rojo. En el suelo, una campesina. El muñeco de trapo de lo que fué la mujer del yuntero.

Aquel pelele inane, desbrazado en el ejido, tiene aún las sarmentosas manos requemadas del fusil. Y en los lejos, que se otean tras la puerta corraliza, el cielo implacablemente hermoso abierto en el desgarrón de una nube. Y la marchita amapola, el patético rojear de un pañuelo, anudado impiadoso a la garganta popular del victimado.

Lo plástico se espiritualiza. Quien tenga ojos, que escuche. Aunque «los bailarines lleven los ojos en los pies».

En las litografías y dibujos coloreados, de sorprendente factura y refinado cromatismo, logra Souto su más acendrada virtualidad plástica.

Su retina sensitiva —norteña, madurada en los más sutiles matices del verde y gris de las gamas frías—capta, buidamente, las diáfanas tonalidades de la luz y el color más inasibles.

Luz y color transidos del más ensoñador, desvariado lirismo, que no excluye la conmovedora ráfaga dramática.

En lo castellano y lo andaluz priva la nota patética. En lo galaico señorea el vuelo lírico.

En las estampas de Castelao—«Galicia mártir»—late un dolor tan sordo y serenado, que casi alcanza las puras márgenes de lo estoico. Y en los dibujos de Arteta—norteño también, de pureza lineal tan sensibilizada—se acusa este embalse de lo lírico en su ajustada precisión formal.

En Souto este propio dolor desborda su cauce. O se pierde en los cielos de la gracia impar. Y tiene en los ámbitos justos de sus estampas su exacto límite. Cabe en ellas toda la patética heroica del miliciano. Como cabe en un pie de romance nuestro toda la épica popular.

Aquella litografía, de tono como jabonado, de aquellos terruñeros fusilados bajo un arco del puente, que lleva al diminuto caserío del burgo. La luz se adensa y agrisa para no ver. (Lo están viendo los ojos del puente y lo irá diciendo el río...)

Y aquella otra, de la mujer huyendo enloquecida en la noche, apegado el hijo al seno, del cielo que la fulmina.

Y aquellos milicianos terreros en la trinchera de tierra—toda la apurada gama de los ocres—, enterrados en el surco: raíces vivas de lo anónimo —maravilloso— popular.

Y junto a la tosquedad esclarecida de los rostros, a la parvedad y sordidez del indumento y la simplicidad agraciada de la gesticulación y ademanes, las delirantes exquisiteces del rosa y del verde, la opulencia inaudita de la luz : de los protagonistas egregios de esta gesta ruda y fragante de romance lírico: la luz impersonal y el hombre anónimo.

En un incontenible ímpetu se sume el artista en el gran mar—el pueblo—, que es el supremo vivir.


Juan González del Valle 
Hora de España VI - Junio, 1937










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