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2816. Despachos de la guerra civil española XXII




Tortosa, 15 de abril

Ante nosotros, quince bombarderos ligeros Heinkel, protegidos por cazas Messerschmidt, describían lentos círculos, como buitres esperando la muerte de un animal. Cada vez que pasaban sobre un punto determinado, se oía el impacto de las bombas. Mientras sobrevolaban la desnuda ladera, manteniendo la formación, uno de cada tres aparatos descendía en picado, disparando sus ametralladoras. Continuaron así durante 45 minutos sin ser molestados, y el blanco de sus bombas era una compañía de infantería que realizaba su último intento de resistir en la ladera de la loma desnuda al mediodía de este cálido día de primavera para defender la carretera entre Barcelona y Valencia.

Encima de nuestras cabezas, en el cielo alto y sin nubes, flota tras flota de bombarderos volaban con estruendo sobre Tortosa. Cuando dejaron caer el repentino fragor de sus cargas, la pequeña ciudad a orillas del Ebro desapareció en una creciente nube de polvo amarillo. El polvo no llegó a posarse, ya que acudieron más bombarderos y al final flotó como una niebla amarillenta sobre todo el valle del Ebro. Los grandes bombarderos Savoia-Marchetti brillaban al sol, blancos y plateados, y cuando un grupo se alejaba, otro lo sustituía.

Durante todo este tiempo, los Heinkel describían círculos frente a nosotros y bajaban en picado con la monotonía mecánica del movimiento de una tarde tranquila en una carrera de motos de seis días. Y debajo de ellos una compañía de hombres yacía detrás de las rocas en trincheras cavadas a toda prisa y en simples desniveles del terreno, intentando detener el avance de un ejército.

A medianoche el comunicado del gobierno admitió que se luchaba alrededor de San Mateo y La Jana, lo cual significaba que la última gran posición defensiva, La Tancada, una colina abrupta y rocosa que defendía la carretera que conducía al mar, desde Morella a Vinaroz, había sido interceptada o tomada. A las cuatro de la madrugada, circulando bajo una luna llena que iluminaba las rocosas colinas catalanas, los altos cipreses y los troncos grotescamente cortados de los plátanos, nos dirigimos al frente. Con luz de día pasamos por delante de las murallas romanas de Tarragona y cuando el sol ya calentaba tropezamos con los primeros grupos de refugiados. Más tarde encontramos tropas que nos hablaron de la penetración y de que dos columnas avanzaban hacia Vinaroz, una tercera hacia Ulldecona desde La Cenia y una cuarta hacia La Galera, en dirección a Santa Bárbara, que está solo a trece kilómetros de Tortosa.

Era un avance hacia el mar de cuatro frentes por las columnas navarras y moras del general Aranda, y unos oficiales informaron de que ya habían tomado Cálig y San Jorge, las dos últimas ciudades en las dos carreteras de San Mateo al mar. A la una de esta tarde la carretera aún estaba abierta, pero todo indicaba que sería cortada o estaría bajo el fuego de la artillería esta noche o en cuanto las tropas de Aranda pudieran montar sus ametralladoras.

Entretanto, desde donde este corresponsal hablaba en Ulldecona con un oficial del estado mayor, ante sus mapas extendidos contra una pared de piedra, se podían oír las ráfagas de las ametralladoras. El oficial de estado mayor hablaba con frialdad, cautela y gran cortesía, mientras las tropas de Aranda avanzaban, dejando atrás San Rafael, con solo una loma entre ellos y nosotros. Era un soldado muy valeroso y competente y estaba dando ordenes a sus carros blindados, pero como nuestro coche no estaba blindado, decidimos volver a Santa Bárbara. En realidad no había razón alguna para esperar en Santa Bárbara Era un pueblo bonito, pero he visto mejores excepto que Tortosa seguía vomitando nubes de humo a medida que los bombarderos soltaban su carga. Había muchas razones para dejar Tortosa y dirigirse a Barcelona, incluyendo la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

Así pues, cuando nuestro coche llegó a Tortosa y el guardia dijo que los bombarderos habían volado el puente y que no podíamos pasar, era algo que nos había preocupado tantas veces y durante tanto tiempo que casi no nos produjo ninguna impresión, salvo la sensación de que «ahora ha ocurrido de verdad».

—Pueden intentarlo por el pequeño puente que están construyendo con tablas —dijo el guardia. El chofer puso el coche en marcha con una sacudida y pasó por entre una hilera de camiones y boquetes de bombas donde dos camiones podían desaparecer por completo y, con el olor de tierra recién quemada y el acre hedor de los explosivos detonantes, nos dirigimos hacia el pequeño puente.

Delante iba un carro de mulos. «No puede ir por allí», gritó el guardia al campesino que conducía el carro, cargado hasta los topes de grano, utensilios domésticos, cacharros de cocina, una jarra de vino y todo lo que el mulo podía llevar con dificultad. Pero el mulo no tenía marcha atrás y el puente estaba bloqueado, así que este corresponsal empujó las ruedas y el campesino tiró de la cabeza del mulo y el carro avanzó lentamente, seguido por el coche; las estrechas llantas de hierro del carro rompieron los travesaños nuevos y demasiado ligeros que los chicos clavaban a toda prisa para que el tráfico pudiera circular por el frágil puente.

Los chicos trabajaban, golpeando con el martillo, clavando clavos y aserrando tan de prisa y con tanta energía como una buena tripulación en un navío a punto de naufragar. Y a nuestra derecha, una parte del gran puente de hierro tendido sobre el Ebro se desplomó en el río, mientras otra ya faltaba. El bombardeo masivo de 48 bombarderos, que empleaban bombas que, a juzgar por los agujeros que practicaban y cómo reducían a escombros las casas del borde de la carretera, debían de pesar cada una de trescientas a cuatrocientas cincuenta libras, había acabado con el puente. En la ciudad ardía un camión de gasolina. Circular por las calles era como escalar los cráteres de la luna. El puente ferrocarril todavía está en pie y no cabe duda de que se construirá un puente de pontones pero esta es una mala noche para la orilla oeste del Ebro.


Ernest Hemingway
Despachos de la guerra civil española (1937-1938)





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