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2814. Paisajes de papel. En recuerdo de Francisca Aguirre

Aquella infancia fue más triste. 
Ser niño en el cuarenta y dos parecía imposible. 
Nuestra niñez era una mezcla de comprensión y aburrimiento. 
Éramos serios y aburridos. 
Recuerdo aquellas tardes; eran como el mundo era entonces: 
sin resquicios y tristes. 
Veo a mis pocos años observar con ahínco, 
tras el cristal opaco, la calle larga y gris; 
el sol estaba lejos y era lo único barato, 
lo único que traía alegría sin exigirnos nada. 
Veo a mi niña, adulta y consecuente 
con un programa bien trazado: 
crecer, crecer muy pronto, darse prisa 
—ser niño era una carga demasiado pesada 
para nosotros y para los grandes—. 
Sólo en verano el mundo parecía asequible, 
durante tres o cuatro meses saltar, correr, era la vida. 
Lo gris volvía siempre muy pronto. 
Un día amanecimos lentas, crecidas, 
llenas de miedo, de presente. 


Buscábamos palabras en el diccionario 
con el afán de comprenderlo todo: 
necesitábamos hacer lenguaje. 
Algunos nos miraron con asombro, 
decían que éramos inteligentes. 
Nosotras, durante los dolientes domingos 
dibujábamos inseguros paisajes. 
Durante mucho tiempo ésas fueron todas mis excursiones. 
Salir a un campo que no fuera pintado 
suponía gastar unos zapatos. 
Salir, salir, ése era el sueño, 
abolir a las trenzas, inaugurar la barra de labios: 
¡mi reino por un trabajo! 
¿Cómo rendir ahora un homenaje a aquellos días? 
¿Cómo añorarlos sin desconfianza? 
Se arrugaron, igual que los paisajes de papel, 
mientras crecíamos hacia este desconsuelo que hoy nos puebla


Francisca Aguirre
Ítaca, 1972






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