Ser
niño en el cuarenta y dos parecía imposible.
Nuestra
niñez era una mezcla de comprensión y aburrimiento.
Éramos
serios y aburridos.
Recuerdo
aquellas tardes; eran como el mundo era entonces:
sin
resquicios y tristes.
Veo a
mis pocos años observar con ahínco,
tras
el cristal opaco, la calle larga y gris;
el
sol estaba lejos y era lo único barato,
lo
único que traía alegría sin exigirnos nada.
Veo a
mi niña, adulta y consecuente
con
un programa bien trazado:
crecer,
crecer muy pronto, darse prisa
—ser
niño era una carga demasiado pesada
para
nosotros y para los grandes—.
Sólo
en verano el mundo parecía asequible,
durante
tres o cuatro meses saltar, correr, era la vida.
Lo
gris volvía siempre muy pronto.
Un
día amanecimos lentas, crecidas,
llenas
de miedo, de presente.
Buscábamos palabras en el diccionario
con
el afán de comprenderlo todo:
necesitábamos
hacer lenguaje.
Algunos
nos miraron con asombro,
decían
que éramos inteligentes.
Nosotras,
durante los dolientes domingos
dibujábamos
inseguros paisajes.
Durante
mucho tiempo ésas fueron todas mis excursiones.
Salir
a un campo que no fuera pintado
suponía
gastar unos zapatos.
Salir,
salir, ése era el sueño,
abolir
a las trenzas, inaugurar la barra de labios:
¡mi
reino por un trabajo!
¿Cómo
rendir ahora un homenaje a aquellos días?
¿Cómo
añorarlos sin desconfianza?
Se
arrugaron, igual que los paisajes de papel,
mientras
crecíamos hacia este desconsuelo que hoy nos puebla
Francisca
Aguirre
Ítaca,
1972
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