Castellón, vía correo a Madrid,
8 de mayo
Trescientos metros más abajo, el mar azul avanzaba con indolencia y
solo había dos pasajeros en el avión con cabida para veintidós. Sobrevolábamos
el trecho de litoral español dominado por las fuerzas de Franco. Aquellas dos
ciudades blancas eran Vinaroz y Benicarló y aquella cadena de colinas pardas
que se deslizaban hasta el mar como un dinosaurio que fuese a beber, era la
línea que detenía el avance de Franco hacia Castellón. A la izquierda, la isla de Ibiza, famosa
por Vida y muerte de una ciudad española, de Elliot Paul; destacaba, rocosa, en
el horizonte. Pero los motores del avión funcionaban con regularidad. No se
veían aviones ni buques de guerra franquistas y la única excitación era
geográfica.
Alicante, donde aterrizamos, estaba lleno de barcos británicos y
franceses. Cargueros fletados por una agencia de compras del gobierno español
descargaban cereales, carbón y otras mercancías que no pudimos investigar a
causa de la falta de tiempo para obtener pases aduaneros, Alicante se halla
bajo un estricto estado de guerra y todos los hoteles y restaurantes
sirven una comida uniforme que cuesta cinco pesetas. Cinco pesetas son menos de
cinco centavos al cambio de la bolsa negra, unos treinta centavos al cambio
oficial. La comida consistió al mediodía en un plato de estofado, una ración de
pan y dos trozos de queso; y por la noche, en un plato de sopa por la que tal
vez había nadado un pez, un huevo frito y una naranja.
En Valencia los precios de una comida eran los mismos, pero sus
ingredientes eran mucho mejores. Seis variedades de entremeses, un excelente
estofado de carne y naranjas en cantidad ilimitada. Por primera vez Valencia parecía saber que existía una
guerra y, aunque los cafés seguían estando llenos, todos los hombres en edad
militar iban de uniforme. Al pasar, camino del frente, por los grandes
arrozales de La Albufera y por la verde exuberancia de la famosa huerta
valenciana, este corresponsal comprendió por qué en Valencia se come bien. No
hay en el mundo un trecho de tierra más rica y el gobierno posee el granero de
España en La Mancha y la huerta, los árboles frutales y gran parte de los
olivares en las provincias de Murcia, Alicante y Castellón.
A mi paso por Castellón tuve la impresión de que había proliferado una raza de topos gigantescos.
Todas las calles estaban salpicadas de montones de tierra extraída para la
construcción de un sistema de túneles comunicados que eran refugios antiaéreos.
Son tan eficaces, que bombarderos italianos de Mallorca habían dejado caer la
víspera cuatrocientas bombas, destruido 93 casas y solo matado a tres personas.
Los habitantes de Castellón no evacúan la ciudad sino que se sientan ante sus
casas; las mujeres haciendo punto y los hombres en cafés, pero cuando suena la
alarma todos se meten en agujeros como una colonia de marmotas.
Por fin encontramos la línea del frente, profusamente atrincherada a lo largo de un cauce seco que
desemboca en el mar, en punta de Capicorp, y caminamos por ella desde el mar
hasta donde se curva hacia las colinas que habíamos visto desde el aire. Desde
la cima de una torre medieval construida para defender la costa de los piratas,
estudiamos las posiciones enemigas. El comandante de esta sección tenía
excelentes atrincheramientos de tercera y cuarta línea y magníficas posiciones
defensivas naturales en su retaguardia hacia Oropesa.
—El pánico ha desaparecido por completo —dijo el comandante—. Se
ha luchado encarnizadamente, ha habido ataques todos los días desde que llegaron al mar, pero hemos
defendido este trozo de costa centímetro a centímetro. No a centímetros del
mapa —sonrió—, como sucedió el primer día. Para echarnos de la última posición
que perdimos, trajeron cuatro cruceros y cinco destructores a unas tres millas
de la costa a fin de bombardearnos desde la retaguardia, controlando el fuego
mediante un avión de observación. Franco tiene solo dos cruceros y creemos que
uno era el Deutschland y el otro italiano. Pero no somos marineros y no podemos
identificarlos con seguridad. Quizá estarán ustedes aquí si intentan usarlos de
nuevo.
—Sí —respondió este corresponsal —. Me gustaría muchísimo.
Ernest Hemingway
Despachos de la guerra civil española (1937-1938)
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