A veces para ser buen
político sólo se necesita un poco de autoridad. En cambio, a la falta de esa
pequeña porción de autoridad se debe el fracaso de muchos hombres a quienes por
su inteligencia, su cultura y su honradez se les había dado un crédito de gobierno.
Franco y no aludíamos a él al hablar de las virtudes de ciertos
gobernantes, será mañana acusado por sus propios partidarios de no haber sabido
poner su autoridad al servicio de su causa política. Por algo el pícaro Lerroux
le criticaba hace poco por su incapacidad para mantener en el extranjero la
simpatía que saludó su gesto del 16 de julio. Triunfante la calumnia de la
república marxista, a Franco sólo le quedaba ofrecer a la colaboración
internacional el ejemplo —la objetividad— de una política nacionalista,
cristiana, justiciera, culta y limpia de egoísmo. Bloqueada la República hasta
para la propaganda, desarmado el pueblo, suspendidas las obligaciones del
Derecho Internacional, en receso el código de la Sociedad de Naciones, Franco
podía darle tiempo al triunfo de su causa en la seguridad de que todo lo
ganaría la paciencia; esa paciencia que eleva a la víctima al rango de
caudillo. La verdad de los republicanos estaba disfrazada de mamarracho en
tanto que a la mentira franquista se le habían colgado todos los perifollos de
una cursilería en que tanto se complace el complejo de inferioridad de los
mediocres.
Pero la autoridad es eso que primero puso en venta la prisa de
Franco ganado por el miedo y el odio al pueblo español. Una buena política
hubiera consistido en llorar la desdicha de su deber guerrero. En la defensa
hubiera conseguido más que en el ataque. Todas las conquistas realizadas por
los italianos, los moros y los alemanes en Bilbao, Santander, Asturias y Aragón
no son nada sino descrédito franquista comparadas con la resistencia del puñado
de españoles encerrados en el Alcázar de Toledo. El propio fracaso de Madrid no
pudo entonces aminorar el hecho de la defensa toledana. Otro triunfo semejante
y "el enano de Salamanca" hubiera adquirido —bien cultivado por la
diplomacia— las proporciones nacionalistas de Pelayo, de Guzmán el Bueno, de
Palafox. La soberanía española volvería a tener, con razón o sin ella, un
nombre propio.
Pero educado Franco en una política de "pandereta",
"señorito" en vez de noble, acostumbrado a los ascensos de regalos,
sintió prisa por alargar la mano al primero que le enseñó un uniforme de
emperador, sin reparar en que sólo en las funciones de operetas se hacen
repartos fulminantes de esa clase. Desde entonces, la República pasó a ser la
ofendida, la defensora de la nacionalidad, ante el asombro y la simpatía del
mundo. Las ofensivas de Franco eran ofensas que Italia y Alemania inferían,
gratuitamente, al pueblo español. La resistencia de Madrid dejó reducida a un
ensayo de heroísmo el suceso de Alcázar, Guernica, Infiesto, Sagunto,
Barcelona... hacen ahora horrorizarse hasta los flemáticos y desaprensivos
inventores del Comité de No Intervención, donde se ha hecho impune la
intervención de los interventores. La República, cualquiera sea su suerte
defintiva, ha ganado la batalla de su verdad desnuda y sangrante, en tanto que
las victorias de Franco sólo influyen en el mundo descritas y cantadas y
apropiadas por boca de Mussolini y Hitler. España ha dejado de ser una nación
neutral y soberana para quedar reducida a un pedazo de tierra donde cada
imperio —Inglaterra, Alemania, Francia, Italia— acude a defender sus intereses.
Franco, vestido de emperador, disfrazado de caudillo, es ese charlatán delante
de una barraca de feria donde se exhibe "la fiera corrupta" —el
pueblo español— que "sabe decir papá y mamá en todos los
idiomas".
Y ese podrá ser un cuento que satisfaga el gusto plebeyo de los
feriantes y la ambición ambulatoria de los escamoteadores de milagros. Pero con
esos cuentos no se escribe la historia. Si acaso se pasa a ella con un titulo
de traidor. Como tantos que —en España y en todas partes— desde Don Obras han
ingresado en ella.
¿Acaso no se llama "Don Juan de Austria" el enano
bufón eternizado en la historia del arte de Velázquez?
Rafael Suárez Solis
Facetas de la actualidad española núm. 12, La Habana, abril
de 1938
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