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2840. Un general y un poeta

Pedro Garfías Zurita
(Salamanca, 27 de mayo de 1901 - Monterrey, México, 9 de agosto de 1967)



Cada hombre que llegaba de la derrota y del cautiverio era una novela con capítulos, llantos, risas, soledades, idilios. Algunas de estas historias me sobrecogían.

Conocí a un general de aviación, alto y ascético, hombre de academia militar y de toda clase de títulos. Allí andaba por las calles de París, sombra quijotesca de la tierra española, ancha y vertical como un chopo de Castilla.

Cuando el ejército franquista dividió la zona republicana en dos, ese general Herrera debía patrullar en la oscuridad absoluta, e inspeccionar las defensas, dar órdenes a un lado y otro. Con su avión enteramente a oscuras, en las noches más tenebrosas, sobrevolaba el campo enemigo. De cuando en cuando un disparo franquista pasaba rozando su aparato. Pero, en la oscuridad, el general se aburría. Entonces aprendió el método Braille. Cuando dominó la escritura de los ciegos, viajaba en sus peligrosas misiones leyendo con los dedos, mientras abajo ardía el fuego y el dolor de la guerra civil. Me contó el general que había alcanzado a leerse El conde de Montecristo y que al iniciar Los tres mosqueteros fue interrumpida su lectura nocturna de ciego por la derrota y luego el exilio.

Otra historia que recuerdo con gran emoción es la del poeta andaluz Pedro Garfias. Fue a parar en el destierro al castillo un lord, en Escocia. El castillo estaba siempre solo y Garfias, andaluz inquieto, iba cada día a la taberna del condado y silenciosamente, pues no hablaba el inglés, sino apenas un español gitano que yo mismo no le entendía, bebía melancólicamente su solitaria cerveza. Este parroquiano mudo llamó la atención del tabernero. Una noche, cuando ya todos los bebedores se habían marchado, el tabernero le rogó que se quedara y continuaron ellos bebiendo en silencio, junto al fuego de la chimenea que chisporroteaba y hablaba por los dos.

Se hizo un rito esta invitación. Cada noche Garfias era acogido por el tabernero, solitario como él, sin mujer y sin familia. Poco a poco sus lenguas se desataron. Garfias le contaba toda la guerra de España, con interjecciones, con juramentos, con imprecaciones muy andaluzas. El tabernero lo escuchaba en religioso silencio, sin entender naturalmente una sola palabra.

A su vez, el escocés comenzó a contar sus desventuras, probablemente la historia de su mujer que lo abandonó, probablemente las hazañas de sus hijos cuyos retratos de uniforme militar adornaban la chimenea. Digo probablemente porque, durante los largos meses que duraron estas extrañas conversaciones, Garfias tampoco entendió una palabra.

Sin embargo, la amistad de los dos hombres solitarios que hablaban apasionadamente cada uno de sus asuntos y en su idioma, inaccesible para el otro, se fue acrecentando y el verse cada noche y hablarse hasta el amanecer se convirtió en una necesidad para ambos.

Cuando Garfias debió partir para México se despidieron bebiendo y hablando, abrazándose y llorando. La emoción que los unía tan profundamente era la separación de sus soledades.

—Pedro —le dije muchas veces al poeta—, qué crees tú que te contaba?

—Nunca entendí una palabra, Pablo, pero cuando lo escuchaba tuve siempre la sensación, la certeza de comprenderlo. Y cuando yo hablaba, estaba seguro de que él también me comprendía a mi.


Pablo Neruda
Confieso que he vivido. Memorias
Capítulo 6 - Salí a buscar caídos









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