Muchas veces en estos
veintitantos años, se me ha pedido que publicase la historia de estos poemas,
tan insólitos en el conjunto de la obra lorquiana, en vista de que fui yo quien
los ha ordenado para su edición. La verdad es que no tenía ningunas ganas de
añadirme al moqueo necrofílico -casi necrofágico- de tanto repentino plañidero
exitista, de esos que les entra, apenas, la letra y no la sangre, para
ponerme a hacer de mi amigo pendón de reclamos personales. En la primera
edición de las Obras Completas, (Editorial Losada, S.A., Buenos Aires, 1938),
aparecieron con el prólogo explicativo que les puse cuando los publiqué; lo
suprimieron en las sucesivas, no sé la razón; y como éstas fueron las más
divulgadas y los poemas aparecían allí mondos de origen, el asunto volvió a
su misterio. Hasta 1948 no hallé ánimos para ponerme a hablar de Federico con
la indispensable objetividad, para no seguir siempre siendo víctimas de su
muerte. En todo este tiempo, me mantuve al margen no sólo de los fregados lacriminatorios
de los snobs sino también tejemanejes utilitarios de quienes hicieron mercancía
o ideología del trance amarguísimo. Incluso las fotografías que le hice en
Granada y en Madrid, quedaron en su mayor parte inéditas hasta 1952,
resistiendo muchos mercadeos y ofertas, y las que aparecieron, por cierto sin
mención de autor, fueron suministradas por otras personas a las que yo había
regalado colecciones. Desde 1948, he dictado veinte conferencias sobre diversos
aspectos lorquianos, en la Argentina, Uruguay, Chile y Venezuela. En un
cursillo de la Universidad de Chile (1950) sobre Poesía Española Contemporánea le dediqué tres de las doce lecciones, y otras en la Universidad de Concepción.
Publiqué luego diversos trabajos. Los últimos son: «Evocación de Federico», en
La Nación, de Buenos Aires (octubre, 1956) y «Federico García Lorca, después de
veinte años», en la Revista de la Universidad Nacional de La Plata, R.A.,
(junio, 1958). Este es el primer escrito que publico en España desde 1936.
Se habló poco y se murmuró demasiado acerca de estos poemas
que para nosotros, los gallegos, revisten importancia cardinal. Incluso alguna
vez, tuve que salir al paso, epistolarmente, del malévolo infundio que me
atribuía traducción, colaboración, o algo por el estilo. Afortunadamente,
guardo los originales. Se ve que han sido escritos en una serie de impromtus
-algunos a lápiz- trazados en esos papeles que se sacan del bolsillo en un café
o que se atrapan por ahí sobresaliendo de un montón en la mesa de trabajo. El
Noiturnio do adoescente morto, en una invitación de L’Ambassadeur de Portugal
(r.s.v.p.), a comer, que pone en la parte alta de la cartulina y escrito a
tinta roja: Pour rencontrer Mr. Julio Dantas. La Cantiga do neno da tenda,
cruzando la mecanografía y los guarismos de una liquidación de la Sociedad de
Autores Dramáticos de España, correspondiente a la Romería de los cornudos,
derechos que Federico comparte con G. Pittaluga y C. Rivas Cherif. El Romaxe de
nosa Señora da Barca, en un sobre ajado con una tarjeta dentro, de alguien que
hoy resultaría innombrable en relación con García Lorca... Y así los otros dos.
Me los dio un día de los finales de julio, 1935, en su casa de
Madrid, después de leerme Doña Rosita la soltera, recién acabada. Mi artículo
en La Nación -de la que fui corresponsal viajero en España desde 1933 hasta
diciembre de 1935- fue el primero, creo, dio noticia circunstanciada de esta
obra. En septiembre de ese año me había dado, «para pasar en limpio», (con
bastantes variantes en algunos versos), buena parte de los orginales de Diván
del Tamarit. Tenía yo proyectado, por aquel entonces, un rápido viaje a Granada
y Federico quería llevarle los originales del libro a su amigo don Antonio
Gallego Burín, a quien él me había presentado en un viaje anterior. Iba a
editárselo aquella Universidad y recuerdo cuánta ilusión esto le hacía, pues
Federico era granadino de nación y de vocación, y si volviese a nacer volvería
a serlo, a pesar de todo y quizá por todo. Luego, no hice el viaje y le
devolví los textos mecanografiados, menos cuatro poemas que destinaba a un
Almanaque Literario que iban a editar G. de Torre, M. Pérez Ferrero y E.
Salazar y Chapela. Si no recuerdo mal, yo mismo se los entregué a Pérez
Ferrero.
En cuanto a los Seis poemas galegos, mi tarea se redujo a
formalizar la ortografía, a enmendar alguna impropiedad o castellanismo y
también a escoger entre las variantes y a proponerle algunos títulos. Romaxe de
nosa Señora da Barca no figura en el original, de modo que debe de ser mío.
Para Vella cantiga, le propuse Canción de cuna pra Rosalía Castro, morta. Lo
veo luego utilizado en un soneto póstumo (Nueva York, 1941): Canción de cuna
para Mercedes, muerta.
Todos estaban inéditos menos el Madrigal â cibdá de Santiago. Me
lo dio impreso -los tipos de El Pueblo Gallego, de Vigocon una corrección a
pluma en el segundo verso de la tercera estrofa: laio (queja) por ceio
(cielo). He aquí algún ejemplo de mis enmiendas: En Danza da lua en Santiago,
«¿Quen fire caval de pedra -no mesmo umbral do sono?». Yo puse: «¿Quén fire
potro de pedra -na mesma porta do sono?», porque caval no es gallego y cabalo
resulta largo; y porta porque expresa poéticamente lo mismo que umbral, que
tampoco es gallego, y evita el corte elocutivo artificioso en me-um. El verso:
«Filla, con el ar do ceio», quedó: «Ai, filla, co ar do ceio», para corregir el
castellanismo y ganar la sílaba... Y así otras menudencias sin importancia.
Todo le pareció bien.
¿Por qué los escribió? Federico había estado en Galicia durante un
viaje escolar (1917), que le dio temas para su primer libro: Impresiones y
paisajes (1918). Entre todo aquel tierno y confiado desparramarse juvenil, aún
rezumando modernismo, (Canéfora de pesadilla, Romanza de Mendelssohn, Jardín muerto,
Jardín romántico...) hay una nota aceda, dolorosa: Un hospicio en Galicia, con
este divertido reventón mitinero: «Quizá algún día (la puerta) teniendo lástima
de los niños hambrientos y de las graves injusticias sociales, se derrumbe con
fuerza sobre alguna comisión de beneficiencia municipal, donde abundan tantos
ladrones de levita y, aplastándolos, haga una tortilla de las que tanta falta
hacen en España».
Vuelve a visitarla, con ganas más personales y más adecuadas
letras, en 1932, en gira de conferencias por el Instituto de Cooperación
Intelectual, o algo así. Naturalmente, en esta visita, más sopesada y mejor
acompañada, tuvo que apechugar con el tenaz dominio -aunque sea por pocas
horas- de aquel manso y tan incisivo, deslumbramiento que mi tierra mete por
las canales del sensorio, antes que por la noticia letrada, en las almas
capaces de recepción y que es su desquite de tanto dejarla ahí o del pasarla de
largo, conformándose con los tópicos dulzarrones -«los mil verdes del paisaje»,
«la melancolía», «los iños, iñas»- del comento turístico, repetidor al dictado,
o de la vacuidad, sin más, de muchos naturales. Federico, «fulminado» -es
palabra suya- por Compostela (¡válgame Dios, él granadino!), en vez de los
¡ah!, ¡oh! de la bobería transeúnte o congénita, se alivió con unos versos;
porque muchas veces los versos, aun siendo poeta más trabajoso y premioso de lo
que se cree, eran su modo interjeccional y exclamativo.
De esta visita es el primer poema, el Madrigal â cibdá de
Compostela. Apareció originalmente en Yunque, de Lugo, una de aquellas revistas
-parpadeos de entonces, que duraban tanto como el engaño lírico de sus
empresarios- la dirigía Angel Fole -tardaba en hacerse desengaño económico, ¡y
tan útiles en su apenas nacer! Volvió en 1934 con «La Barraca». La montó en la
Plaza de la Quintana -la antigua Quintana dos mortos-, con su loggia
renacentista, su barroco desbocado y aquel altísimo paredón de monjas
encerradas, con tantas ventanas, todas mirando hacia dentro, en cuya negrura
garbea una lápida recordando al Batallón de Literarios, aquellos estudiantes
que en 1808 se fueron a la guerra, con guitarras y manteos, como a una tuna. Y
esta plaza vino luego a ser escenario del más intenso de los poemas, la Danza
da lúa en Santiago.
Otras relaciones con Galicia: En su conferencia del Duende, signa
al Maestro del Pórtico entre los tocados por el misterio y ventolera. También
se refiere a la romería metepsicósica de San Andrés de Teijido, o San Andrés de
Lonxe, de lejos. Yo se la conté, pero ya se la había contado antes Carlos
Martínez Barbeito, que la sabe mejor, aunque no haya estado en ella, porque es
de La Coruña. Yo estuve, pero soy de Orense.
Federico había leído los cancioneros galaico-portugueses y la
poesía tradicional castellana, en la que nuestra juglaría desemboca. Conocía,
asimismo, las obras de Gil Vicente, de Saa de Miranda, la lírica de Camoens y
muchos románticos gallegos y portugueses. De Rosalía recitaba algunos
fragmentos, Curros Enríquez le parecía «poco gallego» (Juan Ramón Jiménez, ya
viejo, habló también de la influencia de estos poetas en su formación
primeriza, frente a otras más tercamente asignadas). En Madrid, una tarde de
1934, le leí -y traté de aclararle- algunos poemas de Pondal, nuestro más ancho
y hondo bardo costero. Recuerdo uno de sus prontos: «¿Dónde estaba este
poetazo?». De los nuevos, había leído a Amado Carballo, a Manuel Antonio –le
gustaba más el primero–, a Eugenio Montes –Versos a tres cás o neto–, a Álvaro
Cunqueiro y a los más significativos de aquella generación. Yo le había mandado
mis Romances galegos (Buenos Aires, 1928), coetáneos, en elaboración y en
publicación, del Romancero gitano y sin otra semejanza que el título. Sus
amigos gallegos fueron, entre otros que no habré conocido, A. Yunque, Cunqueiro,
Feliciano Roldán, Luís Seoane, los Dieste, C.M. Barbeito, Castelao, R.
Suárez Picallo, A. Cuadrado... Pero yo creo que el incitador decisivo para que
escribiese los poemas gallegos -al menos, los cinco que me dio manuscritos- fue
Ernesto Pérez Güerra, igualmente gallego, su amigo más íntimo y personal en
aquellos días, junto con Rafael Rapún -¡pobre Rafael!- y su camarada muy
querido de lances teatrales, Eduardo Ugarte. Lo digo del modo más válido, y
tengo buenas razones para ello: sin la presencia e insistencia de Ernesto (el
único poema con dedicatoria, a él está dirigido: Cantiga do neno da tenda)
éstos no hubieran nacido. (Ernesto era, en aquellos tiempos, estudiantón
indiscriminado y tañedor angélico de aires gallegos en la armónica por noches y
cafés, ¡ay!, madrileños. Se fue a Nueva York donde, naturalmente, lavó platos,
que éste parece ser allí el indispensable comienzo de las grandes cosas. Hoy
es, en su Universidad, catedrático-jefe de la sección Lenguas Romances, además
de consumado ensayista y fino poeta en portugués y en gallego).
Fueron publicados en un cuaderno de 34 páginas, por la Editorial
Nós -volumen LXXIII-, con prólogo de E.B.A. La fecha del colofón es: 27
de diciembre de 1935, pero estaba hecho en noviembre. Los compuso a mano su
director Ánxel Casal. Yo compuse los ocho primeros versos de la Cantiga do neno
da tenda, poema emigratorio, como homenaje al poeta y a un oficio pueril
aprendido en escuela de frailes. Entonces, aun creíamos en esas trazas y
símbolos del sentimiento, ¡o mores! Salvo unos pocos ejemplares que se
repartieron, el resto de la edición desapareció, junto con el fondo editorial
de Nós en el que figuraban los mayores testimonios del renacimiento cultural
gallego desde 1920.
¿Qué más? Algo habría que decir de los poemas en sí, por lo pronto
esto: No se trata de divertimientos o ejercicios en lenguaje de préstamo, y si
fue eso lo que el poeta se propuso, otra cosa muy diferente fue lo que le
salió. Porque tampoco se trata del manejo aproximativo de unos sentimientos
tanteados con argucias y oficios del pastiche; en primer lugar, porque no es
posible hacer tal cosa con lo gallego como lo es con lo andaluz, pongamos por
caso, aunque lo sustancial andaluz quede también siempre lejos de esas
aproximaciones. No es posible, sin caer en manifiesta inoperancia o en
caricatura, por faltarle a lo gallego el adecuado repertorio de
convencionalismos mostrencos. Lo gallego se expresa o se caricaturiza, no hay
términos medios ni zonas francas donde pueda denunciarse de otro modo. Su
reconditez -aun para los gallegos, que andamos ahora en la tarea de
autoaclararnos deja poco margen para lo presunto. Pues bien, estos poemas, que
en su momento quedaron sin crítica apta, forman parte de lo más esencial que
nuestra lírica haya expresado. Con toda exactitud, su esencialidad es su
patente misterio circunstancial, además del misterio radical de toda poesía. De
un brinco -dejemos aparte todo el cascarón y falacia de las fuentes- se plantan
en el entresijo, en el cogollo, en el cerne de nuestra expresión lírica más
penetrante y acabada, con una propiedad milagrosa. En cada uno de ellos, en su
lineamiento anecdótico y en la bruma que los difumina y aclara -en el sentido
especial de la claridad gallega- resultan obra de la más asombrosa naturalidad,
sin rastros de esfuerzo ni huellas de ejercicio retórico; son maravilla
sobrecogedora. Adrede amontonó los adjetivos de lo increíble, no por aspaviento
sino para resalte, para dar con algún modo explicativo de lo que es en sí
irracional; quiere decir, de lo que está siendo, sin que sea posible
reconstruir racionalmente su itinerario, sin poder decir cómo ha sido. Nunca
había ocurrido nada semejante en ninguno de los poetas foráneos de largo
avecinamiento y de manejo, in situ, del habla, y a tantos siglos de su uso como
medio comunal, instrumental, operístico, por parte de los líricos primitivos
españoles.
Esto en el orden discursivo puede girarse a dotes de penetración
en los enseres del saber y a cierta destreza y resolución para abarcar dialécticamente
sus relaciones. Mas otra cosa es cuando el producto intuido no es mera
intelección, sino que sobreviene ligado y connatural a lo que es más indócil al
requirimiento, o sea, al espíritu del habla, a lo que ésta porta y trasluce
como reflejo del alma de un pueblo; y en el caso presente, del alma de un
pueblo que tiene, precisamente, en la poesía su modo mayor, casi único, de
declaración. En los poemas gallegos de Federico, eso que con palabras gastadas
y maltratadas, pero sabiendo bien qué queremos decir, llamamos lo racial, lo
telúrico, resulta evidente, con la evidencia sui géneris de la poesía de un ahí
perceptible por quienes llevamos dentro la oquedad adecuada para su resonancia,
aunque no podamos decir en qué consiste. La imaginería concreta, figurativa, y
a la par empapada en la jugosidad de los tonos e intertonos del habla, en el
Romance de nosa Señora da Barca; el tema de la Danza da lúa en Santiago,
diluyéndose, atmosferizándose -¡perdón!, en tiempo y espacio conculcados,
presencia entre el ser y el no ser, que se repite e integra en la cinética del
ritmo; la percepción y expresión de un matiz del tedio emigratorio, en un
ámbito concreto -Buenos Aires- confiado a un toque alusivo con el que toda la
configuración se resuelve: aquel paseiaban del Romance do neno da tenda.
«Ao longo das ruas infindas
os galegos paseiaban
soñando un val imposible
na verde riba da Pampa...»
La repentización y hallazgo de aquel ser -clave- de Galicia, en
estos versos de Canzón de cuna pra Rosalía, morta:
«Galicia calada e queda,
transida de tristes herbas...»
son mucho más que simples aproximaciones emprendidas al socaire de
la facilidad. Para los de la infamia menuda -que los escribió en castellano y
que yo los traduje- sólo digo que se pongan a intentar la reversión; ahí está,
a pesar de su fervor, la traducción del argentino Alberto Muzzio.
Sin duda, persiste en estos «Poemas» la briosa imaginería
lorquiana, su gracia, su sorpresa, sus fulgurantes enlaces, pero de tal modo
introyectada en el carácter del idioma poético que más que en una artesanía
traslaticia, que en unos automatismos de aplicación, nos hace pensar en un
nuevo e inexplicable poder. Ante el nuevo objeto, el poeta deviene un nuevo
sujeto. «Olla a choiva pola rúa -laio de pedra e cristal», «Santiago lonxe do
sol», «Pola testa de Galicia -xa ven salaiando a ialba», «Pombas de vidro
traguía -a choiva pola montana», «Non viu o inmenso gaiteiro -coa boca frolida
de alas»... son expresiones esenciales a la poesía gallega que antes no
estuvieron en nadie y que suponen un poder de penetración y andadura,
desentendido de lo temporal y de lo espacial, por lo quieto y feraz del objeto
poético, sólo concedidos al genio.
...
He aquí algo de lo que se puede decir sobre el puñado de papeles
que Federico me dio una tarde en que nuestras vidas estaban aún tensas frente a
su incumplimiento, casi angustiosas al pensar en lo que faltaba...
Eduardo Blanco Amor
Insula, XIV, núms. 152-53, julio-agosto 1959
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