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2845. Los vivos muertos




A media ladera, España agoniza: en los montes de El Escorial, última escoria y residuo postrero de la Sierra Guadarrama.

Todos están muertos en España. Los unos a su pesar, por oponerse a la tiranía. Los otros por consentirla. ¡Oh, pueblo de España, mira pasar a tus enemigos!... Ceniza son. Formados a media ladera de la montaña, avanzan en busca del Valle de los Caídos, oasis fúnebre, del que trasciende un hálito en cierto modo juvenil, sobre todo si se le compara con el que envuelve a la fila de los enterradores. Parecen éstos obstinados termes, que tratasen de horadar la tierra de España. Franquistas, falangistas, monárquicos, requetés... Se les distingue por sus caparazones, en los que cada grupo, cada especie, lleva pintados los colores de su bandera. Penosamente remontan la pendiente las oscuras jerarquías, el ejército de Franco, el otro ejército, el monárquico. Felipe II, despertado por aquel olor a muerto más reciente, alza su palidez para contemplar al nuevo rey. Aquél es. No, aquel otro. O el de más allá: Franco. Son reyes los tres, Franco, Juan y Carlos, sin serlo ninguno. Los tres al mismo tiempo, pues en España otro de los valores que ha dejado de existir es el tiempo, la noción de tiempo. Veinte años después, España está como veinte años antes. Paralizada, yerta, de regreso a la pétrea inmovilidad de sus toros de Guisando. La crisis del franquismo se plantea ahora con las mismas características que en 1939. España sigue soportando un sistema sin sucesión. Al final del franquismo, cerrando el paso, surge ahora la escollera de los muertos. Es el franquismo como un cardo seco y estéril. El aparato estatal de España semeja un cuerpo desollado que cruzase de un extremo a otro la meseta castellana. Nadie sabe qué hacer con este cuerpo insepulto, atravesado en España y que interrumpe todos los caminos. No se ve una solución. O no se ve más que una solución: la que se evade, la más temida por el franquismo. Mientras se tejen y destejen mil combinaciones, el pueblo español mira cómo remonta el entierro la pendiente.

Van en cabeza los muertos hacia dentro, los desilusionados camisas viejas, que pretendían a su modo revolucionar a España. ¿Qué fue de tanta invención?... Les siguen los que hicieron la apología del franquismo, o los silenciadores de tal iniquidad. Son los intelectuales. Tan apergaminados varones representan la capa más externa y vanidosa del cuerpo muerto, la dermis, todavía sensible. Algunos se rezagan, se hacen los desentendidos, simulan no tener nada que ver con el difunto. Otros se han adelantado, han traspuesto la serranía y han llegado hasta Segovia. Sus siluetas alargadas, temblorosas, de fugitivos, han cruzado bajo los arcos del Acueducto -Jordán en vilo-, creyendo hallar al otro lado la salvación. Se han acordado ahora de Antonio Machado. Otro día se acordarán de García Lorca, de ellos mismos, de lo que fueron en vida.

Los hay que están más íntimamente ligados al organismo agónico, mayormente contaminados. En lo profundo del cuerpo difunto, donde la escarlata sangre se coagula y se hace pegajosa, está el Opus Dei. En el centro de la sombría osamenta está Franco. Un Franco entre azulino y blancuzco, tal como lo ha pintado de mano maestra el pintor Rodríguez Luna.

España incide en la muerte. Mas otra España nace como dijera el poeta. La España al margen, la inmortal e imperecedera. No necesita esta España que el muerto se salve. Le urge, por el contrario, librarse de su pesadumbre, recobrar su libertad. Una España es la que muere. Una España la que habrá que enterrar definitivamente. El cuerpo que parecía tan descomunal, como que se encoge y enjuta al morir. A lo último quedará del franquismo lo que de un cardo requemado y seco, lo que de un sarmiento. Quedará la cripta, la oquedad en el valle. Todo el franquismo es oquedad.

Si la vida se pierde al no afrontarla, España no deberá dejar de afrontar resueltamente la circunstancia que se avecina. Que nada caduco interfiera la vida de la España naciente. El error más grave que podría cometer España sería no consumar la muerte que toda resurrección exige.


D. Aipat
Diálogo de Las Españas. México, 3 de julio de 1959








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