A media
ladera, España agoniza: en los montes de El Escorial, última escoria y residuo
postrero de la Sierra Guadarrama.
Todos
están muertos en España. Los unos a su pesar, por oponerse a la tiranía. Los
otros por consentirla. ¡Oh, pueblo de España, mira pasar a tus enemigos!...
Ceniza son. Formados a media ladera de la montaña, avanzan en busca del Valle
de los Caídos, oasis fúnebre, del que trasciende un hálito en cierto modo
juvenil, sobre todo si se le compara con el que envuelve a la fila de los
enterradores. Parecen éstos obstinados termes, que tratasen de horadar la
tierra de España. Franquistas, falangistas, monárquicos, requetés... Se les
distingue por sus caparazones, en los que cada grupo, cada especie, lleva
pintados los colores de su bandera. Penosamente remontan la pendiente las
oscuras jerarquías, el ejército de Franco, el otro ejército, el monárquico.
Felipe II, despertado por aquel olor a muerto más reciente, alza su palidez
para contemplar al nuevo rey. Aquél es. No, aquel otro. O el de más allá:
Franco. Son reyes los tres, Franco, Juan y Carlos, sin serlo ninguno. Los tres
al mismo tiempo, pues en España otro de los valores que ha dejado de existir es
el tiempo, la noción de tiempo. Veinte años después, España está como veinte
años antes. Paralizada, yerta, de regreso a la pétrea inmovilidad de sus toros
de Guisando. La crisis del franquismo se plantea ahora con las mismas
características que en 1939. España sigue soportando un sistema sin sucesión.
Al final del franquismo, cerrando el paso, surge ahora la escollera de los
muertos. Es el franquismo como un cardo seco y estéril. El aparato estatal de
España semeja un cuerpo desollado que cruzase de un extremo a otro la meseta
castellana. Nadie sabe qué hacer con este cuerpo insepulto, atravesado en
España y que interrumpe todos los caminos. No se ve una solución. O no se ve
más que una solución: la que se evade, la más temida por el franquismo.
Mientras se tejen y destejen mil combinaciones, el pueblo español mira cómo
remonta el entierro la pendiente.
Van en
cabeza los muertos hacia dentro, los desilusionados camisas viejas, que
pretendían a su modo revolucionar a España. ¿Qué fue de tanta invención?... Les
siguen los que hicieron la apología del franquismo, o los silenciadores de tal
iniquidad. Son los intelectuales. Tan apergaminados varones representan la capa
más externa y vanidosa del cuerpo muerto, la dermis, todavía sensible. Algunos
se rezagan, se hacen los desentendidos, simulan no tener nada que ver con el
difunto. Otros se han adelantado, han traspuesto la serranía y han llegado
hasta Segovia. Sus siluetas alargadas, temblorosas, de fugitivos, han cruzado
bajo los arcos del Acueducto -Jordán en vilo-, creyendo hallar al otro lado la
salvación. Se han acordado ahora de Antonio Machado. Otro día se acordarán de
García Lorca, de ellos mismos, de lo que fueron en vida.
Los hay que están más
íntimamente ligados al organismo agónico, mayormente contaminados. En lo
profundo del cuerpo difunto, donde la escarlata sangre se coagula y se hace
pegajosa, está el Opus Dei. En el centro de la sombría osamenta está Franco. Un
Franco entre azulino y blancuzco, tal como lo ha pintado de mano maestra el
pintor Rodríguez Luna.
España incide en la
muerte. Mas otra España nace como dijera el poeta. La España al margen, la
inmortal e imperecedera. No necesita esta España que el muerto se salve. Le
urge, por el contrario, librarse de su pesadumbre, recobrar su libertad. Una
España es la que muere. Una España la que habrá que enterrar definitivamente.
El cuerpo que parecía tan descomunal, como que se encoge y enjuta al morir. A
lo último quedará del franquismo lo que de un cardo requemado y seco, lo que de
un sarmiento. Quedará la cripta, la oquedad en el valle. Todo el franquismo es
oquedad.
Si la vida se pierde al
no afrontarla, España no deberá dejar de afrontar resueltamente la
circunstancia que se avecina. Que nada caduco interfiera la vida de la España
naciente. El error más grave que podría cometer España sería no consumar la muerte
que toda resurrección exige.
D. Aipat
Diálogo
de Las Españas. México,
3 de julio de 1959
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