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2869. Desde el mirador de la Guerra. Para el Congreso de la Paz

Rescate de heridos en uno de los bombardeos del 30 de enero de 1938 en Barcelona - Archivo Estatal Ruso - (RGVA)



Con sumo gusto hubiera acudido a París para dar testimonio de presencia en el grupo de escritores españoles antifascistas, si mi salud, harto quebrantada, lo hubiera consentido. Mis compatriotas saben muy bien que apenas puedo moverme de casa, y ellos lo harán constar entre vosotros. También llevan encargo mío de representaros con la palabra viva, que pierde mucho confiada al papel, cuanto es sincera mi gratitud a vuestras bondades y en cuánto estimo el honor que me habéis conferido al invitarme a vuestras reuniones.

Y ahora unas palabras sobre el tema concreto que a todos nos ocupa:

En verdad, un español que habita hoy en Barcelona no hace mucho con su airada protesta contra los bombardeos aéreos de las ciudades abiertas. Puede pensarse de él (¿y cómo no?) que clama en defensa de su propio techo amenazado, de la seguridad de los suyos y aun de su propia persona. ¿Quién, en su caso, no lo haría? Hay más. Los mismos hombres que perpetran estos crímenes abominables tienen también sus casas (en Roma o en Berlin o en Salamanca) como nosotros hoy en Barcelona, en Madrid o en Valencia; tienen, acaso, sus padres (un padre y una madre para cada uno de ellos), sus mujeres, sus hijos, sus hermanos; y sería un hiperbólico abuso de la retórica si afirmásemos que habían de permanecer insensibles si (a salvo sus personas) presenciaran el exterminio de los suyos con las mismas bombas que ellos están arrojando sobre los nuestros. Es casi seguro que, en este caso, su repulsa no sería mucho menos airada que la nuestra. Esto quiere decir (conviene mirar a la verdad cara a cara) algo que, no por seguirse de premisas perfectamente lógicas, es menos monstruoso: se puede ser lo que se llama un buen padre, un buen hijo, un buen esposo, y hasta un excelente vecino, y realizar las faenas más abominables, esos viles asesinatos de niños, enfermos, mujeres y ancianos, los crímenes de lesa humanidad que la guerra palia y la llamada guerra totalitaria pretende cohonestar.


...


Si la vida es la guerra, decía Juan de Mairena, ¿por qué tanto mimo en la paz? Pero nada hemos de concluir contra el sentido cordial de la vida. Existen afectos humanos muy profundos, cariños paternales, filiales y fraternos, que, aun confinados en los estrechos limites de la familia, son depósitos sagrados, cuando no fecundos manantiales de amor. De ningún modo hemos de envenenarlos o contribuir a que se aminoren y extingan. Debemos confesar, sin embargo, que son insuficientes, no ya para asegurar la paz, la cual —digámoslo de pasada— es poca cosa por sí misma, y, asentada sobre la iniquidad, muy inferior al estado de la guerra, sino para asegurar la amorosa convivencia, humana. Y no sólo son insuficientes, sino tales como aparecen, negativos. La familia, esa célula social a que aludía Augusto Compte, cuando carece de un sentido religioso, quiero decir de un sentido cordial de radio infinito, aunque trascienda por mera analogía de los vínculos más estrechos de la sangre, tiende a encerrarse en un contorno arisco, y a constituirse en entidad polémica, en la cual el egoísmo aparece más acusado que el mero individuo. Y, siguiendo esta ley, son más peleonas las tribus que las familias, las ciudades que las tribus, las naciones que las ciudades, las federaciones de potencias que las naciones mismas, y cuando todos los hombres de un continente o de una raza se unan bajo una misma bandera o un mismo color, constituirán los más abominables equipos de pelea, dispuestos a tomarse —como decía Don Quijote— con los hombres de otros continentes o de piel diversamente colorida. Tienden los hombres al homicidio en masas cada voz mayores, y, para ello, perfeccionan hasta lo infinito la asnal quijada abelicida: que en esto consiste el tercio, por lo menos, de lo que suele llamarse fecundas actividades de la paz. Y ello es tan perfectamente lógico como profundamente monstruoso. Lo que se extiende y se generaliza, lo que se objetiva y, en cierto modo, se racionaliza, lo que tiende a totalizarse, no es el sentido fraterno de la vida, el amor de hombre a hombre y, en cierto sentido, el culto al hombre esencial, al hombre como capaz de libertad y de superación de sus fatalidades zoológicas, sino estas fatalidades mismas, a saber: el egoísmo genésico y la voluntad de perdurar en el tiempo, con desdeño de toda espiritualidad, su apego al interés material de la especie, y, sobre todo, su capacidad para la pugna biológica y para el trabajo puramente cinético. 

Sé muy bien lo que digo, aunque acaso no acierte a expresarlo con entera justeza. Una enorme oleada de cinismo, o si os place, mejor, de realismo, nos arrastra a todos. La labor dominante de la cultura occidental —sin excluir ni a su ciencia ni a su arte ni a su metafísica— tiende a despojar al hombre de todos sus atributos divinos... ¡Perdón! Cuando digo divinos quiero decir humanos, aquellos por los cuales el hombre excede o se diferencia de otros grupos zoológicos enteramente sometidos a sus fatalidades orgánicas. Y en esta corriente tan esencialmente batallona, que es la guerra misma, ¿cómo pensar que la guerra, ni aun la totalitaria, pueda ser enfrenada? Sin la tendencia de sentido contrario, a saber: la amorosa, la ascética, la contemplativa, la espiritual, de la cual sacamos toda nuestra retórica y muy poco de nuestras realidades efectivas, es muy difícil que lleguemos a intentarlo siquiera. 

Perdonad que me haya apartado tanto del tema concreto que me propuse tratar: las bombas criminales sobre las ciudades abiertas. Porque escribo a la luz de una vela, en plena alarma, y son estas mismas aborrecibles bombas, que están cayendo sobre nuestros techos, las que me inspiran estas reflexiones.


Antonio Machado
La Vanguardia, 23 de julio de 1938








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