Rescate de heridos en uno de los bombardeos del 30 de enero de 1938 en Barcelona - Archivo Estatal Ruso - (RGVA) |
Con sumo gusto hubiera
acudido a París para dar testimonio de presencia en el grupo de escritores
españoles antifascistas, si mi salud, harto quebrantada, lo hubiera consentido.
Mis compatriotas saben muy bien que apenas puedo moverme de casa, y ellos lo
harán constar entre vosotros. También llevan encargo mío de representaros con
la palabra viva, que pierde mucho confiada al papel, cuanto es sincera mi
gratitud a vuestras bondades y en cuánto estimo el honor que me habéis
conferido al invitarme a vuestras reuniones.
Y ahora unas palabras sobre el tema concreto que a todos nos
ocupa:
En verdad, un español que habita hoy en Barcelona no hace mucho
con su airada protesta contra los bombardeos aéreos de las ciudades abiertas.
Puede pensarse de él (¿y cómo no?) que clama en defensa de su propio techo
amenazado, de la seguridad de los suyos y aun de su propia persona.
¿Quién, en su caso, no lo haría? Hay más. Los mismos hombres que perpetran
estos crímenes abominables tienen también sus casas (en Roma o en Berlin o en
Salamanca) como nosotros hoy en Barcelona, en Madrid o en Valencia; tienen,
acaso, sus padres (un padre y una madre para cada uno de ellos), sus mujeres,
sus hijos, sus hermanos; y sería un hiperbólico abuso de la retórica si
afirmásemos que habían de permanecer insensibles si (a salvo sus personas)
presenciaran el exterminio de los suyos con las mismas bombas que ellos están
arrojando sobre los nuestros. Es casi seguro que, en este caso, su repulsa no
sería mucho menos airada que la nuestra. Esto quiere decir (conviene mirar a la
verdad cara a cara) algo que, no por seguirse de premisas perfectamente
lógicas, es menos monstruoso: se puede ser lo que se llama un buen padre, un
buen hijo, un buen esposo, y hasta un excelente vecino, y realizar las faenas
más abominables, esos viles asesinatos de niños, enfermos, mujeres y ancianos,
los crímenes de lesa humanidad que la guerra palia y la llamada guerra
totalitaria pretende cohonestar.
...
Si la vida es la guerra, decía
Juan de Mairena, ¿por qué tanto mimo en la paz? Pero nada hemos de concluir
contra el sentido cordial de la vida. Existen afectos humanos muy profundos,
cariños paternales, filiales y fraternos, que, aun confinados en los estrechos
limites de la familia, son depósitos sagrados, cuando no fecundos manantiales
de amor. De ningún modo hemos de envenenarlos o contribuir a que se aminoren y
extingan. Debemos confesar, sin embargo, que son insuficientes, no ya para
asegurar la paz, la cual —digámoslo de pasada— es poca cosa por sí misma, y,
asentada sobre la iniquidad, muy inferior al estado de la guerra, sino
para asegurar la amorosa convivencia, humana. Y no sólo son insuficientes, sino
tales como aparecen, negativos. La familia, esa célula social a que aludía
Augusto Compte, cuando carece de un sentido religioso, quiero decir de un
sentido cordial de radio infinito, aunque trascienda por mera analogía de los
vínculos más estrechos de la sangre, tiende a encerrarse en un contorno arisco,
y a constituirse en entidad polémica, en la cual el egoísmo aparece más acusado
que el mero individuo. Y, siguiendo esta ley, son más peleonas las tribus que
las familias, las ciudades que las tribus, las naciones que las ciudades, las
federaciones de potencias que las naciones mismas, y cuando todos los hombres
de un continente o de una raza se unan bajo una misma bandera o un mismo color,
constituirán los más abominables equipos de pelea, dispuestos a tomarse —como
decía Don Quijote— con los hombres de otros continentes o de piel diversamente
colorida. Tienden los hombres al homicidio en masas cada voz mayores, y, para
ello, perfeccionan hasta lo infinito la asnal quijada abelicida: que en esto consiste el tercio, por lo menos, de lo que suele llamarse fecundas actividades
de la paz. Y ello es tan perfectamente lógico como profundamente monstruoso. Lo
que se extiende y se generaliza, lo que se objetiva y, en cierto modo, se
racionaliza, lo que tiende a totalizarse, no es el sentido fraterno de la vida,
el amor de hombre a hombre y, en cierto sentido, el culto al hombre esencial,
al hombre como capaz de libertad y de superación de sus fatalidades zoológicas,
sino estas fatalidades mismas, a saber: el egoísmo genésico y la voluntad de
perdurar en el tiempo, con desdeño de toda espiritualidad, su apego al interés
material de la especie, y, sobre todo, su capacidad para la pugna biológica y para el trabajo puramente cinético.
Sé muy bien lo que digo, aunque
acaso no acierte a expresarlo con entera justeza. Una enorme oleada de cinismo,
o si os place, mejor, de realismo, nos arrastra a todos. La labor dominante de
la cultura occidental —sin excluir ni a su ciencia ni a su arte ni a su
metafísica— tiende a despojar al hombre de todos sus atributos divinos... ¡Perdón! Cuando digo divinos quiero decir humanos, aquellos por los cuales el
hombre excede o se diferencia de otros grupos zoológicos enteramente sometidos
a sus fatalidades orgánicas. Y en esta corriente tan esencialmente batallona,
que es la guerra misma, ¿cómo pensar que la guerra, ni aun la totalitaria,
pueda ser enfrenada? Sin la tendencia de sentido contrario, a saber: la
amorosa, la ascética, la contemplativa, la espiritual, de la cual sacamos toda
nuestra retórica y muy poco de nuestras realidades efectivas, es muy difícil
que lleguemos a intentarlo siquiera.
Perdonad que me haya apartado
tanto del tema concreto que me propuse tratar: las bombas criminales sobre las
ciudades abiertas. Porque escribo a la luz de una vela, en plena alarma, y son
estas mismas aborrecibles bombas, que están cayendo sobre nuestros techos, las
que me inspiran estas reflexiones.
Antonio Machado
La Vanguardia, 23 de julio de
1938
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