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2875. El exilio de Chile. El Winnipeg

Niños del 'Winnipeg' - Biblioteca Nacional de Chile


Mis primeros recuerdos son verme agarrada a la mano de Estrella o en brazos de Reme. Todo está muy confuso, a veces pienso que son recuerdos impuestos, imágenes que creo recordar pero que no es así, son escenas, palabras, detalles que he escuchado y en mi mente se han quedado impresas como imágenes. De los bombardeos de Málaga, Valencia y Barcelona me ha quedado un temor grandísimo a los truenos o a los golpes fuertes. Me he emocionado al leer cómo me cuidaba de bebé Cayetano para que mi madre no me hiciera daño. Me he emocionado al saber que fueron sus brazos los que me cobijaron cuando una neumonía casi se me lleva por delante en el camino entre Almería y Valencia, esa enfermedad que nos llevó hasta la casa de mami Reme. Al contrario que mi hermano, yo he tenido mucha suerte. Me estremezco sólo al pensar cómo podría haber sido mi vida sin esos ángeles que me han cuidado en todo momento. Porque mi vida está llena de ángeles de la guardia. En medio de tanto amor, sigue quedando el vacío de una madre que me abandonó, de un padre que no me hubiera abandonado pero que murió. Por mucho amor que pongamos encima, me queda siempre el vacío que dejaron esos padres.

Me crié en medio de tanta gente buena que no puedo más que estar agradecida eternamente. De pequeña tenía un gran lío, no sabía distinguir entre una madre, una abuela, una tía. Llamaba a Reme mami y a Estrella mamá. A la hija de Reme, tía y a sus hijas primas. A mí no me faltó ni un parentesco. Tardé mucho en saber que ninguna era mi madre, y que la familia no era tal. No veía diferencia entre Estrella y Reme, las dos me cuidaban, me mimaban, me besaban, me dormían entre sus brazos, me daban de comer aunque en su plato no hubiera nada. ¿Por qué una era de mi familia y la otra no? Desde luego que yo siempre las consideré por igual, y en mi corazón las dos son mis madres, o abuelas llámalo como quieras. Mi cariño, amor y gratitud es el mismo para ambas. Reme grande, gorda. Estrella chiquita, delgada, muy delgada. Las dos me acunaron con el mismo amor y a las dos les debo la vida.

Dos mujeres tan justas se llevaron bien desde el momento en que se conocieron, los celos no tenían cabida en personas tan íntegras así que desde el primer momento se complementaron y siempre sintieron una por la otra veneración. Estrella fue acogida en aquella gran casa de Valencia como una hermana. Se amoldó a la vida familiar sin ningún conflicto. Cuando las cosas cambiaron y tuvimos que salir de Valencia fue ella quien tomó las riendas de esa peculiar familia. Con los francos que aún le quedaban y las joyas que escondía por su  fino cuerpo pagamos primero el pasaje en el barco ruso; después en Francia  pudimos sobrevivir en condiciones mucho mejores que la mayoría. También nos ayudó su dominio del idioma. Gracias al francés que cada día hablaba mejor, nuestros primeros meses de exilio fueron aceptables pues no nos trataban tan mal como a otros refugiados.

Como te he dicho antes, no sé si realmente lo recuerdo o la imagen está en mi mente por haberla leído, oído, escuchado mil veces en boca de algunos de esos 2.500 privilegiados que tuvimos la fortuna de montar en el Winnipeg. Me veo de la mano de Estrella subiendo a un barco gigante, yo tenía unos 4 años, abajo antes de caminar por la escalerilla un hombre con un sombrero blanco me dio un cariñoso cachete en la mejilla. Era Neruda, mi padre Pablo Neruda, pues todos los viajeros del Winnipeg, somos y nos sentimos sus hijos. Hacía calor en aquel muelle de Trompeloup. Era el 4 de agosto de 1939. La travesía fue dura por las altas temperaturas y el hacinamiento. El Winnipeg era un carguero que de un día para otro habilitaron para dar cabida a más de 2.000 harapientos refugiados. Eso éramos aunque nosotros, me refiero al grupo capitaneado por Ramonet, no nos viéramos así. Habíamos estado viviendo en una pensión, comíamos caliente todos los días.  El principio de nuestro exilio, gracias como te he dicho al dinero y al francés de Estrella, fue de lujo, así que el barco con sus literas, sus turnos para todo, para ir a comer, para ir a las letrinas, para dar una vuelta por la cubierta, nos resultó difícil. Las literas  con una colchoneta de paja y una delgada manta; los ventiladores eléctricos ronroneando día y noche; el calor pegajoso nos incomodaba. Pero muchos de los que allí viajaban habían pasado meses, como tío Damián, durmiendo en un hoyo en la arena, comiendo caldos podridos. Ellos veían las instalaciones del barco como un hotel y los demás por respeto nos unimos a su gratitud. Habríamos sido unos desagradecidos de haber actuado de otra forma.

Los niños, la verdad, nos lo pasamos muy bien. De eso sí tengo recuerdos. Grupos enormes de niños jugando al escondite por el barco, de arriba a abajo, nadie nos decía nada, todos estaban alegres de vernos contentos, de vernos reír a carcajadas después de tantos años de sufrimiento. Éramos 350. Lo que no se le ocurría a uno se le ocurría a otro. Todavía me río al acordarme de uno de los juegos favoritos del que no entendí por completo su significado hasta que fui mayor. En el barco, hombres y mujeres estábamos en zonas distintas. Dormíamos separados. Las mujeres con los niños en la popa. Las parejas, por tanto,  tenían que ingeniárselas para conseguir un poco de intimidad. Al final las parejitas encontraron el escondite perfecto: los botes salvavidas. A los niños nos gustaba ir a incomodarlos, tirar cosas a las lonas, gritar; en fin, inocentes bromas.

La vida cotidiana necesitó de una cuidadosa organización. Conseguir que tantas personas convivieran en un espacio tan reducido y tan poco acondicionado tuvo sus complicaciones, pero no hubo ningún problema digno de mención. Se funcionaba a golpe de voluntarios. Voluntarios para pelar patatas, voluntarios para cuidar niños, voluntarios para limpiar los retretes. Reme, Estrella y Milagros eran las primeras en apuntarse a lo que hiciera falta. Antonio, el yerno de Ramonet, estaba muy solicitado para arreglar todo lo que se rompía. No he conocido a nadie con tanta facilidad para poner tornillos, manguitos, apretar tuercas. Esas manos eran capaces de resucitar a un muerto. Ramonet en cambio pasó la travesía triste, muy triste. Él fue el más afectado por la derrota. Era un socialista convencido, desde su juventud había militado en el PSOE y la derrota lo sumió en una depresión.

En aquel mes que duró la travesía hubo tiempo para todo. Hubo nacimientos a bordo, hubo bodas.  Los que éramos niños recordamos el viaje con cariño y con mucha alegría. El viaje, sin embargo, fue tenso para los mayores, esperaban que en cualquier momento los hicieran regresar a Francia. La ansiada libertad les parecía una quimera sobre todo desde, que a mitad de la travesía, comenzaron a llegar rumores de que la II Guerra Mundial estaba a punto de estallar. De hecho comenzó nada más llegar a Chile y eso hizo que todos se reafirmaran en la suerte que habían tenido. Si alguno tenía la esperanza de volver a Europa vio su sueño hecho pedazos. Hubo numerosos momentos de tensión pero los más angustiosos fueron los días que permanecimos parados en el Canal de Panamá,  a nadie se le había ocurrido que había que pagar impuestos y tasas por cruzarlo. La desesperanza cundió en muchos pasajeros, ¿cómo iba a salir bien esa aventura? Hacía calor, mucho calor, las bodegas eran un horno, la cubierta quemaba, los mosquitos nos comían, pero también estábamos descubriendo desde la borda un mundo nuevo, ¡qué vegetación tan exuberante! ¡Cuánta gente y negros! A los niños nos llamaban mucho la atención los negros pues no habíamos visto uno en la vida. ¡Había gente de colores! Al final los días que esperamos a cruzar el Canal no fueron más que un ligero retraso y cuando nos dieron permiso para seguir, aliviados enfilamos por el Pacífico hacia el sur. La siguiente parada fue en el norte de Chile, nos esperaban algunas autoridades y allí bajaron unas cuantas familias que tenían trabajo en aquellas tierras, y es que no sólo nos llevaban hacia un país desconocido a empezar una nueva vida, es que ya nos habían buscado trabajo según las profesiones que dijimos tener, no siempre las verdaderas. El viaje estaba perfectamente planeado, nos habían encontrado acomodo en familias, colegios, etc. Resultó fácil y muy agradable, después de tantas penurias, acabar en un sitio donde se nos trató con tanto cariño.

Llegamos a Valparaíso de noche. Los cerros, iluminados como si fuera un belén, nos sorprendieron y maravillaron. ¿Cómo sería esa tierra prometida? Nadie durmió. Las autoridades, al ver que todos estábamos bien, decidieron esperar a la mañana para iniciar el desembarco. Aquella fue una noche de interrogantes, de impaciencia y de inseguridad. Ya no había vuelta atrás, estábamos a punto de descender en una tierra desconocida, tan desconocida que a la mayoría ni le sonaba el nombre, tan desconocida que durante la travesía nos dieron clases para que supiéramos cómo localizarla en el mapa, para que aprendiéramos algo sobre nuestro país anfitrión, sobre sus gentes y cultura. Un país alargado, con un  desierto al norte y hielos glaciares al sur. Un país poco poblado y lleno de oportunidades, así nos lo contaron y así fue.

Muy temprano, en cuanto el sol comenzó a salir, subió a bordo el Ministro de Salud, un joven médico que no era otro que Salvador Allende, el que sería con los años nuestro mejor presidente. Bajamos sin prisa, en orden, nos ponían una vacuna y nos distribuían. Había bandas de música, gente que nos estrechaban las manos, nos abrazaban. Nunca pudimos imaginar que íbamos a ser protagonistas de un recibimiento así, que tantos desconocidos pudieran tratarnos tan bien, con tanto cariño y delicadeza. ¿Qué habíamos hecho nosotros sino perder una guerra? ¿Cómo podían ensalzar a unos derrotados? Algunas familias se quedaron a vivir en Valparaíso, a nuestro grupo nos metieron en el tren camino de la capital, Santiago de Chile. Tardamos horas en hacer el recorrido pues en cada pueblo la gente venía a darnos la bienvenida. Ya en la capital, nos alojamos en una pensión y unos días después comunicaron a Ramonet y a su yerno que tenían dos puestos de trabajo en el sur, en Puerto Montt. Maravillados volvimos a montarnos en otro tren y hacia allí marchamos.

No podíamos creer en tanta suerte, un trabajo y una casa, pues hasta eso habían escogido para nosotros. Una casa grande en las afueras de la ciudad, estaba un poco destartalada pero entre todos en unos días la hicimos habitable y allí en medio de un fresquito considerable para lo que estábamos acostumbrados y en medio de una naturaleza inimaginable crecí. Crecí fuerte, crecí feliz, crecí mimada por todos. Con dos madres, dos primas las nietas de Reme. Yo el bebé, la más pequeña, la más querida. Estrella hizo gestiones para encontrar a Cayetano, pero jamás consiguió ni una pista. Todas las noches pedía a su hijo Pablo que cuidara de él, del niño perdido pues jamás aceptó que hubiera muerto. Siempre decía que su corazón lo sentía vivo, lo sentía vivo y triste. Lo sentía solo. Y no se equivocó. Nunca se equivocaba.

Cuando ya creía acabada su vida, cuando su único plan era criarme y encontrar a Cayetano para poder morir en paz, el destino volvió a sorprenderla. Estrella comenzó una etapa de realización personal con la que no había contado, disfrutó cada momento de esta nueva e imprevista vida chilena. Alguna vez le oí comentar a Reme que, aunque había sido muy feliz criando a sus hijos, siempre soñó con estudiar y poder tener una profesión. Su madre, Manuela, quiso ser y fue pastelera; tenía su tienda, un negocio que montó con trabajo e ilusión. A ella también le hubiera gustado trabajar, pero la vida se le fue pasando sin sentirla. Quino ganaba bien, y a los hombres, decía, no les gusta que sus mujeres trabajen; si tienen que hacerlo, es porque ellos no son suficientemente hombres, no pueden mantenerlas y darles a ellas y a sus hijos lo necesario. Ella nunca le llevó la contraria, pues aunque en el fondo de corazón no pensaba lo mismo, la verdad es que su madre montó la pastelería porque era madre soltera. Por eso calló y vivió contenta viendo crecer a sus hijos. Pero cuando creyó estar en el final del camino, fulminada por las circunstancias, por la maldita guerra, por el odio, por la maldad de una hija, cuando todo estaba perdido, el milagro sucedió y comenzó su propia y verdadera vida. Sí, una vida independiente, una vida sorprendentemente completa.

De su paso por Francia le quedó la espina de recuperar el francés olvidado. Quería volver a expresarse en la lengua que aprendió de niña, en el precioso idioma que Michelle le enseñó. Compró libros y estudió. Sólo era un deseo personal de superación, una afición a la que dedicar las tardes cuando las labores caseras estaban concluidas; pero la directora del colegio, adonde iban primero Luisa y Elena y después yo, la señora Fabiola creía en la importancia de los idiomas en la educación y, en cuanto se enteró de que Estrella era medio francesa, le ofreció dar clases. Estrella dudó pues no se creía capacitada. La señora Fabiola no quiso agobiarla y le pidió por favor que lo intentara, sólo lo intentara, sin ningún compromiso. Para ir cogiendo confianza, comenzó con los más pequeños y poco a poco fue progresando. Estrella era muy responsable,  encontró a un viejo pescador canadiense con quien conversaba todos los días y aprendió y aprendió y enseñó. ¡Qué felicidad más grande cuando salíamos las dos por la mañana de la mano camino del colegio! ¡Qué orgullo decir a todos con la boca bien grande que Madame Estrella era mi madre! Siempre la llamé mamá, por eso tu confusión. Para mí fue mi madre y yo para ella la hija soñada, no la real. Conmigo consiguió su anhelado sueño, reproducir la relación amorosa, cercana, cariñosa, que ella tuvo con Manuela. Raquel fue una espina dolorosa en su corazón, Pablo su ángel de la guarda, Damián su hijo rebelde. Y Quino, su Quino, del que tenía una amarilla foto en la mesilla de noche, su único amor, su padre, su hermano, su marido, su amante. Todo.


Pilar Lahuerta
Cartas para Estrella, 2013







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