Niños del 'Winnipeg' - Biblioteca Nacional de Chile |
Mis
primeros recuerdos son verme agarrada a la mano de Estrella o en brazos de
Reme. Todo está muy confuso, a veces pienso que son recuerdos impuestos,
imágenes que creo recordar pero que no es así, son escenas, palabras, detalles
que he escuchado y en mi mente se han quedado impresas como imágenes. De los
bombardeos de Málaga, Valencia y Barcelona me ha quedado un temor grandísimo a
los truenos o a los golpes fuertes. Me he emocionado al leer cómo me cuidaba de
bebé Cayetano para que mi madre no me hiciera daño. Me he emocionado al saber
que fueron sus brazos los que me cobijaron cuando una neumonía casi se me lleva
por delante en el camino entre Almería y Valencia, esa enfermedad que nos llevó
hasta la casa de mami Reme. Al contrario que mi hermano, yo he tenido mucha
suerte. Me estremezco sólo al pensar cómo podría haber sido mi vida sin esos
ángeles que me han cuidado en todo momento. Porque mi vida está llena de
ángeles de la guardia. En medio de tanto amor, sigue quedando el vacío de una
madre que me abandonó, de un padre que no me hubiera abandonado pero que murió.
Por mucho amor que pongamos encima, me queda siempre el vacío que dejaron esos
padres.
Me
crié en medio de tanta gente buena que no puedo más que estar agradecida
eternamente. De pequeña tenía un gran lío, no sabía distinguir entre una madre,
una abuela, una tía. Llamaba a Reme mami y a Estrella mamá. A la hija de Reme,
tía y a sus hijas primas. A mí no me faltó ni un parentesco. Tardé mucho en
saber que ninguna era mi madre, y que la familia no era tal. No veía diferencia
entre Estrella y Reme, las dos me cuidaban, me mimaban, me besaban, me dormían
entre sus brazos, me daban de comer aunque en su plato no hubiera nada. ¿Por
qué una era de mi familia y la otra no? Desde luego que yo siempre las
consideré por igual, y en mi corazón las dos son mis madres, o abuelas llámalo
como quieras. Mi cariño, amor y gratitud es el mismo para ambas. Reme grande,
gorda. Estrella chiquita, delgada, muy delgada. Las dos me acunaron con el
mismo amor y a las dos les debo la vida.
Dos
mujeres tan justas se llevaron bien desde el momento en que se conocieron, los
celos no tenían cabida en personas tan íntegras así que desde el primer momento
se complementaron y siempre sintieron una por la otra veneración. Estrella fue
acogida en aquella gran casa de Valencia como una hermana. Se amoldó a la vida
familiar sin ningún conflicto. Cuando las cosas cambiaron y tuvimos que salir
de Valencia fue ella quien tomó las riendas de esa peculiar familia. Con los
francos que aún le quedaban y las joyas que escondía por su fino cuerpo
pagamos primero el pasaje en el barco ruso; después en Francia pudimos
sobrevivir en condiciones mucho mejores que la mayoría. También nos ayudó su
dominio del idioma. Gracias al francés que cada día hablaba mejor, nuestros
primeros meses de exilio fueron aceptables pues no nos trataban tan mal como a
otros refugiados.
Como
te he dicho antes, no sé si realmente lo recuerdo o la imagen está en mi mente
por haberla leído, oído, escuchado mil veces en boca de algunos de esos 2.500
privilegiados que tuvimos la fortuna de montar en el Winnipeg. Me veo de la
mano de Estrella subiendo a un barco gigante, yo tenía unos 4 años, abajo antes
de caminar por la escalerilla un hombre con un sombrero blanco me dio un
cariñoso cachete en la mejilla. Era Neruda, mi padre Pablo Neruda, pues todos
los viajeros del Winnipeg, somos y nos sentimos sus hijos. Hacía calor en aquel
muelle de Trompeloup. Era el 4 de agosto de 1939. La travesía fue dura por las
altas temperaturas y el hacinamiento. El Winnipeg era un carguero que de un día
para otro habilitaron para dar cabida a más de 2.000 harapientos refugiados.
Eso éramos aunque nosotros, me refiero al grupo capitaneado por Ramonet, no nos
viéramos así. Habíamos estado viviendo en una pensión, comíamos caliente todos
los días. El principio de nuestro exilio, gracias como te he dicho al
dinero y al francés de Estrella, fue de lujo, así que el barco con sus literas,
sus turnos para todo, para ir a comer, para ir a las letrinas, para dar una
vuelta por la cubierta, nos resultó difícil. Las literas con una
colchoneta de paja y una delgada manta; los ventiladores eléctricos ronroneando
día y noche; el calor pegajoso nos incomodaba. Pero muchos de los que allí
viajaban habían pasado meses, como tío Damián, durmiendo en un hoyo en la
arena, comiendo caldos podridos. Ellos veían las instalaciones del barco como
un hotel y los demás por respeto nos unimos a su gratitud. Habríamos sido unos
desagradecidos de haber actuado de otra forma.
Los
niños, la verdad, nos lo pasamos muy bien. De eso sí tengo recuerdos. Grupos
enormes de niños jugando al escondite por el barco, de arriba a abajo, nadie
nos decía nada, todos estaban alegres de vernos contentos, de vernos reír a
carcajadas después de tantos años de sufrimiento. Éramos 350. Lo que no se le
ocurría a uno se le ocurría a otro. Todavía me río al acordarme de uno de los
juegos favoritos del que no entendí por completo su significado hasta que fui
mayor. En el barco, hombres y mujeres estábamos en zonas distintas. Dormíamos
separados. Las mujeres con los niños en la popa. Las parejas, por tanto,
tenían que ingeniárselas para conseguir un poco de intimidad. Al final las
parejitas encontraron el escondite perfecto: los botes salvavidas. A los niños
nos gustaba ir a incomodarlos, tirar cosas a las lonas, gritar; en fin,
inocentes bromas.
La
vida cotidiana necesitó de una cuidadosa organización. Conseguir que tantas
personas convivieran en un espacio tan reducido y tan poco acondicionado tuvo
sus complicaciones, pero no hubo ningún problema digno de mención. Se
funcionaba a golpe de voluntarios. Voluntarios para pelar patatas, voluntarios
para cuidar niños, voluntarios para limpiar los retretes. Reme, Estrella y
Milagros eran las primeras en apuntarse a lo que hiciera falta. Antonio, el
yerno de Ramonet, estaba muy solicitado para arreglar todo lo que se rompía. No
he conocido a nadie con tanta facilidad para poner tornillos, manguitos,
apretar tuercas. Esas manos eran capaces de resucitar a un muerto. Ramonet en
cambio pasó la travesía triste, muy triste. Él fue el más afectado por la
derrota. Era un socialista convencido, desde su juventud había militado en el
PSOE y la derrota lo sumió en una depresión.
En
aquel mes que duró la travesía hubo tiempo para todo. Hubo nacimientos a bordo,
hubo bodas. Los que éramos niños recordamos el viaje con cariño y con
mucha alegría. El viaje, sin embargo, fue tenso para los mayores, esperaban que
en cualquier momento los hicieran regresar a Francia. La ansiada libertad les
parecía una quimera sobre todo desde, que a mitad de la travesía, comenzaron a
llegar rumores de que la II Guerra Mundial estaba a punto de estallar. De hecho
comenzó nada más llegar a Chile y eso hizo que todos se reafirmaran en la
suerte que habían tenido. Si alguno tenía la esperanza de volver a Europa vio
su sueño hecho pedazos. Hubo numerosos momentos de tensión pero los más
angustiosos fueron los días que permanecimos parados en el Canal de
Panamá, a nadie se le había ocurrido que había que pagar impuestos y
tasas por cruzarlo. La desesperanza cundió en muchos pasajeros, ¿cómo iba a
salir bien esa aventura? Hacía calor, mucho calor, las bodegas eran un horno,
la cubierta quemaba, los mosquitos nos comían, pero también estábamos descubriendo
desde la borda un mundo nuevo, ¡qué vegetación tan exuberante! ¡Cuánta gente y
negros! A los niños nos llamaban mucho la atención los negros pues no habíamos
visto uno en la vida. ¡Había gente de colores! Al final los días que esperamos
a cruzar el Canal no fueron más que un ligero retraso y cuando nos dieron
permiso para seguir, aliviados enfilamos por el Pacífico hacia el sur. La
siguiente parada fue en el norte de Chile, nos esperaban algunas autoridades y
allí bajaron unas cuantas familias que tenían trabajo en aquellas tierras, y es
que no sólo nos llevaban hacia un país desconocido a empezar una nueva vida, es
que ya nos habían buscado trabajo según las profesiones que dijimos tener, no
siempre las verdaderas. El viaje estaba perfectamente planeado, nos habían
encontrado acomodo en familias, colegios, etc. Resultó fácil y muy agradable,
después de tantas penurias, acabar en un sitio donde se nos trató con tanto
cariño.
Llegamos
a Valparaíso de noche. Los cerros, iluminados como si fuera un belén, nos
sorprendieron y maravillaron. ¿Cómo sería esa tierra prometida? Nadie durmió.
Las autoridades, al ver que todos estábamos bien, decidieron esperar a la
mañana para iniciar el desembarco. Aquella fue una noche de interrogantes, de
impaciencia y de inseguridad. Ya no había vuelta atrás, estábamos a punto de
descender en una tierra desconocida, tan desconocida que a la mayoría ni le
sonaba el nombre, tan desconocida que durante la travesía nos dieron clases
para que supiéramos cómo localizarla en el mapa, para que aprendiéramos
algo sobre nuestro país anfitrión, sobre sus gentes y cultura. Un país
alargado, con un desierto al norte y hielos glaciares al sur. Un país
poco poblado y lleno de oportunidades, así nos lo contaron y así fue.
Muy
temprano, en cuanto el sol comenzó a salir, subió a bordo el Ministro de Salud,
un joven médico que no era otro que Salvador Allende, el que sería con los años
nuestro mejor presidente. Bajamos sin prisa, en orden, nos ponían una vacuna y
nos distribuían. Había bandas de música, gente que nos estrechaban las manos,
nos abrazaban. Nunca pudimos imaginar que íbamos a ser protagonistas de un
recibimiento así, que tantos desconocidos pudieran tratarnos tan bien, con
tanto cariño y delicadeza. ¿Qué habíamos hecho nosotros sino perder una guerra?
¿Cómo podían ensalzar a unos derrotados? Algunas familias se quedaron a vivir
en Valparaíso, a nuestro grupo nos metieron en el tren camino de la capital,
Santiago de Chile. Tardamos horas en hacer el recorrido pues en cada pueblo la
gente venía a darnos la bienvenida. Ya en la capital, nos alojamos en una
pensión y unos días después comunicaron a Ramonet y a su yerno que tenían dos
puestos de trabajo en el sur, en Puerto Montt. Maravillados volvimos a
montarnos en otro tren y hacia allí marchamos.
No
podíamos creer en tanta suerte, un trabajo y una casa, pues hasta eso habían
escogido para nosotros. Una casa grande en las afueras de la ciudad, estaba un
poco destartalada pero entre todos en unos días la hicimos habitable y allí en
medio de un fresquito considerable para lo que estábamos acostumbrados y en
medio de una naturaleza inimaginable crecí. Crecí fuerte, crecí feliz, crecí
mimada por todos. Con dos madres, dos primas las nietas de Reme. Yo el bebé, la
más pequeña, la más querida. Estrella hizo gestiones para encontrar a Cayetano,
pero jamás consiguió ni una pista. Todas las noches pedía a su hijo Pablo que
cuidara de él, del niño perdido pues jamás aceptó que hubiera muerto. Siempre
decía que su corazón lo sentía vivo, lo sentía vivo y triste. Lo sentía solo. Y
no se equivocó. Nunca se equivocaba.
Cuando
ya creía acabada su vida, cuando su único plan era criarme y encontrar a
Cayetano para poder morir en paz, el destino volvió a sorprenderla. Estrella
comenzó una etapa de realización personal con la que no había contado, disfrutó
cada momento de esta nueva e imprevista vida chilena. Alguna vez le oí comentar
a Reme que, aunque había sido muy feliz criando a sus hijos, siempre soñó con
estudiar y poder tener una profesión. Su madre, Manuela, quiso ser y fue
pastelera; tenía su tienda, un negocio que montó con trabajo e ilusión. A ella
también le hubiera gustado trabajar, pero la vida se le fue pasando sin
sentirla. Quino ganaba bien, y a los hombres, decía, no les gusta que sus
mujeres trabajen; si tienen que hacerlo, es porque ellos no son suficientemente
hombres, no pueden mantenerlas y darles a ellas y a sus hijos lo necesario.
Ella nunca le llevó la contraria, pues aunque en el fondo de corazón no pensaba
lo mismo, la verdad es que su madre montó la pastelería porque era madre
soltera. Por eso calló y vivió contenta viendo crecer a sus hijos. Pero cuando
creyó estar en el final del camino, fulminada por las circunstancias, por la
maldita guerra, por el odio, por la maldad de una hija, cuando todo estaba
perdido, el milagro sucedió y comenzó su propia y verdadera vida. Sí, una vida
independiente, una vida sorprendentemente completa.
De
su paso por Francia le quedó la espina de recuperar el francés olvidado. Quería
volver a expresarse en la lengua que aprendió de niña, en el precioso idioma
que Michelle le enseñó. Compró libros y estudió. Sólo era un deseo personal de
superación, una afición a la que dedicar las tardes cuando las labores caseras
estaban concluidas; pero la directora del colegio, adonde iban primero Luisa y
Elena y después yo, la señora Fabiola creía en la importancia de los idiomas en
la educación y, en cuanto se enteró de que Estrella era medio francesa, le
ofreció dar clases. Estrella dudó pues no se creía capacitada. La señora
Fabiola no quiso agobiarla y le pidió por favor que lo intentara, sólo lo
intentara, sin ningún compromiso. Para ir cogiendo confianza, comenzó con los
más pequeños y poco a poco fue progresando. Estrella era muy responsable,
encontró a un viejo pescador canadiense con quien conversaba todos los días y aprendió
y aprendió y enseñó. ¡Qué felicidad más grande cuando salíamos las dos por la
mañana de la mano camino del colegio! ¡Qué orgullo decir a todos con la boca
bien grande que Madame Estrella era mi madre! Siempre la llamé mamá, por eso tu
confusión. Para mí fue mi madre y yo para ella la hija soñada, no la real.
Conmigo consiguió su anhelado sueño, reproducir la relación amorosa, cercana,
cariñosa, que ella tuvo con Manuela. Raquel fue una espina dolorosa en su
corazón, Pablo su ángel de la guarda, Damián su hijo rebelde. Y Quino, su
Quino, del que tenía una amarilla foto en la mesilla de noche, su único amor,
su padre, su hermano, su marido, su amante. Todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario