La odisea de un chaval de doce
años. Cuatro días y cuatro noches andando hacia Madrid
Alberto Leiva es un chaval de doce años, fuerte y vivaz, de rostro
tostado y de ojos grandes y expresivos. Es suelto de ademán y rápido de gesto.
Habla con un marcado acento cordobés, y hay en todo él la viveza de su tierra
meridional.
Es andaluz, y está ahora en Madrid, en una de las residencias para
hijos de combatientes y de evadidos. Vive con centenares de compañeros. Otros
chavales como él, que a lo largo de todo el día estudian o se divierten en el
jardín y en las estancias de la enorme casona que les sirve hoy de
albergue.
Los chiquillos juegan y ríen, y nada en sus rostros delata el
drama que pesa ya sobre sus pequeñas vidas. Entre esos dramas está el de
Alberto Leiva. Doce años nada más, y ya sobre su espíritu la carga de un dolor,
que irá haciéndose más grande a medida que los días pasen y que la conciencia
adquiera todo su valor en la personalidad todavía balbuciente.
Hoy, lo vivido sólo le parece aún a este muchacho como un sueño,
del que le apartan los juegos y los amigos, del que le aparta, sobre todo, su
escasa edad. Mas cuando el niño vaya muriendo y el hombre surja, el recuerdo de
la tragedia —el mismo sombrío recuerdo en tantos otros niños españoles— se hará
más patético en la frente de este Alberto Leiva del rostro tostado y los
grandes ojos expresivos.
Rápidamente, a saltos, como si no quisiera acordarse de ello, ha
ido evocando sus horas malas. Parecía, mientras hablaba, que tiraban de él, más
poderosos que el recuerdo de drama vivido, los juegos y las palabras de los
compañeros que corrían cerca.
Es de Montilla. Su padre era el presidente de la Sociedad de
Carpinteros de este pueblo cordobés. Ardía la provincia en las llamas de la
guerra civil. Un día, la lucha estalló allí mismo, en las blancas calles montillanas,
ante las casas bajas, que se cerraban precipitadamente. Sonaban los fusiles y
las ametralladoras. Se oían gritos. A trechos, un silencio impresionante.
En casa de Alberto Leiva, los siete chiquillos del matrimonio se
acurrucaban junto a la madre. Los tiros tejían un eco de tragedia sobre el
hogar proletario. La hermana mayor —catorce años— sostenía en brazos al último
de los hermanos: un chiquillo de un año nada más.
Así, recluidos en el hogar, hubieron de estar muchas horas, sin
poder salir. Cuando parecía ya extinguida la lucha pensaron en marchar de la
casa, en huir del pueblo. El matrimonio y los chiquillos salieron. No había
acabado aún el drama de Montilla. Allí mismo, casi a la puerta de la casa,
quedó muerto el padre. Al escuchar los tiros, este Alberto Leiva, que está hoy
en Madrid, echó a correr. Le pareció, en la huida, que los soldados detenían a
su madre. No vio más. Dobló la primera esquina, Cruzó calles y calles hasta
verse en las afueras del pueblo. Sobre su oído y sobre su corazón seguían
resonando aquellos tiros que habían matado a su padre. Corría y Corría,
anhelante, angustiado. Iban quedando lejos las casas blancas del pueblo. Ya Montilla
era sólo un caserío perdido en la distancia.
—Yo sólo pensaba en correr, en ir lejos de allí... —dice ahora, al
recordar las horas de la huida febril a través de los campos cordobeses.
Muchas horas así. Y no le fatigaba el andar. Cuando fue de noche y
el sueño le venció, se tendió a un lado del camino. Pero su obsesión única era
la de andar, la de alejarse de Montilla. Caminaba de día y de noche. Así llegó
a Espejo. Después, a Villa del Río. Ya no recuerda los nombres de pueblos.
Andaba y andaba, sin saber hacia dónde iba.
De vez en cuando encontraba por la carretera patrullas de
soldados. Le paraban, le preguntaban adonde iba. El decía que a Madrid,
ignorando realmente si aquel camino llevaba en efecto a Madrid. Los soldados le
dejaban seguir.
—Bueno, muchacho, vete.
Así, sobre los caminos, cuatro días con sus cuatro noches, en su
corazón el recuerdo del padre muerto, de la madre y los hermanos distantes.
Para él apenas existían el hambre y el sueño. Sólo aquel afán único de escapar,
de llegar a tierra de paz. Cuando el sueño podía más que las piernas, se echaba
a dormir a los lados del camino. Si el hambre le azuzaba, entraba en las
huertas y cogía fruta.
Al cabo de esos cuatro días con sus cuatro noches vio que un coche
avanzaba por la carretera. El coche se detuvo ante el chiquillo. Unos hombres
se bajaron e hicieron al muchacho unas cuantas preguntas.
Este coche era del Socorro Rojo Internacional. Subieron en él
al muchacho. Unas horas después, Alberto Leiva estaba en Madrid, en una de las
oficinas del Socorro. Al día siguiente ingresaba en la residencia en que ahora
está, y en la que lleva ya un mes. Allí juega, estudia y se dispone a aprender
un oficio.
No ha vuelto a saber nada de Montilla. Nada de su madre y de sus
hermanos. ¿Está la madre en la cárcel? ¿Pudieron escapar, como él, y están en
algún otro pueblo? Alberto Leiva, aquí, en Madrid, sin los suyos, se siente
sólo, huérfano.
Pero él prefiere no hablar de su drama, de su odisea. Es todavía
un niño, y tiene ya un pasado. Como en un escape de esa realidad triste,
prefiere hablar de su porvenir, del oficio que quiere aprender
afanosamente.
—¿Qué vas a ser?
—Carpintero. Como mi padre.
J.M.A.
Mundo Gráfico, 21 de octubre de 1936
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