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2899. La amenaza

Tropas republicanas en el asedio al Alcaázar de Toledo en septiembre de 1936 (Fotografía de Mikhail Koltsov)



El batallón La Pluma, el batallón de los chupatintas, estaba organizado; tenía sus oficiales y sus cuadros que absorbían los nuevos reclutas; no tenía aún ni armas ni equipo. Gregorio, uno de mis compañeros de oficina, fue convertido en capitán, principalmente por su experiencia en entendérselas con empleados del ministerio, lo cual le hacía especialmente apto para entendérselas con los oficiales del Ministerio de la Guerra. Allí arriba iba día tras día, para volver siempre con las manos vacías y quejarse de que sólo los anarquistas conseguían sacar armas de los depósitos del ministerio, porque llamaban a los oficiales «fascistas y traidores» y los amenazaban con darles el paseo si no les daban armas.

Mi propio trabajo como organizador e instructor estaba terminado. El par de horas en la oficina se había convertido en una visita de rutina. Odiaba el estar dando vueltas por Madrid sin hacer nada, como otros muchos millares, levantando un puño cerrado cuando pasaba un camión cargado de milicianos gritando «¡Viva tal!» o «¡Muera cual!» con la multitud que saludaba el paso del cadáver de un miliciano caído, envuelto en un paño rojo; y teniendo miedo constante de un error, de una denuncia o de un «paco».

En la taberna de Serafín estábamos un día hablando de un amigo que había caído en el frente de Toledo. Serafín me preguntó si le conocía.

Desde que yo era así de alto -dije, y levanté la mano estirada para indicar la altura de un muchacho. Dos minutos más tarde entraron dos milicianos armados, seguidos de un hombrecillo que me señaló a ellos. Los milicianos me agarraron de los brazos y dijeron:

¡Echa p'alante!

Tuve suerte de que estaba rodeado de gentes que me conocían de toda la vida. En el curso de las explicaciones resultó que el hombrecillo me había denunciado por haber hecho el saludo falangista.

Una mañana, Navarro, nuestro dibujante, vino a buscarme con la cara descompuesta. Habían arrestado a sus dos hijos y los habían llevado al Círculo de Bellas Artes; el más joven había vuelto a casa a medianoche, puesto en libertad porque aún no tenía dieciséis años. No sabía nada de lo que hubiera pasado a su hermano mayor. ¿Podía yo hacer algo? Me fui a ver a Fuñi-Fuñi y discutí el caso con él, pero sin ocultarle mi pesimismo, pues el muchacho se había mezclado en las refriegas de la Universidad y probablemente había herido a alguien. Pero al menos podíamos tratar de averiguar qué había sido de él. Fuñi-Fuñi averiguó lo ocurrido: el estudiante había sido fusilado la noche antes en la Casa de Campo; la familia podía tratar de encontrar y recoger el cadáver, pero lo más fácil era que ya estuviera enterrado en un cementerio cualquiera. Se lo dije al padre. Después no volví a verle en muchos días. Se me ocurrió entrar en la taberna del Portugués y allí estaba Navarro, borracho. Me senté a su mesa y por un largo rato no hablamos. Al fin me miró y dijo:

¿Qué puedo hacer yo, Barea? Yo no pertenezco a las derechas, como tú sabes. Yo pertenezco a los tuyos. Pero los tuyos me han matado un hijo. ¿Qué puedo hacer yo? - Enterró la cara entre los brazos cruzados y se echó a llorar. Los hombros se le sacudían convulsos, como si alguien le estuviera golpeando en las mandíbulas por debajo del velador. Me levanté despacito y me marché sin que me viera.

Ángel se convirtió en mi guardián:

Usted es demasiado confiado y le dice a cualquiera lo que le viene a la boca –declaró rotundo-. Mire lo que pasó con Sebastián. Si se le hubiera ocurrido denunciarle a su pandilla, le habrían mandado al otro barrio.

Me acompañaba a la oficina por las mañanas y me esperaba en el portal pacientemente. Cuando encontraba a alguien y entablaba una conversación, desaparecía de mi vista, pero no del alcance de mi voz. Cada vez que trataba de quitármelo de encima replicaba:

No quiero marcharme. Usted parece mucho un señorito y un día se lo cargan; pero no si está Angelito.

En desesperación me llevé a Ángel conmigo un día que fui a visitar a Antonio para preguntarle si había algo que yo pudiera hacer. En uno de los cuartos del radio había miles de libros tirados por el suelo.

Los muchachos en la Sierra nos han pedido libros y hemos hecho limpieza en las bibliotecas de algunos fascistas -dijo Antonio.

Déjame hacerte una selección. No creo que todos estos libros sean buenos para mandarlos a los milicianos del frente.

A nadie parecía preocuparle aquello y me enterré con Ángel en aquella ola de libros. Había algunas raras ediciones y libros de texto que pusimos aparte y que, más tarde, unos fueron salvados y otros útiles. Pero al cabo de una semana los libros estaban clasificados y otra vez estaba sin nada que hacer.

Me acordé entonces de una patente por una granada de mano de mecanismo muy simple que había pasado por mis manos y cuyo inventor, un buen mecánico, llamado Fausto, era un viejo amigo mío. Cuando estalló la insurrección, la Fábrica de Armas de Toledo había comenzado su fabricación en serie. Ésta era la clase de arma que necesitábamos ahora. Me fui a buscar a Fausto y le pregunté qué había sido de su invento.

En realidad no lo sé. Los oficiales de la fábrica que estaban con ello han desaparecido: ahora hay allí un comité de trabajadores y nadie sabe nada de nada. He estado allí un día y salí asqueado.

¿Quieres que trate de ponerlo en marcha?

Estaba encantado, pero escéptico. Hablé con Antonio, que se había mostrado mucho más accesible a mí, y me presentó al comandante Carlos, del 5.° Regimiento.

El Partido Comunista había dado el primer gran paso hacia la formación de un ejército, organizando el 5.° Regimiento no como una milicia suelta, sino como un cuerpo articulado y disciplinado. Los voluntarios acudían a él en masa. La idea prendió entre las gentes fuera de los grupos políticos, porque parecía algo alejado de la ambición y propaganda de los partidos. En aquellos últimos días de agosto, el 5.° Regimiento era ya, simultáneamente, un mito y una realidad.

Su comandante, Carlos, procedía de algún sitio de Europa central, a lo que me pareció, pero había vivido muchos años en América y hablaba un español perfecto. Le mostré un modelo de la granada, le expliqué sus posibilidades, y cuando me marché lo hice con una autorización para coleccionar los cientos de granadas que debía de haber fabricadas en Toledo y estudiar las posibilidades de reanudar su producción. Me acompañó a través del vasto edificio que servía de cuartel. Vi reclutas haciendo la instrucción que se movían y actuaban como soldados regulares, y así lo dije, profundamente impresionado. El comandante Carlos movió la cabeza descontento. Me quería enseñar un taller para hacer granadas de mano que habían montado unos cuantos mineros asturianos; no pertenecía al 5.° Regimiento, pero abastecía a todos los frentes.

En el taller todos los hombres estaban dedicados a cortar tubos de hierro y rellenar las piezas con dinamita y mechas cortas. Por todas partes íbamos tropezando con cartuchos de dinamita, bombas ya llenas y colillas aún encendidas, todo en una mezcolanza infernal. Me sentí completamente inconfortable.

Pero, Carlos, esto va a volar de un momento a otro.

Pues no puedo hacer nada. Hacen lo que les da la gana y no admiten razones. Son voluntarios, no están bajo la disciplina de nadie y nadie puede convencerlos de que están locos, porque dicen que llevan manejando dinamita en las minas toda su vida y que nadie les va a dar lecciones ahora.

Dejamos el taller a las once de la mañana. Aquella misma mañana, poco después de las once y media, una explosión enorme sacudió el barrio de Salamanca. El taller de granadas de mano desapareció.

Unos días más tarde, Fausto y yo nos íbamos a la Fábrica de Armas de Toledo en un coche que nos prestó el Partido Comunista. La ciudad de Toledo estaba en manos del Gobierno, pero el Alcázar estaba mantenido por una fuerza importante de cadetes, falangistas y guardias civiles con sus familias, bajo el mando del coronel Moscardó. Tenía municiones y víveres en abundancia, y la vieja fortaleza, con defensas construidas en la roca viva, desafiaba el armamento de las milicias. La batalla se mantenía desde el principio de la rebelión. Las milicias habían ocupado todos los edificios que dominaban el Alcázar y habían emplazado una batería fuera de la ciudad en la otra orilla del río Tajo. Todos los asaltos habían fracasado. Por aquellos días el Gobierno había ofrecido el perdón a los rebeldes si se rendían, y éstos habían rechazado la oferta. Se hablaba de un nuevo asalto final. Se hablaba también del avance hacia Toledo de una columna enemiga que había tomado Oropesa.

Cuando llegamos a la Fábrica de Armas, en el fondo del valle, lo único que sabíamos era que un comité de obreros se había hecho cargo de los talleres; pero, en el momento que estuvimos allí, se nos hizo perfectamente claro a los dos que lo único que allí existía era una atmósfera de sospecha mutua. Nadie sabía «nada de nada», nadie estaba dispuesto a tomar una resolución. Fausto sabía en qué parte de la fábrica estaban almacenadas las granadas. Efectivamente, las encontramos, pero el hombre que tenía a su cargo el almacén dijo:

No os las podéis llevar sin una orden del Ministerio de la Guerra, aprobada por el Comité de Obreros.

Bueno, no te apures, ya vamos a arreglar eso -dijo Fausto-. Lo importante es que sigáis produciéndolas.

Bueno... la cuestión es que estamos produciendo ya algo.

Este «algo» era algo que consumía material y justificaba el pago de jornales: estaban produciendo miles de tornillos para la granada y seguían produciéndolos sin parar; y miles de metros de alambre se estaban convirtiendo en muelles y agujas de percusión por millares; pero ninguna otra pieza de la granada, ni aun el explosivo.

Tuvimos que matar al técnico que hacía el explosivo -dijo el «responsable»-. Por sabotaje. Primero, se negó rotundamente a darnos el explosivo para cargar cartuchos de fusil y tuvimos que confiscarle todas las existencias que tenía en almacén. Cargamos los cartuchos y explotaban los fusiles. Al final, le fusilamos.

Pero, hombre, claro. Si metéis en un cartucho de fusil mitramita que es con lo que se cargan las granadas, salta en pedazos el fusil -dijo Fausto.

El hombre se encogió de hombros:

Compañero, ya te he dicho que los fusiles reventaban y ¡esto es sabotaje!

Antes de marcharnos, deprimidos y desesperanzados, el hombre nos hizo un gesto misterioso y nos invitó a ir con él a un rincón del edificio central. Nos mostró un interruptor eléctrico:

¿Eh? ¿Qué os parece esto? Si los fascistas vienen, no se van a llevar una mala sorpresa. Bajas la palanca y ya está: ni uno de los talleres se queda en pie. Los tenemos todos minados, con una carga de dinamita. Pero, claro, esto es un secreto. En el coche, dijo Fausto:

No sabe uno si reír o llorar. Tendremos que fabricar la granada en Madrid. Carlos puede ayudar. Vamos a dar una vuelta por Toledo.

Estábamos en el fondo del valle abrasado de sol. El Tajo ronroneaba en la presa de la fábrica de electricidad. Los álamos bordeaban la carretera con sus hojas verde claro y sus sombras frescas, y en la orilla del río había gentes merendando, bebiendo y riendo. La roca ingente que soporta sobre sí la ciudad presentaba sus flancos leonados, salpicados aquí y allá por el verdor de jaras y matorrales, y su cima bordeada por la corona de las viejas murallas. A lo lejos, en el otro lado del río, un enjambre de hombrecillos se dispersaron y dejaron ver la silueta de un cañón de juguete, la boca cubierta por una vedija de humo algodonoso. Algo cruzó el aire con un maullido largo. Después nos llegó una explosión, apagada por otra detrás de las murallas. El eco de las dos explosiones retumbó entre la roca desnuda de la garganta estrecha que cruza el puente de Alcántara.

Ahora comenzábamos a oír el chasquido de los disparos de fusil en lo alto de la ciudad, pero sonaban sólo como cohetes de verbena.

Fuimos hasta la esquina de Zocodover, la plaza del mercado en Toledo. Sillas rotas, árboles con las ramas desgajadas, barras de hierro retorcidas, el quiosco de la banda en ruinas, harapos y papeles viejos dispersos acá y allá, las fachadas de las casas llenas de costurones, agujas agudas de cristal colgando del marco de las ventanas, el balcón de un hotel colgando en el aire sujeto por un hierro roñoso. En medio de la plaza, nadie, como si allí no existiera más que un vacío silencioso. En los quicios de las puertas y detrás de las esquinas, milicianos y guardias de asalto en uniformes azules se agazapaban en posiciones ridículas, vociferando y gesticulando, disparando, gritando órdenes, soplando furiosos en silbatos estridentes; todos a cubierto del fuego del Alcázar. Algunas veces, una bocanada de humo, como si detrás de la ventana estuviera sentado un fumador, surgía de la fachada rosada del Alcázar; pero era imposible oír el disparo entre los cientos de disparos ininterrumpidos de la muchedumbre al pie de la fortaleza. Era como la visión de una película sonora en la que fotografía y sonido no sincronizan: el actor abre la boca para hablar y, mientras, oís la voz de la mujer que le escucha con los labios cerrados.

Vámonos de aquí -gruñó Fausto. Más tarde dijo-: Si esto es un símbolo, la guerra está perdida.

Pasábamos coches y camiones requisados. Los milicianos y milicianas iban en plena juerga: reían, cantaban, se achuchaban, los hombres bebiendo de las botas empinadas, las muchachas haciéndoles cosquillas en los sobacos para que se atragantaran. Otra vez volvían a sonar los disparos como cohetes de verbena y el cañón al otro lado volvía a decorarse con su copo de algodón. Al día siguiente veríamos en los periódicos una miliciana guapa montada a caballo sobre el cañón.

Cerca de Getafe, una avioneta estaba haciendo acrobacias en el aire, una mosca dorada por el sol, brillantes el cuerpo y las alas. La gente se detenía a contemplarla y el tráfico de la carretera estaba interrumpido; un rosario de coches cargados con milicianos cerraba el camino. Fausto hizo sonar el claxon de nuestro coche.

¡Vete al diablo! ¿Tienes prisa? -gritó un miliciano y continuó después apoyado contra su camión, contemplando el aeroplano.

Cuando llegamos al puente de Toledo tuvimos que ceder el paso a uno de los camiones de la limpieza que venía de la Pradera de San Isidro. Fausto me miró:

¿Tú crees que llevan algo? Me parece muy tarde.

Era uno de los camiones que recogían los cuerpos de los fusilados y los llevaban a los cementerios.

Fausto aceleró el coche y sobrepasamos el camión. Sus puertas de hierro estaban cerradas. Botó en un bache y dentro de sus entrañas vacías resonaron las barras de hierro sueltas. Iba vacío. Me limpié algunas gotas de sudor de la frente.

Antonio me había dejado un recado en casa: quería verme tan pronto como fuese posible. Me lo encontré en el radio, muy ocupado, rodeado de milicianos que acababan de llegar de la Sierra. Me preguntó rápido:

¿Tú sabes inglés?

Se volvieron los milicianos y me miraron curiosos:

Bueno, no lo hablo, pero lo leo y lo traduzco fluentemente, si esto os sirve para algo.

Vete al cuarto de al lado y habla con Nicasio. Cuando entré, el otro me dijo:

Antonio me ha dicho que tú querías hacer algún trabajo. El Ministerio de Estado necesita gente que entienda el inglés. Así que si quieres... -Escribió una nota y llamó a alguien-: Toma. Vete allá y pregunta por Velilla: es un cantarada del Partido y te dirá lo que tienes que hacer.

El Ministerio de Estado estaba custodiado por guardias de asalto. Tuve que esperar en el portalón enorme, donde el sargento de guardia había instalado una mesa. Las puertas macizas de hierro estaban cerradas con la excepción de la mitad de una de ellas. Parecía la oficina de registro de una cárcel. Al cabo de un rato llegó un hombre joven con gafas ribeteadas de concha tan anchas como un antifaz, encima un remolino furioso de pelo. Vino derecho a mí con la mano extendida:

Tú eres Barea, ¿no? -Me quitó la nota de los dedos y la rompió sin mirarla-: Necesitan gente que conozca idiomas en el departamento de prensa.

Conozco francés bien, pero no hablo ni una palabra de inglés. Desde luego, sí lo puedo traducir.

No te hace falta más. Vamos a ver al jefe de la sección.

Una simple lámpara de despacho lanzaba un círculo de luz sobre un montón de papeles y un par de manos blancas y fofas. Detrás del cono luminoso de la lámpara aparecían dos discos pálidamente brillantes adheridos a un manchón blanco ahuevado que se movía en la sombra. De pronto vi la figura completa de la cabeza, un cráneo lívido y calvo provisto de gafas ahumadas con armadura de concha. Las manos blanduchas se restregaban una contra otra silenciosamente. De entre los labios surgió una lengua de punta triangular que se curvó hacia arriba en busca de las ventanillas de la nariz. En aquella luz parecía negra.

Velilla me introdujo a don Luis Rubio Hidalgo, quien me invitó a sentarme, cambió la posición de la pantalla cónica en forma tal que el cuarto, él mismo y sus ojos, de párpados pesados sin pestañas, se hicieron visibles, y comenzó a explicar.

Era el jefe de la Sección de Prensa y Propaganda del Ministerio de Estado. Su departamento incluía la censura de los despachos de prensa extranjera y quería que me incorporara a ellos como censor de los telegramas y conferencias telefónicas que los corresponsales mandaban a sus periódicos. El trabajo se hacía durante el día en el ministerio y durante la noche en el edificio de la compañía Telefónica, desde medianoche hasta las ocho de la mañana. Para este trabajo nocturno me necesitaba. Podía empezar al día siguiente. El salario era cuatrocientas pesetas al mes. Me llevarían a trabajar cada noche en uno de los coches del ministerio. Le bastaba con que yo supiera traducir inglés.

Acepté el trabajo, que me parecía interesante. Pero me desagradaba mi nuevo jefe y así se lo dije a Velilla:

Nadie le quiere -me contestó-, pero es el hombre de confianza de Alvarez del Vayo, el ministro. Nosotros no tenemos ninguna confianza en él. En la sección tenemos dos camaradas y debemos procurar que todo esto pase a nuestras manos. Ven a verme tanto como puedas. Tendrás que unirte a nuestra célula. Ahora ya somos once. -Se marchó a toda prisa envuelto en una mezcla atrayente de simple buena fe y enrevesados argumentos. Para él la guerra estaría terminada en unas semanas y España se convertiría en una República soviética. Me parecía la idea completamente absurda, pero el hombre era simpático y me atraía la idea de trabajar con él.

Cuando le conté toda la historia a Ángel, que me estaba esperando a la puerta del ministerio, comenzó a murmurar. Todo eso significaba que tendría que salir a medianoche, y a esa hora los milicianos disparaban a todo bicho viviente, porque les daba miedo; además, era la hora en que se paseaban los automóviles fantasmas de Falange disparando a diestra y siniestra. Pero él se encargaría de cuidar de mí. Cuando le expliqué que todas las noches me recogerían en un coche oficial y lo que él tenía que hacer era cuidar de mi mujer y los chicos, volvió a murmurar, para, al final, sentirse orgulloso. Todos los amigos en el bar de Emiliano se sintieron intrigados y contentos por mi nuevo trabajo. Se convirtió en el tópico de todas las conversaciones, hasta que el tema se agotó, sin perder la importancia de que uno de nuestro grupo estaba trabajando nada menos que con el ministro de Estado. Después siguieron las discusiones políticas, ahora con más autoridad que nunca.

Unos pocos días antes, Largo Caballero se había hecho cargo del Gobierno. Manolo resumió la situación, afirmando:

Ahora es cuando se va a hacer algo. Es un Gobierno de guerra y se acabó el pasear los fusiles por Madrid; los fusiles al frente y nada de postinear calle arriba y calle abajo con el fusil al hombro. ¡Prieto les va a enseñar algo a esos fantoches! -Prieto había sido nombrado ministro de la Guerra.

Sí, sí -dijo Fuñi-Fuñi-, ten cuidado tú. Se te han acabado los viajecitos a Toledo.

Pero yo estoy incorporado a un batallón, sólo que aún no nos han dado armas. Tan pronto como las den, yo soy el primero en ir.

Bueno, bueno. Pero se acabó Toledo, ¿eh? -insistió el otro, y como todas las noches, comenzaron a pincharse mutuamente con indirectas. La diversión se interrumpió de pronto por un ruido lejano que se aproximaba rápidamente: motocicletas, cláxones y sirenas. Nos levantamos todos. Una motocicleta de asalto se lanzó calle abajo, el escape de la moto abierto y la sirena sonando incesante. En aquellos días, cuando Madrid no tenía aún un sistema de alarma para las incursiones aéreas, la alarma se daba por estos motoristas con sirenas montadas en las máquinas.

Las mujeres y los chicos que había en la casa bajaron para refugiarse en la cueva del bar de Emiliano. Los hombres nos quedamos en el salón. Se bajaron los cierres metálicos y unas cuantas mujeres chillaron, asustadas por el estrépito. Después todos nos calmamos y comenzamos a hablar en voz baja, sin dejar de escuchar todos los ruidos de fuera. El ronroneo de los aviones se oía muy alto, yendo y viniendo, para volver sobre nuestras cabezas y quedarse allí suspendidos. En la cueva un chiquillo comenzó a llorar, otros le imitaron, algunas mujeres gritaban con rabia histérica. Arriba en el salón, alumbrados con sólo una vela, los hombres nos mirábamos.

Dejó de oírse el zumbido de los aviones por un largo rato. Alguien levantó el cierre metálico y nos volcamos en la calle. Todo estaba muy quieto, la noche oscura, tachonada de estrellas. Las gentes se marcharon a sus casas, a convencerse de que nada había pasado, pero pronto comenzaron a volver los hombres. Nadie tenía ganas de dormir. Después las mujeres comenzaron a bajar detrás de los maridos, los chicos con ellas; los chicos -decían- tienen miedo de que vuelvan los aviones. Al amanecer la calle estaba llena de gentes y las casas vacías. Algunos recién venidos trajeron noticias de otros barrios de la ciudad: en Cuatro Caminos y Tetuán habían caído unas bombas y había muchas víctimas. Nosotros no habíamos oído las bombas. Poco después del amanecer, llegaron los milicianos amigos de Manolo. ¿No había dormido? Tampoco ellos.

¡Hala!, vente. ¡Allí te echas una siesta! -Se marcharon calle abajo cantando la Internacional.

Por la tarde trajeron a Manolo muerto. Mientras dormían su siesta en el borde de la carretera, un avión había volado sobre ellos y había dejado caer una bomba cerca del camión. Manolo tenía un agujero diminuto en medio de la frente. No se había despertado; dormía plácidamente, un poco pálido de la noche en vela.

Los fascistas habían entrado en Talavera de la Reina.

Aquella tarde, a las seis, me fui al Ministerio de Estado y don Luis me presentó a mis futuros compañeros de trabajo. Me leí todos los despachos que los periodistas habían mandado el día antes y él me explicó los principios de la censura. Me dio un pase oficial autorizándome a circular libremente por Madrid de día y de noche, y una tarjeta de identidad. A las doce menos cuarto un coche vino a buscarme a casa. Todos los vecinos asistieron a mi marcha.

Me sentía entusiasmado y libre. Durante el día había estado explicando la nueva situación a Aurelia y a María. Me había explicado a mí mismo y a las dos mujeres, una después de otra, que tenía que trabajar de noche y dormir de día. Me sería imposible salir más por las tardes con María. Y no tendría que pelearme más con la oficiosidad pesada de la otra, como me había ocurrido desde que habían empezado los ataques aéreos. Al amanecer había discutido mi futuro trabajo con Aurelia, quien había visto inmediatamente la desventaja en que la colocaba la nueva situación y había tratado de convencerme de «no mezclarme en estos líos». Por la tarde había ido a ver a María; estaba enfadada porque no había ido a la oficina durante la mañana y tenía sus dudas sobre el nuevo arreglo, pero lo aceptó con buen espíritu: me separaba más de mi casa, coincidía con su opinión de que una victoria inevitable del Gobierno, y la revolución social que sería su consecuencia inmediata, producirían mi separación final de Aurelia y mi conformidad a vivir juntos. Encontraba natural que yo quisiera tomar una parte activa en la lucha. Su propio hermano menor acababa de incorporarse voluntario a un batallón. Así que mi nuevo puesto le traía nuevas esperanzas. Yo me encerraría en la fortaleza que me iba a proporcionar mi trabajo.

El coche me llevaba a través de calles desiertas, en una oscuridad rayada por líneas de luz filtrándose a través de junturas de vidrieras y cierres de tabernas. Era un Madrid nuevo, escalofriante. En el curso de nuestro corto viaje, cinco veces nos dieron el «¡Alto!» los milicianos, nos cegaron con sus linternas y revisaron nuestros papeles. El pase oficial del Ministerio de Estado no impresionaba a nadie; cuando al fin les mostré el carnet de la UGT, uno de los milicianos dijo:

¿Por qué no has empezado por enseñar esto, compañero? ¡Ministros! ¿A mí qué... me importan los ministros?

El último control fue a la puerta de la Telefónica. En la calle de Valverde era muy oscuro para ver más que las paredes de cemento prolongándose hacia el cielo. Un guardia de asalto me condujo desde la puerta al cuarto de guardia, donde un teniente examinó los documentos del ministerio; después me pasó al Comité Obrero de la Telefónica.

El comité había establecido un control inmediato a la puerta en el hall de entrada: era un pequeño mostrador como un púlpito y, entronizado detrás de él, un hombre rudo, muy moreno, sin afeitar, con el cuello envuelto en un tremendo pañuelo blanco y rojo, atado con un nudo flojo.

Y tú, ¿qué quieres, compañero? -Echó a un lado, sin mirarlos, los documentos oficiales-. Está bien. Ya los han visto esos que entienden de papelotes. Lo que yo pregunto es, ¿a qué vienes tú aquí?

Cómo puedes ver, vengo a censurar los despachos de los periodistas extranjeros.

Y tú, ¿a qué organización perteneces?

A la UGT.

Bueno. Dentro encontrarás uno de los tuyos. Es medio tonto, así que no cuenta. Es entre nosotros como tenemos que arreglar esta cuestión de los extranjeros. Todos ellos son fascistas. Así que ya sabes: el primero que se desmande me lo traes a mí, o simplemente me llamas. Y ándate con pies de plomo cuando se ponen a chapurrear en su lengua. No sé por qué los dejan hablar en su lengua. Si quieren mandar información, que la manden, pero que lo hagan en español, y si quieren, que paguen un traductor nuestro. Y no que lo único que hacen es subir y bajar, metiendo bulla con su inglés o lo que sea y sin que nadie sepa si te están llamando hijo de zorra. Bueno, tu oficina está en el piso quinto y estos dos te van a acompañar.

En el ascensor, una muchacha bonita y alegre nos condujo a los milicianos y a mí hasta el piso quinto. Fuimos a lo largo de un interminable pasillo, lleno de revueltas, con puertas a cada lado, y penetramos en la última de todas. El cuartito estrecho olía a cera como una iglesia, y la oscuridad en que estaba sumergido se atenuaba sólo por un resplandor violeta. Sobre la mesa se destacaba un círculo de luz blanca, cruda. El reflejo violeta y el olor a cera procedían de que la bombilla estaba envuelta en un papel carbón en lugar de la pantalla. El censor de turno, un hombre alto y huesudo, se levantó y me saludó. En el otro extremo del cuarto se movieron dos sombras: el ordenanza y el ciclista; uno, la cara de luna, lisa, de un viejo ayuda de cámara; el otro, la cara flaca y oscura, con ojos vivos, de un limpiabotas.

Me sumergí de lleno en el trabajo y por muchas noches me absorbí completamente en él. La organización era sencilla: los periodistas tenían su propia sala de trabajo en el piso cuarto, escribían sus informaciones en duplicado y las sometían al censor. Una copia se devolvía al corresponsal, sellada y visada, y la otra se mandaba a la sala de conferencias, con el ordenanza. Cuando se establecía la comunicación telefónica con París o Londres, el corresponsal leía en alta voz su despacho, mientras otro censor sentado a su lado escuchaba y, a la vez, a través de micrófonos, oía la conversación accidental que pudiera cruzarse. Un conmutador le permitía cortar instantáneamente la conferencia. Si el periodista quería transmitir su información por telégrafo o radio, nuestro ciclista llevaba la copia censurada a las oficinas de la Transradio.

Las grandes agencias americanas y Havas tenían grupos de corresponsales que trabajaban por relevos y producían despachos cortos, lo que ellos llamaban snaps, en un chorro continuo. Los periódicos más importantes de Inglaterra y América tenían corresponsales especiales. La mayoría de los periodistas hablaban inglés, pero había un número de ellos franceses y latinoamericanos.

El trabajo de mi compañero y el mío era entendérnoslas con todos ellos. Él conocía el inglés coloquial, en cambio yo conocía mucho más inglés técnico y literario que él. Su francés era muy escaso, el mío mejor. Pero ni él ni yo habíamos trabajado nunca con periodistas. Nuestras órdenes eran más que simples: ¡teníamos que suprimir todo lo que no indicara una victoria del Gobierno republicano!

Los corresponsales se peleaban contra esta ley con toda su energía, su inteligencia y su técnica. Perea y yo acumulábamos nuestros conocimientos, llamábamos a menudo a uno de los censores de conferencias que había vivido muchos años en los Estados Unidos, consultábamos los diccionarios buscando doble sentido a algunas frases, y al final cortábamos todo lo que nos resultaba dudoso. Al principio pensé que pronto tendría una visión clara del trabajo y podría convertirlo en algo positivo. Pero ocurrió todo lo contrario. Conforme transcurría el otoño, las fuerzas republicanas sufrían derrotas tras derrotas y los periodistas realizaban los máximos esfuerzos para pasar sus informaciones: los franceses usaban libremente argot; americanos e ingleses, slang, trataban de sorprender al censor de conferencias y mezclar insinuaciones repentinas en sus conversaciones y saludos con los editores, al otro lado del hilo, o trataban de intercalar rápidamente palabras sueltas en sus textos.

En septiembre, la batalla más importante se libró por la conquista del Alcázar de Toledo. La columna del coronel Yagüe avanzaba por el valle del Tajo y se acercaba a Toledo. Las fuerzas del Gobierno trataban de tomar la fortaleza antes de que la columna de socorro llegara. Parte del Alcázar había sido volado, pero los defensores se mantenían en las ruinas y las defensas construidas en las rocas. El 20 de septiembre -y recuerdo la fecha por ser la de mi nacimiento- se mandaron a Toledo tanques de la distribución de gasolina a los garajes y se inundaron las cuevas del Alcázar con petróleo, prendiéndole fuego después. El intento fracasó. El mismo día una columna de voluntarios, bien equipada, llegó de Barcelona y desfiló por las calles de Madrid aclamada por la multitud: los hombres venían a enfrentarse con la columna de Yagüe.

Al mismo tiempo, el Gobierno trataba de suprimir los tribunales terroristas, creando una nueva forma, legalizada, de tribunales populares, en los cuales un miembro del cuerpo jurídico actuaría como juez, y delegados de las milicias como asesores: se autorizaba a las milicias de vigilancia a investigar y detener fascistas, pero únicamente a las debidamente autorizadas, para eliminar así el terror de la caza del hombre. Pero la ola de miedo y odio estaba aún creciendo y el remedio era peor que la enfermedad.

La orden oficial para la censura fue: dejar pasar únicamente las informaciones en las que apareciera que el Alcázar estaba a punto de rendirse, la columna de Yagüe detenida en su avance, y los tribunales populares un dechado de justicia. Me sentí convencido de que la política que se seguía con la censura y las noticias oficiales era estúpida. Pero cuando me enfrenté con los periodistas, me encorajinó la seguridad cínica con que daban nuestra derrota por cierta y trataban de infiltrar sensaciones en sus despachos; como consecuencia, me dediqué a cumplir las órdenes oficiales con una furia salvaje, como si, suprimiendo frases aquí o allá, estuviera suprimiendo un hecho real cuya idea me era odiosa.

Cuando iba por las tardes al Ministerio de Estado para recibir mis órdenes para la noche, tenía generalmente un rato de charla con don Luis, que parecía haberme tomado afecto. Me solía contar historias de cómo los «extremistas» le habían amenazado en diversas ocasiones por haber dejado pasar una noticia desfavorable, o cómo se le había mezclado en conflictos porque un corresponsal había mandado información a través de la valija diplomática de su embajada. Todos tenían sospechas de él, y tenía miedo de que un día le cogieran y le dieran el paseo. Estaba en buenas relaciones con los comunistas -al fin y al cabo, yo estaba allí porque ellos me habían recomendado- y don Julio, el ministro, que era quien le apoyaba, estaba también protegido por ellos. Pero los anarquistas...

Solía terminar cada una de sus peroraciones abriendo el cajón de su mesa y mostrándome una pistola:

Pero antes de que me cojan, me cargo a uno de ellos ¡por lo menos! Bueno, de todas maneras, usted tenga mucho cuidado y no deje pasar nada, y sobre todo, tenga usted mucho cuidado con su compañero que es flojo, ¡muy flojo!

En la última semana de septiembre, Fausto, el inventor de la granada de mano, vino un día a sacarme de mi sueño diurno. Tenía una orden del Ministerio de la Guerra para recoger las granadas almacenadas en la Fábrica de Armas de Toledo, pero no tenía medios de transporte. Los cientos de coches y camiones que circulaban por Madrid, sin finalidad alguna, estaban en las manos de los milicianos, y el ministerio no podía hacer nada sobre ellos. Cada grupo de milicias estaba dispuesto a recoger granadas para su propia unidad, pero no para el Ministerio de la Guerra.

Si Prieto se entera de ello, las bombas se recogen -dije yo.

Sí. Pero la cuestión es cómo llegar a Prieto antes de que los fascistas lleguen a Toledo. De todas maneras, yo me voy ahora allí a ver qué puedo hacer y, si quieres, vente conmigo.

Me fui con él. La carretera estaba atestada de coches y milicianos en ambas direcciones. Algunos gritaban que el Alcázar se había rendido, otros que lo haría de un momento a otro. Cerca de Toledo, se espesaba la multitud. La roca estaba coronada de explosiones. Las ambulancias pasaban lentas por el puente y el pueblo las saludaba con los puños en alto. Nos dirigimos a la fábrica, pero inmediatamente dimos de lado toda esperanza. Los camiones de la fábrica estaban preparados para transportar a Madrid todas las existencias de tubo de latón y las estampadoras para fabricar cartuchos. Fausto se desesperó. Ninguno de los dos estábamos de humor para volver a Toledo. Le propuse que volviéramos a Madrid por el camino de Torrijos, para que pudiéramos detenernos en Novés.

En Torrijos, las calles estaban atascadas por carros y coches. Los habitantes estaban cargando en ellos ropas, colchones y muebles, dándose prisa unos a otros y gritando:

¡Que vienen los fascistas!

Un viejo a quien le pregunté, me replicó:

Vienen los fascistas y nos van a coger. Ayer nos tiraron bombas desde los aviones y mataron a mucha gente, y esta mañana les oíamos los cañonazos. ¡Usted no sabe la gente que ha pasado ya por aquí! De todos los pueblos, hasta de Escalonilla, que no está más que a media hora.

Novés estaba casi vacío. Unas mujeres corrían aún por las calles. Los dos casinos estaban cerrados. Le dije a Fausto que guiara al molino del tío Juan. Allí nos encontramos al viejo atando unos bultos con la ayuda de dos de sus mozos.

Se asombró al verme:

¿Qué hace usted por aquí? Ya puede usted darse prisa, porque los fascistas se echan encima. Esta noche nos vamos nosotros a Madrid.

Bueno, entonces no vendrán tan de prisa -dije yo.

Mire, don Arturo, esos fulanos están ya en la carretera. Aquí tiraron unas bombas hace dos días. Mataron las dos vacas del pueblo, a la Demetria, al chico y al marido. La gente dice que esta mañana ya han visto moros de descubierta en la carretera de Extremadura. Créame lo que le digo: si no se dan prisa, no pasan. Ya nos encontraremos en Madrid y le contaré lo que ha ocurrido aquí. Ha sido algo horrible.

Dejamos Novés en dirección de la Puebla de Montalbán y cuando llegamos a la carretera de Extremadura, desierta, Fausto miró arriba y abajo, paró el coche y dijo:

Bien, aquí estamos. ¿Qué hacemos? ¿Nos volvemos a Toledo?

Yo creo que el camino a Madrid aún está libre. Vamos para adelante, pero pisa el acelerador. No me gusta esta calma.

La carretera estaba desierta, pero también estaba regada de montones de trapos, ropas y correajes, gorros, mantas, vasos y platos de estaño y fusiles; las cunetas aparecían más y más llenas de estos despojos. En la distancia sonaron disparos de fusil y ametralladora y en la dirección de Toledo oímos la explosión de cinco bombas. Fausto guiaba a toda velocidad. Comenzamos a pasar milicianos sentados en la cuneta, descalzos, las botas o las alpargatas al lado de los pies desnudos. Después comenzamos a sobrepasar a otros, marchando aún, trabajosamente, la mayoría de ellos sin fusil, en mangas de camisa o camiseta, las caras y los pechos desnudos rojos de sol y de sofoco. Nos gritaban que les dejáramos montar y nos cubrían de insultos al no detenernos. Íbamos esperando un tiro por la espalda de un momento a otro. Por último, la carretera se convirtió en una masa humana. Milicianos cojeando, mezclados con campesinos que marchaban llevando del ronzal la mula o el burro en el que iban la mujer y los chicos, o conduciendo un carro de labranza cargado de bultos y de utensilios, la familia encaramada en lo alto sobre los colchones. Así llegamos a Navalcarnero.

Un oficial y unos pocos guardias de asalto habían formado un cordón a través de la carretera. Paraban a los milicianos huidos, les hacían entregar las armas y los mandaban alinearse en la plaza. El pequeño destacamento tenía una única ametralladora, montada en la plaza, y que contenía el pánico. Los vecinos de Navalcarnero estaban cargando sus carros y cerrando sus casas.

Detuvieron también nuestro coche. Fausto y yo nos apeamos y explicamos al oficial el objeto de nuestro viaje. La cara del oficial era una máscara estriada de polvo y sudor. Teníamos simplemente que ir al Ministerio de la Guerra -explicaba Fausto- para que los camiones del ejército se encargaran de recoger el material antes de que se apoderaran de ello los fascistas.

En aquel momento, un grupo de milicianos con fusiles rompió a través de la multitud y por un instante estuvo a punto de romper también el cordón de guardias. El oficial nos dejó con la palabra en la boca y se subió al techo de nuestro coche:

¡Alto! ¡Atrás, o disparo la máquina! Escuchad...

Cállate tú ya, con tantos mandos, ¡voceras! O nos dejas pasar o pasamos por reaños - gritó uno de los milicianos.

El oficial replicó:

Bueno, vais a pasar, pero escuchadme primero.

Los milicianos desarmados comenzaron a agruparse alrededor del coche. Fausto murmuró:

¡Si escapamos con bien de ésta, hemos nacido hoy!

Pero el oficial hablaba bien. Llamó a los milicianos cobardes, en su propia cara, y les hizo ver qué vergüenza sería llegar a Madrid en el estado que estaban; les lanzó los peores insultos por haber tirado los fusiles en la cuneta y terminó explicándoles que podían reorganizarse en Navalcarnero y esperar allí hasta que llegaran las fuerzas de relevo que habían salido de Madrid. Al final gritó:

Y nada más. Los que tengan algo de hombre que se queden, los otros se pueden marchar. Pero al menos nos tienen que dejar sus fusiles, para que podamos defendernos. Un clamor delirante ahogó sus últimas palabras. Había vencido.

El oficial saltó a tierra e inmediatamente organizó piquetes que fueran a recoger de la carretera todos los fusiles que fuera posible. Después se volvió a nosotros:

Ahora podéis marcharos, camaradas.

Era casi de noche cuando llegamos a Madrid. Habíamos dejado atrás la vanguardia de carros con los fugitivos a la altura de Alcorcón. Me fui directamente al Ministerio de Estado y hablé con Rubio Hidalgo:

No se apure -dijo-, el avance de los fascistas se ha contenido y el Alcázar no pasa de esta noche. Unos pocos milicianos se han asustado y nada más. Lo más importante es que esta noche no deje usted pasar ninguna noticia de esta clase. Mañana por la mañana habrá buenas noticias; ya verá usted.

Aquella noche tuve que sostener una verdadera batalla con los periodistas. Uno de ellos, un presuntuoso jovencillo francés que trabajaba para Le Petit Parisién, intentó tantos trucos y escandalizó tanto que tuve que amenazarle con arresto. De aquella noche no recuerdo más que esto: que enronquecí a fuerza de gritar y que en alguna ocasión eché mano a la pistola en señal de amenaza. En la mañana ya no fue posible ocultar por más tiempo que los fascistas habían avanzado hasta Maqueda en la carretera de Extremadura, un pueblecito más cercano a Madrid que La Puebla, por donde habíamos pasado unas horas antes, y hasta Torrijos en la carretera de Toledo. La columna en la carretera de Extremadura amenazaba Madrid y la otra amenazaba Toledo. El Gobierno disimuló estas noticias coronándolas con el anuncio oficial del rendimiento del Alcázar. Esto hubo que desmentirlo oficialmente horas después.

Algunos días después, el 27 de septiembre, los rebeldes entraron en Toledo. La Fábrica de Armas no fue volada y los rebeldes la ocuparon intacta.

El trabajo de la censura se convirtió en una pesadilla sin fin. Mi Colega en el turno de noche tuvo un ataque de pánico tan grande que dimitió. Me quedé solo, trabajando desde las nueve de la noche a las nueve de la mañana y apenas sabiendo lo que hacía. Cuanto más se aproximaban a la capital las fuerzas de Franco, más crípticos eran los despachos de los periodistas, y más exigentes sus maneras. Con la amenaza y el miedo cada día mayores, una nueva ola de asesinatos sacudió la ciudad. La situación alimenticia se agravó y llegó un momento en que únicamente los restaurantes comunales suministraban comida. A las once de la noche la circulación por las calle quedaba estrictamente prohibida y era peligroso, aun con pase, andar por ellas. El 30 de septiembre el Gobierno decretó la incorporación de todas las milicias al ejército regular, pero este ejército no existía aún. Comía en la cantina de la Telefónica o en un café cercano y Ángel recogía la comida para mi familia. Por la noche, bajo mis ventanas resonaban los disparos de los «pacos». Aquellas noches vivía sobre todo a fuerza de coñac y café puro.

Cuando cruzaba la calle en las mañanas temprano, veía aún la procesión de huidos que llegaban de los pueblos de alrededor, con sus mulas, sus carros y sus perros huesudos y amarillentos. Viajaban de noche por miedo a ser bombardeados de día. A los primeros que llegaban se les acomodó en casas grandes que habían sido incautadas, los últimos tuvieron que acampar al aire libre en los paseos de la ciudad. Se amontonaron los colchones bajo los árboles de la Castellana y Recoletos, y las mujeres guisaban en fogatas encendidas sobre las losas de las aceras. Cambió el tiempo y la lluvia torrencial comprimió a los refugiados en las casas ya llenas.

El tío Juan, el molinero de Novés, vino a verme una mañana. Me lo llevé a un café y comenzó a contarme su historia, en su modo lento y ecuánime:

Yo tenía razón, don Arturo. Los viejos nos equivocamos pocas veces. ¡Las cosas que han pasado! Cuando estalló la revuelta, nuestra gente se volvió loca. Arrestaron a todos los ricos del pueblo y a todos los que habían trabajado con ellos; a mí también. Me dejaron fuera después de un par de horas. Los muchachos sabían que yo no me había mezclado jamás en política y que en mi casa siempre había un pedazo de pan para el que lo necesitara. Además, a mi chico le dio la ventolera de hacerse guardia de asalto, y por eso yo era también un republicano para ellos. Bueno, montaron un tribunal en el Ayuntamiento y los fusilaron a todos, hasta al cura. A Heliodoro le fusilaron el primero. Pero los enterraron a todos en tierra sagrada. El único que se escapó con el pellejo fue José, el del casino, porque muchas veces les daba una pesetilla a los pobres que no tenían nada que comer. ¡Siempre es bueno encender una vela a Dios y otra al Diablo! Y así, las familias de los fusilados se marcharon del pueblo y al principio la gente quería repartirse las tierras; después quería trabajarlas en común. Total, que no se ponían de acuerdo y no había dinero. Se incautaron de mi molino, pero naturalmente, no había grano que moler y lo mismo pasaba en los otros pueblos. Unos cuantos de los jóvenes se marcharon a Madrid con las milicias, pero la mayoría de nosotros nos quedamos y fuimos viviendo con lo poco de las huertas y lo que se había encontrado en las casas de los ricos. Cuando los rebeldes comenzaron a venir cerca, todos los otros pensaron que ellos no tenían nada que temer y se quedaron la mayoría. Unos pocos más se marcharon cuando cayeron las bombas que le conté, pero usted sabe qué apegado está uno a su casa y a la tierra de uno, y muchos se quedaron. Hasta que la gente de otros pueblos que venían huyendo pasaron por allí, y comenzaron a contar que los fascistas, cuando entraban en un pueblo, fusilaban a los hombres y cortaban el pelo al rape a las mujeres... Con una cosa y otra, al final, todos decidimos marcharnos, pero esto fue en el último momento, el día que usted pasó por allí. Cuando salimos, los fascistas estaban ya en Torrijos y en Maqueda y habían cortado la carretera a Madrid; así que nos tuvimos que meter a través de los campos. Nos cazaban como a conejos, y al que cogían le volaban los sesos; a las mujeres las hacían volver a culatazos al pueblo. Después, los moros vigilaban por los campos y cuando cogían una mujer que no fuera muy vieja la tumbaban en los surcos y ya puede usted imaginarse el resto. Eso le hicieron a una muchacha que servía en casa de don Ramón. La tumbaron en un campo labrado y llamaron a los otros, porque la chica era guapa. ¡Once de ellos, don Arturo! Marcial, uno de los mozos del molino, y yo, estábamos escondidos en unas matas viéndolo. A Marcial le entró tanto miedo que se ensució en los pantalones. Pero después se atrevió a venir conmigo y la recogimos. Ahora está en el hospital General, pero aún no saben si saldrá bien o no. Porque, ¿sabe usted?, no podíamos llevarla a cuestas todo el camino y tuvo que andar a través de los campos con nosotros por dos días, hasta que llegamos a Illescas y desde allí la trajeron a Madrid en un carro... Yo estoy bien aquí, con algunos de la familia, y a otros les pasa lo mismo. Pero hay algo que yo quisiera que viera usted con sus propios ojos, porque es horrible. Es el sitio donde han metido a los más pobres del pueblo que no tenían a nadie aquí, ni dónde ir.

Después de comer en la cantina de la Telefónica, el tío Juan me obligó a acompañarle, aunque estaba rendido de cansancio. Me condujo a través de un inmenso portal de mármol, con columnas dóricas, y entramos en un enorme hall. Cuando abrió la mampara, el olor de excremento y orines nos abofeteó.

Pero esto ¿qué es, tío Juan?

No me lo pregunte. Pura miseria. Todos los retretes están rotos o atascados. Las gentes nunca habían visto un sitio como éste en su vida y no sabían qué hacer con ello, así que lo han roto todo... Ya , le dije que era horrible.

En una de las salas del palacio, una verdadera horda de mujeres, chiquillos y viejos, sucios, haraposos y malolientes, vivían en medio de un revoltijo de colchones tirados por el suelo, orinales, cacharros de cocina y piezas absurdas de mobiliario. Una mujer lavaba unos pañales en una palangana; el agua sucia rebosaba el recipiente y empapaba uno de los colchones, en el que un viejo, indiferente, con el pantalón desabrochado, fumaba mirando al techo. Tres mujeres regañaban alrededor de una mesa. La tapicería verde-azulado colgaba en tiras de las paredes, la chimenea de mármol tenía rotas las esquinas y los altorrelieves, el hogar de la chimenea estaba convertido en basurero. Dos chiquillos pequeños berreaban sin que nadie hiciera caso, y un tercero estaba sentado en un rincón, cogido frenéticamente a un perrucho escuálido que ladraba y aullaba sin cesar. En el rincón más lejano sobresalía una cama de hierro, pintada de negro, una cabra atada a una de sus patas.

Mientras contemplaba aquello, el tío Juan dijo:

Todo esto es el pueblo de Novés. ¿No lo reconoce usted? Bueno, ya le he dicho que eran los más pobres y no creo que usted los tratase nunca: eran demasiado pobres para atreverse a hablarle a usted. En otros cuartos hay gentes de otros pueblos vecinos, tres o cuatro. Como siempre pasa, se odian unos a otros y siempre andan de peleas, por si unos tienen mejor sitio que los otros, o un lavabo o un retrete. Acaban destruyendo todo para que los otros no lo disfruten y de eso están rotos los espejos, las tazas de los retretes y las cañerías de agua. Ahora ya no tienen más agua que la del estanque del jardín que, afortunadamente, tiene un surtidor en medio.

Pero ¿es que nadie puede poner esto en orden? Al fin y al cabo, alguien tiene que haberlos traído aquí.

¡Ca!, no. Nadie. Cuando llegaron con los burros y los carros, unos milicianos los cogieron en medio de la calle y los metieron aquí. Lo único que hacen es darles vales para la comida, pero nadie se preocupa más de ellos.

Recuerdo que fue precisamente aquel día que Franco se proclamó a sí mismo el Caudillo, el dictador de España.

Durante los días siguientes, las caravanas de bestias y carros, con hombres, mujeres y chiquillos encaramados en lo alto de sus ajuares y agotados de cansancio, no cesaron. Se organizaron a toda prisa batallones de milicianos que se mandaban a todos los frentes. Cada día llegaban noticias de cómo los rebeldes, extendiéndose como una invasión de langosta, avanzaban sobre Madrid por todos lados, desde la sierra de Gredos y el valle del Alberche pasando por Aranjuez a través de Sigüenza, hasta la sierra de Guadarrama. Muchos pensaban que la guerra terminaría rápidamente. Si ¡os rebeldes cerraban el anillo, si cortaban la comunicación con Albacete y Barcelona, Madrid estaba perdido.

El 13 de octubre, Madrid escuchó por primera vez el ruido del cañón.

Yo había perdido ya toda esperanza de llegar a una mejor comprensión de la manera de trabajar de los periodistas extranjeros y ganar así alguna influencia sobre ellos. Los periodistas, sus informaciones, la vida de noche en la Telefónica, la vida de día en la ciudad, se convertían en una rápida sucesión de visiones, unas claras, otras borrosas, pero todas tan fugaces que era imposible fijar la atención en ninguna de ellas. Ya se me hacía imposible descifrar las hojas escritas a mano que algunos periodistas sometían a la censura; parecían ser hechas ilegibles de propio intento. Al final di la orden de que cada información tenía que estar escrita a máquina, lo cual ayudó un poco. Uno de los franceses hizo de ello su excusa para marcharse, pero cuando protestaba ruidosamente contra mi «despotismo», vi claramente que lo que tenía era miedo. Era una excepción. Mientras mutilaba sus informaciones, siguiendo las órdenes que se me daban, no podía por menos de admirar el valor personal de los corresponsales, aunque me enfureciera su indiferencia. Se marchaban a las primeras líneas, arriesgando hasta las balas de un miliciano xenófobo o la captura por los moros en las fluctuaciones de un combate, para conseguir unas pocas líneas de información militar, mientras no les dejábamos pasar los artículos sensacionales que hubieran querido escribir, y que a veces escribían y pasaban dentro de una inviolable valija diplomática.

Me veía a mí mismo, sentado allí, en la oscuridad, detrás del cono de luz lívida, trabajando a ciegas, cuando todo el mundo creía que yo sabía lo que estaba pasando. No sabía nada más que el anillo alrededor de Madrid se cerraba más y más y que no estábamos equipados para hacer frente a la amenaza. Era difícil sentarse quieto. Algunas veces, cuando pasaba al lado de un grupo de periodistas, ligeramente borrachos, que habían estado la noche entera tratando amablemente de engañarme -y posiblemente lo habían conseguido-, me entraban ganas de provocar una bronca con ellos. Lo que para nosotros era vida o muerte, para ellos no era más que una historia. Algunas veces, cuando los anarquistas del Control de Obreros, abajo en el hall, me repetían que todos estos periodistas eran fascistas y traidores, simpatizaba con sus creencias. La noche que uno de ellos, extendido a lo largo sobre un jergón en la sala de conferencias, roncaba su borrachera mientras esperaba que su llamada llegara, sentí un verdadero odio, recordando cómo a cada momento nos aguijoneaba con su seguridad de que Franco entraría en breve en la ciudad.

Me era imposible ser amistoso con María cuando llamaba al teléfono y me preguntaba cuándo y dónde nos podíamos reunir. Nuestras vidas habían llegado a un punto muerto. Los ataques aéreos eran un hecho casi diario. El 30 de octubre, un solo avión mató cincuenta niños en una escuela en Getafe. El Sindicato de la Construcción comenzó a mandar a sus hombres a cavar trincheras alrededor de Madrid y a construir nidos de ametralladoras y barricadas de cemento en las calles. Las calles ya no se llenaban más con refugiados de los pueblos, sino de los suburbios de la ciudad, y las noches estaban punteadas de cañonazos. Se mandaron unidades de choque elegidas para mantener las trincheras en los bordes de la capital y los milicianos huyeron ante los tanques. La Pasionaria los reunió en las afueras e hizo un esfuerzo supremo para inculcarles un coraje nuevo. La CNT -los anarquistas- enviaron dos ministros al Gabinete de Guerra. Los periodistas escribían, sin cesar, informaciones diciendo que estábamos perdidos, y nosotros tratábamos, sin cesar, de evitar que lo hicieran.

En la noche del 6 de noviembre, cuando fui al ministerio a recibir órdenes, Rubio Hidalgo me dijo:

Barea, cierre la puerta y siéntese ahí. ¿Sabe usted? Todo está perdido.

Estaba ya tan acostumbrado a sus declaraciones dramáticas que no me causó impresión y le repliqué:

¿De verdad? ¿Qué es lo que pasa ahora? -Me fijé entonces en que la chimenea estaba llena de papeles quemados y que sobre la mesa había otros empaquetados limpiamente y agregué-: ¿Es que nos vamos?

Se limpió la calva brillante con un pañuelo de seda, paseó su lengua púrpura y puntiaguda por sus labios y dijo lentamente:

Esta noche, el Gobierno se traslada a Valencia. Mañana Franco entrará en Madrid. - Hizo una pausa-. Lo siento, amiguito, no se puede hacer nada. ¡Madrid se rendirá mañana!


Pero Madrid no se rindió el 7 de noviembre de 1936.


Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama - Primera parte (1951)
Capítulo X - La amenaza








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