Esta mañana, al entrar al puerto de Montevideo,
pasamos a pocos metros de distancia del acorazado alemán Graf Spee. Hacia su
proa veíase claramente la estructura perforada, un gran hoyo que ahora dejaba
pasar la luz, por el camino abierto ayer por un proyectil. Grandes rasgaduras
en la superficie de su blindaje, varios impactos en la línea de flotación,
destruido el puente de mando y uno de sus aviones, desprendida la cola, dañado
su fuselaje. La cubierta llena de marinos (dicen que son más de mil) de blanco
impecable; al pasar nuestro barco, el Formosa, agitaban manos y gorras,
saludándonos. Con alegría, no parecían enemigos. Alguien dijo que ayer, treinta
y seis murieron y que los heridos eran más de sesenta. Hace apenas unas horas
debían estar al lado de los cañones, en medio de las voces de mando, mientras a
su lado caía el compañero, el amigo. Deben haber visto nuestro barco durante el
combate con los tres cruceros británicos: el Exeter, el Achilles y el Ajax, que
era nuestra escolta. Ellos estaban en guerra. Nosotros no. La nuestra ya había
terminado.
Ayer por la tarde, estábamos jugando en la cubierta
superior cuando la alarma rompió la paz con su sonido estridente. Creo que
nadie se asustó. ¿Cómo asustarse con ese cielo tan azul, con ese silencio del
mar, con esa costa tan cercana, con ese mundo nuevo que ya se tocaba con las
manos? La guerra la habíamos dejado atrás, atrás también esos primeros días de
la travesía, desde Le Havre hasta Casablanca, en un convoy –barcos chicos y
grandes– acompañados por unos buques de guerra que nos pasaban, que nos
esperaban, que nos volvían a pasar, incapaces de ponerse al ritmo, a la
velocidad de los barcos más pequeños. En Casablanca ya nos dejaron solos. Se
dijo que no tan solas, que el Atlántico aun era peligroso, podía haber
submarinos acechándonos y nuestro barco era francés y Francia estaba en guerra.
Los dos cañones de nuestro barco parecían un poco
ridículos, quizás eran de la guerra pasada. ¡Ha habido tantas guerras pasadas!
Mientras atravesamos el Atlántico, por aquello de los submarinos, permanecieron
siempre a la vista, igual que las barcas de salvamento que colgaban de sus
soportes, hacia fuera de la cubierta, listas para ser lanzadas al agua al menor
peligro.
Al acercarnos ya a las costas de Brasil, a su verdor
inesperado, parece que nos sentimos seguros: los cañones se taparon con lonas,
las barcas volvieron a su lugar de reposo y las cuerdas con las que las
amarraban se iban llenando de nudos.
Me gusta el mar. También le tengo miedo. Soñaré muchas
veces que muero en el mar. Llevo puesta la pulsera de nácar que me compré en le
Havre con los francos que me dio en París mi abuelo, creyendo que en Chile
podría necesitarlos. Pero cuando entre con Lucas [Luís Pérez Infante] a esa
tiendecita y compramos el barco que él quiso regalarle a Neruda, yo vi la
pulsera y me enamoré. El nácar viene del mar, el mar está en la infancia junto
al abuelo y la pulsera será mía: él me la regaló sin saberlo. La compré, y
entre el barco y la pulsera, lo gastamos todo. ¿Para qué, el dinero? ¡Éramos
jóvenes!
La alarma no paraba. Se añadieron voces. Había que
buscar los salvavidas, reunirnos en nuestros puestos, frente a la barca que se
nos asignó en los ejercicios de salvamento. Tomábamos conciencia. Además del
cielo sin nubes, además del sol, se escuchaban los cañonazos; muy cerca de
nosotros y de la costa uruguaya, de la que aún no conocíamos sus nombres. Punta
del Este, Punta Ballena, Piriápolis. No pudimos saber que, desde la costa,
otras personas, sorprendidas como nosotros, también presenciaban el desarrollo
del combate, también miraban el humo de los fogonazos, oían hablar a los
cañones, dejaban de ver por momentos los buques ocultos bajo espesas cortinas
de humo.
Poco a poco la información. Que el barco ese que
veíamos bastante cerca era un acorazado alemán, el Graf Spee, que por varios
meses navegaba, como corsario, por estos mares y que había apresado a varios
mercantes aliados. Que los otros tres eran cruceros británicos tratando de
darle caza y que debían acercarse peligrosamente a él, ya que sus cañones eran
de menor alcance. Nosotros estábamos más cerca, pero ¿ qué protección esperar
de nuestros débiles cañones?
Apresuradamente se sacaban las lonas que los cubrían,
apresuradamente marineros cortaban con navajas los nudos que ellos mismos
hicieron para amarrar las barcas... Nuevas órdenes. Todos debíamos ir a la
parte del barco sin ver al enemigo, creo que a estribor, era el mandato.
Algunos obedecieron: por los niños, por sensatez, por miedo. Otros seguimos
mirando. La curiosidad, la inconciencia tal vez, la incertidumbre de estar ante
algo que no nos estaba destinado contemplar.
El sol desapareció, la oscuridad se encendía con las
explosiones, con las llamaradas, con gritos que no se escuchaban. Después
silencio. Tan sólo unos reflectores iluminando la costa, queriendo encontrar al
enemigo que se escapaba, ya cerca de la entrada al Río de la Plata, puerto
seguro ofrecido a su desamparo.
No se parecía a los bombardeos de Barcelona. En
realidad, no daba miedo. Sólo sorpresa, estupor, lejanía. Faltaba el ruido de
los aviones y la duda, mientras el ruido se acerca de si vendrán directo a
nosotros. No escuchábamos el silbido de la bomba que viene cayendo y que mientras
silba puedes saber que no ha caído todavía y que quizás, quizás, todavía puede
ser para ti. Y que cuando cae sabes que esta vez no fue pero que puede haber
sido para alguien que conoces y que aún habrá otra más, y otra más.
No sé qué hora es. Esta noche de inesperados
resplandores Alejandro no estará de humor para hablarnos de las estrellas. Será
la penúltima noche. El Viernes llegaremos a Buenos Aires y de ahí, el tren a
Santiago. ¿Dónde quedarán los cielos profundos, las constelaciones. Tauro, las
Pléyades, Aldebarán, Orión, y Géminis. El brillo de Sirio, la emoción contenida
al ver, por primera vez, la Cruz del Sur….
Presencia de estrellas que ya no existen… extraños
conceptos, años, luz, infinito, la nada, ¿acaso seremos nosotros sólo un
reflejo? ¿cuánto tiempo durará nuestra luz?
No sé la hora porque hace días tiré mi reloj al fondo
del mar. Después de marcar muchas veces decidió pararse. No puedo saber que aún
me quedan muchos relojes que comprar. Me gustó verlo hundirse y saber que se
quedaba en ese mar, ya vacío del tiempo, en el camino que me conducía a mi
nuevo mundo, a una nueva vida. O que me alejaba de mi nuevo mundo, de una vida
que pudo haber sido mía, y que ya no lo sería.
Rafaela de Buen (*)
Teselas para un mosaico, 2004
(*) (San Sebastián, 1921 - Santiago, Chile, 2016). Hija del catedrático Rafael de Buen y de Francisca
López de Heredia. Nieta de Odón de Buen, fundador del Instituto Español de
Oceanografía. Durante
la Guerra de España, fue enviada por sus padres a Barcelona. Se adhirió a
la Unión de Muchachas en 1938 con el fin de atender heridos, especialmente de
las Brigadas Internacionales. Trabajó en el Ministerio de la Defensa. Militante
en el Partido Socialista Unificado. Al caer Barcelona va a Francia. Llega
exiliada a Chile a bordo del barco Formosa en diciembre de 1939, procedente de
Le Havre. En Chile trabajó un tiempo en la Universidad de Chile en la Comisión
de Cooperación Intelectual. Autora de los libros: Días cálidos y
azules y Teselas para un mosaico.
La fotografía ha sido tomada de: http://rafaeladebuen.blogspot.com/
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