La sublevación militar ha venido a
descubrir a los españoles un mediterráneo: la activa existencia de la vida
internacional. El ciudadano de España, ilusionado o enrabiado en la contienda
política, no tenía en cuenta, ni siquiera por vía de ejemplo, el acontecer
político de otros países. Alguna vez se levantaba una voz admonitoria y cándida
que pretendía escarmentar a los españoles en cabeza ajena; pero la admonición
se perdía, anegada por la confianza en la genialidad hispana, y lo cándido se
trocaba en aburrido.
Recluida España más acá de los
Pirineos, quejosa de Marruecos; burlona de Portugal, trascordada de América y
despreocupada del Mediterráneo, ha podido vivir sin alarma ni ambición extra
peninsulares hasta que la guerra «civil» actual le ha puesto de manifiesto la
malla, no de relaciones, sino, lo que es peor, de dependencias que, sin
saberlo, la rodeaban, y ha podido ver que su desasimiento de lo internacional
la abocaba a recibir trato de colonia.
El ingenuo estupor con que los españoles se
informaron de que el Gobierno del Frente Popular francés se desinteresaba de la
suerte que el Gobierno del Frente Popular español pudiera correr a manos de la
rebelión armada, sólo es comparable a la incredulidad, dolorosamente superada
después, con que, en los primeros momentos, acogieron el rumor de que el
fascismo italiano y el nazismo alemán eran colaboradores, financieros y
directores del atentado contra la patria española. Precisamente ésta, en las
páginas optimistas de la Constitución de 1931, había incorporado a su derecho
las normas del internacional, al mismo tiempo que exigía la ratificación por el
Parlamento y la inscripción en la Sociedad de las Naciones de sus pactos y
tratados internacionales. Es decir, había extremado, llevándola a términos de
obsequiosidad, la deferencia para con la regulación jurídica de las relaciones
entre los pueblos.
A la desocupación internacional que,
durante la monarquía última, aquejara a España, substituyó la República una
política dogmática, sobremanera ingenua e inoperante. Tan inoperante que ni
siquiera se le vino a las mientes que pudiera ser bueno cambiar el modo y el
instrumento de sus relaciones internacionales, ni el centro de su sistema,
contenta de verse recibida entre las naciones como una apersonada democracia
que podía mirar, con altivez y sin inquietud, a los regímenes tiránicos que
pesaban sobre este o el otro país, y contar con la adhesión afectuosa de los
que florecían por obra de la libertad. Bien es verdad que con tal ingenuidad
gozosa fue conducida, y no sólo en lo internacional, toda la vida política
republicana, excluyendo con este adjetivo, claro está, la vida pública impuesta
al país por radicales y cedistas.
Mas he aquí al buen pueblo republicano,
devoto de la paz, metido de cabeza en una guerra, que podemos seguir llamando
civil porque las batallas continúan dándose en la península, buscando, y
encontrándolos en demasía, apoyos jurídicos y morales en que estribar su
indignación por el desenfado con que unas potencias fascistas, de acuerdo con
el conservadurismo, deformamente, sentimental y cruel, de las derechas
españolas, tratan de organizar en colonia la vida del país.
A cuenta de la desasistencia que encontró
el Gobierno legítimo en las democracias occidentales, que extremaron los
miramientos para los rebeldes, se han quebrado no pocos afectos y se hacen aún
melancólicos aspavientos. Bueno está lo primero, y no hay por qué enmendarlo;
pero no estará de más substituir a lo segundo algo, que muy bien puede ser el
sentido de lo real.
La República, en sus mejores momentos, no
se ha alimentado sino de un modesto dogmatismo, servido, correlativamente, por
un arbitrismo mesurado. La cortedad de uno y otro no puede interpretarse
como adaptación a la realidad. A la percepción de ésta no se ha llegado sino
ahora, por obra de la guerra «civil». Ella ha puesto en claro la inanidad de la
abúlica política republicana, por ventura no más que sobrepuesta al pueblo;
ella ha descubierto con rudeza los valores universales de que éste es soporte,
y los caedizos del casticismo histórico que contra ellos luchan.
España se ha sentido apresada por la
actividad internacional, en buena parte a causa de su olvido de ella, a causa
de su vivir sin propósito. En las brazadas de angustia que se ha visto obligada
a dar ha encontrado no sólo momentánea salvación, sino incentivo para una tarea
creadora y duradera. Antes del 17 de julio pocos eran los españoles, aún entre
los que hacían oficio de políticos, que tuvieran una representación del vivir
internacional. Hoy pocos serán los que no piensen en la participación y en el sufrimiento
que en él toma España; en el abandono a que ésta habíase reducido. Las
vicisitudes de la guerra descubren, cada día, a los españoles un aspecto de la
bullente vida internacional, cruzada de escepticismo y cargada de duros
intereses.
Ante la falta de apoyos exteriores, que
hubieran sido utilísimos en la actual contienda, la República se ve en trance
de levantar el andamiaje de un mundo nuevo de relaciones. Lo creará, si no
desaprovecha la severa coyuntura que ahora se le ofrece, a medida que su
voluntad, endurecida en la guerra e intencionada en la revolución, se proponga,
con verdad, dar expresión a su ánima política.
La política es cosa de la práctica, dicen,
desde Maquiavelo, quienes, con capacidad creadora, se han empleado en ella. Si,
según es de esperar, la revolución, que está iniciada, impone, como todas las
que se lograron, este sentido realista a nuestra política, habremos de asistir,
al hilo de una renovación total de su sistema de valores, a una cancelación de
los remilgos y candideces que han desustanciado nuestra conducta exterior.
Reacuñado el concepto del Estado, cargado éste de propósito, y no de recuerdo,
histórico, dotado de instituciones eficaces, podrá la República emplearse, con
virtud creadora, en el quehacer internacional.
José López-Rey Arrojo
Hora de España, enero de 1937
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