Ramón José Sender Garcés (Chalamera, Huesca, 3 de febrero de 1901 - San Diego, EEUU, 16 de enero de 1982 |
San Diego, California, Estados Unidos. Madrugada del 15 al 16 de
enero de 1982.
Desde la ventana de un estudio, un hombre adusto, ya mayor,
estatura mediana, aire ascético, contempla el parque Balboa. Suele pasear por
allí cada día. Se sienta en algún banco a leer. Habla con las ardillas y los
pájaros. Bluejays y chickadees son sus amigos. Le gusta observar. Ve a la gente
pasando presurosa, a los amantes robándose un beso en no importa qué rincón, a
las niñas que saltan a la comba… A veces, escribe en su libreta. Parece
entonces poseído por la fiebre, su mano se desliza a gran velocidad sobre el
papel. Se llama Ramón, Ramón José Sender Garcés, aragonés de Chalamera. En su
familia lo llaman Pepe y él prefiere ese nombre cariñoso, tan próximo, tan
lejano… Cuarenta y tantos años de exilio pesan demasiado.
Su perfil ibérico, hosco, algo frailuno, se recorta contra la
ventana. Aunque ya octogenario, sus facciones revelan decisión y firmeza,
energía y juventud. Pepe observa el parque, la ciudad dormida. Aspira el
cigarro y deja salir una bocanada de humo. Hay un aire de ensoñación en su
mirada, un leve velo acuoso que la hace brillar. Recuerda las ripas, el saso,
el tozal de su tierra alcoleana. De pronto, una tos cavernosa interrumpe sus
cavilaciones. Una tos profunda que conmueve todo su esqueleto.
—¡Asma maldita!
Es un mal de familia que atormenta sus últimos días.
—¡Bendita herencia!
Incluso en los peores momentos le gusta jugar con las palabras. No
puede evitarlo. Los extremos se atraen, le atraen. ¿Bendición? ¡Maldición!
¿Maldición? ¡Bendición!
Nuevo ataque de tos. Se dirige al centro de la sala, hacia la mesa
de trabajo, sencilla, austera, como el resto del mobiliario. Coge el vaso de
whiskey, al lado de una lámpara de escritorio. Entre dos expectoraciones, toma
un trago que alivia el resquemor. Tras un ”aaaaaah” prolongado, exclama:
—¡Menos mal!
Un par de toses in diminuendo y recupera su entereza.
—Ahora, al trabajo
Se sienta ante los folios y continúa corrigiendo las galeradas de
su último libro.
"Toque de queda. Después del clarín crepuscular, se supone
que la gente se recoge y se acuesta a dormir (…) Es curioso que a pesar de que
lo único que nos salva ante nosotros mismos y tal vez ante el orden supremo del
universo es nuestro deseo consciente o no de lograr alguna clase de perfección
nadie piensa que la única indiscutible y total está en la muerte".
Llegan aullidos animales. El zoo está cerca. Las voces traen
recuerdos de otras latitudes. Han pasado tantos años, tantos libros... Pepe se
estremece. Es una reacción defensiva, instintiva. Sus "ganglios",
como a él le gusta decir. Y recuerda.
Recuerda la infancia. La dulzura de su madre, doña Andrea, a quien
leía sus primeros versos. Las palizas de su padre, carlista conservador, con
quien nunca se entendió. Las batallas a pedradas con los chicos del vecino
pueblo. Aquella vez que pusieron la esquila a un buitre… Las viejas sentían
miedo y, al oír el tintineo sobre el tejado de las casas, gritaban que era un
alma en pena. El cometa Halley, en 1910, en Alcolea, refulgiendo en el cielo.
"Volveré a verlo, cuando sea muy, muy mayor". La muerte de Froilán,
alcanzado por un rayo asesino. La angélica Valentina, hija del notario de
Tauste. Y aquel santo varón de Reus, convertido luego en el hermano lego de
Crónica del alba. La zaragozana Quinta Julieta, pequeña Venecia
aragonesa. El revolucionario Ángel Checa, mártir de la libertad. Los primeros
escarceos eróticos, en Alcañiz. La escapada a Madrid, para vivir la bohemia y
estar cerca de los grandes, hasta que su padre vino a buscarlo y se lo llevó a
Huesca. El encuentro con el periodismo en La Tierra, de Huesca; El País, España
Nueva, El Imparcial, La Tribuna, de Madrid; El Telegrama del Rif, de Melilla.
El servicio militar en Marruecos y la desastrosa experiencia de la guerra, que
narra en Imán (1930).
Y, por fin, Madrid. Trabajar. Escribir. Respirar. Escribir. Vivir.
Escribir, escribir y escribir. Sender llega a la capital dispuesto a hacerse un
hueco. Pertenece a la redacción de El Sol, el diario más prestigioso de su
tiempo. Acude al Ateneo, a las tertulias (Cejador, Ledesma Ramos,
Cansinos-Asséns…). Se hace amigo de Valle y enemigo de Unamuno. A Ortega, lo
admirará siempre, pero de lejos. Baroja le influirá más de lo que él mismo
quiere admitir. De los "fáusticos" del 27, no comprende su
esteticismo, su preciosismo insolidario.
Pero no todo es literatura. También existe la realidad social. Se
acerca al anarquismo y conspira contra la monarquía, contra la dictadura
primorriverista, lo que dará con sus huesos en la cárcel. Allí conoce al Tripa
y a un anarquista implicado en lo del cardenal Soldevilla. Sale, después de
tres meses, más ácrata de lo que entró. O. P. (Orden Público) y Siete domingos
rojos reflejan esa etapa.
Y el amor. El amor de mujer. El amparo de Amparo. La compañera, la
amiga. La madre de sus hijos, Ramón Jr. y Andrea. La libertaria ateneísta,
trabajadora e independiente. Empleada de la Telefónica en un tiempo en que el
trabajo femenino era casi delito. La mecanógrafa, en fin, de sus textos. La
Ariadna de Los cinco libros…, que lo salvó del laberinto dejando su vida en el
empeño.
Años intensos, años convulsos de juventud. Alegría y lucha, confianza
en el futuro, en un sistema más justo. Llega, por fin, la República, la Gran
Ilusión. Pero Azaña y los suyos habrían sido buenos ministros con el Rey. Y
Pepe vuelve a la denuncia: la república burguesa es culpable, reprime a los
campesinos en Casas Viejas (Cádiz), se alía con los caciques y la iglesia.
Viaje a la aldea del crimen hace caer al gobierno. Y el aire huele a
cuartelazo, se vislumbra en el horizonte la bota militar. Sender, ahora
filocomunista, reclama unidad de acción. Su prestigio literario aumenta. En
1935, gana el nacional de literatura, con Mr. Witt en el Cantón. Novela
psicológica, con la sublevación cartagenera de 1873 como fondo. Premonición del
trágico final de la Segunda República.
Y llega lo inevitable. La sublevación franquista lo sorprende, con
su familia, en la sierra de Guadarrama, a tres escasos kilómetros del frente.
Sender arriesga su vida para unirse a los milicianos, atravesando de noche la
zona de combate. Amparo, con los niños, se dirige a su Zamora natal. La tragedia
ocurre, inevitable, una vez más. Ella y sus hermanos son represaliados. Pepe se
queda viudo. Sus hijos, huérfanos en la más tierna edad. Como el mal nunca
viene solo, Manuel Sender, su hermano menor, es fusilado por los fascistas,
asesinado sin juicio previo. Su crimen: ser valiente, negarse a huir. Pepe vive
sus horas más bajas. Sufre una humillante "degradación", por culpa de
Líster, quien cuenta su versión en Nuestra guerra. Sender siempre la negó. Es
acosado por los estalinistas, molestos por su independencia. Disidente de ambos
bandos, todo es tristeza a su alrededor. Su preocupación inmediata son sus
niños, a los que saca de España la Cruz Roja Internacional. Todo se desmorona.
El "carnívoro cuchillo" te persigue. Tienes que partir.
Francia, Guatemala, México, Estados Unidos… El exilio no acaba
nunca. Eres un desterrado, un patrio español apátrida sin raíces. Han querido
cortarte el vuelo. La idea del suicido ronda tu cabeza. Oscuras reflexiones del
personaje Saila, en La esfera. Estremecedores pasajes en Nocturno de los
catorce. ¿Cuándo podrás volver, Pepe? La escritura (y la pintura) te sirven de
terapia. Hay mucho de "desesperación reabsorbida" en tus novelas de
ahora. Recuperas tu pasado por medio del exorcismo literario. El político José
Garcés muere en un campo de concentración, quien queda es Ramón Sender,
memorialista, escritor con un profundo sentido ético.
No puedes volver a España, y lo sabes, mientras mande el Figurón.
Emprendes tu titánica tarea de recuperación. Te han quitado el contacto con la
realidad, pero te queda la historia para buscar inspiración. Así nacen Carolus
rex, Las gallinas de Cervantes, Las criaturas saturnianas, El pez de oro y
Bizancio, prodigio épico-aragonés.
Te roban la patria y tú la buscas de nuevo en el Nuevo Mundo, que
ensancha tu españolidad: Jubileo en el Zócalo, Epitalamio del prieto Trinidad,
El Mechudo y la Llorona, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, Novelas
ejemplares de Cíbola, El bandido adolescente…
Te obligan a vivir en la lejana Norteamérica y nos regalas una
joven Nancy, viajera y doctoral, que regresa a Sevilla, apasionada con los
gitanos y su cultura atávica.
Te empujan al rencor y la rabia, y nos devuelves la mirada
compasiva de El lugar de un hombre, la expiación de la culpa colectiva en El
verdugo afable, el humanitarismo mártir del padre Garcés en Los tontos de la
Concepción.
Se te van los años y los días, y regresas a orillas del Cinca, a
buscar tus años juveniles, los angélicos goces de la vida infantil. Revives en
los anaqueles de tu idílica biblioteca, en Monte Odina y hallas entre sus muros
el libro mágico de la memoria.
Regresas a nuestro lado. A los que un día te apartamos con el
olvido, te ninguneamos con un cómplice callar. Regresas porque estás de vuelta
de todos los caminos, sentires, quereres. Trotamundos cansado, con un rictus de
nostalgia en la mirada. Caminante de infinitos rumbos del esférico vivir.
Se acerca el alba definitiva, lo sabes. Clarea la noche. Mientras
todo calla, tú corriges. Hablas con la voz sabia del náufrago de todas las
catástrofes. Esta noche estás solo en tu estudio.
Toque de queda. Clarín crepuscular. Levantas la cabeza de los
folios y observas las desnudas paredes del apartamento. Hace falta una mano
femenina que alegre tu ascético vivir. Es curioso, Pepe. Tú, que has tenido
tantas mujeres, estás solo esta madrugada. No importa. Mañana, vendrá Florence,
tu segunda mujer, de la que te divorciaste hace años. Suele venir cada día. O
cada dos días, no sé. Qué más da. Ella sigue ocupándose de ti. Te admira y aún
te quiere. Pronto vendrá a visitarte. No lo has hecho tan mal, viejo
amigo.
Pero estás solo esta noche, Pepe. Poco a poco, te vas quedando
dormido sobre los folios. Ella vendrá a visitarte de madrugada. No puedes
quejarte, viejo. Siempre una mujer en tu vida. Y ahora, duérmete. Suavemente,
sobre el papel. Mientras llega la luz de la mañana. Ella viene, ya está aquí.
Te encuentra trabajando.
—Siento lo de Halley. Temo que no vuelva.
Sí, Pepe, el cometa volvió. Poco después de tu partida. Fue en el
86, todos pudimos verlo. Con tu amigo Froilán de compañero. Y tus pacíficas
cenizas, esparcidas por el Océano Cósmico, estaban también allí. Brillando en
nuestro cielo. Aragonés, español, universal. Regresaste, por fin, entre
nosotros. Indiano olvidado, ocupas por fin tu lugar. Un lugar en el mundo. Tu
lugar de hombre, de artista, de escritor.
Antonio Villanueva
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