Había en el cielo unas estrellas agudas,
que parecían sonar como campanillas de plata cuando resplandecían temblando.
Álamos altos, escuetos, aguzaban su ramaje fino contra la profunda
transparencia comba del cielo. La brisa meneaba un poco las ramas más delgadas
y las hojillas leves.
Al lado de esos álamos, a las tres en punto
de la madrugada, cuatro hombres arrebujados en mantas y zamarros, con las
chicas boinas negras hasta las orejas, permanecían quietos y en silencio. A las
tres precisamente era la cita.
Hacía más de media hora que estaban allí,
frotándose las manos, golpeando la escarcha del prado con los pies, para que no
se les entumeciesen. Llevaban a la espalda sendos zurrones bien cargados, que
no se atrevían a dejar en el suelo por si tomaban humedad.
Al fin, uno de ellos preguntó:
—¿Tú crees que vengan? Ha pasado ya más de
media hora...
—No creas que tanto. Es que el tiempo, de
noche y en el campo, con frío, sueño y hambre, se hace muy largo. Mayormente,
cuando no hay más reloj para medirlo que el propio pulso de la sangre en las
sienes. No te impacientes. Vendrán seguro.
Pedro dijo estas palabras con pausada
firmeza, mirando a sus tres compañeros. Era un mozo labrador, que conocía bien
el campo y medía certeramente a los hombres por su coraje.
—A veces, el rumor de las hojas de los
álamos parece que es de gente que camina —observó otro.
Y replicó zumbón, con cierto deje agrio, un
tercero:
—A ver si es miedo...
—¿Miedo? Mira, Manuel: no sé si alguna vez
he tenido miedo; pero te juro por mi madre que esta madrugada no lo tengo.
Cuando uno sabe bien lo que hace y por qué lo hace, el miedo se le vuelve a uno
corazón y le empuja la sangre... Y no pienses en el miedo de los demás, no vaya
a ser que el tuyo asome la oreja...
Replicó el Manuel:
—Bueno; mejor es no hablar de tonterías. Si
estamos aquí, es que no tenemos miedo o nos lo sabemos guardar.
Cerca de los álamos pasaba el río. No se
oía casi el rumor de la corriente. Iba el agua silenciosa y viajera bajo la
sombra del puente de piedra, un viejo puente de cinco arcos, del tiempo de los
romanos. Poco más lejos, las varillas de hierro de otro puente, metálico, sobre
el cual pasaba la vía del tren, se cruzaban como fantásticos sarmientos. La luz
débil del farolillo rojo, al oscilar con la brisa, movía y rizaba sobre el río
la sombra de los hierros.
En este paraje, cruce de la carretera y del
ferrocarril, se celebraban siempre las verbenas y romerías del pueblo. Había cerca
una ermita, milagrera y humilde. Para los cuatro hombres que esperaban allí, el
paisaje tenía recuerdos de una cintura flexible para bailar, de unos ojos
encendidos de promesas, o de un caliente temblor de palabras y de labios,
relampagueantes de risas o húmedos de caricias furtivas.
Pero también, junto a aquellos puentes, en
aquel trozo del prado, que llamaban la chopera o la ermita, habían pasado otras
cosas durante los últimos años. Los recuerdos felices ya no eran más que ecos
de vida frente a esas cosas; se habían tornado ásperos y amargos. Allí, en
aquel prado, habían llevado a morir a muchos hombres de las aldeas del
alrededor. Los cuerpos aparecieron a veces en el río.
Allí, una mañana, bajo un sol caliente de
agosto, fue Pedro en busca de su padre. Hacía ya más de seis años y aún se le
anudaba la garganta cuando pisaba aquella tierra. Lo había encontrado al lado
de unos fresnos, hinchado bajo la camisa destrozada y sucia, con los pies en el
fango, deshechas las botas, y los pantalones de paño negro, ásperos y manchados
de sangre y barro. Casi no pudo reconocerle; tenía el rostro desfigurado por
una herida ancha en un carrillo y un agujero en la frente. Los labios blancos y
abultados, llenos de tierra y lombrices; el pelo y la piel, con cárdenos coágulos
de sangre podrida.
A pesar de lo oscuro de la noche, pudiera
precisar el sitio exacto donde estaba enterrado. Porque él mismo, a solas, bajo
el sol quemante del mediodía de agosto, con su azadón de labranza abrió una
fosa en aquella pradera, a la orilla del río, y en ella guardó a su padre. Sin
caja ni nada. Sólo entre broza de jarales, juncos y fresnos secos, para que la
tierra no le cayese sobre el mismo cuerpo.
El padre también se llamaba Pedro: Pedro
Sanabria Olmedo. De toda la familia sólo quedaba la madre, Dolores, y una
hermana, Lola, que desde hacía unos meses era viuda. El hermano mayor, Juan,
había muerto de una herida en el pecho, en Monte Arruit, siendo soldado de
zapadores. Pedro tenía entonces dos años.
«¡Que te tuerces, Perico!» «No le tires
tanto del ronzal al rocín, y empuja con fuerza la esteva...», le parecía volver
a oír esas palabras. Desde los nueve años tuvo que salir al campo con su padre,
a cavar y labrar, porque con un jornal no había bastante para la casa.
Al principio, de bien poco valía su ayuda.
El rocín, y los terrones desmoronándose, y la entraña dura de la tierra, podían
más que él. Se le iba de las manos el viejo arado romano. El padre siempre
tenía que estar gritándole: «¡Que te tuerces!...» ¡La gran lección, tener que
abrir bien derecho un surco! «Todo en la vida has de aprender a hacerlo como
los surcos; hacia adelante y sin torcerte», le decía el padre.
Bien podía predicarlo; porque él no se
había jamás doblegado a nadie. Una vez que el cacique del pueblo le pidió el
voto contestó: «Mire, don Abilio, usted puede pedirme mi sudor, y mi trabajo;
pero el voto es el pensar de uno, y mi pensar no me lo puede pedir nadie, ni yo
lo doy, ni lo vendo...» Si alguien le avisaba de que tan resueltas razones no
conviene tenerlas con los poderosos, solía afirmar castellanamente: «Nadie es
más que nadie».
En la soledad impaciente y fría del
amanecer, al lado de sus tres compañeros, en silencio, Pedro recordaba estas
cosas y le parecía ver a su padre. ¡Aquellos días, cuando de la mano de la
madre, iba a verle a la cárcel del pueblo, donde estaba detenido por haber
organizado el Sindicato de Trabajadores de la Tierra! ¡No podría olvidar nunca
cómo sacaba los brazos entre las rejas del calabozo, lo cogía entre sus
manazas, y le frotaba la barba áspera, sin afeitar, por las mejillas! Y aquella
otra mañana de abril, en que asomado al balcón de piedra del Ayuntamiento, con
una bandera republicana en la mano, habló a todos los que estaban en la plaza.
«Comienza una nueva vida para España y para sus labradores», dijo.
El 18 de julio, se llevaron preso al padre,
junto a todos los concejales del Ayuntamiento. Decían que a la cárcel de
Valladolid. Al cabo de unas semanas, alguien murmuró que lo había visto en la
del pueblo. Pedro fue a informarse al cuartel de la Guardia Civil. El teniente
del puesto le contestó con muy malos modos: «Yo no sé dónde está. Y tú,
recuerda aquello de que de tal palo tal astilla, porque si sales a tu padre,
puede no irte muy bien». ¿Pues a quién iba a parecerse él? Al salir del
cuartel, la voz del padre le gritaba dentro de su propia sangre: «Eh, Perico:
adelante y recto; no te tuerzas...»
Habían pasado seis años de todo aquello.
Más de dos, saliendo al amanecer al campo, solo, con el rocín y el arado, el
azadón al hombro, para labrar y cavar hasta que se ponía el sol. Al entrar y
salir del pueblo, una pareja de la Guardia Civil le pedía un papel que le
dieron en la comandancia y le registraba. Después, cuando cumplió los
diecinueve, le movilizaron y vistieron con la ropa militar. Pasó dos meses en
un campo de instrucción, cerca de Salamanca. Luego lo llevaron a Teruel, a un
regimiento de infantería, que estaba de reserva, reorganizándose después de las
batallas de Cataluña. Cuando iba a entrar en fuego por el frente de Extremadura,
disolvieron el regimiento. Aún anduvo seis meses más de cuartel en cuartel y al
fin le llevaron a prestar servicio de guarnición en un campo de castigo, cerca
de Oviedo. Hasta que se enfermó, y lo condujeron a un hospital militar, en
León. De noche, en la sombra fría del largo claustro del convento transformado
en hospital, veía a su padre y oía dentro de sus propias sienes, golpeándole,
las sílabas de las palabras inolvidables: «¡Hacia adelante y sin torcerte!»
Estuvo ocho semanas enfermo. Al darle de alta, lo licenciaron y lo enviaron al
pueblo. Volvió a labrar y a cavar. De sol a sol. Ya no tenían tierra propia. La
madre y la hermana cosían a jornal... Después, hambre, registros de la policía,
y...
—¿Crees que no serán ya las tres? —dijo
súbitamente Manuel, interrumpiendo los recuerdos de Pedro.
Se frotó él la frente con la mano, miró al
cielo, y como si en las estrellas hubiese leído exactamente la hora, contestó:
—Ya no faltará mucho, pero es preciso
esperar todavía un poco. En las noches muy despejadas y frías, como ésta, se
oye desde aquí la campana del reloj del Ayuntamiento... Yo la he oído otras
veces...
Todos volvieron a guardar silencio. Pedro,
apoyando los codos sobre las rodillas, descansaba la cabeza entre las manos.
—¿Sueño? —le preguntó uno de los cuatro.
—No.
—Es que esta tierra tiene para Pedro muchos
recuerdos, ¿no es verdad? — replicó Manuel.
—Sí; los tiene para todos. Pero no parecen
recuerdos; todo le duele a uno como si aún estuviese pasando.
—Así es...: como si estuviese pasando.
Todos los días sigue pasando...
—Por eso estamos aquí —dijo Pedro, entre
dientes—. No es para llorar ni para quejarnos...
Era la tercera vez que aquellos cuatro
hombres se reunían de noche en el campo. Pedro, aunque de menos edad, como
había hecho la instrucción militar, sabía manejar las armas, y además tenía
temple de organizador, era el jefe. Su corazón estaba lleno de odio a los
asesinos de su padre. Él no los conocía personalmente: no hubiera podido decir
que era el hijo de don Abilio, el cacique; o Agustín Ibáñez, el dueño usurero
del molino de trigo; o Santiago Peláez, el antiguo alcalde monárquico; o don
Práxedes León, el notario joven, que hacía siete años había venido de Madrid, y
organizó con algunos señoritos del pueblo una escuadra de Falange. Sabía que
eran todos ellos, o, como decía él mismo, uno cualquiera de su mala sangre. Y
habían asesinado al padre no sólo porque era labrador, sino porque había
organizado a los braceros del campo, y desde entonces hubo que pagar más
jornal, y sólo se trabajaba seis horas y don Santiago Peláez no podía vender al
precio que le daba la gana arados y azadas, porque los trabajadores de la
tierra habían creado una cooperativa sindical. Y porque don Abilio tuvo que
repartir ochenta hanegadas de sementera y a otros ricos del pueblo también les
expropiaron parcelas para dárselas a los braceros que nunca habían poseído ni
el más chico pegujal. Por eso habían asesinado antes que a nadie a Pedro
Sanabria y Olmedo. ¿Quiénes? Ellos. Los amos.
Y habían pasado seis años, y allí estaba
otro Pedro Sanabria. Un día en que todo se iba acabando en su casa y él estaba
sin trabajo y lo que ganaban cosiendo su hermana y su madre no alcanzaba para
comer, Pedro había decidido ir a Rioseco para vender el rocín en la feria.
Allí encontró a dos paisanos que faltaban
hacía tiempo del pueblo. Hablaron. Al principio, a Pedro se le antojaba muy
difícil hacer lo que ellos pretendían.
—¿Y si no crees que se puedan encontrar
tres o cuatro hombres dispuestos, no tendrías tú valor, tú solo, para venir con
nosotros? No pareces hijo de Pedro Sanabria y Olmedo.
Y volvió al pueblo y los encontró. Llegaron
a juntarse seis. Ahora quedaban cuatro. A uno, Miguel del Río, le habían
condenado a treinta años; le acusaron de incendiar dos tanques de gasolina del
Ejército a la entrada del pueblo. Por más que le torturaron no consiguieron
saber quiénes iban con él. A otro le dispararon un tiro por la espalda. Fueron
a registrarle la casa, donde vivía solo con su padre, un viejo albañil
paralítico. Alguien había denunciado que allí se copiaban hojas subversivas que
andaban por el pueblo. Y sí que era verdad. Se copiaban las hojas, y además el
viejo albañil y su hijo preparaban cartuchos y granadas que los otros llevaban
a los guerrilleros de la comarca. Nadie supo nunca cómo llegaban a aquella casa
pólvora y plomo. El pasado diciembre, una noche, padre e hijo sintieron que se
detenían unos caballos a la puerta. Atrancaron bien, y el hijo puso el papel y
la munición en el pajar. Cuando oyó las voces de la Guardia Civil, prendió
fuego a la paja y saltó por una ventana, a la corraliza. Al derribar la puerta,
los guardias sólo hallaron al viejo. Pero empezó a estallar la munición entre
las llamas. El mozo había huido por las bardas del corral. Siguieron sus huellas.
Estaba el camino nevado, y las pisadas se marcaban hondas y se veían claras con
la luna. Debieron de tirarle cuando estaba ya a más de trescientos metros. Pero
eran buenos cazadores de hombres. Al día siguiente colgaron el cadáver de la
puerta de la casa socarrada. Se llamaba Gonzalo Muñoz Serrano. Tenía treinta
años. Pertenecía al Partido Comunista y era en el pueblo el jefe del movimiento
de resistencia. Desde su muerte, lo fue Pedro.
Hacía cada vez más frío. Del río llegaba un
viento ligero, que ponía temblor de agujillas de escarcha en las hojas de los
álamos. El rumor de la brisa en los árboles y en la hierba del prado, agudizaba
aún más la sensación de silencio. Era como si todo el paisaje, el trébol, la
ermita, el agua del río, los álamos, contuviesen el aliento. El de los cuatro
hombres, en medio de la oscuridad, se diluía en el aire como humo de
cigarrillos.
En esa quietud silenciosa y helada del
paisaje, que hacía más solitaria la profundidad de la noche, se oyó redonda,
clara y lejana, la voz de bronce de la campana del reloj del Ayuntamiento. Las
tres en punto. Hubo un instante de pausa, en que la hora pareció matizar la
sombra, acelerar el centelleo de las estrellas; y los corazones de los cuatros
hombres latieron, después de contener la respiración para oír mejor, como si
trataran de poner sus vidas con la hora que acababa de sonar. Al instante,
ciertas, más limpias, se volvieron a oír las tres campanadas.
—El tren pasa a las tres y media —dijo
Pedro, levantándose y frotándose las manos—. Esperaremos todavía unos minutos
y, si nuestros amigos no llegan, empezaremos nosotros el trabajo.
—Bueno —asintió Manuel—; cuando tú lo
mandes.
—Tú subirás conmigo al puente, por la
escalera que hay a la derecha. Vosotros dos, por el centro, donde está el pilar
de mampostería. Cebaréis el boquete que se cavó el otro día. Después, cada
cual, como pueda, corre hasta aquí. Y los tres me esperan, si no hay novedad.
Porque yo me quedaré más cerca, con el contacto del detonador en la mano, para
dispararlo cuando vaya a pasar el tren.
—Está bien.
El asfalto de la carretera brilla, con la
escarcha, como un río. Cuatro miradas se clavan en él. Por allí han de verse
las sombras de los que lleguen. De pronto, a Manuel le parece oír un rumor.
—¿Habéis oído? —pregunta, señalando hacia
el cruce de la carretera y el camino vecinal, a unos quince metros de la ribera.
—Sí. Parecen pasos. Pero no se ve nada
—replica otro.
—Tiraos al suelo y observad. Tomad las
pistolas en la mano. Si yo no lo mando, no dispara nadie.
Los cuatro labradores se tienden sobre la
yerba, como Pedro manda. En sus pechos hay un poco de anhelo. No esperan a los
amigos por allí. ¿Les habrán vigilado? ¿Estarán vigilados y guardados los
puentes?
Alguien, cerca, silba. ¿Alguien? ¿No es un
cuclillo, una lechuza? Es un silbido como un bisbiseo. Se repite tres veces. La
señal.
Pedro se vuelve hacia sus compañeros:
—Creo que son ellos. No moverse. Que ya no
se oiga el aliento de nadie.
Cautelosamente, Pedro contesta: tres toses
fuertes. Desde allá han de responder con tres silbidos. Suenan los silbidos.
Pedro avanza hasta un metro de la cuneta.
Cruzan la carretera diez hombres. Sus
siluetas se recortan sobre la oscuridad de la noche con violenta negrura. Van
embozados en mantas oscuras y llevan boinas hundidas hasta el cerveguillo. A
algunos, la manta se les empina picuda, sobre un hombro, como una jiba
violenta: es el cañón del fusil. Al llegar al centro de la carretera se tienden
sobre el asfalto. Sólo uno de ellos permanece en pie y avanza. Con voz áspera y
honda, pregunta casi susurrando: «Sanabria?»
—Soy yo —contesta Pedro, que pregunta a su
vez—: ¿Ramón?
—Ramón Soto.
Soto. ¡Qué bien! Respira profundamente y
deja caer su brazo derecho cuya mano, con el índice sobre el gatillo, sostenía
la pistola. Necesitaba oír ese Soto, después del nombre pronunciado por él.
Porque quien tenía que responderle no se llamaba Ramón, ni Soto. En la negrura
de la noche, para la cita, erizada de riesgos, ese nombre era la identificación
convenida.
¡Ramón Soto! ¡Cómo lo llevaban todos en el
corazón! Era el nombre de una muchacha de dieciocho años, guerrillera, que
había pasado por varón durante dos meses, sin que nadie descubriese que era
mujer. Hasta que la hirieron de muerte en un combate con fuerzas de la Guardia
Civil, mientras cubría la retirada a otros compañeros.
Pedro avanza al encuentro del recién
llegado, quien le pregunta echándole a la cara un vaho de palabras cortas:
—¿Cuántos sois? ¿Habéis podido traerlo todo?
—Somos cinco. Dos bajas, en estos días, en
el pueblo. Pero lo traemos todo. La dinamita, los fulminantes, la mecha.
—Bien. ¿Están hechos los taladros en la
mampostería?
—Sí.
—¿No ha habido ninguna novedad? ¿Desde
cuándo estáis aquí?
—Llegamos a eso de las dos. Ninguna novedad.
—Bien. Cuatro hombres de los que vienen
conmigo, se quedarán aquí, vigilando el camino por si sucede algo. Los tuyos,
con los zurrones cargados, vendrán con nosotros dos hasta el puente. Dos
arriba, en la vía. Los otros dos, treparán hasta los taladros de mampostería,
para cebarlos. Los demás compañeros defenderán el puente mientras trabajamos.
Tienen fusiles y granadas de mano. Vamos ya. No hay tiempo que perder. Tenemos
veinte minutos para todo.
Pedro sólo conocía de oídas a este jefe de
la guerrilla de la montaña. Sabía que le llamaban Lope de Brozas y que había
peleado en Asturias. Era alto, delgado, con unos ojos pequeños que le brillaban
aceradamente grises en la noche. Hablaba sin gestos, abriendo apenas los
labios, y con ligeros y bruscos movimientos de cabeza, puntuaba enérgicamente
cada extremo de su orden. A Pedro le gustó ese mandar rápido, concreto, de jefe
seguro de sí mismo y transmitió la orden a sus tres compañeros.
Apenas tardaron quince minutos en terminar
el trabajo. Faltaban tres más para el paso del tren, si éste no llevaba
retraso. Ya era todo más sencillo. Cuando se oyera la locomotora, más allá del
cruce de la vía y la carretera, prenderían las mechas, y saldrían corriendo,
hacia el punto convenido para reunirse. Sólo Pedro tenía que permanecer sobre
la vía, a quince metros del puente, para conectar las bombas colocadas en los
raíles en el mismo instante en que el tren fuera a cruzarlo. Había medido ya la
distancia exacta del salto que había de dar hasta un álamo que cruzaba su
tronco alto y flexible desde el río hasta la altura del pretil de hierro. Por
él se deslizaría a la pradera, para retirarse con los demás. Cuando la
explosión terminara, observarían desde su escondite el resultado. Era
necesario, si todo salía bien, acercarse otra vez al puente y reconocer los
restos del tren para recoger lo que fuera útil para la guerrilla: armas si las
había, víveres, dinero. Cuanto llevaban esos trenes que robando al hambre del
pueblo su cargamento lo llevaban fuera para los nazis. En los vagones iban
pintados unos carteles que decían «Sobrante de España».
Cuando Pedro quedó solo en la vía, puso el
oído sobre el raíl. El frío del hierro le dolió en la mejilla y en la oreja.
Era como una herida ardiente. La grava de la vía le hacía daño en su cuerpo
flaco, y la escarcha, confitada sobre las guijas, le clavaba cristalillos en
las manos. Aún no se percibía nada.
Redondo, con retumbo de ecos, rodó por el
campo el tañido largo de la campana del pueblo: las tres y media. El tren
llevaba más de diez minutos de retraso. Pedro acercaba de cuando en cuando los
dedos a los contactos de las bombas, medía imaginativamente los movimientos que
había de hacer para que todo resultase exacto y perfecto. Volvía a escuchar.
Cuando al fin percibió sobre los raíles la
cercanía del tren, el corazón empezó a latirle aceleradamente. Clavó los ojos y
tendió el oído hacia el itinerario oscuro.
Ya se oía el tren. Aún no se veía su luz,
porque la ocultaba una larga curva del valle; pero crecía la trepitación; ya
resonaba y vibraba la armadura de hierro.
A Pedro le estallaba el ansia de la espera.
Le parecía que ningún tren había caminado tan lentamente nunca. El ver de
pronto la luz blanca del farol piloto de la locomotora y los farolillos rojos
de los topes, casi le hizo gritar. De repente sintió que el tren se precipitaba
con máxima velocidad; que no le daría tiempo a apretar los botones del
detonador. Oía el jadeo de la locomotora, resoplando como una enorme fiera
desbocada contra él. Avanzaba lanzando crepitantes chispas por las fauces de la
caldera. Tras los ojos rojos y relucientes, todo el cuerpo crujiente de aquella
bestia de fuego y hierro era negro y compacto, y crecía agigantándose, mientras
escupía relámpagos de ira incendiado. Silbó desgarradamente, horadando toda la noche,
clavando en el silencio y la oscuridad un largo aullido que llegó hasta el
horizonte rasgándolo. Cuando los dedos de Pedro iban a oprimir los detonadores,
a pocos metros de la entrada del puente, como si aquel silbo aullante hubiese
desgarrado a la misma locomotora, frenó su carrera y se detuvo.
Pedro apretaba el cuerpo contra la tierra y
las piedras. Hubiese querido ser de piedra él mismo, y enterrarse entre los
guijarros. La locomotora estaba a sesenta metros de él. ¿Habrían parado para
reconocer la vía? Fijaba los ojos en la máquina. El resplandor del faro le
deslumbraba un poco y no podía ver si alguien bajaba del tren para reconocer el
puente. Mas sobre el haz de luz se destacó de súbito la doble silueta de dos
bultos humanos. Crecen, se recortan, avanzan; tienen al fin contorno preciso
una pareja de la Guardia Civil. Avanzaban abriéndose hacia las barandas. El
pavón de los fusiles y el charol de los tricornios brillaban a la luz de la
locomotora. Caminaban lentamente. A medida que se acercaban, a Pedro le costaba
mayor esfuerzo seguirles con la mirada. Había de volver la cabeza, apretándola
más contra el suelo, y temía hacer sonar las piedras. Cuando ya estuvieron muy
cerca, no alcanzó a ver de ellos más arriba del pecho. Pensó qué podría hacer si
llegaban hasta él y le descubrían. ¿Volaría el puente aunque el tren no hubiese
entrado? Volar el puente, sí, y huir. La pareja volaría también. ¿O dispararía
antes? (¿Y sus compañeros? ¿Y si había más Guardia Civil en el tren y
organizaban una batida en torno? ¿Podrían con todos? Sentía la tortura de
hallarse aislado de sus compañeros. Pensó que tampoco él podría disparar ni
huir, si esperaba hasta el último instante, hasta que la pareja estuviese casi
a su lado y le descubriera. Temió caer muerto, despedazado, sobre aquella misma
tierra que cubría a su padre. De pronto, la luz de una linterna eléctrica pasó
por su rostro y le cegó los ojos. ¿Le habrían visto? Fue sólo un instante. Le
pareció quedar ciego.
Cuando pudo mirar de nuevo serenamente, vio
a un guardia civil acercarse al farol rojo. Lo tomó en la mano. Lo alzó, y,
bajándolo de nuevo a la altura del pecho, lo meció lentamente, dos veces. Puso
otra vez el farol sobre el escálamo de hierro de la baranda. El otro guardia
civil se unió a su pareja y regresaron al tren. Resopló la locomotora. Pedro
expiró una gran bocanada de aliento contenido. Tras un silbido el tren se puso
en marcha, lenta y solemnemente. «Cuando la locomotora tenga la mitad del
furgón sobre el puente» —se dijo Pedro, midiendo el instante preciso de oprimir
el botón del contacto. Fijó los ojos en aquel lugar exacto y los volvió luego
hasta el tren. Quería por última vez cerciorarse de todas las distancias, medir
cada segundo, cada milímetro. Vio la sombra de los guardias civiles caminar
despacio hacia el convoy. El tren avanzaba muy pausado. Seguramente ellos lo
esperaban para tomarlo en marcha. Pensó que aquella lentitud le obligaría a
esperar un poco para disparar su máquina; otra vez sus ojos se clavaron en el
hierro del puente visado como referencia exacta. Desde que la locomotora
llegara hasta allí hasta que estallara la explosión todo el tren estaría sobre
el puente.
—¡Ya!
Pedro cayó de bruces sobre la hierba helada
que crecía próxima a la soca del álamo. Silbaban como obuses las astillas y los
pedazos de hierro de la vía y de los vagones, y como salvas artilleras los
estampidos de algunos cartuchos de dinamita que explotaban sueltos, con
retraso. Todo el campo parecía reventar de ruido y los montes lejanos devolvían
hasta el río los ecos de los estampidos, como si se desgajaran sobre el agua
rebotando en todo el valle.
Cuando Pedro se reunió con sus compañeros
en el lugar exacto de la cita, la cabeza se le aturdía con pesadumbre dolorosa,
el aire le hacía daño en el pecho y sobre los labios le escocía un sabor ácido
y áspero.
Al cesar las explosiones, se acercaron al
puente. Dos pilares de mampostería y gran parte de la estructura férrea habían
quedado destrozados. La locomotora iba hundiéndose en el río, pero se mantenía
en parte empotrada contra los escombros de los pilares empinándose. Pitaba
estridentemente un escape de vapor, gemido de todo el tren destrozado. ¿Habrían
podido salvarse el maquinista y los fogoneros? Sobre el puente, rotos,
volcados, quedaban algunos vagones; en el interior de uno de ellos se veía
arder una luz semiapagada. De pronto se oyeron mugidos violentos, lacerantes:
unos toros habían quedado aplastados en un vagón jaula y los hierros retorcido
se les clavaban en el cuerpo. Por las varillas chorreaba un hilo de sangre
oscura, que brillaba como agua turbia en la tiniebla.
Cuando Pedro y Lope se aproximaban a los
restos del tren, el relámpago de un disparo fulguró entre los escombros. Oyeron
el silbido de la bala a la altura de sus cabezas. Se tiraron ambos al suelo.
Vieron moverse dos bultos entre los restos de un vagón destrozado. Continuaban
disparando desde allí. Avanzaron un poco, arrastrándose y, fijando bien la
puntería, dispararon a su vez. Contestaron desde el otro extremo del puente.
Tiraban con fusil automático y con pistola.
—Hay que terminar inmediatamente con esto
—dijo Lope—. Estamos a ocho kilómetros del primer puesto de Guardia Civil, y
pueden llegar fuerzas ahora mismo. Reúne a todos los nuestros aquí cerca. Que
avancen pegándose a la tierra. Dejas a dos centinelas en la carretera. Date
prisa.
Cesaron un momento los disparos. Oyéronse
algunos quejidos, voces de socorro, blasfemias. Y otra vez tiros. Lope
calculaba las fuerzas del enemigo. Le era muy difícil precisarlas. ¿Eran
numerosos y tiraban para hostigarles y obligarles a combatir? ¿Eran sólo diez o
doce? ¡Ah, si fuera así, acabarían con ellos y podrían luego recoger el botín
del tren! De lo contrario habría que retirarse, combatiendo para despejar el
camino hacia el monte, y reunirse con el grueso de la guerrilla.
Ya se agrupaban los compañeros en el alud
de la vía, a ocho o diez metros de allí. Lo avisaba Pedro, otra vez al lado de
Lope, quien le murmuró al oído las preguntas que se estaba haciendo a solas.
—No creo que sean muchos. Pero... habría un
medio de saberlo. ¿Tienes una linterna? —sugirió Pedro Sanabria.
—Sí. ¿Los vas a contar a la luz de la
linterna? —le replicó Lope irónico.
—No. Podemos colocarla, como señal, a
nuestra derecha, a unos cuantos metros.
Desde los escombros del tren seguían
disparando espaciadamente...
—¿Y qué? —preguntó Lope.
—Desde aquí, les gritamos que se dirijan
hacia la linterna con los brazos en alto, y que si no lo hacen, vamos a
cazarlos a todos. Si no se rinden y continúan tirando, lanzamos unas bombas de
mano. Por el fuego de su respuesta podremos saber si son muchos o no. Entonces,
tú decides.
—Bueno. Yo mismo voy a poner la linterna. A
lo mejor me la apagan de un tiro.
—Ponla en el suelo, que es más difícil que
la acierten.
Desde enfrente dispararon hacia la luz. El
silbido de las balas era un relampagueante foete que hería el mismo aire que
respiraba Lope. Pero no la alcanzó ningún tiro. Pudo regresar al lado de Pedro
para gritar, silabeando:
—¡Si no quieren que les cacemos a todos,
vayan con los brazos en alto hacia la luz! ¡Ríndanse!
Hubo un instante de silencio. El eco lento
y distante prolongaba las palabras de Lope, a través del estupor del campo. Y
de repente rumores de voces, gritos que alborotaron la sombra entre los vagones
destrozados. Sonaron dos disparos de pistola, cuyas balas no cruzaron el aire
hacia los guerrilleros.
—¡Vayan inmediatamente hacia la luz o
tendremos que usar nuestra dinamita y granadas de mano! —rugió Pedro rabioso,
levantando el grito sobre el vocerío.
Un agudo mosquito fugacísimo e invisible le
chilló silbándole al oído. La bala había cruzado esta vez tan cerca, que Lope
preguntó:
—¿Te han herido?
—No. Calla. Escuchemos. Parece que se
disputan. Y no tiran como antes...
—Ve junto a nuestros compañeros —ordenó
Lope—; si esa gentuza no se rinde, mandas fuego. Espera sólo lo que tardas en
contar hasta cien.
...Setenta y tres, setenta y cuatro,
setenta y cinco...
Hacia la linterna comenzaron a deslizarse
fantasmales sombras que manoteaban el aire con los brazos en alto.
Interjecciones, llantos, gritos de queja y
miedo. Lope no podía contar las sombras. La noche las borraba, las fundía, y
más que contorno o bulto eran oscura y larga humareda, agigantada y movediza,
que crecía y se apelotonaba en torno a la linterna.
Oculto entre matorrales Lope volvió a
gritar:
—¿Están ya todos ahí?
Varias voces exclamaron que sí.
—¡Que nadie se mueva! ¡Los brazos en alto!
Como un anillo, los guerrilleros rodearon
el grupo de sombras. Permanecieron un instante inmóviles y silenciosos. Frente
a ellos, un anheloso murmullo de susurros. Detrás, del lado del tren, nada. Al
fin, Lope mandó:
—En pie, compañeros. No dejéis de apuntar
con vuestros fusiles. ¡Al primero que se mueva, fuego!
Pistola en mano, al frente del cerco, Pedro
y Lope hicieron desfilar ante ellos, uno por uno, a todos los prisioneros. Dos
guerrilleros los registraban, a la luz de la linterna. Entre cuatro guardia
civiles, cinco soldados y un teniente de infantería, había paisanos, mujeres y
hombres. A los guerrilleros les arañaba la rabia el pecho: ¡llevar viajeros en
trenes que transportaban materiales de guerra hacia la frontera!
Lope hizo desarmar a los militares y los
guerrilleros les ataron luego las manos a la espalda con fuerte nudo de soga.
—¿Cuántos soldados había en el tren?
—preguntó Pedro.
—Veinte —contestó uno de ellos.
—¿Y los otros quince?
—Después de la explosión sólo he visto a
cuatro. Uno herido, medio muerto en la vía. Los otros habrán caído al río o se
habrán escapado por el campo.
—¿Y guardias civiles, cuántos venían?
—Seis parejas.
—Aquí hay dos. ¿Las otras...?
—A tres guardias los vi caer, no sé si
heridos o muertos. Los otros, no sé. Tres huyeron por el campo, cuanto al
teniente que venía al mando de ellos lo mató de un tiro un viajero porque no
permitía que nos rindiésemos.
Cortó súbitamente el interrogatorio la voz
de un guerrillero:
—¡Alto! ¡Arriba los brazos! —En la sombra,
se recortaba a pocos metros el contorno negro de una flaca figura de hombre:
—No puedo levantar los brazos —respondió—.
Estoy esposado.
Era cierto. Al acercarse, un poco
inclinado, respirando ansiosamente, Pedro pudo verle la carne de las muñecas,
sangrantes entre los hierros que las apretaban. Bajo una manta parda, el
uniforme gris de presidiario. La voz, ronca de angustia y de noche, le temblaba
un poco al hablar:
—Me llamo Álvarez Quintana del Bierzo.
Teniente de la 46 Brigada mixta del Ejército de la República. Me trasladaban
desde Carabanchel a Santoña. Estoy condenado a treinta años de cárcel. Ayúdame
a quitarme las esposas. Lleva cuidado que hacen mucho daño.
Había terminado el registro. Cuatro
guerrilleros quedaron custodiando a los militares maniatados y a los viajeros.
Pedro y Lope, con Álvarez Quintana y los demás, reconocían los restos del tren.
En el furgón de correos, entre astillas y hierros retorcidos, hallaron varios
sobres intactos de valores declarados. A pocos pasos, yacían tres guardias
civiles, muertos: les cogieron los fusiles y las pistolas, con la munición de las
cartucheras. Entre pedazos de vagón y raíles, más allá, vieron mutilados por la
explosión, algunos cadáveres todavía sangrantes. Y en un vagón de primera,
volcado pero casi intacto, con el escudo de la Guardia Civil sobre el cuero
incrustado, un maletín. Al abrirlo apareció un grueso fajo de billetes de mil
pesetas, entre dos botellas de coñac y enseres de aseo.
—¡Buen maletín! —exclamó Pedro mostrándolo
a sus compañeros—. ¿Dónde estará el dueño?
Tendido bajo otro vagón, vientre a tierra,
reptileaba un cuerpo grueso, envuelto en capote negro y grana de jefe de la
Guardia Civil. A la luz de una lamparilla eléctrica, señalándole con el cañón
de su revólver, Pedro lo identificaba:
—¡Mirad qué pieza! Por las estrellas del
capote, Coronel de la Guardia Civil. ¡Salga de ahí y póngase en pie! ¡Manos
arriba!
Al alzar los brazos, al coronel se le cayó
el capote. Tenía un rostro viscoso y linfático, enmemecido por una sotabarba
colgante. A la luz de la linterna, con los brazos en alto y el uniforme todo
sucio de barro, carbonilla y hollín, se tambaleaba. Tiritaba de frío. Cuando
fueron a atarle las manos, quiso engallarse.
—¿Qué van a hacer conmigo? —tenía la voz
bronca y borracha.
—Desarmarle —replicó Pedro, mientras le
quitaba el revólver del tahalí—. Y atarte las manos como a un asesino vulgar,
que es lo que eres. Eso por ahora. Y le cogió los brazos altos doblándoselos
por la cintura contra la espalda. Tenía un aspecto estúpido de pelele. Aún
quiso protestar y balbució:
—¡Soy coronel!
—¡Qué coronel ni que...! ¡En marcha! —Y
apretándole el cañón de la pistola contra la espalda, le hizo caminar delante
de ellos. Al guardia civil le temblaba al andar, rebasándole la tirilla, el
cogote apoplético.
Ya reunidos todos los guerrilleros, ante
los supervivientes de la voladura y los militares capturados, en aquella
oscuridad fría y densa, Lope alzó la voz con estas palabras:
—«¡Compañeros, guerrilleros de la
República! Podemos estar orgullosos de este combate. Nosotros no quisiéramos
destruir, ni matar. Pero la destrucción y la muerte fascistas nos obligan a
utilizar estas armas!
¡Os habéis cubierto de gloria! Nuestro
destacamento ha cumplido con honor la misión que se le había encomendado. A
cuantos han contribuido con su esfuerzo y su valor al éxito de esta hazaña, yo
les felicito y les saludo en este compañero —y extendió el brazo sobre el
hombro de Pedro— que ha sabido ser digno de la memoria de su padre, un
campesino luchador asesinado por los fascistas, enterrado en esta misma
pradera, bajo ese mismo puente. Saludo también al teniente del Ejército de la
República Álvarez Quintana, libertado por nosotros. Como a él, libertaremos con
nuestra lucha a todos nuestros presos y a nuestro pueblo.
Hemos impedido que llegue a los nazis un
cargamento más de armas y víveres.
Hemos conseguido más armas para nuestra
lucha. Estos fusiles y estas pistolas iban a ser empleados contra España y
contra nuestros hermanos de otros pueblos. Desde hoy, estarán al servicio de la
República, de la libertad. Prometemos usarlas con honra, hasta acabar con
Franco y la Falange.
Los pasajeros del tren que se encuentran
aquí nada tienen que temer. Dentro de unos instantes quedarán libres. Si antes
no habían visto guerrilleros ya saben lo que son: somos hombres honrados, que
combatimos por la libertad de España. Los militares serán conducidos a nuestro
Cuartel General como prisioneros, y juzgados: ¡Muera Franco! ¡Viva el Ejército
guerrillero español! ¡Viva la República!»
La emoción apretaba las gargantas de todos.
En el silencio ancho y conmovido la voz de Lope quedó resonando como si fuese
la de toda aquella tierra, oscura y fría, bajo la noche: tierra de horizonte
distante y entraña profunda y fuerte.
Vendaron los ojos a los prisioneros. Los
paisanos quedaron agrupados bajo la vigilancia de cinco guerrilleros que los
dejarían en libertad tan pronto como los otros camaradas se hubieran alejado
del lugar. Ya habían emprendido el regreso al Cuartel General.
Iban por un sendero que clareaba en la
negrura como un reguero de agua amarillenta. Caminaban lentamente. Delante,
Lope y Pedro. Quiso decir éste unas palabras y sintió que tenía la garganta
seca y oprimida. Con el cansancio le subía a ella toda la pena cruelísima de
aquel vivir de fieras hostigadas.
Se iba levantando un airecillo madruguero
que venía de las montañas, y el prado olía a trébol, a tierra con rocío, a
musgo. Pero a la fragancia fresca, que Pedro conocía tanto, se mezclaba el olor
de pólvora.
A poco Lope, mirando a Pedro, se detuvo un
instante:
—¿Tú sigues?
Aunque era la primera vez que caminaba al
lado de aquellos compañeros y no conociera anteriormente a Lope, su compañía no
le causaba extrañeza. Iba con ellos por aquel camino, como se va a la labranza
o se regresa al pueblo por la carretera, al lado de los demás braceros. Es la
compañía del mismo trabajo. Y ese trabajo no era nuevo para él. No conocía la
vida de las guerrillas en el monte, ni su campamento en la serranía. Pero él,
con sus compañeros, en la villa, era también un guerrillero. Trabajaba para los
del monte y por lo mismo que ellos. Y ahora, terminado el combate de la noche,
caminaba al lado de Lope, y no se había preguntado si volvía al pueblo o subía
hasta la montaña, ya para quedarse allí, con todos ellos. Como Pedro no
respondiera, Lope prosiguió:
—Me doy cuenta del sacrificio que supone
trabajar así en un pueblo y de la audacia que necesitáis tener. ¿Crees tú que
podrás seguir trabajando allá? ¿Qué piensas hacer?
Oía estas preguntas como un eco de las que
él mismo se estaba haciendo, después de aquellas dos primeras palabras de su
camarada: «¿Tú sigues?»
Cuando salió de pueblo, sí pensaba volver.
Llegaría con los demás al prado de la ermita, colocarían el explosivo en el
puente y antes de que estallaran los cartuchos y las bombas, volvería a casa.
Él conocía los atajos y los senderos más extraviados de todo aquel campo y, en
el pueblo, un callejón del arrabal donde estaba su casa y en el cual no había
centinelas. Por allí, saltando una barda, entraría sin ser visto. Si después de
la explosión registraban el pueblo, ya le encontrarían a él en la cama.
Pero todo había cambiado. Como habían
permanecido en el puente durante la voladura y se había prolongado el combate
con las fuerzas que escoltaban el tren, el estruendo haría ya más de media hora
que se habría oído en el pueblo. Ya la Guardia Civil del cuartelillo estaría
seguramente movilizada. Todo lo pensaba Pedro en silencio.
—¿Qué cuentas hacer? —replicó Lope.
—Lo que tú mandes. Tú tienes más
experiencia...
—Lo que yo mande, no. Te pregunto qué
piensas hacer y si crees que todavía puedes ser útil en el pueblo, sin correr
el riesgo de que te detengan inmediatamente...
—Yo había pensado volver: pero ahora me
parece que será muy difícil seguir trabajando sin que me descubran. Creo que es
mejor que suba con vosotros y me quede allá arriba.
—¿Y tus compañeros?
—Les dije que vinieran con los demás
camaradas y que decidiríamos juntos cómo volver al pueblo.
—¿Tú crees que a ellos les sería más fácil
que a ti seguir trabajando en él?
—A dos, Antonio y Manuel, no. Pero al más
joven, a Andrés, creo que sí. Me parece que hasta ahora no sospechan de él ni
le vigilan. Toda su familia es muy de la Iglesia. El padre, que murió hace un año,
era monárquico, y dueño de la herrería del pueblo. Siempre había votado con don
Abilio.
—¿Y él? ¿Qué oficio tiene? ¿Cómo es que
está con nosotros?
—Sigue con la herrería. Está con nosotros,
sobre todo por odio a los fascistas y principalmente a la Falange. Tenía en
Rioseco una novia...
Lope comenzó a andar de nuevo. Resbalaba
sordo y lento el paso silencioso de los guerrilleros. A Pedro le parecía más
honda la noche y más desierto el campo. Allí, en aquella soledad, sentía la
presencia de su padre, humanizada en la quietud oscura del valle, como si todo
el aire se llenara de su vida y de su muerte. Pedro comprendía que el odio
podía ser santo, sagrado. Prosiguió:
—El padre de la novia era socialista. Lo
fusilaron junto a quince republicanos más al principio de la insurrección, en
el 36. Hicieron que los familiares de las víctimas presenciaran la ejecución.
La muchacha se salió de la fila y se abrazó al padre. No hubo fuerzas que la
arrancaran de él. Ni los ruegos del mismo padre. La gente se amotinaba, chillaba
de horror ante aquella escena. El oficial, impaciente y rabioso, mandó fuego de
repente y padre e hija cayeron juntos, acribillados por las mismas balas.
—Deberías hablar con ese compañero. Puede
ser muy útil en el pueblo. Los demás, ¿tienen confianza en él?
—Tanta como yo. Se la ha ganado.
—Pues si tú no vuelves...
—Sí, voy a volver. Iré, daré un beso a mi
madre y antes de que sea día claro saldré para juntarme a vosotros.
—Eso me parece mal. Si vas a volver, no
vayas. Es correr un riesgo demasiado grande. Él puede decirle a tu madre lo que
quieras.
—Serán ahora las cuatro y media. No amanece
hasta las siete menos cuarto. Atajando y con prisa, a las seis puedo estar de
vuelta. Sé esconderme bien por esos caminos.
—A casi todos los que descubre la policía
los encuentra bien escondidos.
Ya habían pasado la ermita. Era el punto de
reunión con los demás compañeros, los que habían quedado como centinelas de los
viajeros sobrevivientes. Les esperaron. A Lope le sorprendía no haber oído aún
algún rumor de fuerzas destacadas para perseguirles desde los pueblos vecinos.
Y estaba impaciente por partir. Antes del amanecer quería llegar a lo más
bronco de la sierra, cerca del cuartel general. Delante seguían avanzando los
camaradas que conducían a los prisioneros que, con los ojos vendados,
tropezaban torpemente al andar.
Parados allí, el frío les penetraba los
huesos a Lope y a Pedro. Era un frío húmedo, y la niebla del río, que comenzaba
a dormirse en el valle, lo apretaba sobre la piel, como compresas de algodón
mojado. Lope sacó del maletín una botella de coñac, bebió un trago y la ofreció
a Pedro.
—¿Tu madre vive completamente sola?
—Con una hermana mía, viuda.
—¿No tiene para vivir otra cosa que tu
trabajo?
—Casi nada más. A veces gana ella alguna
peseta cosiend
—Te voy a dar algún dinero para que se lo
envíes con el muchacho de la novia.
—No quiero dinero. No creo que en mi
pueblo, si yo falto, dejen morir a mi madre sin ayudarla. Ese dinero, y todo,
para allá arriba.
—Mira, ya están ahí —interrumpió Lope
oyendo llegar a los camaradas—. Diles a los que quieran volver al pueblo que se
guarden y trabajen...
—Voy a ir yo mismo... —resolvió súbitamente
Pedro.
—Te digo otra vez que si es para volver me
parece mal.
—¿Cómo no voy a volver? Antes de que sea
día claro ya estaré de regreso, a algunas leguas de aquí, camino de la
montaña...
Los ojos de Pedro se volvieron al cielo
mientras hablaba. La niebla no le dejaba ver las estrellas:
—¿Tú llevas reloj? —preguntó.
—Sí.
Dando una chupada fuerte a un amargo
cigarrillo de hojas secas, leyó Lope al resplandor de la lumbre la hora exacta:
—Van a dar las cuatro y media.
Cuando se esparció bronco y redondo el eco
del reloj del Concejo más próximo —una sola campanada opaca, borrosa con la
niebla— Pedro, apresurando el paso, ya caminaba solo hacia su pueblo.
*
La proximidad del amanecer iba penetrando
con lívida claridad el aire oscuro de la noche. Cuando Rosario abrió la puerta
del corral, el vientecillo del valle, buido y sutil, le dolió, estremeciéndola,
en el rostro y las manos. Llevaba en éstas un odrecillo para ordeñar leche y un
candil de aceite. La llama se había puesto amarilla y con el viento el pábilo
chisporroteaba extinguiéndose casi y desprendía un aliento pegajoso de sebo.
Refunfuñó Rosario: «¡Tener que echarle sebo
al candil!» Y soplándole la llamita amarillenta lo dejó en el suelo y entró en
la cuadra.
¡Poner los pies en aquel corral! Ya por el
alba no despertaban los gallos para llamar al sol. Los suyos habían sido de los
más madrugadores del pueblo y con su cacareo incitaban al alboroto a todo el
averío del arrabal. Ahora sólo le quedaban dos gallinas, dos cluecas
conservadas por si alguna vez podían incubar una puesta. La ausencia del rocín
había amontonado sobre el pesebre telarañas espesas y polvorientas. En un
rincón, la cabra, rumiando, con la testa bañuda hacia el suelo, ponía dos
puntos brillosos y dorados en la oscuridad del corral: miraba hacia Rosario,
que iba a sacarle un poco de leche para tenerla caliente cuando regresara el
hijo.
¡Cómo tardaba! Ella le había oído salir
cuando apenas serían las dos. Oyó crujir bajo los pasos de Pedro las tablas de
madera de los peldaños. Le sintió bajar de puntillas, y cómo se detenía un
instante a la puerta del cuarto, para escuchar si ella dormía.
Rosario se estuvo muy quieta para no
turbarle. Sabía que a esas horas Pedro no salía al campo para la labranza;
recordaba que por la noche, después de cenar, su hijo tenía el mirar grave y
estaba silencioso y cerrado en sí mismo. Cuando volvió a oír los pasos y el
gemir de la puerta de la calle cerrada sigilosamente, suspiró entre sus labios:
«¡Suerte, hijo!» Ya no pudo dormir. Se le alucinaba la vigilia de conjeturas
que le desvelaban el cansancio y le arreaban el corazón. Y como una sombra que
abre a cada instante obsesionada la puerta de un pasadizo de ensueños, veía a
su hijo caminar por la montaña, hacia el cuartel de las guerrillas.
Cuando resonó el eco lejano de la
explosión, como un trueno inmenso de tormenta entre montañas, como un derrumbe
de peñascos, Rosario se sobresaltó y vistiéndose después de prisa, pegó el oído
a la ventana. Le pareció oír algún disparo lejano. Después el silencio iba
alargando las horas, que redondas como grandes sombras, se cobijaban en su
cuarto, cada vez que sonaban graves y lentas, en el reloj del Concejo, o con
timbrada ternura de campana aguda, en el de la iglesia. Por la rendija de la
ventana los ojos impacientes de Rosario veían la primera claridad del alba.
Después de ordeñada la leche, mientras la
calentaba al rescoldo de unos troncos que ardían en la llar, Rosario miraba el
viejo reloj que había sobre la alacena. Si Pedro, como ella imaginaba, había
ido hasta el puente del ferrocarril, y todo había salido bien, debería estar ya
de vuelta. Porque desde que ella oyó el estruendo distante habían pasado dos
horas. Atajando y a buen paso no se tardaba más de una. ¿Habría pasado algo?
Con los ojos chicos, oscuros y hondos; los
labios delgados, pálidos y sumidos; quemada por el sol la piel del rostro
enjuto, finamente ovalado, la cabeza ya canosa, enmarcada por un pañuelo negro
atado con lazo de picos bajo la barbilla aguda, Rosario tenía una tristeza
recogida y severa. El dolor le ponía un asombro inmóvil en toda la figura.
Estaba sentada y quieta, con los brazos cruzados sobre el regazo, como si ya no
hubiera de moverse nunca, como si ella, el alba, el silencio, todas las cosas
fueran a permanecer inmutables hasta una hora desconocida y esperada, en la que
todo volvería a nacer o se quedaría para siempre sin aliento, sorprendido por
la muerte, como si Dios diese a todo una dura eternidad de piedra. Ella sentía
ya su dolor como algo que dentro de su cuerpo se fuese convirtiendo en roca,
apretada y seca. Dolor sin voz y sin lágrimas, con los ojos abiertos y la casa
cerrada: así era su vida.
Se iban ahogando las estrellas en el primer
resplandor del alba; iba creciendo el amanecer. Ya por los cristales barnizados
de escarcha se biselaba la luz ajenjo del día naciente. La cal blanca de la
pared del zaguán lividecía con matices suaves de marfil casi traslúcido. La
oscuridad de la noche iba disolviéndose en esa claridad de la aurora como una
nube compacta y negra de tempestad, que se va desvaneciendo entre grises más
tenues de otras nubes suaves, cuando el cielo se abre después de la lluvia.
¡Lentos amaneceres de Castilla, larga espera del alba, entre el sueño azul
oscuro de los montes y la niebla de ópalo de los ríos, que se vuelve
transparencia malva y esplendor rosado sobre la tierra, hasta que el día nace
elevándose con la hoguera súbita del sol!
Aún era de leche y anís la luz, cuando
gimió sobre las bisagras la puerta del corral. Rosario volvió la cabeza y antes
que sus ojos le vieran, ya la voz de su hijo le sorprendía:
—¡Soy yo, madre!
Él, en pie y entero. Vivo ante ella.
Rosario se yergue, y los brazos extendidos y abiertos hacen casi vuelo sus
pasos hacia el hijo. Se estrechan ambos en silencio. Cuando Pedro, después de
besar a su madre, se deja caer rendido en una silla junto a la lumbre, ella, en
pie, le contempla abrazándole todavía con los ojos. Por primera vez desde hace
años siente que se le humedecen, que se le van a llenar de lágrimas. Y los
aprieta para no llorar. ¿Cómo iba a ponerse a llorar delante de aquel hijo?
Pedro miraba a su madre, tan dolorida, tan
serena y tan fuerte, con tan hermosa dignidad por todo el rostro, con tal
firmeza en el busto silencioso, y sentía, de pronto, que erguida, bañada de luz
del alba, con el resplandor leve del fuego de la llar en los ojos, era como
toda la tierra de Castilla, y se le fundía el cariño de su madre y el de la
tierra para consuelo de su cansancio y aliento de su valentía.
—Siéntate, madre. Tenemos que hablar.
—He calentado leche para ti. Toma un tazón,
que te hará bien.
—¿No ha venido nadie?
—Nadie. El mismo silencio de ahora, toda la
noche. ¿Voló el puente, verdad?
—Sí. Volamos el puente, madre. ¿Oíste?
—¿Todo salió bien, hijo?
—Todo, sí. ¿Tú conoces a Andrés, verdad?
—¿El de la herrería?
—Ése. De los cinco que hemos ido al puente
de la ermita él es el único que se quedará en el pueblo. Los demás no
tendríamos aquí vida segura ni trabajo posible... Si alguna vez necesitas algo,
mándaselo decir. Él no conviene que venga por la casa... El mismo Andrés
cuidará de que no te falte lo necesario para sostenerte...
A todo asentía la madre inclinando la
cabeza y sin decir palabra. El hijo calla. Están los dos sentados frente a
frente, junto al fuego, rodeados de silencio. De cuando en cuando, se oye toser
a Dolores. Por la ventana del zaguán entra una claridad más azul a cada
instante. De la madre al hijo, de éste a Rosario, van y vuelven fijas miradas
que se quedan mudas, quietas, fundidas con el gran silencio de la casa y de
todo el pueblo. No dicen nada. Están. La presencia de sus dos vidas late en la
quietud con que se observan, mirándose para siempre, con la misma ansiedad del
riesgo presentido.
—¿No quieres ver antes a tu hermana?
—pregunta de pronto Rosario, rompiendo el silencio.
—No, madre. No la despiertes. Tú le dices,
luego.
—Te vas allá arriba, al monte con los
nuestros, ¿verdad?
—Sí.
Los dos escuchan en silencio, lentas,
claras, hondas, como si cayeran sonoras en un lago, las seis campanadas del
reloj del Concejo. Las remedan enseguida las horas agudas de la torre de la
iglesia.
En la lejanía del pueblo, se replican,
ahondados por el silencio, el cacarear de un gallo y un ladrido obstinado.
Cerca de la casa suenan con disimulo femenino dos viejas toses ancianas; casi
como su eco se oye el susurro de los pies que se arrastran sobre las losas de
la acera. Son dos beatas vecinas que hace medio siglo, todas las mañanas, a la
misma hora, con la misma tosecita, van a la misa de alba. Cuando ya no se
percibe el rumor de sus pasos. Pedro ruega a su madre.
—Mira si nadie ronda la calle, tras el
comal, madre.
Y ella va lentamente hasta la puerta.
Escucha unos instantes: y como no oye nada, abre un poco el postigo.
Anda con
tanto esmero de secreto, que ni su hijo oye sus pasos por el corral.
—No veo a nadie, hijo. Es como todas las
mañanas. Parece que el pueblo se ha quedado solo.
—Sí. El pueblo se va quedando solo...
Rosario se aprieta los ojos con el dorso de
las manos. Pedro se levanta, se abrocha la pelliza, deja la manta sobre la
silla. Desde que murió su padre, colgada de una alcayata de madera, está en el
zaguán la capa de pardo paño recio y el sombrero negro de fieltro que él
llevaba. Los ojos de Pedro detienen allí un instante la mirada. Luego los
vuelve a la madre:
—¿Te sabría mal, madre...?
—No, hijo. ¡Ni a él le sabría mal tampoco!
Si no se le viera el rostro más joven, con
aquellas prendas, cualquiera diría que era Pedro Sanabria Olmedo. Rosario le
mira lentamente: igual que el padre, hace treinta años.
—Si alguien preguntara por mí, madre, di
siempre lo mismo: que esta mañana a las seis salí para Rioseco...
—Saliste para Rioseco, y no sé cuándo has
de volver. Todas las horas te estoy esperando, como si fueras a llegar. Y pasa
un día y otro... saliste para Rioseco una madrugada... cuando todo el pueblo
dormía aún... Pero yo sé que has de volver. Cuando haya un día de amanecer más
claro... Suerte, hijo mío.
En un abrazo fuerte y largo, madre e hijo
estrechan juntamente su pena y su esperanza.
Rosario ha cerrado cuidadosamente el
postigo del corral. Los pasos de Pedro en la calle, que en ninguna oreja
suenan, ella los oye con el corazón. Ya los estará escuchando toda su vida.
Lentamente cruza el corral, cierra la puerta del zaguán, se sienta al lado de
la lumbre, en la misma silla donde su hijo ha dejado la manta y la boina. En el
piso alto, la hija tose. Rosario cierra violentamente los puños, mira con
fijeza al fuego, y con los dientes apretados, solloza. Sobre el reflejo rojo de
la llama en el rostro, un claro rayo de amanecer, desde la ventana, ilumina la
nieve de sus canas bajo el pañuelo negro de la cabeza.
Después de un largo rato, Rosario se
levanta y se dirige a la escalera. Va a llevarle leche a Dolores, que sigue
tosiendo allá arriba. «Todo tiene que ser así», piensa Rosario. «Hasta terminar
con esta maldad. ¿Qué otra cosa podía hacer él, por su padre y por mí? Y
ahora...»
En su pensamiento hubo una brevísima pausa,
como si quisiera fijar bien clara la imagen de todos los días, uno tras otro,
de soledad y de espera. Y se dijo apenas con voz, plantada en la mitad de la
escalera, irguiendo el cuerpo todo lo que podía:
—¡Ahora, soy la madre de un guerrillero!
Ya se doraba de luz el día. Por la calle,
se oyó cruzar un rebaño de ovejas. Era uno de los rebaños de don Abilio. La voz
del zagal cantaba:
Ya se van los pastores,
ya se van marchando;
más de cuatro zagalas
quedan llorando.
Rosario recordó la canción: ¡la había
cantado ella misma tantas veces, de moza! Y la había oído luego a sus hijos, y
a los mozos del pueblo, en las ferias y romerías. Pero ahora se llenaba de
nuevo sentido para ella. Y subiendo los últimos peldaños de la escalera,
mientras se alejaba en la calle la canción, ella se decía bajito la copla
siguiente:
Lucerito que alumbras
los guerrilleros;
dale luz a mi Pedro
que es uno de ellos.
Pasaron varios meses antes de que Rosario tuviera
noticias de su hijo. Ni los interrogatorios de la policía, ni las habladurías
de las gentes del lugar, ni la pobreza, eran tan dolientes como la
incertidumbre y el silencio que llenaba los días. Los primeros fueron los de
mayor angustia; porque así que crecía la mañana, todo el pueblo se llenó de
comentarios sobre la voladura del tren, y hasta llevaron al hospital del
municipio algunos heridos, y la Guardia Civil y algunos policías llegados de
fuera comenzaron a hacer investigaciones. A Rosario la tuvieron varias horas
presa e incomunicada; ella temía que hubieran seguido a Pedro y que lo hubieran
matado por el camino. Cuando al cabo de algunas semanas volvieron a
martirizarla interrogándole por el paradero de su hijo, se sintió aliviada; si
le buscaban, es que no habían dado con él. Habría podido llegar hasta el monte,
y reunirse con sus camaradas.
Al fin supo de Pedro. Estaba bien. Había
sido en tantas ocasiones tan ejemplar por la valentía y la prudencia, que ya
era jefe de un destacamento de las guerrillas. No le llamaban Pedro, sus
compañeros. Tenía un nombre que le habían puesto y que había ido creciendo para
él hasta hacerse muy suyo, en la comunidad de combate en la cual había
ingresado. Todo se lo contaba a Rosario una mujer de unos treinta años, que
llegó al pueblo una mañana vendiendo cintas, hilo para coser, agujas y peines.
La mercadería le servía sólo de disfraz. Hacía apenas una semana que había
visto a Pedro. Rosario aborbotonaba las preguntas. Sí; estaba grueso, y fuerte,
y tenía una hermosa barba negra. Y de una cinta doblada dentro de una caja,
sacó aquella mujer un papel y se lo entregó a Rosario, para que lo leyera y lo
rompiese luego. Un papel de su propio hijo, sí. Con su letra. Lo leyó hasta
tres veces seguidas. Y lo rompió luego —¡con cuánta pena!— y quemó los trozos
en la lumbre de la chimenea. «Ten valor y esperanza», le decían aquellos
papelillos que ardían. «Adelante y recto, como decía padre, ¿recuerdas?»
Tres días después, en un combate sostenido
por las guerrillas con la Guardia Civil, después de un asalto a la prisión de
una aldea próxima, murió peleando Rodrigo de Arazona.
Rosario aún no sabe que Pedro Sanabria,
allá en la montaña, se llamaba con ese nombre. Ha leído en los periódicos que
la Guardia Civil ha conseguido matar a uno de los jefes más peligrosos de una
partida. Ya hay una doble leyenda en torno a Rodrigo Arazona. La leyenda
popular del héroe Arazona. La leyenda fascista del bandido. Rosario piensa que
un día su hijo será tan famoso como Arazona. Los corazones de todos los
españoles harán palpitar sobre los labios las sílabas de ese nombre: Pedro
Sanabria. Pero su hijo vencerá a la muerte. Volverá del monte un día de
amanecer claro. Hacia adentro y sin voz,
Rosario ruega por su hijo:
Lucerito que alumbras
los guerrilleros;
dale luz a mi Pedro
que es uno de ellos.
Juan Chabás
Fábula y vida, Santiago de Cuba, 1955
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