Lo Último

3008. La lesión





Valencia nos había enviado para que tuviéramos cuidado de ella, y la sirviéramos de guía, una delegación de políticos ingleses, todos ellos mujeres. Venían acompañadas de un guía, Simón, de la agencia España, con su cara de actor viejo y sus maneras de galán de comedia de fin de siglo; pero Valencia se preocupaba mucho de ellas. Había entre ellas tres diputadas de la Cámara de los Comunes, la duquesa de Atholl, Eleanor Rathbone y Ellen Wilkinson; y con ellas Dame Rachel Crowdy, una dama de la alta sociedad interesada en obras de beneficencia. A Ilsa le tomó bastante tiempo y trabajo el meter en mi cabeza sus nombres, sus títulos, sus filiaciones políticas, y sobre todo qué interés tenían en venir a Madrid. La verdad es que no me sentía muy atraído por el flujo incesante de turistas que no cesaban de llegar a Madrid desde que la victoria de Guadalajara había debilitado el cerco, con muy buenas intenciones indudablemente, pero casi siempre egocéntricos. Y al mismo tiempo, día a día aumentaba la presión de la burocracia, que recobraba crecientes sus fueros. Presentía un cambio inminente, y esta moda de las visitas formaban parte de ello.

Dejé al cuidado de Ilsa el contacto personal con las visitantes y planeé una excursión a través de Madrid, en las líneas más obvias: una introducción al general Miaja en las bóvedas de su cueva mohosa; una excursión a través del barrio de obreros de Cuatro Caminos y Tetuán con sus casitas destrozadas, y del barrio de Argüelles con sus ruinas vacías; el domingo por la mañana, asistencia al servicio religioso de la iglesia protestante de Calatrava, con su párroco, un hombre ingenuo y modesto, y su grupo de jóvenes milicianos entonando himnos; una ojeada al frente desde algún sitio relativamente seguro; una recepción oficial dada por Miaja; una visita por la duquesa - sin ninguno de nosotros acompañándola- al bombardeado palacio del duque de Alba, donde podía comprobar y desaprobar las declaraciones hostiles que el Grande de España había hecho a la prensa. El bombardeo de cañón, que en los últimos días se había hecho muy intenso, daría carácter y ruido a la cosa.

Lo primero fue la visita de introducción a Miaja. Las cuatro mujeres esperaron en la antesala muy excitadas, mientras nosotros convencimos al general para que las recibiera. Le gustaba tener una oportunidad de gruñir a las exigencias de la mucha gente que venía a saludarle. Dos veces preguntó a Ilsa quiénes diablos eran aquellas mujeres y dos veces me dijo a mí por qué diablos no le llevaba chicas guapas o al menos gentes sensatas que nos mandaran armas y municiones.

Si se empeñan en convertirme en una estrella de varíeté, lo menos que podían hacer era traerme regalos, una ametralladora o un avión. Yo les daría mi foto firmada y todo.

Se sometió al fin a regañadientes y escuchó sus discursos cortitos -en los que lo único inteligible para él era lo de «Defensor de Madrid»-, mirándose la punta de la nariz por debajo de las gafas y replicando con gruñidos bruscamente amables. Ilsa traducía con un desparpajo que me hacía sospechar estaba poniendo abundantemente de su propia cosecha.

Al final Miaja gruñó:

Bueno, dígales que vengan para un té mañana por la tarde, ya que os empeñáis en que son tan importantes. Y que se vayan al diablo. Ah, y dilas que no esperen Bollerías, que estamos en guerra. ¡Salud!

Me sentía casi tan agrio como él. No podía tomar parte en la conversación entre ellas pero me daban tentaciones de preguntarles descaradamente si no podían haber hecho algo sobre la no intervención sin venirse de juerga a Madrid. Por otra parte, me molestaban constantemente las zalemas y gazmoñerías de Simón. Cuando paseábamos por una callejuela de Cuatro Caminos, donde lo único que quedaba de una hilera de casas era el esqueleto roto de sus paredes, una vieja se abalanzó sobre nosotros, dramática de gesto y sobria de palabras, empeñada en mostrarnos dónde había estado su cocina. Simón estaba tan encantado como un guía gitano que ha logrado que un turista inglés crea que se ha enamorado de él una «bailaora». Indudablemente, yo no era justo con todos ellos y lo mejor que podía hacer era proporcionar como contrapunto mi figura de español silencioso y serio.

El cañoneo estaba aumentando en intensidad y las granadas regaban la «Avenida de los Obuses». Cuando regresábamos en los coches, flotaban en el aire vedijas de humo gris en toda la longitud de la calle de Alcalá y las gentes se refugiaban en los portales del así llamado «lado seguro». Metimos a nuestros huéspedes a toda prisa en el hotel Gran Vía. Quería que las señoras tuvieran el almuerzo con nosotros en nuestro cuarto, en el que se había convertido la antesala en comedor, porque quería evitarlas el recibir una imagen del Madrid que existía en la atmósfera cosmopolita y chillona del comedor general. Pero ellas preferían ver la vida tal como era en el comedor subterráneo y tuve que cambiar los preparativos. Los corresponsales extranjeros se levantaron de la larga mesa en la que se sentaban cada día con sus amigos de las Brigadas y escogieron sus víctimas entre los visitantes: una multitud de soldados, prostitutas y madres ansiosas, que se habían refugiado allí con sus chicos, zascandileaban de un lado a otro, chillando, bromeando, comiendo y bebiendo mientras esperaban que amainara el bombardeo. A través de las claraboyas del sótano llegaban las explosiones y a veces bocanadas de humo acre que eran impotentes para imponerse al ruido y al olor que reinaba en el comedor. Sí, la comida fue un éxito.

Después del café puro llevé el grupo al hall de entrada; estábamos citados con el comandante Ortega para ver el frente desde su puesto de observación artillero y nuestros dos coches estaban esperando fuera. En el hall había una nube ligera de humo y una multitud aún más apiñada. El gerente del hotel luchaba por llegar hasta mí:

Don Arturo, venga usted un momento. En su cuarto ha estallado fuego y los bomberos están arriba apagándolo. Debe de haber sido un obús.

Mientras comíamos, había oído la campana de los bomberos, pero no me había preocupado.

Nos abrimos paso a empujones entre los curiosos que obstruían las escaleras y el pasillo. Nuestro cuarto estaba lleno de tizones. En el armario y en una de las paredes, las huellas de las llamas; las sillas tiradas por el suelo. Dos bomberos estaban recogiendo una manga y un tercero arrancaba a tirones una cortina aún humeante.

A simple vista se veía que ninguna granada había caído en el cuarto, pero sobre la mesa reposaba un casco de metralla, grande, cortado en triángulo, que aún estaba caliente, bastante para no poder sostenerlo en la mano. Debía de haber entrado al rojo y, antes de caer, prendido fuego a la cortina. No había pasado más. En una mesita había un plato con dos huevos que estaban intactos. Mis cigarrillos habían desaparecido. El mantel estaba hecho jirones y unos cuantos platos rotos. La mesa debía estar puesta para Ilsa y para mí como todos los días. Los zapatos de Ilsa que estaban bajo la ventana, ocultos por la larga cortina, eran un montón miserable de trozos de cuero retorcidos y chamuscados en postura torturante. En ropas y cojines había manchurrones de hollín y agua sucia. No había sido nada de importancia.

Ilsa se quedó mirando lastimosamente al montón de cadáveres de sus zapatos quejándose de que era un par azul, nuevecito, que le gustaban tanto, y no servía para nada ya. Las inglesas comenzaron a besarla con mucho entusiasmo, porque eran ellas las que le habían salvado la vida con su presencia. ¿No había dicho ella misma que si no hubiera sido por su visita habría estado comiendo en aquella misma mesa cuando el casco de metralla había entrado en la habitación?

Oí a Ilsa replicar que no parecía hubiera sido tan serio, aunque hubiéramos estado allí. Pero las mujeres seguían mostrando su gran preocupación por ella, mientras yo permanecía en silencio. No había sido nada. Los conduje a todos de nuevo al portal del hotel. El portero me dijo que nuestros chóferes estaban esperando con los autos a la vuelta de la esquina en la calle de la Montera, donde era más seguro. Habían hecho bien, desde luego, en no correr un riesgo inútil durante el bombardeo de mediodía.

El sol deslumbraba en la calle y en el aire quieto se elevaban lentamente nubecillas rizadas de humo tenue. Sonaban algunas explosiones sordas a lo lejos en la misma Gran Vía. Me adelanté un poco a las mujeres para buscar los coches. Llegando a la misma esquina me abofeteó una bocanada de humo ácido, ya familiar. Con el rabillo del ojo vi algo extraño y viscoso pegado en el cristal del escaparate de la compañía del Gramófono. Se estaba moviendo. Me acerqué a ver lo que era.

Contra la luna estaba aplastado y aún contrayéndose convulsivo un trozo de materia gris, del tamaño del puño de un niño. A su alrededor, pequeñas gotas temblonas de la misma sustancia habían salpicado el cristal. Un hilillo de sangre acuosa se deslizaba por el cristal abajo, surgiendo de la pella de sesos, con sus venillas rojas y azules, en la que los nervios rotos seguían agitándose como finos látigos.
No sentí más que estupor. Miraba la piltrafa pegada al cristal y contemplaba absorto sus movimientos de autómata. Todavía viva. Una piltrafa de hombre. Una piltrafa de un cerebro humano.

Como un autómata también, cogí el brazo de la vieja dama que iba a mi lado y cuya cara rosada y simple estaba palideciendo, y la forcé a dar unos pasos para ayudarla a escapar de allí. En el empedrado de la esquina había una cicatriz nueva, blanca y gris, donde el obús había roto las piedras. El puesto de la vieja de los periódicos. Me paré.

¿Qué estaba haciendo? Estaba hueco por dentro, vacío, sin sensaciones. No parecía haber ruido alguno de la calle en el vacío que me rodeaba. Me forcé a escuchar. Alguien me estaba llamando. Ilsa se había cogido a mi brazo y estaba diciendo con una voz áspera y urgente:

Arturo, ven. Sal de ahí. ¡Arturo!

Allí estaban aquellas extranjeras. Sí, teníamos que llevarlas a algún sitio. Ilsa estaba sosteniendo a la más pesada, llena de cabellos grises. El coche estaba justamente delante de mí. Pero mis pies estaban pegados a la tierra y cuando traté de levantarlos me escurrí. Miré hacia abajo, a aquellos pies míos, tan lejanos. Estaban estancados en un charco de sangre medio coagulada que se agarraba desesperadamente a ellos.

Dejé a Ilsa empujarme dentro del coche, pero nunca he sabido quién más iba en él. Creo que una vez froté las suelas de mis zapatos en la alfombra del coche y sé que no dije nada. Tenía el cerebro paralizado. Estúpidamente, miraba a través de la ventanilla del coche y veía edificios y gentes que pasaban. Nos paramos y estábamos a la puerta de un edificio alto de muchos pisos, en uno de los cuales Ortega había montado su observatorio con el telémetro del que estaba tan orgulloso. Él mismo estaba allí para hacer los honores. Sus muchachos me estaban gastando bromas, porque me había convertido en el guía de una duquesa. Todo era normal y era fácil contestar las bromas. Nos condujeron al último piso. Las anchas ventanas dominaban un gran sector del frente y de la ciudad. Uno después de otro, nuestros huéspedes miraron a través del telémetro y dejaron a Ortega que les mostrara el emplazamiento de los cañones enemigos, las trincheras camufladas, los edificios blancos y rojos de la Ciudad Universitaria, las llamaradas y el humo de una batería disparando, y el sitio donde caían sus granadas. Mientras los llevaban al balcón para explicarles las líneas del frente, me dediqué a mirar por el telémetro.

Estaba enfocado sobre un edificio bajo envuelto en bocanadas de humo blanco. Lo estaban bombardeando y me quedé pensando y tratando de averiguar cuál era el objetivo. Ajusté el telémetro, y en el campo de visión del aparato apareció claramente la capilla del cementerio de San Martín. El mismo sitio donde yo había jugado cientos de veces mientras el tío José estaba allí en sus visitas oficiales. Veía el viejo edificio de ladrillo, los patios, las galerías blancas con sus hileras de nichos. Una de las vedijas de humo se disolvió y vi el orificio que la bala había hecho en la gruesa pared.

Como si hubiera estado mirando en uno de esos globos de cristal mágicos, las imágenes de mi niñez se me aparecían en el marco de los objetivos del telémetro.

El viejo cementerio con sus patios llenos de sol. Las hileras de rosales cuajados de flores. El viejo capellán y el sepulturero con su enjambre de chiquillos, poco más o menos de mi misma edad. El traslado de viejos cuerpos porque el cementerio estaba clausurado. Mi tío José inspeccionando la decoración de la capilla antes del funeral. Los huesos de color gris extendidos cuidadosamente en una sábana tan blanca que parecía azul. Los huesos apolillados e incógnitos echados en las fogaratas de hojas secas de los jardineros, junto con las tablas roídas de los ataúdes destripados. Yo mismo cazando mariposas y lagartijas entre las trepadoras y los cipreses.

Nos tenemos que marchar -murmuró Ilsa en mi oído.

A través del balcón veía las calles llenas de sol y de gentes, y en los campos abiertos de Amaniel, verdes con el verdor de la hierba de primavera, una mancha oscura, las copas de los cipreses envueltos en otra nube blanca, todo muy lejos, infinitamente pequeño. Teníamos que ir al té que Miaja daba a las damas inglesas.

El general había invitado a algunas personas del Ministerio de Propaganda para que le ayudaran con las extranjeras. En uno de los grandes sótanos habían preparado una merienda suntuosa. Las paredes estaban húmedas y desconchadas, pero los ordenanzas aparecieron con ramos de flores y sirvieron el exótico té con sonrisas burlonas. Mientras yo mantenía un tiroteo de bromas con los oficiales, Ilsa actuaba como intérprete en la conversación entre el general y la duquesa, suavizando preguntas y respuestas.

¿Qué le importa a ella de los instructores rusos para nuestros pilotos? Dile que no nos hacen falta los rusos, que nos sobran muchachos con reaños para volar. ¿Por qué no le interesan?

Oh, Ilsa, me figuro lo que dice. Ya sé cómo hablan los generales, por mi propio marido -decía la duquesa alegremente.

Cuando trajeron bebidas, Miaja levantó su vaso y dijo en su mejor francés:

¡Por la paz!

La duquesa replicó:

Y por la libertad, porque la paz puede costar muy cara.

¡Salud! -gritó Ellen Wilkinson desde el otro extremo de la mesa.

Cuando nuestros huéspedes se fueron al hotel Florida, trabajamos unas cuantas horas en la Telefónica y después cruzamos al hotel Gran Vía para dormir. Nos habían dado un par de nuevas habitaciones en la misma ala del edificio que las anteriores. Estábamos muy cansados, pero mientras Ilsa deseaba escapar de más ruido, yo tenía que alternar aún. Simón había invitado a unos cuantos americanos y alemanes de las Brigadas en otro piso del hotel y me tuve que ir con él. No había allí nadie que me agradara. El comandante Hans era todo lo que yo imaginaba como la encarnación del oficial prusiano en toda su crudeza; Simón estaba sobando a una rubia platinada con piel de bebé y una boca dura. Estaban bebiendo una mezcla absurda de licores, blasonando su rudeza y sin pensar ninguno de ellos de la guerra como nuestra guerra, como el dolor y la tortura de España, sino como soldadesca. Bebí y estallé en una tirada que sólo una persona, un crítico americano de cine cuyo nombre nunca he sabido, escuchó con simpatía. Les grité que habían venido a España para sus propios fines, no animados por una fe, y que no nos estaban ayudando; que ellos podrían ser muy cultos y muy pulidos y nosotros bárbaros, pero que al menos sabíamos y sentíamos lo que estábamos haciendo. De pronto se apagó mi indignación. Era un completo extranjero entre gentes que tenían todo el derecho a rechazarme, como yo los rechazaba a ellos. Me marché y al lado de ella encontré reposo.

Me desperté a las ocho de la mañana. Ilsa dormía profundamente y no quería despertarla. Quería bañarme y me encontré con que el jabón, las toallas, los cepillos de dientes y las cosas de afeitar se habían quedado en nuestro antiguo cuarto de baño. Me fui allí a recogerlas.

Nuestro viejo cuarto estaba inundado de sol. Olía aún a humo y a cuero quemado y en el suelo había charcos de agua sucia con hollín. Era una mañana espléndida. Al otro lado de la calle, la fachada lisa de la Telefónica, bajo el sol, tenía una blancura cegadora. Me asomé a la ventana y miré a la calle para ver si no estaban regando el empedrado y liberando el olor de tierra mojada en la mañana que tanto me gustaba. Sonó una explosión en el extremo más lejano de la calle. El bombardeo de la mañana -«el lechero», como lo llamábamos con doble sentido- había acudido puntual como todos los días. Había poca gente en la «Avenida de los Obuses». Me quedé mirando, perezosamente, a una mujer que cruzaba la calle un poco más arriba. ¿Era Ilsa? Sabía que no. Ilsa estaba durmiendo en el cuarto de al lado, pero esta mujer era tan semejante a ella, la misma estatura, el mismo cuerpo, el mismo traje verde oscuro, que vista así, de espaldas, daba la impresión de ser ella. Estaba mirando a la mujer, tratando de adivinar su cara, cuando el silbido agudo de una granada desgarró el aire. Se estrelló contra la fachada del teatro Fontalba, encima de la taquilla de venta de localidades, y explotó. La mujer se tambaleó, y cayó lentamente sobre sus piernas blandas; una mancha oscura comenzó a agrandarse a su alrededor. Uno de los guardias de asalto, de centinela en la puerta de la Telefónica, corrió hacia ella, dos hombres surgieron de debajo de mi ventana y cruzaron la calle corriendo; entre los tres la recogieron. Se doblaba el cuerpo y se escurría bajo sus manos. Le colgaban sueltos los cuatro remos, como si le hubieran roto las articulaciones con un martillo.

Volví a nuestro cuarto y me encontré a Ilsa mirando a través de la ventana, envuelta en su bata. La miré y mi cara debía de ser muy extraña, porque vino hacia mí y me dijo:

¿Qué te pasa?

Nada.

Sonó otro silbido y mis ojos siguieron instintivamente la dirección del sonido. Había en el frente de nosotros, en el chaflán de la Telefónica, una ventana en el quinto piso que tenía echadas las persianas. Sus tablillas se curvaron hacia dentro y saltaron en astillas; una sombra oscura, fantasmal, penetró por el orificio y casi instantáneamente las tablillas astilladas se abombaron hacia fuera. Me tiré al suelo y arrastré a Ilsa conmigo; estábamos en la línea de la metralla y de los cascotes proyectados por la explosión. Sentado en el suelo tuve un ataque de náusea, una contracción violenta del estómago, como cuando comencé a vomitar ante los cadáveres del Desastre de Melilla, aunque en aquel momento no me acordaba de ello. Me acurruqué en un rincón, temblando, incapaz de controlar mis músculos, que habían adquirido vida propia. Ilsa me bajó del brazo a lo más hondo del vestíbulo del hotel, en un rincón oscuro detrás de las cabinas del teléfono. Me dieron a beber un par de copas de coñac y se me quitó el temblor. Desde el rincón oscuro donde estaba sentado veía, a través de la oscuridad del vestíbulo, la puerta de entrada al hotel. El sol brillaba en los cristales y lamía las maderas de las puertas giratorias. Era como encontrarse en el fondo de una cueva abierta a los campos, como despertar de una pesadilla vivida dentro de las paredes de una alcoba extraña. En tal momento mi conjunta vida sufrió una distorsión.

Los otros no se enteraron. Hasta Ilsa creyó que únicamente estaba sufriendo un efecto pasajero del choque del día antes. El grupo de visitantes ingleses se había marchado y reanudamos la fatigosa rutina de cada día; lo único fue que me negué a comer más en nuestra habitación, como era el deseo de Ilsa, e insistí en que nos incorporáramos a la mesa ruidosa de los periodistas, donde yo nunca hablaba mucho y donde las gentes estaban acostumbradas a mi cara seria.

Cuando subimos a nuestra habitación antes de reanudar el trabajo, vi un orificio chiquitín en el cartón que reemplazaba uno de los cristales de la ventana y encontré, incrustado en la pared opuesta, un trozo de metralla, agudo como una aguja.

Estábamos arreglando nuestros libros en una estantería al lado de la ventana, las gentes paseaban y discutían en la calle; todo estaba lleno de luz, el color y el olor de la primavera. El cielo era azul profundo y la piedra de las fachadas estaba caliente de sol.

El guardia de asalto a la puerta de la Telefónica piropeaba a cada muchacha que pasaba a su lado, y desde mi ventana era fácil ver que había alguna que cruzaba la calle nada más que por pasar cerca de él y oír lo que el mocetón murmuraba en los oídos femeninos. La puerta giratoria de la Telefónica giraba incansable detrás de él y el reflejo de sus vidrieras lanzaba puñados de luz a través de la sombra del edificio.

Tres personas estaban cruzando la Gran Vía, un soldado y dos muchachas. Una de las muchachas vestía de negro y llevaba un paquete envuelto en papel color de rosa, luminoso y alegre contra el fondo de luto. Ilsa dijo que la muchacha andaba como un animalito joven y yo le expliqué:

Si una mujer anda así, nosotros decimos que es «una buena jaca», porque se mueve con la soltura y la gracia de un caballito.

Silbó entonces el proyectil, y tuve la sensación de que había pasado a pocos metros de nosotros, a la altura de nuestras caras. El soldado se tiró él mismo al suelo, estirado a lo largo, las manos cruzadas sobre la cabeza. La granada estalló enfrente de él con una llamarada y una nube de humo negro. El guardia de asalto desapareció como si se lo hubiera tragado la pared. Las dos muchachas cayeron como dos sacos vacíos.

Estaba agarrado al alféizar de la ventana, la boca llena de vómito, y veía a través de una nube cómo las gentes corrían con los dos cuerpos. La calle se quedó desierta y el paquete de color rosa yacía allí en medio de manchas oscuras. Nadie lo recogió. La calle estaba alegre, llena de primavera, inhumanamente indiferente.

Era la hora en que comenzaba nuestro turno de la tarde. Cruzamos la calle a la otra esquina de la Telefónica.

Me senté a mi mesa y me quedé mirando los raquíticos despachos de los periodistas que no tenían nada que contar, salvo que el cañoneo de Madrid seguía con la misma intensidad y monotonía, Ilsa se paseaba nerviosa a través de la sala, perdida por una vez su serenidad. De pronto se sentó a una de las máquinas de escribir y comenzó a teclear con gran velocidad. Cuando terminó, llamó a Ilsa Wolf -la periodista alemana que regía la emisora de radio de la UGT y que radiaba diariamente en varios idiomas-. Para distinguirla de ella, a Ilsa se la llamaba entonces: «Ilsa la de la Telefónica».

Hablaban en alemán y no me interesaba, pero cuando terminó, se levantó Ilsa, cogió su abrigo y dijo:

Tengo que hacer algo, si no, no voy a olvidar el paquete rosa. Tengo que hablar a mis propios trabajadores, en mi país aún muchos recuerdan mi voz; y he dicho a Ilsa que hoy me tiene que dejar hablar a mí en lugar de ella.

Me di cuenta inmediata de lo que se proponía. Había muchos proyectiles que no explotaban y todos estábamos convencidos firmemente de que existía sabotaje en las fábricas alemanas que surtían a Franco. Ilsa iba a gritar a los trabajadores austríacos. Bien pocos de ellos la escucharían. Cuando se marchó a la calle me quedé allí, escuchando el ruido de las explosiones.

Había muy poco que hacer y me obsesionaba trazar el curso de las granadas. El trozo de metralla que había incendiado la cortina de nuestra ventana había seguido una curva tal que indudablemente la hubiera herido en la cabeza si hubiéramos comido, como era usual, en nuestro cuarto. El trozo diminuto de metralla que unas pocas horas antes había taladrado el cartón de la ventana y se había hundido profundamente en la pared opuesta, había seguido una trayectoria en medio de la cual se hubiera encontrado la cabeza de Ilsa si hubiéramos comido allí como ella quería. Se multiplicaban en mi cabeza las imágenes de ella como la mujer que había sido herida en la mañana, sentada a nuestra mesa con la cabeza agujereada...

Entraban y salían los periodistas y yo hablaba tanto, o mejor, tan poco, como siempre; al final dije al viejo Llizo que se hiciera cargo de ellos y me puse a escribir un cuento.

No recuerdo bien la historia; para un psiquiatra hubiera sido de interés. Como en un sueño, mezclaba cosas vistas y visiones: el escaparate de la compañía del Gramófono, la exhibición de los discos negros con su perro blanco, las orejas alertas, resaltando en sus etiquetas alegres; la luna del escaparate reflejando el paso de los transeúntes, una multitud de fantasmas vivos sin vida; los discos negros encerrando en sus surcos una multitud de voces fantasmas; todo sin realidad. La única cosa real sobre ellos, en la superficie transparente del cristal, era una piltrafa de cerebro palpitante, vivo aún, las antenas de sus nervios rotos agitándose furiosos, en un grito sin voz a una multitud sorda. Después, detrás del cristal del escaparate, colocaba a la mujer, yacente, un orificio en su sien, la comisura de los labios modelando una sonrisa suave, como una interrogación, muy serena y quieta en su muerte. No, no era ninguna historia.

Cuando volvió Ilsa, fatigada, pero ya tranquila, aún estaba tecleando. Le alargué las páginas que había escrito. Cuando llegó a la descripción de la mujer, me miró asustada y dijo sin pensarlo:

Pero ¡aquí me has matado a mí!

Le quité las páginas escritas y las rompí en infinitos pedazos.

Seguía el trabajo rutinario pero ahora teníamos un huésped a quien yo quería y respetaba, John Dos Passos, que hablaba de nuestros campesinos con una comprensión gentil y profunda, mirándonos a uno y a otro con sus ojos castaños, inquisitivos. Aquella tarde nos ayudó mucho a escapar de nosotros mismos. Veía a Ilsa seguir mis gestos con una ansiedad reprimida y conducir la conversación de tal manera que yo pudiera recaer en el contacto normal con personas.

Mucho después me enteré de que John había mencionado este encuentro en una de sus descripciones en Journeys between wars. Dice así:

«En la gran oficina quieta encontráis a los censores de prensa, un español cadavérico y una mujer austríaca, regordeta, de voz agradable... Ayer mismo la mujer austríaca encontró que un casco de metralla había provocado un incendio en su habitación y que todos sus zapatos se habían quemado, y el censor había visto convertirse, bajo sus ojos, una mujer en pulpa sangrienta... No es sorprendente que el censor sea un hombre nervioso; parece mal nutrido y falto de sueño. Habla como si entendiera, pero sin sacar ningún placer personal de ello, la importancia de su posición como guardián de estos teléfonos que son el lazo de unión con países técnicamente en paz, en los cuales la guerra se desarrolla aún con créditos en oro en cuentas corrientes, en contratos de municiones, en conversaciones sobre sofás de terciopelo en antecámaras diplomáticas, en lugar de con granadas de seis pulgadas y pelotones de ejecución. No da la impresión de ser muy complaciente sobre ello. Pero es duro para uno, que es más o menos un agente libre de un país en paz, hablar de muchas cosas con hombres que están encadenados a los bancos de galera de la guerra.

»Es un descanso huir de los cuadros de mando del poder y pasear de nuevo en las calles soleadas.»

Pero yo estaba encadenado a mí mismo y dividido dentro de mí mismo.

Cuando yo tenía siete años, iba a la escuela una mañana; de pronto vi un hombre que daba la vuelta a una esquina de la calle y corría velozmente en mi dirección. Detrás de él sonaban gritos y carreras de una multitud para mí aún invisible. El trozo de calle donde yo estaba se encontraba vacío, con la excepción del hombre y yo. Sonó una explosión. Vi la gorra del hombre saltar en el aire y volar con ella trozos negros de algo envuelto en una llamarada. No vi más; después me encontré en la Casa de Socorro, rodeado de gentes que me echaban por la garganta agua con un olor penetrante. Cuando tenía nueve años, estaba un día sentado en el balcón de la casa de mis tíos leyendo un libro. De pronto oí un golpazo sordo en la calle. En la acera de enfrente yacía el cuerpo de una mujer, estrellado contra las losas. Tenía los ojos cubiertos con un pañuelo blanco que se iba volviendo rojo y que después se convertía en negro. Sus faldas estaban recogidas por encima de los tobillos y atadas con un cordón verde de cortina. Una de las borlas del cordón colgaba en el borde de la acera. El balcón comenzó a oscilar y la calle a girar bajo mis ojos.

Cuando tenía veinticuatro años y vi aquel cuarto en el cuartel de la Guardia Civil de Melilla, en el que parecía que los hombres muertos, colgantes sobre el borde de las ventanas o sentados en los rincones, se hubieran salpicado unos a otros con su propia sangre, como los muchachos se salpican de agua en una piscina de verano, vomité. Con el olor de los cadáveres profanados, tirados en los campos, metido eternamente en mi nariz, me quedé sin poder volver a soportar la vista de la carne cruda por tres años. Y ahora todo volvía de golpe.

Escuchaba con el conjunto de mi cuerpo por el silbido de un obús o el zumbido de un avión entre los mil ruidos de la calle; mi cerebro trabajaba febrilmente tratando de eliminar todos los sonidos que no eran hostiles y de analizar todos los que contenían una amenaza. Tenía que luchar incesantemente dentro de mí mismo contra esta obsesión, porque amenazaba cortar el hilo de lo que estuviera haciendo, escuchando o diciendo. Las gentes y las cosas alrededor de mí se borraban y contorsionaban en formas fantasmales, tan pronto como perdían el contacto directo conmigo. Me aterrorizaba estar en una habitación solo y me aterrorizaba estar en la calle entre las gentes. Cuando estaba solo, me sentía como un niño abandonado. Era incapaz de subir solo a nuestro cuarto en el hotel, porque esto suponía tener que cruzar solo la Gran Vía y porque después era incapaz de enfrentarme a solas con el cuarto. Cuando estaba en la habitación, me quedaba mirando la fachada blanca de la Telefónica, con los orificios de sus ventanas cubiertos de ladrillos o enmascarados con cortinas negras y sus docenas de cicatrices de granadas. Lo odiaba y me fascinaba. Pero no podía soportar más el mirar hacia abajo, hacia la calle.

Aquella noche me dio una fiebre alta y, aunque no había comido, vomité jugos amargos en convulsiones espasmódicas. Al día siguiente mi boca se llenaba del líquido agrio al sonido de una motocicleta, de un tranvía, del chillido de un freno, de las sirenas de alarma, del zumbido de los aviones, de la explosión de granadas. Y la ciudad estaba llena de estos ruidos.

Me daba perfecta cuenta de lo que me estaba pasando, y luchaba desesperadamente contra ello: tenía que trabajar y no tenía derecho a mostrar nerviosismo o miedo. Estaban los otros, ante los que yo tenía que mostrarme sereno si quería que ellos estuvieran serenos. Me acogí al pensamiento de que tenía el deber de no mostrar miedo, y de esta manera me encontré obsesionado con otra clase de miedo: el miedo de tener miedo.

Aparte de Ilsa y de mi cuñado Agustín, al cual había incorporado a la oficina como ordenanza en el puesto de Luis, todos sabían tan sólo que no me encontraba bien y que parecía tener un humor especialmente sombrío. El bombardeo era cada vez más continuo.

Los mismos periodistas pedían un traslado de la oficina de censura a un sitio más seguro; a petición suya habíamos instalado teléfonos para las conferencias en el piso bajo del edificio, pero aun así tenían que andar y cruzar constantemente la Gran Vía y esto se había convertido en un peligro innecesario e irrazonable. Ilsa era casi la única persona que defendía nuestra estancia allí: había tomado cariño a los muros de la Telefónica y se sentía una parte integrante de ella. Pero la situación se había hecho imposible de mantener hasta por ella misma.

En el hotel cambiamos nuestro cuarto a la espalda del edificio, donde nuestras ventanas daban a un patio interior, estrecho como una chimenea, que recogía y amplificaba todos los ruidos. Sufría ataques de fiebre y ataques de vómito y ni dormía ni comía. Por un día entero hice la censura en el rincón oscuro del hall del hotel, mientras Ilsa la hacía sola en la Telefónica. Fue ella quien obtuvo de Rubio Hidalgo la autorización para cambiar la censura al edificio del Ministerio de Estado. Algunos de los periodistas pedían que el traslado se hiciera a uno de los barrios más quietos y casi totalmente seguros contra el bombardeo, pero esto hubiera tomado mucho tiempo y una complicada instalación de cables. En el Ministerio, el cuarto de prensa y el de censura tenían aún las instalaciones y sus muros eran de gruesa piedra, aunque el edificio estaba dentro del alcance de los cañones y en el borde de su habitual campo de tiro.

La Telefónica había sido tocada por más de ciento veinte granadas, y aunque dentro de sus paredes no había caído ni una sola víctima en todo este tiempo, los periodistas y los censores teníamos el presentimiento de un desastre inevitable.

El primero de mayo, la Oficina de Prensa Extranjera y la censura volvieron al Ministerio de Estado en la plaza de Santa Cruz. Durante algunos días aguardé, sin moverme de mi rincón en el hall del hotel, que la mudanza quedara terminada, luchando contra mí mismo y perdido dentro de mí. Por entonces ignoraba que Ilsa cruzaba la calle bombardeada y trabajaba durante ocho días en el piso cuarto de la Telefónica, con la convicción absoluta de que estaba condenada a ser matada allí. Y en mi ignorancia y mi egoísmo, la dejé incluso que fuera ella quien coleccionara todos los documentos importantes y los llevara al ministerio, ayudada por Agustín.

El día después de haber dejado definitivamente la Telefónica, un obús penetró por una de las ventanas de la desierta oficina y explotó sobre la mesa central. Unos pocos minutos después de las cinco. Todas las tardes, a las cinco en punto, Ilsa se había hecho cargo del servicio y se había sentado a esa misma mesa a trabajar.

El Ministerio de Estado está construido alrededor de dos grandes patios enlosados y techados con cristales, y separados uno de otro por la monumental escalera de piedra que conduce a los pisos superiores, arrancando de la triple entrada del edificio.

Dos amplias galerías abovedadas, una sobre otra, flanquean ambos patios. La galería superior tiene el piso de madera encerada y su barandilla es dorada; la galería al nivel de la calle es de pura piedra, y su piso, de grandes losas que resuenan sobre el hueco de los sótanos inmensos. Nuestras oficinas se abrían a esta galería. El edificio en su conjunto es de piedra y ladrillo con paredes enormes. Dos torres, con tejados de pizarra cerrándose en agudos prismas, lo coronan. Es una isla entre calles viejas y silenciosas, cerca de la plaza Mayor, la de los autos de fe y de las viejas corridas de toros, y cerca también de la ruidosa Puerta del Sol. Debajo del edificio se abre un laberinto de sótanos y pasillos abovedados que datan de viejos tiempos.

El ministerio está lleno de dignidad, como un viejo diplomático, frío e indiferente, con sus piedras que parecen sudar en los días de lluvia y sus pesadas rejas de hierro cerrando sus ventanas. Sus sótanos fueron en un tiempo las prisiones de la cárcel de la Corte. El centro de los patios y los huecos de sus pilares están llenos de esculturas ramplonas, justificación de las pensiones que el Estado pagaba a artistas bien recomendados para que fueran a estudiar a Roma. El efecto es incongruente y estúpido.

Ilsa y yo nos instalamos en uno de los cuartos pequeños. La censura se estableció en su antiguo sitio y la oficina de Rubio Hidalgo se abría solamente en ocasiones solemnes. Olía a moho. Para evitar a los periodistas el riesgo de los bombardeos a mediodía, organizamos una especie de cantina y comedor; los ordenanzas traían la comida -una pobre comida- del hotel Gran Vía en uno de los coches oficiales. Cuando el bombardeo se corría hacia nosotros y las explosiones resonaban en la plaza Mayor, utilizábamos la bóveda de la escalera a los sótanos, un refugio perfecto con quince pies de piedra y mortero sobre nuestras cabezas.

El ruido y el jaleo de la mudanza me habían arrancado de mi atontamiento. Lejos de la fachada deslumbrante de la Telefónica, uno de los elementos de mi obsesión había desaparecido, pero no habían desaparecido los otros como yo esperaba secretamente que ocurriera. Me encerraba a veces en la librería del ministerio establecida en los sótanos, y escuchaba desde allí el sonido de los tacones de Ilsa en las losas de la galería. Podía obligarla a estar en el edificio, pero no a que estuviera conmigo, porque tenía que realizar el trabajo de dos, ahora que yo no trabajaba. Se divertía zascandileando por el ministerio, contenta porque los periodistas estaban a su gusto y porque la alegraba hacer nuestro cuartito habitable; ella, y el espíritu de Agustín, lleno de un sentido común alegre y constante, me impidieron caer en una melancolía peligrosamente cercana a algo muchísimo peor.

Al cabo de unos pocos días, cuando vi que tampoco podía dormir allí, pedí al médico del ministerio que me reconociera y me diera alguna droga que me ayudara. Me dio una medicina a base de opio. Ilsa pensaba que la mejor cura era batallar mentalmente contra la obsesión y vencerla, pero no entendía que simplemente no pudiese dormir. Aquella noche me metí en la cama temprano, tambaleándome de exhaustación y de falta de sueño, y me tomé la dosis ordenada por el médico.

Me hundía en un pozo profundo. Se disolvían las líneas del cuarto. Agustín no era más que una sombra que se movía entre paredes amarillas sin fin que se perdían a su vez en abismos oscuros. La luz era un resplandor débil que se iba apagando lentamente. Mi cuerpo perdió el sentido de peso y comenzó a flotar. Me hundía en el sueño.

Me invadió un terror infinito. Ahora, en aquel mismo momento, iba a comenzar el bombardeo. Y yo estaría allí atado en la cama, incapaz de moverme, de protegerme. Los otros se irían a los sótanos y me dejarían solo allí. Comencé a luchar desesperadamente. La droga había obrado sobre los nervios motores y no podía moverme. Mi voluntad no quería someterse, no quería dormir ni dejarme que yo durmiera. Dormir era correr peligro de muerte. El cerebro me gritaba órdenes urgentes: «¡Muévete, sal de la cama, chilla!». La droga continuaba su ataque. Me sacudían olas de náuseas profundas dentro de mí, como si las entrañas se hubieran desintegrado de mi cuerpo y se agitaran furiosamente, buscando su liberación con manos, no, con garras y dientes propios. Alguien estaba hablando encima de mi cabeza, pegado a mí, tratando de explicarme algo, pero yo estaba muy lejos, aunque veía las sombras de sus cabezas enormes inclinadas sobre mí. Me sentía lanzado en abismos sin fin, cayendo en el vacío sin llegar nunca, con una presión horrible en el estómago; y al mismo tiempo tratando de empujar hacia arriba con todo mi cuerpo y resistir la caída y el choque final en el invisible fondo del abismo. Me estaba despedazando; mis miembros se convertían en masas algodonosas y deformes y desaparecían de mi vista, aunque aún seguían estando allí; y yo estaba tratando de recuperar estos brazos y estas piernas, estos pulmones y estas entrañas mías que se estaban disolviendo. Caras fantasmales y manos monstruosas y sombras flotantes se apoderaban de mí, me levantaban y me dejaban caer, me llevaban más y más lejos. Y yo sabía que en aquel mismo momento iban a comenzar las explosiones. Me sentía muriéndome de desintegración de mi cuerpo, con sólo un cerebro inmenso dejado a solas que acumulara todas sus energías contra esta muerte, contra esta disolución del cuerpo a que estaba unido.

Nunca he sabido si aquella noche estuve en el umbral de la muerte o de la locura. Tampoco Ilsa ha sabido nunca si ella me vio marchar inevitablemente hacia uno de los dos fines.

Lentamente mi voluntad iba siendo más fuerte que la droga. Al amanecer estaba completamente despierto, envuelto en sudor frío, mortalmente agotado, pero triunfante y capaz de pensar y moverme. A la caída de la tarde sufrí un nuevo ataque, en el que me revolqué sobre la cama, luchando por retener mis sentidos, mientras Ilsa, que no se atrevía a dejarme solo, contestaba las preguntas de dos visitantes polacos, antipáticos, sentados a la mesa que había en el cuarto. Veía sus caras distorsionadas haciendo muecas y trataba de no llorar. Parece, sin embargo, que lo hice.

La parte peor de mi experiencia, y de todas las fases de la experiencia a que me llevó el choque, fue que todo el tiempo me daba perfecta cuenta del proceso y de su mecanismo. Sabía que estaba enfermo y lo que tengo que llamar anormal: mi «yo» estaba luchando contra un segundo yo, rechazando el rendirse a él, dudando a cada momento de tener la energía necesaria para vencer; y prolongando así la batalla, dudaba si el otro yo que producía este miedo abyecto de destrucción no tenía realmente razón. Para poder vivir entre los otros, tenía que suprimir esta duda.

Cuando me levanté y reanudé el trabajo, me sentí completamente aparte de los demás, que a mí me parecían anormales por su incapacidad de compartir mis propias angustias. No podía librarme de la introspección, porque estaba obligado a mantener un control consciente sobre mí mismo, y esta autoobservación constante me hacía observar a los demás desde un nuevo ángulo.

Perdí mi interés en el trabajo de la oficina que los otros seguían en las líneas marcadas, manteniendo una resistencia pasiva y creciente contra los dictados de la oficina de Valencia. Lo que ocupaba toda mi imaginación era el entender los impulsos que movían en nuestra guerra a otras gentes y entender el curso de la guerra en sí.

Me parecía a mí que a cada individuo le impulsaban a la lucha cosas pequeñas impensadas e irrazonables, cosas que respondían sólo a emociones hondas e indefinidas.

Una partícula de materia gris palpitante había puesto en movimiento dentro de mí una cadena de pensamientos y emociones ocultos. ¿Qué era lo que animaba a los otros? No lo que decían en palabras ordenadas y escogidas, sino lo otro.

Unos pocos días después de haberme recobrado de mi pesadilla, escribí mi primer cuento sobre un miliciano en una trinchera que estaba allí porque los fascistas habían destruido la máquina de coser de su mujer, porque aquél era su puesto y, finalmente, porque una bala perdida había aplastado una mosca que a él le gustaba observar en un trocito de parapeto alumbrado de sol. Se lo di a Ilsa y vi que la emocionaba. Si hubiera dicho que no era bueno, creo que nunca hubiera intentado volver a escribir, porque hubiera significado que no era capaz de tocar las fuentes escondidas de las cosas. Pero esto fue sólo un ligero consuelo. No podía desprenderme de la visión de la guerra que había surgido de mi estupor. Nuestra guerra había sido provocada por un grupo de generales que, a su vez, estaban manejados por los sectores de las derechas españolas más fanáticamente determinados a luchar contra cualquier desarrollo del país que fuera una amenaza para su casta. Pero los rebeldes habían cometido el error de recurrir a ayudas exteriores y convertir una guerra civil en una escaramuza internacional. España, su pueblo y su Gobierno, no existían más en una forma definida; eran el objeto de un experimento en el cual los países partidarios de un fascismo internacional y los países partidarios de socialismo o comunismo tomaban parte activa, mientras los demás países nos contemplaban como espectadores vitalmente interesados. Lo que estaba ocurriendo era un claro preludio del rumbo futuro de Europa y posiblemente del mundo.

Los espectadores favorecían a uno u otro de los dos combatientes; sus clases directoras se inclinaban del lado del fascismo internacional; parte de sus trabajadores y de sus intelectuales se inclinaban más o menos claramente hacia un socialismo internacional. Una guerrilla ideológica de ambos bandos combatía en Europa y América. Reclutas para las Brigadas Internacionales venían de todos los países, y todos los países se negaban a vender a la República española las armas que necesitaba. La razón que se daba era que se quería evitar una guerra internacional. Sin embargo, algunos grupos tenían la esperanza de que España provocaría la guerra entre Alemania y Rusia y muchos tenían curiosidad por ver enfrentarse la fuerza de las dos ideologías políticas, no en el campo de la teoría, sino en el de batalla.

Me parecía, sin duda alguna, que las clases directoras de Europa esperaban mantenerse como dueñas de la situación después de una derrota del comunismo y una debilitación del fascismo, que podía entonces ser explotado y usado ventajosamente por ellas. Así, su papel era proteger al fascismo contra el peligro de perder su guerra definitivamente en España, porque el fascismo era para ellos un mal menor o, mejor aún, un beneficio en potencia. Esto se traducía en la no intervención, en la capitulación del Gobierno de la República en manos de la Rusia soviética, y en la de los rebeldes en las manos de Alemania e Italia.

No podíamos ganar la guerra. Los hombres de Estado de la Rusia soviética no iban a ser tan estúpidos como para llevar su intervención a un punto en que constituyera peligro de guerra contra Alemania, en una situación en la que Rusia se encontraría abandonada por todos y Alemania disfrutaría del apoyo de las clases directoras y la ayuda de las industrias pesadas de todos los demás países. Muy pronto los rusos nos dirían: «Lo sentimos mucho, no podemos hacer más por vosotros, arreglároslas como podáis». Estábamos condenados de antemano. Y sin embargo continuábamos una lucha feroz.

¿Por qué?. No teníamos otra solución. Ante España no había más que dos caminos: la terrible esperanza, peor aún que desesperación, de que estallara una guerra europea y obligara a alguno de los otros países a intervenir contra la Alemania de Hitler; y la desesperada solución de sacrificarnos nosotros mismos para que otros pudieran ganar tiempo y hacer sus preparativos, y así, cuando un día llegara el fin del fascismo, tener el derecho de pedir nuestra compensación. En cualquiera de los dos casos teníamos que pagar con la moneda de nuestra sangre y la destrucción bárbara de nuestro propio suelo. Era por esto que muchos miles, que se enfrentaban en el frente con la muerte, luchaban con un credo y una convicción política, con fe y con esperanza de victoria.

Cuando llegué a alcanzar estas conclusiones, se convirtieron en tortura intelectual para mí. No tenía nada con que suavizarlas. Veía, con el pensamiento, irse amontonando sin fin los cadáveres, extenderse la destrucción sin descanso, y tenía que aceptarlo como inevitable, como necesario, como algo en lo que yo tenía que tomar parte, aunque me faltara el consuelo de una fe ciega en un credo o la esperanza en el destino. En aquel punto, se me hacía muchísimo más intolerable que nunca el ver que existía tan poca unidad en nuestro lado. Entre los líderes de la lucha, la idea de salvar la República como base de un gobierno democrático había desaparecido; cada grupo se había vuelto monopolista e intolerable. Por un corto tiempo había olvidado la atmósfera que existía fuera del frente de Madrid. Ahora nos llegaban noticias de batallas en las calles de Barcelona entre los antifascistas. Los empleados del Estado que nos llegaban de Valencia eran estrictamente minuciosos en sus etiquetas políticas. Nosotros, los que habíamos tratado de mantener Madrid en los días de noviembre, estábamos fuera de lugar, y se estaba convirtiendo en peligroso para nosotros el expresar nuestros sentimientos.

Pero aún había muchísimos hombres como Ángel, como los milicianos vergonzosos y torpes que nos traía al ministerio a que conocieran a Ilsa y a mí; muchachos que llegaban con un ramo de rosas, lastimosamente estranguladas entre sus dedazos; muchachos que habían llegado de los olivares de Andalucía y surgido de chozas de adobes para luchar por la República y que me pedían les leyera los versos de García Lorca, a ellos que no sabían leer. Había aún los hombres que encontrábamos cuando llevaba a Ilsa a la tabernita de Serafín en las tardes de calma: trabajadores quietos, fatalistas, gruñones e inalterables. Había gentes como la muchacha que se asomaba a la portería de piedra e invitaba a las gentes a refugiarse allí, porque su abuelito había hecho lo mismo hasta que una granada le había matado en la puerta del portal, y era su deber seguir en el puesto del caído.

Yo quería gritar. Gritarles a ellos y al mundo entero sobre ellos. Si quería seguir luchando contra mis nervios y mi cabeza consciente sin descanso de mí y de los otros, tenía que hacer algo más en esta guerra que simplemente vigilar la censura de las noticias para unos periódicos que cada día eran más indiferentes.

Seguí escribiendo y comencé a hablar por radio.


Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama - Segunda parte (1951)
Capítulo VI - La lesión









No hay comentarios:

Publicar un comentario