Lo Último

3051. Guillermo, el de Caspe




El camión, cargado de mantas hasta henchir su enorme capota de lona, saltó sobre unas jorobas de grava reciente, zarandeado por las explosiones. Las bombas cavaron varios boquetes casi cuadrangulares a su zaga.

En aquel fragmento de campiña serena y despoblada, los taludes enmarcaban matorrales y arenas, mansas curvas estriaban el lomerío, arbolillos en trance agónico parecían olvidar su primitiva aspiración de cielo. Sólo dos notas disonantes: los ecos de la percusión hacia el valle cercano, tras la cuesta, y el respingo del motor.

Guillermo aceleró violentamente la marcha, como si el instinto lo previniera.

—«Esa» iba a caerme en el cogote. Huele a chamusquina.

El zumbido, tan identificable ya, del «caza» se produjo simultáneamente al pespunteo de las ametralladoras.

—Si paro o intento escapar, me «fríen» (pensó, espasmo de las quijadas). A esta velocidad me descrismaré.

Pero es preferible.

Frente a él, la carretera se erizó de polvareda. En sus manos, el volante brincaba como un enloquecido caballito de carrusel. Las mantas, apiladas, absorbían las descargas.

—Quizá me salve y los soldados tendrán abrigo. Quieren aterrorizarnos.

Estaba a un paso de rozar el límite inconcebible o de que el sueño lo devorase. «Para siempre.»

Llegaba la recta y creyó que no podía controlar aquel rodar frenético y que redoblaría la sucesión de silbidos.

No supo cuánto duró. Súbitamente cesaron las ráfagas y frenó con gradual suavidad. Lo rodeaba un firmamento despejado, infinito en su quietud y limpidez.

Paró el camión y descendió; las piernas como alambres torcidos. Casi de cuneta a cuneta se proyectó su sombra de mozo alto. ¡Qué anchos y sólidos sus hombros! Se palpó, incrédulo, del áspero pelo rubio a las rodillas, reblandecidas por el temblor. El mediodía invernal expelía, para él, una atmósfera de sofoco.

Habituado al peligro en compañía —cuando formaba parte de una caravana del cuerpo de tren, aunque anduviesen espaciados, sentíanse unidos—, la experiencia de haber soportado la prueba sin otro testigo que un paño de naturaleza le infundía ideas nuevas sobre su valor y su debilidad.

—Estoy vivo. Cumpliré la misión. Gracias a mí, varias docenas de barbudos se arroparán contra la nieve.

Anheló el regreso, a su debido tiempo, que él no «chajueteaba». Imaginaba las luces de Barcelona desde un repecho; más tarde, su vaho de calles y gentes. Y de esta vocación, que requeriría al menos cuarenta y ocho horas para realizarse, surgió la figura flaca y escurridiza de Elisa —nombre postizo, un verdadero saldo—. Se rió de la incongruencia, de las desproporciones. ¡Salir de la muerte y caer de narices en una putilla polaca, que lo trató con desprecio profesional, la única vez que emparejaron, resultaba cómico!

Guillermo, a punto de furia, se palmoteó la frente tostada. Sufría sin testigos, ante sí mismo, una humillación enervante.

Sara lo aguardaba en el portal, en la boca oscura que cierra la comba del anochecer por el vano de la escalera.

Cuando estacionó el camión, junto al muro socarrado de la iglesia del barrio, ella contó sus pasos, degustando la sabiduría de aquel ritmo regular y vagamente premioso.

Advirtió que avanzaba distraído, con cierta desgana al subir los primeros peldaños, lo que se había acentuado en los últimos tiempos. Despeinado por el viento, el cabello que el sol debió enrojecer con sus relumbres finales; prominente el hombro derecho, de macizo corte la mandíbula, tan similar al modelo que antes popularizaban las fotografías de los boxeadores famosos.

Se descalzó y de un brinco quedó situada a su espalda. Le tapó los ojos con la mano libre, tras empinarse:

—¡Adivina!

—¡Valiente sorpresa, Sara!

—Ni aquí digas mi nombre, nuestro secreto.

—¿Qué se te ha ocurrido?

—¿Paseamos, en plan de novios, por la placita? Es domingo y me vestí de fiesta. ¿Qué opinas?

Nuevamente sus pies en los zapatos charolados, de tacones excesivamente altos, de empeines ceñidos.

—Aprietan un poco, pero aguantaré.

Guillermo la inspeccionó, de la cabeza exprimida a los tobillos toscos. Todo lo que lucía era flamante, apenas estrenado. El collar de pedrería verde, falsa, en doble vuelta. Y la falda de terciopelo granate, de criada pueblerina que estrena galas en la capital. Entre los pechos desmedrados, que el sostén alzaba para que simulasen cierto grandor picante, un adorno estrafalario de flores artificiales, blancas y celestes.

—¿De dónde sacaste tanto dinero?

—El que tú me diste, los ahorros de tres meses. Me figuré que te alegraría.

—¿Te sobró para la cena de hoy?

—Acertaste.

—¿No has prevenido una necesidad extraordinaria, un apuro?

—Volveré a juntar.

—A presumir de lo lindo... ¡Nada te importa la guerra!

Ella se mordió los labios y lo recriminó en susurro de su lengua nativa. Aquel amago de sermón, su inoportuna severidad. Como si a pesar de la lucha que a ninguno excluía, de manera tan distinta, hasta en los goces desaforados, no hubiera margen para expansiones sencillas, que en Sara adquirían el carácter de una rehabilitación. Apoyada en su brazo, proclamaba públicamente, con el simple caminar, bajo el toldo del domingo, la quimera de ser normal, mujer reconocida de este hombre. O, al menos, compañera única, lo que en una temporada no se comparte.

Guillermo no daba trazas de entenderla, ¿o quizá le avergonzaba mostrarse en el barrio al lado de la extranjera, que provocaba un receloso callar, una cortesía congelada de los vecinos, sin rasgo de espontaneidad?

Pero, a su modo, Guillermo se conducía piadosamente, intuyó. Temor de ilusionarla, porque cuando terminara la situación que los había aproximado, otra realidad, que no acertaba a imaginar exactamente, los separaría. Desenlace natural, «de ganar o perder los de sus ideas».

—Enmudeciste.

El silencio de Elisa —o de Sara, según le había confiado—tenía una compacta rugosidad de corcho, emanación de herrumbre.

—Deseabas que saliéramos un rato. (El rictus de fastidio, que Elisa había sorprendido ya, persistió.)

—No te sacrifiques.

Y lo dijo contra su voluntad, consciente de la violencia que entre ellos se engarabitaba, que podía ser irremediable.

Fijó los ojos grisáceos en la acera, que crepitaba aún del sol que huyera, en las hojas caídas que pendulaban en el aire rebosante de miasmas y tedio.

—¡Y dale con hacerse la víctima! Pues te sigo el capricho y basta.

—Mejor será que acabe de limpiar el cuarto. Nunca falta un detalle a componer. Todavía no aprendí a coser.

Practicaré en tu camisa.

Sonaba puerilmente aquel giro de su conversación. Guillermo taconeaba, y cuando ella se dispuso a subir la escalera no se dominó.

—Necesito respirar. Regresaré en un par de horas.

Sin despedirse, enfiló hacia el Metro. Intentaba apartar, con movimiento y bullicio, su rostro y charla. Una atmósfera distinta calmaría el imprecisable resquemor que lo atosigaba. Urgía liquidar esta agria discordancia, culminación de los repetidos enfrentamientos, que no se desbordaban.

Uno siente y resiente que tal actitud o aquella palabra no se olvidan y encolerizan, exacerban algo que subyace en la piel, hace respingar los nervios y agarrota los músculos. ¿Se ama lo que en ocasiones inspira un difuso afán homicida, destructor?

—El de Caspe, y con morros.

—Raro es que te presentes y no disfrutes la licencia.

—¿Motivos?

—¡Unas enaguas!

—Y lo que esconden...

A la entrada del garaje, sentados en un banco, balanceándose, los camaradas de servicio. Le abrieron hueco.

—Conseguimos una libra de tabaco, anís. ¡A matar el fastidio!

—Para los domingos, nada hay como la carretera ancha.

—Quietos, en la ciudad, pesa la espera.

—Dichoso tú, Guillermo, que no estás de guardia.

—Y, sin embargo, acudes al redil. Nos extrañas.

—En su lugar, yo me acostaría en lo blando.

—¿Se encuentran aún?

—Ejercen de tapadillo, más caras.

—¿A qué os referís?

—El inocente...

—¿Es en todo lo que pensáis?

—Usted perdone, de carne somos.

—Guillermo se ruboriza. Ni en el pensar le es infiel a esa novia divina que nos oculta.

—¿Virgen garantizada?

Guillermo se levanta:

—Bueno, os he saludado y me largo.

—¡No falla, qué repentes!

Y luego aseguran que ciertas conversaciones son rutinarias, que no influyen en los momentos cruciales de nuestra suerte. La simple charla, aburrida, de los compañeros recrudecía su disconformidad. Y por entrecruzadas casualidades, la inquina hacia Elisa —o Sara, a elegir— y su indecisión. A su manera, de mozarrón poco inclinado a cavilaciones, no podía explicarse la razón de haberla evocado cuando se enfrentó, tan a lo crudo y solo, con la muerte, por qué brilló su reflejo, aquella imagen parcial, con insólita sugestión, preparándolo al encuentro que habría de sobrevenir y a las sucesivas flaquezas.

...El recibidor del prostíbulo —por Conde de Asalto— no difería en nada de los consultorios médicos. Sofás de baqueta adosados a los muros y el arranque del pasillo angosto, que se bifurcaba a los cuartos del fondo, numerosos y uniformes, como celdillas de un panal primoroso, con mortecinas bombillas eléctricas y el tono de agua estancada, también semejante al de los hospitales, que entristecía las paredes. Allí se apostaban las «pupilas vacantes», atenidas al control de una mujer canosa que las espiaba, asomada a unas gafas de gruesos vidrios, desde una plataforma que hacía las veces de oficina de recepción y caja. Extendía unos tíquets rojos, inscribía unas iniciales y el plazo de la sesión.

Era un establecimiento que revelaba, en determinadas normas aparentemente nimias, la mejor organización industrial posible, un concepto práctico, sin familiaridades, del comercio sexual. Fama tenía de baratura; la dueña, siempre invisible, equivalía a un mito; prohibían las confianzas, que sólo demoras y perturbaciones ocasionan.

Comparecían los hombres a racimos, en nutrido desfile. Dado el ambiente, escogían sin morosos titubeos, y el enorme reloj del vestíbulo, con pesas doradas y agujas brincadoras, predisponía al rápido desfogue. Reaparecían después sin que ellas los escoltasen, pues un reglamento informulado, pero perceptible, prohibía el rasgueo de las despedidas.

Nunca había estado allí Guillermo, que frecuentaba lupanares más confortables, que no se confundieran tan escandalosamente con las máquinas. Por un amigo sabía de su existencia y peculiaridades...

Sábado por la noche, si la memoria no le fallaba, aquel día de junio. Fue al Sindicato: imperativamente lo llamó aparte el delegado de taller. La concurrencia de militantes, muy superior a la ordinaria, los empujó a un balcón. Se notaba una excitación contenida, a veces chillona y en otros corrillos casi monacal.

—Oye, hacemos una colecta. ¿Cuánto das?

—Si el miércoles pagué las cuotas atrasadas.

—De algo extraordinario se trata. ¿O es que estás en el Limbo?

—¿Algún entierro?

—Para los que intentan rompernos el espinazo. Necesitamos armas en cantidad.

Y le cuchicheó que se había presentado una oportunidad.

—¿Te fías o no? El barco griego zarpa al amanecer. Y esos tipos no entienden sino con billetes. La mayoría ha contribuido con más de diez duros por cabeza.

Guillermo se mostró rumboso. Alivió la cartera y apenas dejó en ella veinticinco pesetas.

—Me reservo algo para cigarrillos y cerveza. No hay patrona que mantener; ya me las arreglaré. Y avisad si truena.

—Las tracas te despertarán, pero te aconsejo que no pierdas el contacto con nosotros. Aquí nos encuentras, aunque sea fiesta.

Después, a vagar por las Ramblas. («Son unos alarmistas de buena fe. No llegará la sangre al río. Tanto lo cacarean...») Sorteó parejas encandiladas. Y los ojos se le desviaban a las cimas de los muslos bajo las telas veraniegas, a los pechos iniciados y contorneados por los escotes. Los oídos rebosan de acentos salivosos. Esta ciudad, toda una hembra que incita y se refocila.

Entre ceja y ceja, las señas y el rótulo empañado de calores. Cuadraba la descripción. Podía hacer el gasto y disponer aún de lo indispensable para alcanzar el lunes y salvar la maroma con un préstamo.

«Seis pesetas un polvo.» Hedía el término, le repugnó haberlo pronunciado, aunque era habitual y volvería a decirlo en rueda de varones. —A elegir, del «ganado». Mujeres de los lejanos rincones españoles, «desechos de tienta». (Pretendía aturdirse con aquel lenguaje prestado, despectivo.) Y aún más desgastadas, francesas e italianas. «Hasta suecas, menos frías de lo que te figuras» (retornaba esa voz ajena, lijosa).

Lo envolvió el tropel de obreros ternes y empleadillos lacios, cargadores del puerto y marineros que colman la juerga.

Una docena de «chicas», encarrilado aquel aluvión, lo contemplaron profesionalmente, con admiración fosfórica en el mirar salmuerado de humos.

Unas se incorporaron en los asientos y otras colocábanse a cierta distancia capaz de resaltarlas, sin acercarse demasiado, que nunca es táctico. Guillermo conocía aquella reacción que, aun repetida en esos medios, le halagaba.

La flacucha continuaba sentada, sin participar en el mudo revuelo. De perfil, aburrido el aire, con su rubio pelo de muñeca pobretona, al descubierto las rodillas de huesos punzantes.

Con un chasquido de pulgar e índice, Guillermo la invitó. La «espárragos» no disimuló su extrañeza por esta victoria («¡Qué capricho, si no hay compensación posible! ¡Algún parecido tendré con la novia de su pueblo!») y acudió, remolón el paso, suspendida la sonrisa de vinagre. («Puede arrepentirse y no lo sentiría. Adelgazo cada día más; no sé qué me encuentran ya. Y, sin embargo, no he parado. Sobra clientela hoy».)

El hombre se impacientaba. («Manos de trabajador, uñas duras y sucias de grasa que no se quita fácilmente».)

—¿Me traerás suerte, guapo?

—No eres de aquí.

—¿Te importa mucho? («¡Maldita erre!»)

—Por algo se empieza a cotillear.

—De Varsovia. ¿Sabes dónde está?

—La verdad, me lo enseñaron en la escuela, pero se olvida. ¿Hacia el Norte? ¿Por Rusia?

—Y, además judía tronada, ¿no lo decís así?, desde que nací. Sin vergüenza, una basura. Llevo cinco años en este «hotel». ¿Más preguntas?

—No, mujer. («La tipa de la caja nos acecha, intrigada, y carraspea para llamar la atención».)

—¿Conforme, entonces? Ve por la ficha.

El resto, normal. La extranjera cumplió con seco ritmo su función, y a bostezar luego.

Cama, lavabo, un par de sillas. Rezuma la pastosidad veraniega. Una ola de pisadas en el corredor y pequeños intervalos plácidos hacia el patio del caserón.

—Estoy reventada. ¿Te pido un favor?

—¡Milagro que hables!

Semidesnuda, líneas de adolescente enclenque y piel blanquinosa, con irisaciones de inminentes arrugas. Al formular el ruego, su acento volvió se ligero plañido y rompió el envaramiento de la monotonía. («Cuando nosotros venzamos, estos tratos serán un delito. Ganaréis la condición de personas, de esposas y de madres verdaderas, pero más vale callarlo: se burlaría».)

—¿Qué deseas?

Ella ríe roncamente, sin bríos.

—Compra una hora más y me acompañas. Necesito dormir un buen rato. Me mareo y si se dan cuenta acabarán despidiéndome.

—¿A cambio de...?

—Sería un regalo. Estás a mi lado mientras duermo. Te fumas unos cigarrillos, y en paz. («Puedes recordar lo que más te ilusione».) Y me despiertas, para que no nos molesten con el timbre. Cada cuarto, el suyo.

Guillermo vacila. («Es mi último dinero».)

—No te sientas obligado. ¿Andando?

Él le acaricia el cuello. Una presión leve, distraída, en su cintura, por respuesta.

...Ver dormir a una desconocida: esta infeliz, torpe y miserable animalito. Eso, al principio. Lentamente, la quietud, la semioscuridad impregnada de su jadeo al desgaire, sin convencionalismos, irradia y envuelve, más que una posesión. «Guillermo, no te deja pensar. Encogida, casi de espaldas a ti, intentas imaginar su infancia, la aventura que debió lanzarla a este puerco oficio. El intelectual, el señorito que asegura compartir nuestra causa ridiculizaba a los que pretenden redimir a las prostitutas. ¿Cómo lo argumentaba? Cursi, pasado de moda o algo así. La que es zorra no tiene cura. Debemos extirpar las condiciones sociales que las producen. Imposible y grotesca cualquier solución individual. Una literatura, y de la peor, que no se estila. De permanecer en Caspe, Guillermo, te habrías casado. Para labrador ibas. Te hablaron de Barcelona y te soliviantaste. La soñabas —manzana que resplandece— y te enredó. A tascar el freno. Tus iguales predican la revolución. ¡Somos los creadores de la riqueza y nos pisotean, para exprimirnos la sangre, como uvas de lagar! Los del Sindicato dispondrán de armas. ¿Se sublevarán los militares y los que se dedican a enrabiarlos? Pues nos la jugamos cara o cruz. Por unos momentos seremos dueños de nosotros mismos. Meses hace que no me doy una ración de campo libre, que te harte los ojos, querencia de cuando niño. En las fiestas, allí, un simple bocado te entona. Y la corteza del pan es una cuerda de guitarra al morderla. El bordón... ¿Elisa la llaman? ¡Cosilla!»
Un aliento tibiamente quejumbroso en la dulce sombra. Penetra por el tragaluz empañado la mediocre y enfermiza claridad del pasillo, y relieva su espalda, al girar inconsciente del semisueño, con reflejo de osamenta y motas de vello melado, maíz de los poros. Expande su ser esa momentánea aparición cándida. Y Guillermo, instintivamente, cree ser el propietario de un secreto turbio.
(Vislumbre, encuentro, roce, espera, y los rasgos que se argamasaban, confluían en aquellos hombros frágiles, descarnados, de vital impureza. No acertaba a comprenderlo. La figura se cimentaba como una ley de él nacida.)

No podía prolongarse. Ella palmoteó la almohada.

—Vístete. Terminó.

Es preciso atravesar en domingo la ciudad, que pretende ignorar o interrumpir ficticiamente la guerra. Las costumbres y los movimientos, una verbena desangelada. Guillermo —ajustador de motores, chófer de un cuerpo de tren, lombriz de la piña inmensa, que fornica, grita y habrá de expirar— sufre la atracción del rincón propio, donde una mujer que gimoteó lo recibirá con resignación propia.

En el rellano, una prolongada vacilación todavía, el prurito de retroceder. («Se le figurará que me doblego.

De un tajo debía cortar este nudo. Al matrimonio formal, con todas las de la ley, nunca llegaremos. Acabará nuestra pelea, volverán las cosas a su cauce y cada oveja... Ni por asomo estoy enamorado. Simple pena que me dio, una casualidad que me la puso frente a frente. Así, de golpe, no la recordé. Sólo aquella noche, antes de que empezara el jaleo, que cedí, ¡Y a velar la fatiga de la derrengada! De por medio, dos años, sin que el uno se ocupara del otro. Hasta que te ronda la muerte y te salvas por un tris. Y el espíritu maligno, tal perjuraba la abuela, te la refriega en las mismas narices, en esa hora tonta. Estabas blando, como tuétano. Con ganas locas de vivir, de sentir a alguien que se te junte. Barcelona, ahora, es distinta. Uno la soba, huye y torna. Aquí dos tarros de cerveza, y sus anchoas. Más allá, y lo cobran caro, un emparedado de jamón. —¡Qué rica sal, un rocío! —y el vino tinto, agrillo, que retoza por la garganta y te levanta en vilo para aplastarte después. No sé entonar, desafino. A beber viento fresco, que reanime. Por esa diagonal, ni un alma, y puedes tararear las coplas de tu tierra. Coja esa letra, pero no importa; invéntate el resto. Para darte dentera, en el marco de una ventana dos cabezas que se funden y desaparecen. Escapa, sin rumbo. ¿Qué es, furia o tristeza, un murciélago o un canario? ¿Refugiarse en el cuartelillo, para no sosegar?»)

—¿Dónde te metiste?

Esta porción de casa, la suya, reproduce olores. El perfume provocativo a que ella no ha renunciado, el vapor de las frutas excesivamente maduras desde una bandeja de la sala, las bolas de naftalina que prodiga en el ropero: concretan la presencia habitual de Sara. Persiste el tufo del aceite quemado a mediodía.

Avanza a tientas. «Cerró los balcones.» Por los cristales rajados, el ampo azufrado de la farola y la luna llena, sobre todo, lo guían. Rechinan las maderas y penetra la brisa, aún tibia, con débiles resonancias de mar y de colinas.

—¡Si no sales en cinco minutos, se acabó! ¡Y despídete!

Ni eco ni jadear arcanos. La impresión de vado se extrema y lo enfurece. «Tengo que dominar esta irritación.»

Un temor supersticioso lo traba y no enciende las luces. En vano ansía que el pisar de Sara —talmente el de una cabra escuálida— lo amanse. Del piso contiguo se filtra el gargareo de un aparato de radio. El comunicado oficial de las operaciones. «Reconquistamos la cota número...»

De chiripa te tocó el permiso. Tan pronto lleguen las armas, que, según prometen, desembarcarán uno de estos días, a tomar el volante, a formar el hormiguero para la contraofensiva desesperada. Eres uno de los de más confianza y en trances difíciles... Cabeza de puente... Nos muerden cada vez más en los zancajos.

—¿Dónde te escondes, Sara, Elisa? ¡Puta, estiércol de puta!
Ojalá no lo haya oído. Masculló esa palabra en voz baja. Vino y cerveza dentro de las sienes. Meses atrás iba como un perro vagabundo y me la topé. No se me hubiera ocurrido entonces... Caminaba con desgana de borracha, de pingajo, pegada a un muro. La miré muy fijo y ni rastro. De enfermera ella, yo de uniforme. Dos extraños. Seguía parado y le brotó el descaro antiguo.

—Sí, «lo soy». ¿Te divierte? ¡Pues hoy no me da la gana!

Me obligaba, por la sorpresa, a mostrarme respetuoso.

—¿Es que alguien la ha molestado? Si gusta, la acompaño.

Y nadie se atreverá.

—¡Qué «caballerro»!

La delataba esa erre, una piedrecita me hizo rodar los engranajes del recuerdo.

—Quizá no sea la primera vez...

Por mi gesto, que en uno habla el corazón, sin calcular, ella comprendió mi asombro. A mí no me confunde.

—Convídame, algo caliente.

Después de contarme sus andanzas, formamos, entre la concurrencia vocinglera del restaurant, una especie de regazo.

Aquel de la cicatriz tan recta, bajo la barbilla, lucía estrellas de comandante. Debía ser de los de carrera, que en cierto aplomo se nota. Al retirarse del mostrador abatió con su capote el brazo de Sara. Se cuadró ante los dos.

—¿Me dispensa usted, señora?

Ha descendido la noche como un despliegue de cortinas, y Guillermo busca, sobre la cómoda, su lámpara de mano. Adivina que no resistirá esas soledades, en él latentes, que las luces habrían de excitar. Sería convencerse de que la vida común ha concluido y que lo fuerzan a prescindir de Sara.

La claridad parcial, en triángulo espolvoreado, temblón como su pulso, rescata de la nada las zonas de los cuartos que recorre. Relega, para la última inspección, su alcoba. Y allí procura bordear la cama, detenerse en el tocador desordenado; en el armario, sólo removido en los entrepaños que ocupaban las ropas de Sara.

Despeja a puntapiés las cuentas del collar regadas por las baldosas y en las que resbalaría. En la cama, de anchura conyugal, la colcha parece retorcerse —Sara gimió se estremeció durante su ausencia, subsiste el contorno del cuerpo sacudido—. Su vestido granate, aún con el adorno de las flores artificiales, vacío de ella, inalterables los plisados de la falda, que un cinturón prende al cuerpo.

La tela que cubría y moldeaba el pecho muestra tajos y rasgaduras: clavó las tijeras en el lugar exacto del corazón.
«Es su manera de escribir. Así se aleja para siempre.»

Un lapso de atonía. Voluntad más entera que la suya ésta que deja un mensaje todavía no descifrado. «¿Irá a suicidarse? ¿O es un truco para que yo la quiera más?»

Y al volver, si él le suplicaba, lo manejaría como una bestia rendida.

—¡Sara, puta, hija de puta! ¡Seguro que también me ha robado!

Y se lanzó —tendría un motivo de desprecio, no la añoraría tanto— a una búsqueda meticulosa.

Pero de Guillermo no falta nada y palpa en la arquilla los billetes; los cuenta y recuenta con rabiosa decepción.

—Es soberbia y no honradez. Un modo de insultarme.

Sólo el hueco de la fotografía, que le empolva los dedos, en la repisa, donde Sara amontonó conchas y caracolas, enmarcados cromos que representan monumentos de Varsovia, escenas campestres, danzas populares que solía imitar con desmaña.

Rota en menudos pedazos encuentra la fotografía, sobre la estera. «Desea destrozarme. Y ese odio, con su amor de plomo...»

«Uno del Sindicato la tomó, con la vestimenta de miliciano, el veinte o el veintiuno de julio, cuando más. Me trepé al barandal de la plaza de Cataluña, mostraba el fusil, y por el cielo, detrás de mi gorro, aletearon unas palomas.»

Se tumbó en la alfombra raída, pendiente de que rechinase la cerradura o de que la duela hendida del descansillo la anunciase. «Abusa de mi paciencia y las pagará.»

Se le esclarecían, en ráfagas de lucidez que segregaba la espera, las ambiciones y desengaños que fermentaron en Elisa y que él no supo apreciar.

«Aproveché tu viaje para ir a un ginecólogo. Oí en la cola del pan que ha hecho curas fantásticas. Pero dijo que necesitaba un tratamiento de varios meses, que cuesta un dineral, y en estas circunstancias... Naturalmente, no contestas. En el fondo, te molestaría que yo... ¡Si no quiero atarte con un crío!»

¿Por qué había ocultado a los compañeros su domicilio, la existencia de Sara? Más que a sus burlas y zumbas, le temía a una explicación para la que se sentía incapaz, torpón, y que no justificaría, ante los demás, esos enredijos de la conducta humana, de las preferencias. Además, comunicarlo ¿no significaba traicionar una intimidad que lo sostenía y alentaba —sí, algo absurdo, disparatado— en la bronca incertidumbre de la guerra? Y quizá para ella este proceder fuera la peor ofensa.

Percibía a Sara como fantasma y realidad, eje de proyectos y obstáculo para el futuro, próximo a definirse. Su quimera de abolir las divisiones de clases, «por el reino de la igualdad», y esta bárbara evidencia de que nos arrebatan el terreno, de que nos empujan hacia los Pirineos. «Se incautarán de este piso.» Antes, perseguir las huellas de Sara, si daba tiempo. Presintió que no encontraría el menor rastro. El tiempo sin perspectiva, desencajado. Nadie escuchaba; podía quejarse, con desamparo de niño.

Al iniciarse los combates de Atarazana, pupilas y cajera huyeron del prostíbulo. Mientras Guillermo se apoderaba de un fusil y saltaba, sobre los heridos, hacia un quicio de puerta que lo protegiera, Sara, quizá a escasos metros, se taponaba los oídos. Habitante única del largo pasillo, de las numerosas celdas que albergaban a millones, como en invisible alcancía, los espasmos. Por primera vez pensó en aquel mundo suyo, del que era un resorte más, inconsciente, se hundía, como en las catástrofes bíblicas. La resonancia de los cañonazos inclinaba los marcos y cuarteaba los espejos, derribó el reloj implacable (veinte minutos el tiquet), mecía las toallas destinadas a esa limpieza. Trepidaban los percheros de las prendas íntimas, las quebrantadas armazones de las camas mercenarias. Habiéndose extendido, para ella, en transitoria y alucinante propiedad, su ya vasta prisión parecía flotar en lomos de un río invisible y crecido. Aguardaba el golpe tremendo que la desmigajara. Yo no tengo sentido, no soy una mujer, sino un objeto.

Y tras un período inabarcable, la conmoción cesó bruscamente. Se arremolinaba, marchaba y recrudecía un júbilo arrollador de gritos y cantos desconocidos. ¿Qué sucedería, al apagarse, al encarrilarse? Experimentó una laxitud adormecedora, y allí, en el sofá de la entrada, dobló la cabeza. Y se internó en una pesadilla, donde episodios de la infancia se mezclaban con la superposición de rostros al cabalgarla.

Cuando despertó, un hombre canoso la observaba, los labios en frunce de una sorna curiosamente familiar. Revisó con manifiesta destreza, desviando el cañón al suelo, el cargador de la pistola.

—Camarada, ¿tuviste miedo? ¿Te encargaron que cuidaras este antro?

Sara divisó al grupo que lo escuchaba, a cierta distancia, y por la actitud general dedujo que él los mandaba.

—Oye, Curella, el sitio no está mal.

—Emilio, se me ocurre que...

El aludido, compuestos así su nombre y apellido, entornó los ojos verdosos —aquellos grumos de ceniza en sus centros—, y al mirar de lleno, seguidamente, le refulgieron con ardor radiante y breve, que explicaba la natural autoridad que ejercía. A Sara le daba la impresión de ser un padre joven, rudo y justo, al que también ella obedecería.

—Ya lo había pensado. Será un hermoso símbolo de la revolución. Daremos una vuelta, a ver si podemos instalamos, si cabemos con cierto orden. ¡Convertiremos la repugnante casa de trato en un cuartel proletario de lucha, eso es regenerar!

Caminó, corredor adelante, escoltado por este grupo, tan diferente a los que ella conociera, en esos desfiles cuya evocación le provocaba ahora náuseas y un afán de ser anulada.

Camisas despecheradas, monos de mecánico, armas que semejaban haberse prendido al pecho, a la cintura.

(Sara: te han olvidado, tú no cuentas. El dicta órdenes, va a cambiar esto como un dios, en horas. Ni siquiera te ve y esa carne simple y usada que eres ha perdido hasta la capacidad de reaccionar.)

Emilio Curella —le calculó más de cincuenta años y una energía de riñones y pulmones contenida, pero extraordinaria— dominaba con su vozarrón el barullo.

—No os atolondréis. Ahí, la secretaría de propaganda. Me la arregláis en menos que canta un gallo. Y, al lado, la oficina de inscripción de voluntarios: habrá que salir pronto al frente de Aragón. Y en el cuarto más espacioso, seguramente el despacho de la bruja que las explotaba, instalaremos la biblioteca. Sala de reunión para el Comité, ésta. La bandera, en el balcón corrido. Hay que repintar rápidamente ese letrero miserable y poner varias pancartas, Pero algo nos falta y no caigo...

A su alrededor, frentes graves. Hasta que Curella se dirigió a un muchacho espigado, que se singularizaba por conservar la chaqueta, muy empolvada y agujereada, y una chalina catalanista.

—Pediremos la opinión del «teórico», este Salou de mis pecados. ¡Qué sorpresa me dio! Un valiente de verdad. Y sin teatro.

Ante la expectación general y ciertas toses cordialmente irónicas, relación que la fraternidad inmediata, el arrostrar juntos el peligro sumo, había creado, Salou aventuró un tartajeo:

—Puesto que debo pronunciarme, a manera de proposición...

—Abrevia.

—Escasez de camas, en los hospitales, se entiende. Tenemos algunos heridos, curables si se les puede atender, con nosotros estarían más a gusto. Y médicos encontrar encontraremos entre los simpatizantes de la organización.

—De acuerdo. Arreglad todos los cuartos de la izquierda, a la entrada, y los transportáis con la debida precaución.

Después de asignar funciones e incluso horarios, tornó a meditar, como si su plan adoleciera de una falla notable.

Hasta que recobró el mirar ufano. Extendía los brazos y avanzaba hacia Sara, que retrocedió, intimidada.

—¡Calma, no te voy a comer! Un hospital, aunque sea pequeño, sin enfermeras... Con una que empiece... Sobrarán espontáneas después.

Y añadió, deteniéndose ante Sara, mixto el acento de burlón y solemne:

—Yo te bautizo, barco que no navega porque repara sus averías. Te llamarás «la camarada Elisa». ¡Suena estupendo! Y serás digna de ese título. De lo contrario, si no trabajas con entusiasmo y me entero de que puteas, te echo a patadas para no ensuciarme.

Captó ciertos murmullos, en curva iracunda su boca de espuerta.

—Es serio lo que hago, lo que hacemos, compañeros. Construir una sociedad mejor exige mentes limpias. Y a la faena, basta de mitin. Blanquearemos las paredes, desinfectaremos esta cueva.

Sara se levantó, con una elasticidad asombrosa para ella misma.

—Este vestido no vale. ¿Podrían prestarme una bata, aunque no fuese de mi talla? Barreré y fregaré, por lo pronto.

—Reivindicación concedida. (Reía.) Me avisas si alguien te molesta.

A Emilio Curella le vaciaron una cinta de ametralladora, del vientre al cuello, un mediodía de agosto, desde un auto que cruzó a velocidad de pánico, que entonces ya no escandalizaba tanto, la franja del puerto que domina la Aduana. Le segaron el habla, muy temida por sus rivales, mientras arengaba a los miembros de una cuadrilla de estibadores a que había pertenecido, sobre un pleito intersindical de carga y descarga.

Daba lástima el aspecto de Curella, salvo la cabeza que mantuvo la verticalidad voluntariosa, que siempre lo distinguiera. Los indemnes del corro cubrieron en seguida sus restos con un retazo de lona embreada, para que no pugnasen tan horriblemente las vísceras y los anchos cuajarones de sangre.

Salidos de no se sabe dónde, como en todas estas ocasiones, palitroques y tablones, improvisaron unas parihuelas.

En tanto corría la noticia Ramblas arriba, y se esperaba un clima de choques inminentes, fue conducido, sin deliberación previa, porque así debía ser, al local del Sindicato, al antiguo prostíbulo.

Acostumbrada a los revuelos, al tráfago y bullicio de las asambleas clamorosas, «la camarada Elisa» tardó en advertir lo que había ocurrido. Porque estaba a cargo de un herido —extraída la bala se le declaró una infección que la requería por entero. Llevaba dos días con sus noches en vela, pendiente de su temperatura y de las oscilaciones de la respiración, que con la propia llegó a identificar.

Notaba, eso sí, un número creciente de pisadas y aquella aglomeración cercana, menos estruendosa de lo que cabía esperar. Plúmbeo le llegaba el aire veraniego, en ondas de sudor y tabaco, por la rendija de la puerta, junto a la tocata de voces y saludos, que se mantenían a un diapasón recogido. Oía las variaciones casi guturales de los juramentos populares y el restallar de blasfemias. Al elevarse el himno mezclaba acentos y unciones de ritual que la retrotrajeron totalmente a su época de niña, a las preces en la sinagoga, al concretarse los rumores de la persecución.

Hasta que asomó la nariz picuda de Salou. Entró de puntillas.

—No haré ruido, camarada. «Lo» pusimos al final del corredor. ¡Qué poco originales, en esencia, son las revoluciones y las guerras civiles!

—¿De qué me habla?

—Parece mentira. ¿No te enteraste? ¡Si es Curella! O lo fue...

Ciertas exclamaciones se concretaron más, porque ambos suspendieron el aliento para confirmar sin más palabras la intuición de Sara.

Brutalmente atirantados los rasgos, ella ordenó, con un gesto violento, que la sustituyera a la cabecera del muchacho cetrino, que volvía a removerse.

Salió al pasillo, ya desgonzada, y el mismo impulso de gentío, que se orientaba magnéticamente hacia el cadáver, la arrastró junto al ataúd destapado, sin más ornamento que la bandera roja que por dentro lo enfundaba. Con doble almohada habían erguido aún más la cabeza de Emilio Curella. Montaban guardia, formando una valla de brazos anudados, los que fueron sus amigos más fieles y veteranos en la lucha. Y nadie se atrevía a rebasar, por los huecos, el límite que marcaban.

Contempló, en neblina, los pies, aún calzados, de Emilio Curella.

Montaban guardia, formando una valla de brazos anudados, los que fueron sus amigos más fieles y veteranos en la lucha. Y nadie se atrevía a rebasar, por los huecos, el límite que marcaban.

Contempló, en neblina, los pies, aún calzados, de Emilio Curella, y pensó que algo le faltaría en la vida, porque truncaron su caminar firme. Racimos de personas se detenían unos instantes, semejaban meditar y después la nueva avalancha los obligaba a desandar, por los costados, su ruta.

Pero a Elisa, todavía atónita e incrédula, su orgánica laxitud, la visión turbia y el zumbar de oídos, la incorporaban, pasivamente, en la puerta, a la tanda que reemplazaba a los grupos anteriores, que la aprisionaron y se apresuraban a ganar la calle, como si les urgiera respirar un aire menos cargado. Y así recorrió varias veces, angustiadamente desmadejada, pues era la presión en torno la que la conducía en volandas, el breve, denso y pululante trayecto, donde un polvillo de ropas y baldosas escarbaba las gargantas.

Hasta que alguien oprimió su brazo y la libertó.

Al recobrar el conocimiento hallóse recostada junto al infeliz que le encomendaron. ¡Qué alivio la luz tenue del cuarto y la sonrisa tristona y amistosa de Salou!

Y de pronto se le acumularon en la boca descolorida todos los insultos y palabras hirientes que su aprendizaje en aquel lugar, antes, le había enseñado, en realidad la única porción del idioma ajeno que de veras poseía, un revoltijo de chulescos decires, reniegos de hembra a macho en cueros vivos, maldiciones de gitanos y flamenquillos, como si vomitara de rabia.

Escuchaba Salou, sin atajarla, en actitud de comprensión.
Y esa condescendencia la aplacó.

—¿Por qué lo asesinaron? ¿Quiénes fueron los...?

Salou titubeó. Sus vocablos y sus ideas resultarían extraños para esta mujer. Sara —Elisa— no pasaba de ser, a su juicio, una enclaustrada, un ser fuera del mundo normal, lo mismo que la monja desconocida —«debilidad mía, un resabio pequeñoburgués; la convencí de que se disfrazara, la ayudé a huir»—. Pena de distintos signos inspiraba aquella bola de carne fofa, empavorecida.
Sara insistió:

—No entiendo nada. Porque venció a sus enemigos. ¿O es que todavía quedan y vosotros lo habéis dejado sin protección? ¡Qué raros sois! Ahora que no hay remedio, sus honores de héroe. ¡Habla!

Salou se sentó en una silla baja; curvado, apoyó la mandíbula en las rodillas. Parecía que iba a pedir perdón, por lo demás. Se limitó a rezongar:

—Lo comprenderás a su debido tiempo. Para ti son cosas complicadas.

Y añadía, a manera de estribillo, la frase con que la saludara y que reflejaba su ácida obsesión:

—¡Qué poco originales son las revoluciones y las guerras civiles!

Sara alisó la colcha del herido con vaga ternura.

—Creo que es a «él» a quien entiendo.

Negrea la barba espinada de Salou —«varios días sin afeitarme»—, y aunque le esperan inaplazables tareas, no logra romper el compás de explicaciones. Sólo teme por la suerte de esta criatura —«un desecho del régimen capitalista»—, que únicamente a él preocupa.

«Tú pronunciarás la oración fúnebre, camarada Salou. No protestes, hay que ser disciplinados. Pesa bien tu discurso. De ti depende el que los ánimos se enconen más y el que nos enzarcemos los hermanos de la causa. Tampoco muestres que estamos acoquinados. Nos comerían muy fraternalmente. Señala el peligro común y que estos desmanes son una provocación. Insinúa que pueden tener un turbio propósito. Diferencia a los elementos aventureros de la mayoría que sustenta honradamente unos principios que respetamos, aunque no los compartimos. Siempre y cuando que se sumen al gran bloque popular...»

No podía olvidar a Curella, los trazos con que lo había caracterizado.

«Tú sabes mucho más que yo de teorías y citas. Analizas estupendamente la situación, nuestras perspectivas. Pero tengo una ventaja sobre ti: yo no dudo, en el fondo del alma, del cerebro o de lo que sea, cuando estoy solo. Peleaste junto a mí con coraje, con demasiado coraje, pero acabamos y nos miras desde lejos, como si fueras un espectador. Nunca te confiaría la dirección. Si no te vigilara, te distraerías, divagarías.»

Y, a pesar de ello, Emilio lo había defendido invariablemente. Admitió, en una ocasión en que otros lo atacaron:

«El Salou ha opinado sin morderse la lengua. Es un derecho que no se le quita a nadie. Quizá apura los argumentos y éstos responden a una mentalidad y a una educación que no son las nuestras, pero el instinto no me engaña y garantizo su lealtad. Estad seguros de que si él lo decide y mañana se siente incompatible, no lo callará. Lo afirmará cara a cara, hasta por escrito. Y se colocará frente a nosotros o se retirará de la circulación.»

Curiosa familia ésta, la de los revolucionarios, rumiaba Salou. Ardiente solidaridad y un recelo tenaz. Enclaustrados también, a su modo, del mismo linaje que Sara y la monja.

«Para acudir el entierro, engrasad las armas, apretaos los cinturones de obreros bragados. Sordos a los insensatos, atentos al discurso de Salou.»

Sara rechina los dientes, se cubre los hombros puntiagudos con una toquilla.

—Te buscaré una sustituta. Tus nervios no aguantarían aquí. Conseguiré que te reclamen de un hospital.

Recurre a mí si es preciso. Nos amargará la falta de Curella, ¿verdad?

Es lo que le transmitió inicialmente Sara, al encontrarla, y los detalles que en la convivencia había agregado.

«Gestionaba el traslado de un hospital a otro si un hombre de los viejos tiempos aparecía y ella maliciaba que la había reconocido. Y una noche en que no podía existir esa tensión coincidieron.

Insufriblemente para Guillermo, albergaba en ella las presencias, indisolubles, de Curella y de Salou.

—Hoy, por favor, no te arrimes.

—Tu Curella, «fiambre». Salou en la Brigada del Pirineo.

—Se cumplen dos años.

—¿Por qué no les rezas? Y te respetaron como a una virgen... ¡Júralo y me chuparé el dedo!

—Pues me quieres, los odias.

—¡Música celestial!

—Te escocerá, pero son diferentes.

—Superiores a mí, no te andes con rodeos.

—Pero tú me trajiste a esta casa y los vecinos me saludan. Se figuran que...

Guillermo gruñe, atrapado. Y al rato, en los flancos, esa tibieza que identifica y exalta. Lo que ha desaparecido.

Escena de la escalera, astro del vestido roto. «Su» brujería. La sensación opresiva de que la pareja estrafalaria —él con ella— fue cortada por las tijeras de un sortilegio.

Y el organismo —raicillas y células— se rebela.

Aguantaba la cabeza de puente de Balaguer. Trayecto más corto para los convoyes; tripas al aire, con zanjas y cuarteaduras, las ricas tierras cultivadas amantemente, más muertas que campos. «Resistimos.»

Se sueña a veces:

—¿Cuándo acabará como debe esta guerra civil?

«Resistimos.»

La palabra «cota» es motivo de escarnio cínico o solapado, mágico bisílabo de la zozobra o del portento.

Al oscurecer espejean y se opacan las masías, al arrimo de las laderas también sembradas.

A la vanguardia de los camiones de abastecimiento rueda el de Guillermo. Pidió el puesto y se lo dieron, porque está curtido, tiene mañas y torea los humores.

Aún se atraviesa la zona propia, en un breve período de calma chicha.

«Yo, Guillermo, al mando de estos elefantes. Camino casi de herradura, pero con torcer a la derecha, en aquel mojón abordaremos la carretera principal. Salvado el tramo peor.»

El ansia de unos minutos de independencia, para sufrir sin testigos la evocación —carne y soledad, rabia y nutrición— de Sara. Y con algo de jactancioso desplante, también Guillermo acomoda el camión en la cuneta, saca medio cuerpo de la cabina e indica, por señas, a los compañeros que avancen por la pista libre. Después grita:

—¡Ir adelante, ahí podéis correr! Yo a la retaguardia, para guardaros.

Al efectuarse la maniobra los recuenta.

—El pastor detrás de las ovejas. Reza tu rosario: calle del Conde de Asalto. «Quiero dormir. Cuídame.» Es posible que el Curella y yo hubiéramos hecho buenas migas. Te regalaré un vestido despampanante, Sara. Van completos, y siempre con su risotada el de Sant Andreu. En cambio, Salou es una prueba más difícil para mí. Esos bachilleres y sus fantasías. El día en que haya paz y volvamos al redil, Sara estará en la quinta forca. Y, a lo peor, tontaina, no te la arrancas del pensamiento.

Un ligero frescor se desprende de las hierbas, flota en los aires mansos. ¿Todo, un mal sueño, guerra y hembra, los cadáveres que se dejan atrás y la criatura que se te escurrió entre las manos y emigró a un mundo incógnito, donde serías un estorbo?

—Habrá que alcanzarlos. Me llevan mucha ventaja.

Ronronea el motor y las ruedas sortean los baches que preceden a la carretera llana y bien apisonada. «Encenderé los faros. No hay peligro.»

Por un escote de dos montañas hiende el cielo, ígneamente plomizo, con su volumen de trasatlántico y su silueta de pez gordo, el avión.

Vibran, cernidos, los diminutos valles del contorno.

—¡Le di la pista! ¡La tenía sentenciada!

Es la visión, en los dulces verdores declinantes, de los hombros flacos y tibios y que resumen su integración con el paisaje, la blanda morosidad de sus energías. Con la explosión, un sarpullido de metralla sobre la nuca.

Brinca el camión a la deriva, perfora un vallado, se empotra en el cañaveral.


Manuel Andújar, 1961
Los lugares vacíos 1971









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