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3045. La rendición de la Cabeza

Soldados republicanos atienden a las mujeres e hijos de los guardias civiles del Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza 
Andújar (Jaén), 1 de mayo de 1937


El día definitivo

Es el primer día de mayo. Hombres de la 16 Brigada Mixta y del Batallón Jaén despliegan una actividad silenciosa, precursora de un violento ataque al enemigo, en las trincheras que ocupan frente al Santuario y Cerro Chico.  El edificio de la Cabeza amanece ante el alba sangriento y oscuro. En él veía yo la representación de un monstruoso tricornio enarbolado, con desgarrones abiertos por nuestra munición. Dentro del pétreo tricornio sentía latir angustioso el corazón de las mujeres y los niños encarcelados por Cortés. Hasta el último momento se le gritó por el altavoz que diera libertad a aquellos seres, hasta el último momento se apoyó en ellos para hacer más larga, ensangrentada y cruel la resistencia.

Al cruzar con el comandante Carlos y Pless hacia el puesto de mando vi tres evadidos de aquellas misma noche. Fumaban con los soldados y señalaban la situación de ios parapetos enemigos. Llegamos al puesto de mando. Allí encontramos a Pedro Martínez Cartón, quedaba ordenes urgentes. El teléfono sonaba sin interrupción. La voz de Pedro Martínez se repartía por él con insistencia. Un viento frío nos reducía la piel a todos. La artillería inició su fuego hacia las seis, cuando la claridad de la mañana definía por completo el perfil victorioso de las sierras. 


Martínez Cartón

Parece un hombre hecho de manojos de fibras: ágil, enjuto. Observa al enemigo, ordena avance, se impacienta, atiende a los que le rodean finamente, va al teléfono, vuelve a la observación, y su voz metálica se desborda en insultos, amenazas y, a veces, interjecciones expresivas. Cuando no resulta el movimiento que ha ordenado como él desea, se le ve sufrir, arder por dentro, lleno de mucho amor propio y mucho hueso vibrante. Ha llevado a feliz término la operación de conquista del Santuario, pero no a la hora que anhelaba. 


Pless con su arma de combate: la máquina fotográfica

Bajo las granadas de la artillería los muros del Santuario se desplomaban entre humo blanco y negro, y los ecos de las montañas redoblaban los retumbos de las explosiones. El estampido se oía doble, aullante, con un interminable fragor de lobo.

A las once avanzamos seis tanques hacia Cerro Chico. Pless se desliza tras uno de ellos con un grueso de infantería, dispuesto a dar su vida por lograr una fotografía buena. Pless es un germano maduro que peleó en la guerra europea y que, por tanto, tiene sabrosas experiencias. Sus cincuenta años no le estorban para correr y reír como un chiquillo y en las trincheras parece un patriarca fotógrafo y guerrero.

Por los perfiles de Cerro Chico se arrastraban guardias civiles, y el cañón del fusil les brillaba con un brillo feroz en la luz. Detrás y junto a los tanques iban pecho arriba nuestros soldados. El comisario del 4º Batallón de la Brigada empuñaba una bandera con el propósito de plantarla en la cumbre del cerro en cuanto se tomase. Era el principal objetivo ambicionado. Dueños de Cerro Chico, el Santuario quedaba indefenso, expuesto a las balas desde todas partes. Los muchachos avanzaban animosos y uno se puso a cantar por lo hondo. 

Pless disparaba su arma fotográfica y avanzaba con ellos.


El combate

El enemigo, que dominaba a la perfección nuestras posiciones desde la altura de los dos cerros, se hallaba preparado contra el movimiento ofensivo de nuestras armas en sus puntos más estratégicos, y los dos fuegos se cruzaron carniceros. 

Una de las ametralladoras emplazadas en el Santuario extendía su plomo a lo largo del campo, y las balas se ahogaban en la tierra moviendo aire junto a las orejas de los soldados, salpicándolos de barro, haciéndoles escupir tierra. Pero el ejército del pueblo sabe decidirse desde el primer momento a vencer y a morir, y los hombres de este ejército que ocuparon el Santuario subían palmo a palmo hacia Cerro Chico desprendiéndose de las zarzas, tendiéndose, levantándose, cayendo de claro en claro alguno con la pechera como una bandera tinta y mojada. Los camilleros se llevaron al capitán Haro del combate con un balazo y un camillero mismo dobló el cuerpo sobre la camilla que conducía.

La artillería desvió el fuego hacia Cerro Chico y la silueta de los guardias civiles manchaba el cielo buscando protección contra las granadas. Un soldado arrebató la bandera al comisario del 4º Batallón y gritó: 

iAdelante el ejército del pueblo!

Entre una ráfaga de balas llegó hasta lo más alto del cerro deseado y allí se mantuvo en el espacio de varios minutos dando vivas a la independencia de España y arrojando contra los del tricornio bombas de mano. Hubo de retirarse porque el fuego enemigo le perseguía y acorralaba.

En medio del encarnizado combate se abrían ligeras treguas para tomar aliento, y el silencio despojado de disparos y explosiones, recobraba su intensidad serrana. Una lluvia helada golpeaba manos y rostros, pero existen fuegos que no logra apagarlos ni el agua, ni la nieve, ni el granizo, y el de la guerra y el del entusiasmo son dos.

Los tanques cumplían su misión destructora magníficamente, trepando por las piedras hasta donde permitían los fosos abiertos por el enemigo. Cuando uno enmudecía agotado de munición iba a reemplazarlo otro, y los tanquistas del que volvía por nueva carga se asomaban deseosos de respirar con libertad.

Andando por unas trincheras llenas de agua llegué hasta unos parapetos cercanos al Santuario. La metralla de una granada que explotaba en aquel momento me rozó el brazo derecho y se clavó en la tierra. Avanzando con el cuerpo inclinado fui a detenerme en un punto de la carretera que batía desde la Cabeza una pistola ametralladora. Siete hombres cayeron allí y unos cuantos compañeros que se habían cobijado en un repecho no se atrevían a seguir adelante. Seguimos amparados por uno de los tanques que regresaban a la pelea y nos colocamos con los demás al pie de Cerro Chico, con los fusiles encendidos. A mi lado desfilaban las camillas con heridos y muertos que parecían jaras pálidas en los jarales. Y le jara me parecía desde entonces el rostro de un cadáver oloroso. 


La toma del cerro

Las tres y media de la tarde me pareció le hora que sería. El sol que andaba el día jugando con nubes desapareció bajo una masa grandiosa, voluminosa, que prometía una pasajera tempestad. Sobre nuestras espaldas empezó a descargar un granizo duro, deshecho a poco de caer por el calor de nuestros poros. Los truenos se unieron a las baterías y a los fusiles, y Sierra Morena retumbaba y se estremecía como próxima a desplomarse en no sé qué abismo de agua. La guerra era entonces terrestre y celeste, con infantería y artillería doble, con relámpagos que se ahogaban en los horizontes fieros.

Seguíamos avanzando cerro arriba. Veíamos aplastarse contra las piedras la guerrera verde de los guardias civiles que caían y la chaquetilla de pana de muchos compañeros. Hubo un momento en que la cumbre del cerro fue nuestra y del enemigo a un tiempo. En medio de truenos y explosiones gritábamos con todo el pecho, y una voz mas poderosa que la de los cielos y la tierra se clavaba en nuestras orejas. 

¡Adelante el ejército del pueblo! ¡Adelanteeeeeé !

La nube tempestuosa se retiraba reculando. Un soldado que tenía a mi derecha, se levantó con una bandera roja iluminado por una luz especial, saltó sobre la piedra más alta de Cerro Chico, y allí permaneció varios minutos: los precisos para que el sol irrumpiera sobre él y lo rodeara de resplandores y hermosuras nunca vistos entre un cerco de balas. Inmediatamente subimos en avalancha, con un grito indescriptible entre la dentadura. Los guardias civiles retrocedían hasta el Santuario. Cerro Chico quedaba en nuestro poder.


La rendición

La artillería intensificó su fuego contra el reducto de la Cabeza; los tanques también. Sobre uno de los muros rotos del Santuario aparecieron dos figuras con una bandera blanca y otra roja. Suspendimos el fuego. La rendición se consumaba. Los soldados no podían contenerse en las trincheras. Saltaron de ellas muchos y los guardias que quedaban rebeldes hicieron varias bajas. Del Santuario comenzaron a brotar mujeres y niños. Unos ciento cincuenta guardias civiles vinieron hacia nosotros con los brazos en alto. Un soldado se encontró con un hermano suyo, guardia civil, y se abrazaron llorando. Pude comprobar en aquellos momentos na grandeza del corazón popular: ni un insulto, ni una ofensa salía de la boca de los soldados, que ayudaban a curar a los heridos y sentaban los niños sobre sus hombros. Muchos se conocían y se estrechaban la mano con emoción.

¿Para qué habéis dado tiempo a esto, compañeros?decían, mientras  curaban las heridas, nuestros hombres.

A mí me creyó un teniente, paisano mío, de los prisioneros y me reí de su  equivocación un poco tristemente.


El cura suicida. Habla Martínez Cartón

Aquel que llevan en la camilla es Cortés, que ha sido herido en el vientre, al intentar impedir la salida del sótano a las mujeres, por el último morterazo— Esto me dijo un compañero, señalándome la carretera por donde cuatro camilleros se alejaban. Sentía yo más avidez de enfrentarme con las mujeres y los niños que de ver al siniestro cabecilla.

A la entrada del Santuario se removía una muchedumbre de cuerpos desfallecidos, de cabezas polvorientas y despeinadas. Llanto y desolación. Ésta era la obra de un ambicioso y vanidoso capitán, que había impuesto el sacrificio a un puñado de criaturas inocentes.

Entré en el Santuario: acababa de suicidarse un cura que yacía entre los escombros. Un olor a respiraciones concentradas, a basura humana, a cadáver, llenaba la atmósfera de aquel recinto que más bien parecía un antro que un lugar de oración. Dos hombres agonizaban sobre unas piedras. Salí oprimido a respirar el aire de fuera. 

Martínez Cartón dirigía en aquel instante la voz a las mujeres, ofreciéndoles, en nombre del ejército del pueblo,  un hogar y un pan compartido. Luego se volvió a los prisioneros y les prometió dejarlos en las manos de la honrada Justicia de la República. Casi todos alzaron el puño y dieron vivas emocionados.


El niño ingeniero y el soldado enamoradizo

Mientras habla Martínez Cartón se me acerca uno de los niños liberados. 

¿Me dejas los anteojos, para mirar aquel tanque que se va? 

Le doy los anteojos, y su mirada recorre tras ellos el campo. 

¿Cómo te llamas?— me pregunta luego. 

Miguel. ¿Y tú? 

Pedro. Quiero ser ingeniero. Aquí había uno italiano. ¿De qué calibre es el cañón del tanque? ¿Cuántas ametralladoras tenéis vosotros? Nosotros teníamos cinco. Si te hubiera conocido antes, te hubiese regalado una pistola que he dado a un compañero tuyo. 

¿Y tu madre? 

Mírala allí con mis hermanos. Todas las noches, antes de que pusierais el cañón allí enfrente, jugábamos a la guerra y yo hacía bombas de mano con barro. Después del cañón nos metieron en las madrigueras. Mira: los de Porcuna nos hacen señas con el espejo, creyendo que todavía es nuestro el Santuario. ¡Ja, ja, ja 1 ¡Cuando sepan que lo habéis tomado vosotros se van a poner más rabiosos! ¿Tú de dónde eres ? 

De muy lejos. ¿Te vienes conmigo? 

No quiere madre, Pero yo tengo ganas de pelear con un fusil como tú. Todas las noches me acuesto queriendo tener al otro día veinte años y nunca paso de los siete. 

Me tira de la ropa, me acaricia la mano y me indica un soldado que hay junto a una muchacha hablándole con mucha pasión: 

Esa es prima mía. ¿Se casará con tu compañero? 

(Pless me dice luego que ha fotografiado a la pareja y que el soldado ha pedido la dirección de ella para escribirle cuando se separen.) Ni la niñez ni el amor conocen enemigos, y yo me siento pequeño junto a este niño salvado, como mi compañero ha debido sentirse herido con una herida que no podrán dibujar nunca las municiones.


La muerte de Cortés

A las doce del día dos de mayo ha muerto, a consecuencia de la metralla que 
le perforó el vientre, el cabecilla Cortés. Queipo ha perdido uno de los numerosos admiradores fascistas de su lenguaje cabaretero y uno de los más fieles cumplidores de sus dictados de sangre. Se le atendió hasta que perdió el aliento con solicitud. Refrescos de naranja y limón pedía y se le sirvieron hasta el último instante.

En mis manos he tenido una fotografía que le han hecho momentos antes de 
su muerte. Su cráneo aglobado y sus rasgos, curvos hacia dentro, lo delatan como un hombre feroz, rapaz, mezquino. 

Él ha sido culpable de que una preciosa cantidad de nuestra juventud haya 
caído inútilmente. Por él gimen en el hospital de Andújar muchos hombres de los que mandaba, y,  en varias poblaciones, muchas mujeres viudas y enfermas.


Miguel Hernández
Jaén, 5 de mayo de 1937

Frente Sur (Jaén), 6 de mayo de 1937










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