El pueblo español hubo de pasar, reciente y dolorosamente, por una de sus
pruebas más rigurosas, urdida y provocada, según se usa, a sus espaldas, y en
ella, como le cuadra, supo sentar cátedra de bien morir, de honrada muerte.
Nuestro destino, signo o cruz que llevamos a cuestas, ese sino que es contra
dicción de un sí y un no, condujo a nuestro país al conflicto de sus valores
afirmativos contra el no de los negados y los renegados. La adversa ria fuerza
del sino, del pro y el contra, nos llevó a la cervantina fuerza de la sangre, y
sobre España anduvo de nuevo la muerte en danza al son que le tocaban quienes no
son y la desataron. El árbol poético español actual, de abrileña hermosura, el
más lozano que desde los siglos de oro haya existido, sintió, con la guerra,
desmochados y hendidos a sangre y fuego sus más espléndidos y verdecientes
ramos. Su poesía, que era, como la eterna, de sangre y de fuego, ardorosa
corriente, «llama de amor viva», letra que nos salía de la sangre, conoció la
sangría y la mala muerte que sus enemigos le procuraron. Mucha sangre y mucha
vida corrieron por nuestra tierra, y por muchas terribles y malas muertes
pasaron nuestras letras y quienes las creaban. Trágica ausencia de los
enterrados, la de Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Federico García Lorca y
Miguel Hernández, dueños de su bien morir, vivos siempre en su obra, a cuyo
mundo poético, el de sus creaciones, supieron llevar el otro mundo, el de la
muerte, rondadora perpe tua de nuestra literatura. Dura suerte también — aquí,
en este otro mundo, el nuevo mundo, el tercero y no en discordia, sino en
humanísima concordia con nosotros— la de aquellos que están fuera de sí y de lo
suyo, los exilados, la de los que no tienen sobre qué caerse muertos, no por
mengua de holgura, que les sobra, ni de hacienda, que también está de más, sino
por falta de su razón de vida y muerte, que es la tierra, hecha viento durable
en la palabra desterrados.
A los que se tragó la tierra, los enterrados, y a los que la lejana tierra
les estraga, los desterrados, hay que juntar también aquellos poetas que en
España quedaron heridos por la, para ellos, peor de las muertes: la del
silencio. Allá estarán con la lengua viva de nuestro idioma muerta y seca, muda
su viva voz inmutable, en espera y desespero de concederle su libre curso y
aventura. Con ellos, con los que callan y no otorgan, con los que dan la callada
por respuesta en vida y en muerte, está nuestro pensamiento al reunir, en este
haz de la antología, a quienes tienen el venturoso privilegio de poder echar a
vuelo cuanto de hermosamente bueno les viene a la pluma.
Como en otros siglos, en tiempos de amargor para la patria, a los
desterrados corresponde levantar la voz con que nuestra malherida España,
vueltas las tornas, se dirá a sí misma y a todos lo mucho que deba decirse.
Sólo suena el río cuando agua lleva. Escuchémoslo aquí cantando y sonando,
contante y sonante en su limpio manantial, hablando y cantando claro en el
venero puro y eterno de la lírica española, fuente honda y estremecida que si
no nace ahora de la tierra asolada de España, surge de la otra tierra que es
carne viva en sus mejores hijos, tierra o carne desolada y doliente, humana y
conmovida de los poetas españoles en destierro
José Ricardo Morales
Poetas en el destierro
Editorial Cruz del Sur, 1943
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