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3091. La agonía de Francia I




PRÓLOGO

Golpe de Estado

—Qui êtes-vous?

Nos echaron a la cara los haces de luz de sus linternas y nos examinaron recelosamente. Salíamos del despacho del ministro del Interior, señor Mandel, y bajamos por una escalera de servicio de la Prefectura de Burdeos donde se había instalado el ministerio después de la evacuación de Tours. Hasta aquel instante Mandel había sido el jefe supremo de las fuerzas de orden público; a partir de entonces era un perseguido, un presunto criminal.

Mandel seguía en su despacho despidiéndose del personal y adoptando sus últimas disposiciones para la transmisión de poderes como ministro dimisionario del gabinete Reynaud. Pero, escaleras abajo, la guardia había cambiado ya, unos oficiales habían sustituido a otros y el ministro, sin salir de su despacho, se había convertido en prisionero. Los oficiales que nos habían dado el alto, a quien acechaban era a Mandel mismo. Era su rostro el que querían adivinar a través de posibles disfraces, temiendo que se les escapase en la confusión de los primeros momentos. Nos miramos estupefactos. Aquello no era una crisis sino un golpe de Estado.

Pétain, dueño ya del poder, no había constituido todavía su gobierno. Aún era inconcebible la capitulación. El almirante Darían seguía proclamando que la flota francesa no se entregaría nunca. Tocaba a su fin aquel domingo mansamente trágico en el transcurso del cual había sucumbido Francia.


La tarde del domingo en que murió Francia

En unas horas plácidas, banales, de un domingo radiante, Francia, la Francia que creíamos inmortal, se había hundido, quizás para siempre, entre la indiferencia absoluta de una gran ciudad alegre y confiada, el discurrir perezoso de una muchedumbre endomingada que llenaba los jardincillos del Hôtel de Ville presenciando con inconsciente curiosidad provinciana el ir y venir de los automóviles oficiales y el ajetreo miserable de cientos de miles de refugiados ajenos a todo lo que no fuese la satisfacción inmediata de sus necesidades físicas, que buscaban afanosamente dónde comer y dormir aquella noche.

Un mediano restaurant, una cama, una mesa libre en una terraza para tomar cómodamente el aperitivo, una localidad para el cine, un buen puesto en primera fila para verle la cara a Pétain o a Reynaud al entrar o salir del Consejo de Ministros, tenían más importancia para aquella masa abigarrada que todas las angustiosas preocupaciones nacionales del momento. ¿Cuántas personas de aquéllas tenían plena conciencia de la hora decisiva para ellas y para la historia que estaban viviendo? Nunca una catástrofe nacional se ha producido en medio de una mayor inconsciencia colectiva.


La indiferencia de las masas

La revelación más sorprendente y espantable del derrumbamiento de Francia ha sido esta de la indiferencia inhumana de las masas. Las ciudades no han tenido en ninguna otra época de la historia una expresión tan ferozmente egoísta, tan limitada a la satisfacción inmediata y estricta de los apetitos y las necesidades de cada cual.

Seguíamos manteniendo la ilusión de que la gran ciudad engendra el mito de la ciudadanía. Hemos visto ahora que la gran ciudad moderna, con toda su vibración y su formidable progreso material, es un ser inanimado, una fuerza y una resistencia gigantesca si se quiere pero que sólo actúan en el dominio estricto de su propia función, que permanecen inoperantes cuando se quiere esgrimirlas con una finalidad espiritual superior. Se ha demostrado que es punto menos que imposible paralizar la vida de una gran ciudad, conseguir que dejen de circular sus tranvías, impedir que funcionen sus teatros y sus cines, hacer que se cierren sus mercados y sus bazares, que los guardias dejen de regular el tráfico y los carteros de repartir las cartas. Ni guerras ni revoluciones lo logran. Todo intento contra esta inercia formidable de la gran ciudad está condenado al fracaso. La misma aviación de guerra, empleada con la intensidad y el perfeccionamiento actuales, es impotente ante la solidez de la organización urbana. Madrid, Barcelona y Varsovia lo habían demostrado ya. París, en un momento dado ha visto caer sobre sus tejados un millar de bombas sin que su vida normal se alterase un minuto más de lo que duró la alerta.

Las gentes, diez minutos después de haber salido de los refugios, volvían indiferentes a sus ocupaciones, seguían haciendo como sí tal cosa y aun sin enterarse siquiera, su vida normal. La hubiesen seguido haciendo aunque en lugar de mil víctimas como hubo hubiese habido diez mil, veinte mil, cincuenta mil, todas las víctimas que las masas de aviación hoy disponibles puedan ocasionar. Hasta ahora la perturbación mayor que la guerra aérea produce en las grandes ciudades es la perturbación que imponen no las bombas mismas con su estrago, que es mínimo, sino las precauciones inevitables de la defensa pasiva que paralizan peligrosamente y de manera costosísima la vida urbana.


Cómo se rinde una gran ciudad

Ahora bien, esta organización colosal de la vida moderna, este funcionamiento perfecto e indestructible de sus servicios, esta continuidad inalterable de su actividad que desafía todas las amenazas exteriores y da seguridad y confianza al ciudadano, es totalmente ajena e independiente de las funciones superiores del Estado y aun de la vida misma de éste. El Estado puede hundirse y desaparecer para siempre y el pueblo puede caer en la esclavitud sin que el autobús haya dejado de pasar por la esquina a la hora exacta, sin que se interrumpan los teléfonos, sin que los trenes se retrasen un minuto ni los periódicos dejen de publicar una sola edición. Habíamos creído ingenuamente que la complicada mecánica de todo ello estaba en conexión estrecha e indisoluble con los fines del Estado y esto es una vana ilusión.

Nos parecía que la fuerza enorme de la ciudad podía servir para algo más que para que la ciudad viviese y nos hacíamos la ilusión de que esa fuerza podía ser empleada cuando llegase el momento —vital para el país— de defenderse contra una invasión extranjera. El taxi del Marne, del que los franceses hicieron un engañoso símbolo, y las milicias de peluqueros y costureras reclutadas para la defensa de Madrid habían contribuido al error funesto de creer que en el momento de peligro se opera fatal y automáticamente la conversión de las fuerzas ciudadanas en fuerzas de lucha contra el enemigo del país. En la ciudad antigua, cuando la lucha era a la medida del ciudadano, éste abandonaba fácilmente sus quehaceres pacíficos en el momento de peligro y se convertía en el soldado de su independencia.

Esto fue posible en Numancia. No ha sido posible en París ni lo sería en Nueva York. Cuesta trabajo aceptarlo porque parece inconcebible que los complicados engranajes de la máquina urbana moderna, construida penosamente a lo largo de los siglos para trabajar en un sentido determinado, puedan seguir trabajando en otro sentido diametralmente opuesto sin que todos sus piñones salten hechos pedazos. Pero así es.


La fe en Francia

Esta dura realidad no la habíamos visto o nos la habíamos ocultado pudorosamente. Creíamos, o queríamos creer, que el progreso material, engendrado por el progreso del espíritu, seguiría siendo fiel a éste. No aceptábamos la posibilidad de que la máquina nos abandonase o nos hiciese traición.

Toda Francia era una creación espiritual conseguida en veinte siglos de civilización, de lucha constante contra la barbarie. Su fuerza material era única y exclusivamente una emanación de su espíritu. Todo en Francia estaba lleno de sentido, era tan humano, tenía tan exactamente la medida de lo humano, que parecía imposible que este equilibrio se rompiese y Francia cayese en la barbarie y la abyección. La fe en Francia era una fe ciega, universal. Creían en ella quienes la conocían a fondo y quienes la ignoraban; hasta sus enemigos; hasta los salvajes. No era una fe en una doctrina que en cualquier momento puede revelarse falsa. No era una fe de doctrinario, de partidario, de defensor de un dogma la que Francia engendraba. Era la fe natural del hombre en lo que es humano y en todo lo que está al alcance de su comprensión. La fe del labrador en las cosechas, del pastor en la reproducción de las especies, del marinero en la virtud de los vientos. Francia, heredera genuina de la civilización greco-latina, cuyo módulo era el hombre, había sido siempre fiel a sus humanidades clásicas, no se había apartado nunca del culto de lo humano y, así como en sus abadías se había salvado la cultura antigua a través de la barbarie de la Edad Media, se podía esperar ahora que ante esta barbarie nueva, ante esta nueva Edad Media, Francia cumpliese fácilmente la misión providencial que se había atribuido.


El mito de la libertad

A Francia acudían ayer aún, llenos de esperanza, los hombres de toda Europa que seguían teniendo fe en el hombre y en sus valores morales, los que creían en la libertad porque la necesitan para vivir como el oxígeno para sus pulmones, los que no se resignan a abdicar su dignidad viril ante los monstruos primarios del totalitarismo. Desde que se derrumbó el mito de Moscú, que había atraído falazmente a quienes tenían hambre y sed de justicia, desde que se deshizo la ilusión de la revolución bolchevique, Francia había vuelto a ser la Meca de todos los hombres libres de Europa, acaso sólo por el prestigio insigne de su tradición.

Cuenta Máximo Gorki que hubo un periodo en el que el solo nombre de Lenin despertaba en los más remotos países de la tierra tan magníficas sugestiones de redención que, cruzando millares de kilómetros, llegaban constantemente en peregrinación a la Plaza Roja de Moscú, gentes sencillas y emocionadas que hablaban todas las lenguas y tenían del comunismo las ideas más arbitrarias pero que comulgaban unánimes en un ideal de liberación no por inefable menos fuerte. Ese ideal había cristalizado finalmente en el culto a aquella momia maquillada ante la cual, en señal de devoción, el que no sabía hacer otra cosa se santiguaba.

Con la misma fe ciega llegaban en los últimos tiempos a los arrabales de París los hombres que querían seguir siendo libres y que a su libertad lo habían sacrificado todo, sus hogares, sus familias, sus patrias.

Hoy, después del derrumbamiento de Francia, no puedo disociar la devoción de los pobres demócratas de Europa por Francia de la devoción ingenua de los proletarios de todo el mundo por aquella momia maquillada que monta la guardia a la entrada del Kremlin.


La defección francesa

Francia —aunque fuese a pesar suyo— no era sólo Francia, es decir, lo que Charles Maurras llamaba «el país real». Era también un mito de la democracia, de la libertad, de los Derechos del Hombre. Pero este mito había llegado a ser carne de su propia carne, era tan francés, tan consustancial para la vida de la nación como era raíz enmarañada y perdida del indigenato en la que el nacionalismo integral francés se obstina en colocar la única razón de ser de Francia. Consagrándose furiosamente a la demolición del mito de la democracia, los nacionalistas franceses no han conseguido sino la demolición de Francia, su capitulación, su servidumbre total a la barbarie extranjera, su deshonor ante el mundo.

Esa Francia, ideal o idealista, que el país real ha procurado extirpar a toda costa era la mejor Francia, la que el mundo admiraba y respetaba reconociéndola y considerándola aún en la contrafigura de sus más sañudos detractores interiores. ¿En qué clima sino en el de Francia, en el de la Francia liberal y demócrata, se hubiesen producido y hubiesen alcanzado su máximo desarrollo hombres como León Daudet y el mismo Charles Maurras? ¿Qué será de ellos ahora, a las órdenes del doctor Goebbels? ¿Serán tan eficaces y activos contra los invasores triunfantes como lo fueron contra los demócratas, los judíos y los metecos que disimulábamos ante el mundo la triste realidad de una Francia claudicante?

A Francia habían acudido en los últimos tiempos grandes masas de hombres que buscaban en ella amparo frente a la nueva barbarie que se desencadenaba en Europa a cambio de ofrendarle sus vidas, su trabajo y sus hijos. Francia tenía a orgullo el ser tierra de asilo y se vanagloriaba de que todo hombre civilizado tuviese dos patrias, la suya y Francia. La vitalidad francesa, en decadencia, se mantenía gracias a estas inyecciones constantes de sangre nueva. Cerca de un millón de italianos, medio millón de españoles, cientos de miles de checos, austríacos, polacos, rumanos, rusos, alemanes y judíos de todas las nacionalidades servían sumisos y humildes a la grandeza de Francia, sólo por devoción al mito de la democracia. La monstruosa elaboración de los Estados totalitarios y su expansión triunfal llevaba a Francia a unas masas de humanidad que representaban una selección espiritual, una élite de todos los pueblos de Europa. A quienes los Estados totalitarios eliminaban eran los mejores, los más fuertes, los más dignos, los que habían sabido resistir, los que no se habían doblegado ante la barbarie triunfante. Francia, que hubiera podido edificar contando con ellos un Estado de una fortaleza indestructible, se dejó ganar poco a poco por las sugestiones del adversario, renegó de sí misma y de cuanto había representado en el mundo, se rindió a la coacción de la propaganda enemiga y trató como adversarios y delincuentes a quienes acudían a ella en calidad de servidores fieles del ideal que Francia había simbolizado siempre.

Yo he visto y he sentido hondamente la amarga decepción de esos cientos de miles de hombres que, perdida su patria por la expansión triunfante de la barbarie totalitaria, llegaban a Francia creyendo encontrar en ella el baluarte de la democracia y la civilización y se encontraban con un nazismo vergonzante, larvado, con el cadáver maquillado de una República Democrática en cuyas entrañas podridas germinaría la gusanera del totalitarismo.

Francia se ha suicidado, pero al suicidarse ha cometido además un crimen inexpiable con esas masas humanas que habían acudido a ella porque en ella habían depositado su fe y su esperanza. Entre las cláusulas del deshonroso armisticio aceptado por el mariscal Pétain hay una que basta y sobra para deshonrar a un Estado; la cláusula por la que el gobierno francés se compromete a entregar a Hitler, atados de pies y manos, a los refugiados alemanes antihitlerianos que habían buscado su salvación en Francia y a quienes el Estado francés había utilizado sin escrúpulo en el simulacro de lucha contra el hitlerismo. La entrega al verdugo alemán de esos hombres que habían tenido fe en Francia será una de las mayores vergüenzas de la historia.


Experiencia personal

Mi pequeña experiencia personal no deja de ser significativa. Refugiado español, me había puesto incondicionalmente al servicio de la República Francesa desde el comienzo de la guerra con la convicción de que mi patria no podría librarse de la hipoteca que sobre ella tienen las potencias totalitarias más que cuando éstas hubiesen sido derrotadas por las potencias democráticas. Ayudaba a la guerra con todo mi entusiasmo.

Cada día, un grupo numeroso de periódicos americanos de lengua española publicaba mis crónicas redactadas única y exclusivamente al servicio de la causa francesa; cada día la Radio Francesa para España y América del Sur divulgaba mis comentarios inspirados en las consignas directas del Quai d'Orsay. Cuando en Tours primero y en Burdeos después, sobrevino el derrumbamiento del Estado francés y cuando al constituirse el gobierno Pétain comprendí que iba a ser entregado a los alemanes, quise buscar refugio en el mismo pueblo de Francia al que había estado sirviendo y ayudando con mi modesta pluma pero con todo el entusiasmo de que era capaz. Se preveía en aquellos momentos la ocupación total del territorio francés por los alemanes y busqué un rincón rural apartado en un repliegue de los Pirineos donde ocultarme. Tenía buenos amigos franceses, gentes liberales, generosas, fieles a la buena tradición hospitalaria de Francia y recurrí a uno de ellos. Mi propósito era procurarme un falso pasaporte de una república hispanoamericana con un nombre cualquiera y contando con la ayuda de algún patriota francés meterme en una granja donde permanecería trabajando como jornalero durante la dominación alemana. Al amigo a quien recurrí, que conocía mis servicios a la causa de Francia, le dije:

—No tengo por qué ocultar mi verdadera personalidad a ningún francés y estoy dispuesto a declinar mi identidad auténtica ante las autoridades francesas en la seguridad de que no me delatarán a los invasores. Usted puede garantizarles que soy un amigo de Francia, un hombre que la ha servido lealmente, que quiere seguir sirviéndola, y que, sin comprometer a nadie, espera sólo no ser entregado.

Mi amigo, un hombre positivamente generoso y leal, dobló la cabeza sobre el pecho y con lágrimas en los ojos y la voz vacilante respondió:

—No haga usted eso. Si alguien supiera en una granja, en una aldea, que usted ha servido a la República, que usted ha ayudado a la guerra de algún modo, que usted ha sido un amigo de Francia, le delatarían a usted inmediatamente. El jefe de la gendarmería francesa a quien usted se confiase se apresuraría a entregarle a los alemanes. Es espantoso para mí que soy francés, tener que decirle esto. Pero tal es la horrible realidad. Nuestros amigos de ayer y de hoy, los que más nos han ayudado hasta este momento, van a ser de aquí en adelante nuestros enemigos. Váyase. Si con un nombre falso puede encontrar trabajo y albergue en la aldea no le revele a nadie su verdadera personalidad ni descubra que fue amigo de la Francia que acaba de morir. Yo mismo tendré que olvidarlo.


La tragedia del francés

Más patética aún que la situación de los extranjeros que habían puesto su fe en Francia es la de los mismos franceses que sostuvieron hasta el último instante la fidelidad de Francia a sus ideales, los que reaccionaban enérgicamente contra la idea de capitulación, los que verdaderamente habían luchado contra el hitlerismo con toda su alma y se encontraron de la noche a la mañana traicionados, vendidos por su propia patria. Para éstos el desgarramiento ha sido aún más espantoso. Yo les he visto en las horas angustiosas del desmoronamiento errar desarbolados tras el fantasma de una Francia capaz de resistir que se desvanecía por instantes. Les he visto acosar con inútiles excitaciones a la lucha al Estado fugitivo, a la masa inerte de funcionarios que sólo se preocupaba de su seguridad personal, abandonándolo todo, renunciando a todo, dejándose en las carreteras de Francia, en el trayecto de París a Tours y de Tours a Burdeos la herencia de veinte siglos de civilización.

Esos hombres, los mejores de Francia, se hallan hoy en su propio país perseguidos como criminales por el delito de haber sido franceses y patriotas. Pocos, muy pocos habrán podido salvarse. Los que hayan conseguido ganar las fronteras habrán caído bajo el control de la Gestapo en España o se encontrarán inmovilizados en Suiza. Los que hayan podido llegar hasta Portugal o embarcar para Inglaterra serán los únicos que escapen a la garra del hitlerismo. Los otros, los que han quedado en el territorio francés no ocupado por los alemanes, van a sufrir de aquí en adelante una dictadura totalitaria que va a ser cien veces peor que la alemana. Es una ley histórica que todo pueblo vencido adopta fatalmente la forma de gobierno del vencedor. Francia va a sufrir de aquí en adelante un nazismo traducido que nada tendrá que envidiar al de Alemania.


La patria y el patriotismo

Con los cañones apuntando al cielo, los servidores de las piezas inmóviles en sus puestos, los oficiales en las torrecillas y el puente manejando los telémetros, en perfecto zafarrancho de combate desde el momento mismo de largar amarras, zarpaba del puerto de Burdeos el contratorpedero británico gracias al cual un reducido grupo de personalidades francesas, escritores, políticos, periodistas, los más significados, los más representativos de Francia, los que con mayor tesón y coraje habían luchado contra el hitlerismo, se libraban en el último instante no ya de la muerte, la deportación o el confinamiento en los campos de concentración hitlerianos, sino de la servidumbre oprobiosa al vencedor, mil veces peor y más aflictiva ahora que todas las esclavitudes clásicas. Reunidos silenciosamente en la cámara en torno a la mesa de oficiales, aquellos hombres, que tenían plena conciencia de la tragedia inmensa de su patria, permanecían anonadados. De vez en cuando alguno de ellos se levantaba como un autómata para contemplar las orillas fugitivas del estuario del Carona que el contratorpedero cruzaba a veinte nudos por hora, todo erizado de cañones y tremolando orgullosamente el pabellón británico. La fértil tierra con sus bosquecillos y sus viñedos huía vertiginosamente ante la mirada espantada de aquellos buenos franceses que temían no volverla a ver. Hubo un momento en el que Pertinax, el frío e impasible Pertinax de los agudos esquemas internacionales, se agarró nerviosamente a mi brazo para decirme con mal velada emoción:

—¡Ése es mi pueblo! Ahí nací yo.

Y me señalaba con el dedo una casita aldeana rodeada de una huerta frondosa que pronto perdimos de vista en un recodo del Carona.

Otros, menos contenidos, se desolaban. Êmile Bure, el gordo y desbordante Émile Bure, francés hasta las cachas, trepidaba de angustia al ver cómo se le escapaba la tierra francesa.

—¡Yo no puedo vivir fuera de Francia! —exclamaba—. ¡Yo no quiero vivir fuera de Francia!

Y con una volubilidad trágica detenía en la cubierta del contratorpedero a los oficiales ingleses para explicarles en un francés sabroso y coloreado que ellos no entendían, cómo toda su vida estaba vinculada a aquella tierra fugitiva de la que se alejaba y para suplicarles que diesen orden de detener el contratorpedero y le desembarcasen.

—Aunque Pétain me encarcele. Aunque los alemanes me fusilen. Yo soy un hombre de esta tierra y no sabré vivir sino en ella.

Luego se apaciguaba pensando que el Canadá es tierra francesa y se ponía a soñar en la trasplantación de París, su París, a Montreal.

Madame Tabouis, agotada, extinta, hecha una pavesita, iba y venía por el barco como un alma en pena preguntando acá y allá qué pasaría en Francia en aquellos momentos, buscando radiogramas, queriendo a todo trance mantener el contacto con el país, contacto interrumpido que había sido hasta entonces su verdadera razón de vida.

Y así todos. Para el francés de raza el país es algo más que para la generalidad de los hombres, es la vida misma, el aire que se respira. Aquellos hombres, que al día siguiente habían de ser tachados de antipatriotas y denunciados a los tribunales de Francia, daban al alejarse de ella un espectáculo emocionante de patriotismo, de ternura y devoción por la tierra nativa de la que no sabían apartarse.

El francés, que en estos momentos pierde sin un dolor excesivo su imperio colonial, no se siente, sin embargo, con fuerzas bastantes para afrontar el trance horrible de la emigración para el que no estaba preparado espiritualmente y sólo una minoría muy fuerte de espíritu soportará estoicamente la dura prueba del exilio.

Yo, que soy español, veía serenamente convertirse la tierra de Francia en una línea azul tenue que se desvanecía como fueron desvaneciéndose en el curso de los últimos meses las ilusiones que había puesto en aquella tierra. En Francia, país de asilo, convertido ahora en una inmensa cárcel, quedaban tras las alambradas de espino de los campos de concentración muchos miles de españoles que habían tenido fe en ella. El viejo y acendrado amor que profesábamos a Francia no podrá en mucho tiempo vencer el dolor de la traición que se ha hecho a sí misma y al mundo que creía en ella.

De cara al mar abierto, cuando la tierra de Francia se había borrado ya del horizonte, sentimos renacer nuestra fe y nuestra esperanza. Era la segunda patria que perdíamos. Pero la catástrofe de Francia, como la de España, no era la derrota definitiva. Era sólo una nueva etapa dolorosa de una lucha que no tiene patrias ni fronteras porque no es sino la lucha de la barbarie contra la civilización, de las fuerzas de destrucción contra el espíritu constructivo y el instinto de conservación de la humanidad, de la mentira contra la verdad...

El mar abierto nos mostraba sus rutas innumerables. Aún hay patrias en la tierra para los hombres libres. Sobre nuestras cabezas tremolaba orgullosa-mente el pabellón de la Union Jack.


Manuel Chaves Nogales
La agonia de Francia (Versión original española de The fall of France). Claudio García y Cía Editorial, 1941, Montevideo







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