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3093. La mujer no debe obediencia al marido

Foto Llompart, 1933


¡El artículo del divorcio tenía sorpresa!

Mucho dieron que hablar algunos artículos de la Constitución cuando fueron discutidos! Especialmente aquel artículo primero, tan benévolo, que nos supone a todos trabajadores, y aquel artículo 26 referente a las Ordenes religiosas, y algunos más, fueron objeto de vivísimas controversias, y dieron lugar a unos discursos en los que todavía asusta pensar. 

Para las mujeres, el artículo más importante de todos era el que figura hoy en la Constitución con el número 43, y que dice así: 

"La familia está bajo la salvaguardia del Estado. El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos y podrá disolverse por mutuo disenso o a petición de cualquiera de los cónyuges, con aleación en este caso de justa causa." 

Mientras duró la discusión de este artículo, las tribunas del Congreso aparecieron abarrotadas de señoras y señoritas. 

—Venimos a ver en qué para esto del divorcio —se limitaban a decir las más ecuánimes. 

—Seria un disparate mayúsculo —añadían las que se encontraban ya "pasadas", temiendo un reverdecimiento del corazón de su esposo ante aquel artículo prometedor. 

—¡Pues hacen muy bien! —vociferaban las jóvenes y guapas. 

—Y lo deben aprobar en seguida. 

—¡Dios los castigará si hacen eso!. 

—Pero, vamos a ver, señora... Usted se entera mañana de que su marido es un tenorio... 

—Mi marido es un hombre serio y en ningún caso tolero suposiciones malévolas. 

—Era un ejemplo...; pero si a usted le molesta, no he dicho nada. En fin... Una se entera de que su marido es..., pongamos voluble, y de que, además, juega y bebe,.., y de otras cosas por el estilo y lo va a tolerar? No, de ninguna manera.

—Pero volverse a casar sin que el marido haya muerto es una vergüenza que el Estado no debe consentir. Eso se mira antes. 

—Pero si una se equivoca, ¿no tiene derecho a "rehacer su vida"? 

Esto de "rehacer su vida" se dice muchísimo. Era la frase preferida por las señoras cultas y avanzadas.

Se aprobó el artículo. Quedó, por tanto, implantado el divorcio; pero ni las señoras que discutían en las tribunas ni la mayor parte de los diputados que dormitaban abajo se dieron cuenta de que lo de menos en el articulito en cuestión eran las palabras referentes al divorcio y origen de las discusiones.

El artículo 43 tenía "tripas", y ustedes perdonen la manera de señalar; pero yo no tengo la culpa de que el castellano, a fuerza de rotundo, resulte a veces ordinario. 

Las "tripas" eran éstas: 

"El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos." 

Nadie discutió estas palabras, ni siquiera el señor Royo Villanova, porque los catalanes no le dejaban tiempo para nada. 

Claro que aunque las hubiese discutido habría sido igual, porque unos días antes quedó aprobado el artículo 25, mediante el cual las Cortes declaraban que el sexo no podía ser fundamento de privilegio jurídico. 


¡Muera el Código Civil!...

Pero a este articulo 43 de la Constitución se oponía el viejo Código Civil, que es uno de los textos más monstruosamente antifeministas que se conocen, y por eso el ministro de Justicia ha elaborado un proyecto de ley que regula la igualdad jurídica del marido y la mujer dentro del matrimonio. 

El citado proyecto, que supera en radicalismos feministas a las legislaciones extranjeras más avanzadas, establece un régimen de perfecta igualdad entre los cónyuges. De aquí en adelante los maridos no tendrán potestad sobre sus mujeres, ni serán, como hasta ahora, los representantes legales de éstas. 

El día que se publicó la noticia en la Prensa, yo me acerqué a algunas señoras casadas para preguntarles su opinión. 

—No se quejarán ustedes del ministro de Justicia —dije a una de ellas, aprovechando la ausencia de su marido literalmente. 

—¿Pero que ha hecho? 

—Sencillamente suprimir las diferencias que antes existían entre el marido y la mujer dentro del matrimonio. En una palabra; trata de que ustedes no sean inferiores en nada a sus maridos y de que manden en la casa y en los hijos lo mismo que ellos. Así lo preceptúa la Constitución. 

—Míre usted. En mi casa mandamos los dos por igual, y si me apura usted mucho..., le diré... 

—Bueno, bueno; pero consiste, o en que su marido es muy bueno o en que desconoce por completo el Código Civil. 

—El Código Civil... ¿y qué dice ese libro? 

—Dice, mejor dicho, decía tales cosas y tan vejatorias para las mujeres casadas, que si todas le conocieran habrían hecho con él lo que hizo Hitler con la literatura marxista.

—¿Y qué dice de las mujeres casadas? 

—¡Pues no quiera usted saber! Salvo levantarles falsos testimonios, lo demás todo. 

—Pero a nosotras, al casamos, no nos dijeron nada de eso... ¿Por qué? 

—Muy sencillo. Antes el matrimonio canónico tenía efectos civiles. Bastaba con que el juez asistiese a la iglesia, y los contrayentes firmaran un papel en la misma sacristía para que quedase celebrado el matrimonio civil. El juez no tenía obligación, como ahora, de leer a los "novios" los artículos del Código Civil y ustedes sólo se enteraban de sus deberes por la Epístola de San Pablo. Pero la Epístola de San Pablo, señora, es un texto liberal, feminista y avanzadísimo, si se le compara con el Código Civil. Si ustedes daban con un marido bueno e inteligente, no pasaba nada, pero si el esposo resultaba "atravesadillo" y le/daba por hacer valer sus derechos, podía tener a la mujer dentro del hogar equipada a les muebles o al gato. 

—Sí; ya sabía yo eso de que la ley era un poco abusona con nosotras; y ahora recuerdo lo que le pasó a una amiga mía. Era una muchacha de mucho dinero y se casó con un hombre de muy poca vergüenza. El comenzó a gastar alegremente los cuartos de su mujer. Cuando ella se dio cuenta de ello quiso montar un negocio y administrar su dinero... 

—Nada más natural... 

—Pero él se opuso, alegando que la ley le amparaba.

—Y tenía razón...  

—Cuando todo se lo llevó la trampa, el marido la abandonó. 

—Pues ya se acabaron esas cosas.

—No crea usted. Los hombres con poca vergüenza no se acaban tan fácilmente. 

—Si; pero ya no les amparara la ley. 


De lo que se han librado las chicas solteras

Para que estas seis señoritas que me rodean sepan lo que deben al señor Albornoz, les he alargado un ejemplar del Código Civil abierto por donde dice: "De los derechos y obligaciones entre marido y mujer." Una de ellas lee: 

—"Los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente." 

—¡Eso está bien!— gritan las otras cinco a coro.

—Calma, calma. Aquí dice que la mujer está obligada a obedecer siempre al marido, y en cambió, él sólo tiene el deber de protegerla. 

—Bueno, eso será lo que tase un sastre. Porque si el marido manda un disparate, a ver cómo se le va a obedecer. 

—"El marido será el administrador de los bienes de la sociedad conyugal".

—¿Qué quiere decir éso? 

—Pues eso quiere decir que sí ustedes llevan dinero al matrimonio, será su marido quien lo administre. 

—¿Y si se lo gasta? 

—Pues responderá con lo suyo. 

—¿Y si también se ha gastado el suyo? 

—Pues se quedan ustedes en la calle, y... a otra cosa.

A las chicas este artículo les parece sencillamente monstruoso. A pesar de eso, siguen leyendo: "Tampoco puede la mujer, sin licencia de su marido, adquirir por título oneroso ni lucrativo".

—Eso quiere decir que si "él" no las deja, ustedes, aunque tengan mucho dinero, no pueden comprar cosas ni tomarlas regaladas... Claro que se hace una excepción si estas cosas son las destinadas al consumo ordinario de la familia. 

—En resumen; que para lo único que no es necesario pedir autorización al esposo es para bajar a la compra. 

—Exacto. 

A medida que avanza la lectura, las muchachas sé van enfadando más. Cuando leen que en la educación de los hijos sólo manda el padre, y que la mujer debe vivir donde al marido se le antoje, y que el marido no está obligado a consultar con la mujer nada de cuanto a los hijos se refiera, el escándalo se hace inenarrable. 

La más pacifica de todas suspira, y dice: 

—Menos mal que en lo de la fidelidad no pasa eso. Dice que deberán ser fieles los dos. 

—De acuerdo; pero luego hay otro artículo en que se declara que el adulterio de la mujer será castigado siempre, y el del hombre sólo cuando se produzca con escándalo público. 

—¿Y cuál es el castigo que la ley impone a una mujer en este caso? 

—Eso varía. Pero en el Código Penal existe un artículo por medio del cual se declaraba que el marido engañado podía matar a su mujer. 

—¿Sin que le pasara nada? 

—Por el bien parecer solían los Tribunales mandarlo desterrado a un pueblo. 

Las muchachas tienen frases de condenación para este artículo derogado ya. Alguna insinúa que a ella él crimen pasional, casi aconsejado por el Código, no le parecería ningún disparate siempre que se tolerase a la mujer engañada hacer lo mismo con el marido adúltero. 

—¿Y dice usted que todo esto va a desaparecer? 

—Absolutamente todo. El ministro de Justicia ha redactado un proyecto de ley que, de acuerdo con la Constitución, coloca al marido y a la mujer en condiciones de absoluta igualdad. La mujer podrá elegir libremente su profesión, oficio, empleo, comercio o industria. Podrá también disponer de sus bienes como le acomode; y con respecto a los hijos, tanto los dirigirá el padre como la madre. 

Una vez que se han enterado de todo, empiezan las opiniones y los comentarios. Una rubita, que antes se indignó muchísímo, pregunta ahora tímidamente.

—Eso está muy bien; pero digo yo que si no influirá para que los hombres... se "retraigan" todavía más... 

—No creo. Los hombres modernos serán razonables. 

Pero no todas las mujeres son tan desconfiadas y temerosas como ésta con quien acabo de hablar, y están muy contentas con el reconocimiento legal de los derechos que casi todas se habían tomado por adelantado en el seno del hogar doméstico. Muy contentas y muy agradecidas. 

Ahora bien; como la nueva ley, a pesar de quitar al marido su potestad no se la da a la mujer, sino que sitúa a los dos en un plano de absoluta igualdad, ¿Cómo se resolverán los conflictos familiares? ¿Quién se colocará en definitiva los pantalones? Si no están de acuerdo, ¿quién acabará saliéndose con la suya? 

Según hemos visto en la ley, serán los Tribunales quienes actuarán de poder moderador, caso que ningún cónyuge disponga de los suficientes medios coactivos para hacer callar al otro. 


Josefina Carabias
Estampa, 8 de julio de 1933







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