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3077. Noche de Madrid

Don Justo es un viejo profesor de Instituto. Don Justo es un hombre bueno, de alma, lírica y soñadora. Don Justo es una supervivencia casi romántica de un Madrid apagado en rescoldo de viejas cenizas.

Lleva capa azul con embozos de terciopelo granate. Es un trasnochador empedernido. Es un hombre que asiste diariamente a dos tertulias de café: una a las tres de la tarde, donde van empleados, jubilados pequeños rentistas, en el café de Platerías, antiguo establecimiento de la calle Mayor, cubierto de espejos y con divanes de desgastado terciopelo rojo. Otra tertulia más abigarrada, de literatos fracasados, de comisionistas, de arquitectos, de profesores, es la que tiene acomodo diario en el café de Levante, en la Puerta del Sol, después de cenar, desde las diez de la noche hasta la salida de los teatros, cuando se toma chocolate con picatostes.

El café tiene el tumulto el estruendo de una feria. La gente entra sale en busca de conocidos o amigos, los parroquianos de las tertulias gritan discuten a grandes voces, los vendedores de periódicos pregonan los diarios anunciando un crimen sensacional, grupos de ciegos cantan y piden limosna. Hay una atmósfera espesa, gris, cargada de humo de tabaco, que entibia los espejos y nubla las múltiples luces.

A la una de la mañana empiezan a marchar los contertulios. Gentes hay tan apegadas a su asiento que desprenderse de él les parece una tragedia, y les sorprende la madrugada en el café. Don Justo suele ser de éstos, pero solamente los sábados, día festival para los trasnochadores. El resto de la semana, la tertulia acaba a la una o la una y media. Don Justo y un amigo llamado Don Arcadio, que vive en una calle próxima a la suya, salen juntos del café y, despacio, hablando, discutiendo, parándose a cada momento para gozar mejor de las palabras, regresan a sus domicilios. Se despiden:

—Hasta mañana, Don Arcadio.

—Buenas noches, hasta mañana, Don Justo.

¡Pero el irresistible encanto de las noches de Madrid!

Hay en Madrid noches de vivas y resplandecientes estrellas, noches calurosas que la frescura de la madrugada acaricia como el aliento de una amante. La gente vela en los balcones al lado del botijo que rezuma agua fresca. Los tiestos de flores despiden olor a hierbabuena y geranios. En la calle resuenan pisadas y voces como bajo la bóveda de un monasterio. Se oye el tintineo de las llaves de los serenos que corren a abrir las puertas. Bajo un farol cantan dos solitarios borrachos su melopeya de vino tinto... Y Madrid toma entonces un aspecto íntimo, de pueblo castellano, de ciudad de provincia con campanadas de reloj, calle con tapias de convento, pequeñas plazas con palacios antiguos y acacias que despiden penetrante perfume.

¿Cómo desdeñar los invitadores trasnoches por las calles de Madrid? Y muchos días, Don Justo —y lo mismo hace por su parte don Arcadio—, después de despedirse, en vez de entrar en casa se va por las calles, camina que camina, al azar de los pasos, divagando, soñando, y mezcla, con sonambulismo de fascinación, su propio mundo de fantasía y el mundo de encantadas sombras y siluetas que parecen transitar por las viejas calles de Madrid.

Don Justo está ahora cesante de su empleo. Liberal toda su vida, madrileño patriota, hombre generoso y bueno, le echaron de su cátedra. Pero Don Justo no hace de su situación una tragedia. Es un soñador, y para ciertos hombres tener sueños, caminar entre sueños, es como estar iluminado por una luna de belleza. Pero en cambio sí que siente como tragedia el dolor actual de España, el dolor de Madrid.

Hoy es una de estas encantadoras noches de Madrid, irresistible, llena de tentaciones, y Don Justo, que se siente lírico en el goce nocturno de su ciudad querida, marcha por las calles, sin saber adónde ir ni a qué fin, a divagar, a soñar, a soñar...

El vive en la calle de Fúcar y a los pocos pasos sale a la calle de Atocha, frente a la facultad de Medicina. El viejo edificio de piedra oscura se le viene a los ojos. Recuerda... Revive tiempos pasados... La monarquía, los partidos, las tumultuosas sesiones del Congreso, las huelgas de estudiantes que tenían su centro más rebelde en esta calle, en este edificio...

—¡Ah, qué tumultuosamente ha pasado el tiempo desde entonces! —piensa. Y cuando echa a andar calle arriba, habla a media voz confusa—: Estudiantes de aquellas rebeldías, ¿dónde estáis ahora? —Y marcha recordando a todos: a los que murieron en la guerra, a las miles y miles de gentes que están en la emigración, a los que sufren en las cárceles y en los campos, a los que luchan...

Y divaga que divaga, llega a la Plaza de Antón Martín, centro nocturno de no muy buena gente. Mas Don Justo, como soñador que es, no quiere tratos con ella y se mete por la calle del León. A la derecha bajan pinas y estrechas calles hacia el Prado. Don Justo vuelve la esquina de una de ellas. De pronto se tropieza de frente con un hombre vestido de negro, con blanca y rizada gorguera, viejo ya, un poco encorvado, cansado, con muestras de achaques físicos. Su barba es cana, su nariz fina; ancha y despejada la frente. Tiene una sonrisa amarga, pronta a transformarse en ironía:

—¡Cómo! ¡Miguel de Cervantes! —exclama Don Justo lleno de asombro.

—Sí, el mismo —contesta la persona del encuentro, apuntándole su peculiar sonrisa irónica—. Un pobre escritorzuelo de poca monta. ¿Vuesa merced no me conoce? Tal vez ha leído algunos de mis mal hilvanados libros, producto de mi fantasía, algo más rica que mi menguada bolsa. Mucho me regocija el espíritu estos encuentros con gentes de humilde condición, como la otra mañana, que viniendo de Esquivias me topé con dos estudiantes... —Y señalando el portal próximo dijo—: Vivo aquí, para lo que vuesa merced guste, aunque no sé por cuánto tiempo, pues como no tengo dinero para pagar la casa, me echarán de ella como ya me han echado de tantos otros sitios.

—¡Qué injusticia! —dice Don Justo—. A mí también me han dejado cesante.

—¿Algún Duque con malos humores?

—No. El régimen. —Y luego, al oído—: España está oscurecida en sombras, herida de dolor, invadida por extranjeros... Nuestro querido Madrid sufre, le agobia la falta de libertad.

—¡Qué me dice vuesa merced...! Mas sí, todo es posible en este desventurado mundo donde la justicia, la más de las veces, está por los suelos pisoteada y escarnecida. ¡Oh la libertad, el don más precioso de los hombres...! España, España, ¿cuándo tus hijos se concentrarán para hacerte libre de extranjeros codiciosos...?

Y con la cabeza baja, embargado sin duda por este pensamiento, Cervantes penetra en el oscuro portal, sin despedirse de don Justo.

El viejo profesor, abstraído también por el encuentro, deja la calle, sigue por la del León, tuerce en otra en la primera esquina, andando por ella hasta casi su promedio. De pronto se para. En la noche oscura de la calle, un balcón está débilmente iluminado. Recuerda que por allí vive un viejo amigo suyo de café, coleccionador de antigüedades, y se decide a entrar en la casa, subir hasta el piso del balcón iluminado, creyendo que es el suyo.

Llama a la campanilla. Sale a abrir la puerta una bella joven con apretado corpiño y amplia falda de adamascada tela.

—¿Qué desea vuesa merced?

Pero Don Justo, en su abstracción, no hace caso de la pregunta; traspasa el umbral, penetra por un sencillo corredor con estrellita de esparto, hasta la habitación de la luz. Junto a una mesa negra llena de pliegos de papel, un hombre vestido también de negro como Cervantes, rasguea febrilmente su pluma de ave en largas ringleras de versos.

—Perdón... Me he equivocado —exclama Don Justo confusamente.

El poeta alza su rostro iluminado por la luz de un velón. Sonríe con acogedora simpatía. Don Justo exclama entre maravillado y confundido:

—¡Lope de Vega!

—Siéntese vuesa merced, señor caballero —le señala un sillón—. ¿De qué extraño país es su señoría con ese indumento tan raro que lleva su cuerpo?

—Soy español.

—¿Español?

—Sí, pero de otra España, de otro tiempo, de otra vida... Nuestra España, Lope, sufre una tremenda tiranía como vuestro pueblo de Fuenteovejuna con su Comendador. Y además está vendida al extranjero, invadida por alemanes.

—¡Qué horror! Eso es algo como una nueva peste —se levanta Lope nervioso. Y luego, recordando:

Si nuestras desventuras se compasan,
para perder las vidas, ¿qué aguardamos?
Las casas y las viñas nos abrasan:
tiranos son; a la venganza vamos.

Don Justo sigue:

—Ya no hay comedias que se representen, los libros se queman, la cultura es denigrada, los escritores están lejos de la patria. Todo está hundido, en ruinas, todo es estéril y pobre bajo el terror militar. El pueblo de vuestras obras sufre, sufre. Vuestro Madrid sufre también.

—¡Pobre España! ¡Pobre Madrid! ¡Pobre pueblo mío! —Y reaccionando con ardiente pasión patriótica, llama—: ¡Hija, hija, tráeme la espada en seguida, que marcho con este caballero a entendérmelas con los asaltadores de mi querida nación, con los tiranos de mi pueblo!

Don Justo le contiene:

—Tranquilícese vuestra merced, señor Don Lope, que nosotros venceremos y la libertad y la justicia vendrán como un amanecer feliz. —Y al inclinarse, Don Justo lee sobre uno de los pliegos el título de la comedia que Lope escribe: Acero de Madrid. Y añade—: ¡Si el genio poético de vuestra merced hubiese podido cantar al heroísmo de nuestro Madrid en los días de la guerra popular liberadora...!

Don Justo sale de la habitación después de despedirse. Desde el pasillo oye recitar a Lope:

¡Oh libertad preciosa
no comparada al oro,
ni al bien mayor de la espaciosa tierra:
más rica y más gozosa
que el precioso tesoro
que el mar del Sur entre su nácar cierra!

Después de dejar la casa de Lope de Vega, Don Justo sube por la calle del Prado arriba, hasta la plaza de Santa Ana. A punto está de acercarse a los jardincillos donde se alza la estatua de Calderón por ver si en esta noche de sorpresas también Calderón le sale al encuentro. Pero no cree que tal pueda suceder, porque Calderón, hombre metódico y tranquilo, debe dormir a estas horas de la noche. Don Justo sigue por la calle del Príncipe y la Carrera de San Jerónimo hasta la Puerta del Sol. El reloj marca las tres. En los cafés se oye todavía ruido. Muchos trasnochadores, parados en corros, hablan incansablemente. La puerta del Café Levante está a medio cierre. Por la costumbre de todos los días, Don Justo se para delante de ella al punto que un camarero la abre para que salga un grupo de amigos. En medio va un viejecito arrastrando los pies, con bufanda y abrigo de entretiempo. Casi está ciego. Le llevan del brazo hasta un simón que espera en la plaza, al lado de la acera. Los transeúntes no le reconocen, pero Don Justo exclama con emoción:

—¡Pero si es Don Benito, Don Benito! —Y se dirige a él para hablarle—. Don Benito —le dice tímidamente el profesor—, tengo que comunicarle que sus libros han sido quemados, retirados de las bibliotecas, prohibidos.

—¿Pero qué clase de reacción manda hoy en España?

—Fascista.

—No sé qué es eso,
—Bárbaros, en una palabra.

—¡Ah, vamos, los apostólicos con Fernando VII a la cabeza! ¡Lucidos tiempos viven ustedes! ¡Desgraciada nación la nuestra!

—¡Cuántos episodios nacionales podría usted escribir...! Y el Madrid querido de sus novelas, muerto de hambre, triste. ¡Si su pluma liberal pudiera, Don Benito...!

El novelista tiembla, se conmueve, se agita. Su agotada vejez se yergue en juventud de combate:

—¡Cómo que si pudiera...! ¡Puedo! ¡Puedo! ¿Cuándo ha dejado mi pluma de luchar contra la reacción, contra los retrógrados, contra los oscurantistas? ¿Quién sino yo he narrado las luchas por la independencia de España en el siglo último? ¿Quién ha novelado la biografía de los guerrilleros, de los héroes populares» de los valerosos combatientes por la libertad?

—Lo sé, lo sé.

—¡Cochero! ¡Cochero! —llama Don Benito—, vamos pronto, a casa, que quiero ponerme a escribir contra la invasión los malos españoles que la han permitido.

Don Benito Pérez Galdós sube al coche, trota el jamelgo flaco, y la negra silueta del simón se pierde hacia la calle del Arenal.

Don Justo atraviesa La Puerta del Sol, entra en Preciados. Ya cerca de la Plaza del Callao ve venir en dirección contraria una figura alta, enjuta, fantasmal y noble. Camina con la cabeza alta, elevado el mirar a través de sus gafas de concha. La barba en punta le cae, ya casi blanquecina, sobre el pecho.

—¡Don Ramón del Valle–Inclán! —exclama Don Justo con admiración, dirigiéndose hacia él. Y luego —: Yo soy un modesto admirador de usted, Don Ramón.

El novelista contesta, ceceando, como siempre, y paradójico;

—¡Y yo de uzted, señor mío!

—¡Pero sí no me conoce!

—Por ezo mismo. Si le conociera, tal vez zería otra cosa,

—Soy un profesor cesante.

—¿Profesor cesante? No me cabe duda, ha resucitado el dictador Primo de Rivera y gobierna otra vez. Pronto me llevará algún guardia a la comisaría,

—No, no, le llevarán a usted a la muerte como a García Lorca, ¡Es el fascismo! ¡El fascismo! La cultura española ha muerto bajo la tiranía de estas gentes,

—¡Fascismo...! ¡Qué atrocidad! Zi los zeñoritos ze han metido a verdugos, no me diga uzced: correrá mucha sangre por España y de la cultura habrán hecho una proztituta de las tapias del Botánico.

—Así es, en verdad.

Entonces el famoso novelista comienza a hablar con exaltación, hasta terminar en gritos:

—¡Canallas! ¡Gente matona chula! ¡Generales de retreta y retrete...! ¡Confabularse con los invasores, sus compinches...! ¡Hay que barrer toda ezta inmundicia, toda ezta porquería!

Se arremolina la gente alrededor de Valle–Inclán, y Don Justo marcha hacia la Plaza de Santo Domingo. Baja por la pendiente calle de Leganitos y entra en los jardines de la Plaza de España. Se respira humedad y frescura de árboles. Don Justo está cansado y se sienta en un banco. En frente se alza la silueta borrosa de un monumento. La luna se oculta entre unas nubes y las cúpulas de los árboles se destacan negras como fantasmas temibles.

De pronto Don Justo observa que la figura más elevada del monumento, sobre flácido caballo, mueve los brazos agitando en el derecho el palo de una lanza.

—¡Ah, si es Don Quijote! —exclama Don Justo, y a la vez, en el silencio del jardín oye una voz que llama:

—Sancho, amigo, prepárate para presenciar la batalla más descomunal que hayan visto nunca los siglos pasados vean los venideros.

—Contenga sus naturales ímpetus —dice desde abajo Sancho, montado en su burro—, que yo tengo miedo porque siempre topa vuestra merced con enemigos que nos quedan mal parados o mal heridos o hechos unos zorros como vulgarmente decimos en mi pueblo,

—¿Ves esos negros encapuchados? —Señala Don Quijote a las copas de los árboles—. —Pues llevan forzada y cautiva a una princesa que pienso que tal vez sea como el símbolo hermosísimo de la propia nación de España.

Entonces Don Justo se alza del banco y se pone a gritar:

—¡Señor Don Quijote, son ellos» los invasores, los traidores, que tienen en cautiverio de penas a España! ¡Arremeta su valerosa lanza contra esos galeotes criminales!

—Gente endiablada y descomunal —grita desde lo alto Don Quijote—, dejad luego al punto esa alta princesa que lleváis forzada, sí no aparejaos a recibir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.

—Nosotros no somos ni endiablados ni descomunales —se oye decir a voces de invisibles gentes—, sino salvadores de esa princesa que decís.

—Para conmigo no hay palabras blandas, que ya os conozco, fementida canalla. —Y diciendo eso, Don Quijote pica a Rocinante y, la lanza baja, arremete contra el supuesto enemigo. Poco después se oye tal ruido de pedradas que caen sobre Don Quijote y Sancho, que el profesor, temeroso de que alguna de ellas lo descalabre, se retira prudente bajo los árboles. De nuevo aparece La brillante luna sobre el cielo, y una paz nocturna de solitarios jardines rodea al monumento, cuyas figuras están inmóviles.

Don Justo se dirige después a la calle de San Bernardo por la de los Reyes. Deja atrás la Universidad. Súbitamente queda parado al comienzo de la calle donde piensa penetrar. Se oyen redobles de tambores y agudas llamadas de clarines. Ecos de gente en loca algarabía ruedan como truenos por todas las calles y callejuelas de alrededor. Un hombre con una enorme navaja atada a un palo se cruza con Don Justo.

—¡Vamos, contra los invasores, a defender Madrid! ¡Los franceses quieren tomar el Parque de Artillería! —grita encendido de pasión, como un relámpago,

Don Justo comprende que está cerca de la Plaza del 2 de Mayo. La multitud se hace espesa, hierve en el fuego del patriotismo. Todo el pueblo de Madrid con las armas que más pronto ha encontrado a mano, corre hacia la puerta del Parque. Mujeres valerosas, con las negras cabelleras sueltas, se abalanzan, la navaja en mano, sobre los caballos de las tropas francesas, derriban al jinete y luego le apuñalan.

—¡Mueran los invasores! ¡Mueran los invasores! —se oye gritar por todas partes.

Los montones de cadáveres no infunden pavor a la multitud enardecida. La sangre corre en abundancia, pero ella es como un niego que se alza en llamas de odio y de heroísmo sobre todo el pueblo de Madrid.

Los franceses dan una y otra carga con su caballería. Caen muchos, muchos patriotas, pero sobre sus cuerpos tendidos pasan los demás atacando con furia arrebatada a los invasores, hasta hacerlos retroceder.

Don Justo coge la espingarda de unos de los caídos, y con sus escasas fuerzas avanza también con la multitud, atacando a los invasores.

—¡España para los españoles! ¡Madrid libre! —grita confundiéndose en el oleaje que embate una y otra vez a las tropas de Napoleón mandadas por el general Murat.

Los franceses han retrocedido. La puerta del Parque se abre aparecen los artilleros arrastrando un cañón. La multitud grita entusiasmada.

—¡Vivan los soldados españoles patriotas! —se alza la voz de Don Justo.

Daoiz y Velarde mandan a los artilleros. La boca del cañón enfila a los franceses, que se han acercado otra vez a tomar el Parque.

—¡Fuego! —grita Daoiz.

El cañón dispara. Los madrileños, enardecidos, arremeten con nueva furia a los invasores. Echan lumbre los ojos, y las navajas» tintas en sangre, brillan con centelleo de muerte.

—¡Atrás! ¡Atrás!

—¡Viva España! ¡Viva el pueblo de Madrid!

Y los franceses retroceden acobardados por el heroísmo de los madrileños.

Don Justo siente un fuerte golpe en la cabeza que le hace despertar como de un sueño. Se ha dado con una piedra al borde de un pequeño jardincillo. Está tendido. Mira alrededor. La plaza solitaria duerme en el silencio de la noche. En medio se alza, como monumento de conmemoración, la puerta del Parque de Artillería.

Cansado y dolorido, Don Justo se levanta, y al echar a andar, piensa recordando la alucinación patriótica de su fantasía:

—¡De una forma o de otra, ahora también tenemos invasores!

Don Justo vuelve a deambular por las calles. Ahora baja por la de Alcalá, hada su casa. Amanece. La noche de Madrid se va disolviendo en una aurora clara, de brillo de acero. Los contornos de la ciudad se destacan con viva luz. Pían millares de pájaros. Un cielo de inmaculados azules se abre alto y hermoso como los sueños.

Por la calle se ven aún escasos transeúntes. De pronto, pasada la puerta de Alcalá ve que se acerca un cuadro de dramática alucinación, Al verle, Don Justo tiembla. Es un joven moreno, erguido, con la palidez de la muerte en la cara, con unos ojos negros» negros que se clavan en el infinito. Lleva en la frente una herida roja, como una flor. A los lados dos guardias civiles negros, negros, le acompañan. «Tienen, por eso no lloran» de plomo las calaveras —con el alma de charol vienen por la carretera—. La luz del amanecer, luz de fuentes y de pájaros, les da de frente, les envuelve en una atmósfera de crudísima claridad. El grupo se aproxima. Don Justo tiembla como un niño, tiembla de miedo, de misterio. El joven de la herida es como un ángel entre dos figuras siniestras.

—¡Federico García Lorca! —dice Don Justo en voz baja, y transfigurado por la alucinación y el miedo, no se atreve a volver la cabeza y sigue, sigue pensando—: ¡El poeta asesinado os acusa, criminales, os acusará por los siglos de los siglos! «El crimen fue en Granada», recuerda la poesía de Antonio Machado.

Llega a la Plaza de la Cibeles y se sienta en un banco del Paseo del Prado, bajo una palmera. Está rendido de cansancio. Tiene sueño. Circula ya mucha gente. Bandadas de palomas revolotean por el edificio de Correos, Un sol de caricia, caluroso y picante como un vino, llega hasta el rostro de Don Justo. Se le cierran los ojos, se adormece. El sueño Le invade, por fin, con profundidad de cansancio.

Y sueña. En la Plaza de la Cibeles ve una enorme multitud con banderas, que canta himnos de alegría y triunfo. En los rostros se refleja La emoción. Las lágrimas se asoman a los ojos. Bajo un sol de maravillosos resplandores, el pueblo de Madrid celebra la fiesta de la liberación, igual que otros pueblos, igual que el mundo entero. El fascismo odiado» la tiranía, la noche triste y tenebrosa, no existen ya. Acabó la guerra. Es la victoria. Se han abierto las cárceles. Los presos vuelven a sus casas. Se abren amorosas las fronteras para los expatriados. A él, a Don Justo, le reponen en su cátedra. Los pueblos son al fin libres, libres. La cultura renace, la cultura vuelve a florecer. Un porvenir de paz alegra al mundo como la llegada de una larga primavera.

Don Justo, en sueños empieza a gritar:

—¡España libre!

—¡Viva Madrid! ¡Viva el pueblo de Madrid!

De pronto le despierta la brusquedad de unos golpes. Se incorpora y ve junto a él la figura de un guardia que le dice:

—¡Eh, borracho!, por pronunciar palabras subversivas, venga conmigo, ¡a la cárcel!

—¡Soñaba...! —contesta el profesor cesante con la inefable dulzura de las visiones que acaba de vivir.

—Eso a mí no me importa —le dice, desdeñoso, el guardia.

Y con la sonrisa y el optimismo del que sabe que pronto su sueño será verdad, marcha a la cárcel, tranquilo, despejado despierto.


Cesar M. Arconada
Kasán, 1941

Cuentos de Madrid, Moscú, 1942









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