El salvador de la escultura había estado
condenado por los sucesos de Octubre
Una iglesia en llamas
La vida tranquila de Denia se vio
alterada un día por un incendio de dramáticas proporciones. Estaba ardiendo la
iglesia de las Agustinas Descalzas. Un cortocircuito habla producido el fuego,
y eran inútiles cuantos esfuerzos se hacían para dominar las llamas. El
incendio seguía, y la gente contemplaba emocionadamente cómo crepitaban los
altares, cómo caían puertas y ventanas, cómo una espesa columna de humo se
elevaba al cielo.
La iglesia era de un gran valor artístico e
histórico al mismo tiempo. Fundación real —en la España gloriosa de los
Felipes—, el templo guardaba, especialmente, una imagen que tenia los máximos
fervores en el pueblo: el Cristo de la Santísima Sangre. Esta imagen tenía
en torno suyo una leyenda de milagros. Eran muchos los que en Denia o en
los pueblos comarcanos debían al Cristo el remedio de una desgracia o el alivio
en una angustiosa situación.
El incendio iba destrozando todo. Con una
increíble rapidez devoraban las llamas cuanto encontraban a su paso. Todas las
personas congregadas allí tenían en su pensamiento y en su mirada la misma
angustia: la suerte que pudiera correr aquel Cristo de la Santísima Sangre. En
los rostros anhelantes se reflejaba esta profunda emoción.
—¿Y cl Cristo? ¿Qué será del Cristo?
Algunos tienen la intención de entrar para
salvar la imagen milagrosa. Mas todo intento es imposible. Fuertes columnas de
humo cierran el paso. No se puede avanzar. El desaliento se pinta en los
rostros de los que han de contemplar resignadamente aquella infatigable
destrucción de las llamas. El fuego sigue y sigue, y ya la imagen del Cristo,
seguramente, arde en la gran hoguera que está consumiendo el templo.
En las monjitas que habitaban el convento a
que pertenecía esta iglesia, el dolor se hace más trágico. Están allí,
contemplando la furia del fuego, llorando por los altares destruidos, llorando,
sobre todo, por aquella imagen que era la mejor joya del templo: junto a su
valor artístico, la escultura tenia para todos una emoción sentimental. Una luz
irreal de milagro parecía envolver a la imagen.
Entre los que contemplaban el incendio,
entre los que iban y venían queriendo abatir aquel vendaval del fuego, un
hombre, de pronto, surge, más decidido que todos. Actitud resuelta, gesto
firme. Desafía las llamas, entra en el templo, pasa por entre la humareda. Su
decisión causa estupor entre los allí reunidos. Unos a otros se preguntan quién
es.
—Es Baldó —se oye—. Ese muchacho
sindicalista...
Momentos después, estaba salvada, merced al
gesto valeroso de este hombre, la imagen del Cristo de la Santísima Sangre.
La imagen milagrosa
Tenía la iglesia destruida un abolengo
ilustre: había sido fundada por Felipe III, a instancias de su privado el duque
de Denia, en los comienzos del siglo XVII. El propio monarca apadrinó a una de
las doce novicias fundadoras del convento, dotadas cada una de ellas por el
favorito del rey con seiscientas veintisiete libras anuales.
Fue inaugurado este convento de Agustinas
Descalzas por el mismo Felipe III. Denia tuvo una gran devoción hacia este
templo. Devoción que un hecho singular hizo acrecer considerablemente, a partir
de 1633. En el mes de Marzo de ese año se declararon en Denia unas fiebres
contagiosas, que causaban numerosas victimas entre los habitantes de la ciudad.
No se lograba combatir el mal, y el día de la Santísima Sangre (13 de Julio) un
religioso, fray Pedro Esteve, bendijo ante el altar en que se veneraba el
Cristo citado los panes que había de consumir el pueblo.
Comieron las gentes ese pan. Inmediatamente
decreció la mortalidad, desapareciendo la epidemia. No sólo esto: en el resto
del año y en los años sucesivos hubo muchas menos defunciones, como
posteriormente se ha podido comprobar por los libros parroquiales.
Esta es la imagen milagrosa y venerada que
un extremista, ha salvado ahora del fuego en Denia.
Cómo ha quedado el templo
Las huellas dramáticas del incendio están,
mudas y dolorosas, en lo que queda en pie de la destruida iglesia de Agustinas
Descalzas. Todos sus muros están ennegrecidos, desconchados por las llamas. En
las paredes interiores, magníficamente decoradas antes por los altares, sólo
hay ahora unas enormes pinceladas negras. El suelo está lleno de escombros y de
astillas. Restos de artesonado, hierros retorcidos, trozos calcinados de
objetos religiosos... Las puertas han quedado totalmente destruidas. Se
desprende de la iglesia destrozada una infinita sensación de tristeza. Nada ha
podido ser salvado del templo. Nada, excepto esa escultura que un muchacho de
la C.N.T. consiguió liberar de las llamas, jugándose su propia vida.
Cómo cuenta su hecho el sindicalista
que salvó al Cristo de la Santísima Sangre
Un café del Paseo del Marqués del Campo.
Unos cuantos hombres de ideas avanzadas se reúnen en él. Se oye el ruido de las
fichas de dominó. A veces, entre los comentarios a la partida, se escuchan
opiniones de táctica política y de lucha sindical.
—Ahora cierro a blancas...
—Pues yo os digo que si
Pestaña...
Entre esos muchachos que hablan y juegan al
dominó en tomo a una mesa está Baldó, el sindicalista que libró del fuego a la
imagen de Cristo de la Santísima Sangre.
Es un muchacho joven y fuerte, de mirada
leal y expresión tranquila. Sigue atentamente las incidencias del juego. Habla
marcando mucho las eses, en señal de buen alicantino.
Cuando le hablamos de aquel gesto suyo con
el que logró salvar la imagen, hay en él una sonrisa ingenua, de buen muchacho
que no reconoce mérito a lo que hizo.
—¡Bah! Aquello no tuvo importancia. Me
pareció que en aquellos momentos era mi deber. Y me lancé a ello, sin fijarme
en si corría o no riesgo, atento sólo a que el fuego no destruyese
aquella escultura tan venerada por Denia.
—¿Qué le impulsó a usted a lanzarse a las
llamas con el propósito de salvar el Cristo?
Tarda unos momentos en responder Baldó. Por
su frente parece pasar el recuerdo de aquellos instantes trágicos. Empieza a
hablar, poniendo en sus palabras un firme acento de verdad:
—Mire usted; le voy a ser sincero. Vi en
las monjitas del convento una expresión tan triste, que eso fue lo que me hizo
ir en busca del Cristo. Lloraban silenciosamente. Me pareció leer en sus
lágrimas la pena por la pérdida de aquella imagen. Fue un instante nada más.
Cerca de mí los bomberos aseguraban que no era posible salvar el Cristo. Todos
presenciaban consternados cómo el fuego destruía la iglesia. Sin pensarlo casi,
sintiendo en el corazón una fuerza secreta que me empujaba, me lancé al fuego.
¡Adelante! Yo, entonces, no me di cuenta de que pudiera correr peligro. A
saltos crucé por entre las hogueras, cogí la imagen y salí de nuevo al aire
libre, fuera ya de aquel calor espantoso. Mientras estaba en el templo sentí
que me ahogaba; sentía junto a mí los lengüatazos de las llamas. ¡Bah! ¿Qué era
todo eso al lado de la alegría que vi en los rostros de las monjitas al ver salvada
su imagen? Lloraban de gozo.
El salvador de la imagen estuvo
encarcelado por el movimiento de Octubre
—Me han dicho que es usted
sindicalista.
—Sí. Soy un creyente firme de la causa
proletaria. Tan firme, que intervine en el movimiento revolucionario de
Octubre, y por él estuve después encarcelado. Tampoco tiene importancia. Es
cumplir un deber nada más. Creí que entonces mi deber era unirme a la
revolución, como he creído ahora que mi deber estaba en salvar esa escultura,
por la que estaban llorando las monjitas de Denia.
La mano de Baldó se tiende leal en signo de
despedida. El muchacho rehuye hablar de sí mismo. Pero este admirable gesto suyo
no es solo un hecho material, no es simplemente el salvamento de una obra de
arte y de fe. Hay en ello, además, un significado espiritual y simbólico, un
signo de comprensión y de generosidad, la afirmación de que todas las ideas son
posibles y de que por encima del rencor político y social hay un imperativo de
amor y de respeto. En esta hora sombría, mientras el hombre es lobo del hombre
y mientras el odio y la crueldad separan fratricidamente a los hombres de
España, allá, en una ciudad levantina, un muchacho de la C.N.T. salva de la
hoguera al Cristo de la Santísima Sangre.
Mundo Gráfico,
17 de junio de 1936
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