Lo Último

3087. Y a lo lejos, una lucecita




La calle era una sima honda, larga y negra. Una hendedura en la corteza de un astro muerto. Por su fondo se arrastraba, como único indicio de vida, un gusanito de luz, un auto, que con los haces luminosos de sus faros barría los zócalos de las altas fachadas, moles difícilmente perceptibles, en las que pintaba al relumbrón fantásticas suntuosidades arquitectónicas insospechables en aquella negra cortadura. Todo lo que hay de inhumano y monstruoso en la gran ciudad se veía ahora cuando no había luz, y la calle en sombras y sin vida era como una grieta de indiscutible naturaleza sísmica.

En aquella desolada profundidad alguien estaba vivo todavía. El miliciano Pedro se arrancó del sueño y de la jamba que le servía de parapeto, corrió el cerrojo del máuser y, plantado en el centro de la calle, con las piernas abiertas y el arma terciada, guiñó el ojo de su linterna eléctrica al auto que venía. Acalló éste su resuello y cerró las pupilas indiscretas. La voz dura del miliciano rodó por el ámbito de la noche.

—¡Alto! ¡Alto...!

Chirriaron los frenos.

—La consigna... ¡Venga!

—«Pero la vil canalla...

—... perecerá a nuestras manos».

—Salud, camarada.

—Salud.

Siguió el auto su camino descubriendo resquicios de ciudad en aquel hondón tenebroso hasta que se lo tragó la distancia. El miliciano Pedro, arrastrando la culata del fusil por el adoquinado, volvió a su portal y a su somnolencia. De la guerra y de la revolución —pensaba— lo peor es el sueño que se tiene siempre. ¡Si se pudiera dormir! La guerra y la revolución serían menos duras y menos crueles si los hombres que las hacen hubieran dormido bien, a gusto, en una cama blanda y grande en la que fuese posible estirar las piernas entre unas sábanas frescas. Cuando se tienen los ojos como si fuesen de cristal y los párpados pesan como el plomo, cuando se siente en la espalda corvada por la fatiga una punzada sutil, no cabe andarse con contemplaciones. Había que ganar la guerra aunque no fuese más que para poder dormir. Luego haríamos todo lo demás. Pero hay que hacerlo todo ahora, sin quitarse nunca el correaje, sin dormir, sin pararse a pensar lo que se hace. ¡Tantas cosas hay que hacer!

La jornada ha sido dura. Entre ayer y hoy —¿cuándo fue ayer y cuándo es hoy?— ha sido preciso que los hombres de confianza se dedicasen a transportar precipitadamente todas las reservas de proyectiles y explosivos que el ejército del pueblo tenía en Madrid. Unos oficiales de aviación que hasta entonces habían permanecido leales levantaron el vuelo y se pasaron a los rebeldes. Como los traidores conocían los depósitos de municiones, se temía que antes de que transcurriesen muchas horas viniesen los trimotores italianos y alemanes a bombardearlos, y había sido necesario buscar nuevos e ignorados lugares donde almacenarlos. El mando había encontrado un lugar inmejorable: los sótanos del antiguo Teatro Real, situados a veinte metros de profundidad. Pero las bombas de ciento cincuenta kilos se abren camino siempre, y en evitación de riesgos se había procurado instalar el nuevo depósito con el mayor secreto. Sólo los hombres de absoluta confianza, los militares mejor probados, habían intervenido en el traslado.

El miliciano Pedro estaba desriñonado de cargar con las cajas de municiones, pero, una vez terminada la faena, había acudido como siempre a prestar guardia nocturna en las calles del barrio aristocrático plagado de espías y contrarrevolucionarios a los que había que vigilar noche y día. Estaba rendido, pero le sostenía el orgullo de haber prestado un servicio de confianza a la causa. Ya los oficiales de aviación que habían traicionado al pueblo no sabrían dónde ocultaba éste sus reservas de explosivos. Otros camaradas se habían encargado, además, de que no hubiese más oficiales de aviación traidores. Se podía, pues, esperar la llegada del nuevo día dando cabezadas en el quicio de aquel portal sin temor a una catástrofe inminente.

En la noche inmensa, la amplia calle del aristocrático barrio de Salamanca, que el miliciano Pedro vigilaba desde su escondite, permanecía silenciosa y oscura. Sólo allá en lo alto clareaba un poco el cielo al resplandor de las estrellas. Pedro, adormecido, estuvo contemplándolas con la mirada perdida en el infinito. Había una, más grande y más próxima, que parpadeaba como si estuviese jugueteando. ¿Qué estrella sería aquélla? No se parecía a las demás. Más roja y más brillante que las otras, lanzaba su lucecita con extrañas intermitencias. ¿Era una estrella o una luz de señales? Perforó Pedro la noche con sus ojos y se convenció de que aquella lucecita, manejada por algún espía, estaba transmitiendo señales. Su primer impulso fue el de todo miliciano: echarse el fusil a la cara y disparar. El latigazo del máuser hendió las sombras y la lucecita se extinguió.

—Soy un idiota —gruñó Pedro, arrepentido—; he debido acechar y cazarlo.

Pero la lucecita no volvió a brillar. Una hora más tarde el relevo sacaba a Pedro de su escondite. Antes de retirarse advirtió al camarada que le sustituía:

—Alguien anda por allá arriba haciendo señales con una lucecita. No lo espantes. A ver si conseguimos cazarlo.

Muerto de sueño volvió Pedro al cuartelillo para cenar y echarse a dormir hasta el alba. Ocupaba el cuartelillo la planta baja de un soberbio palacio en el que, bajo el control de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), se había instalado un ateneo libertario con sus cocinas populares y su cuerpo de guardia, que, no se sabe por qué, son las piezas fundamentales en todo ateneo anarquista. Los vastos salones del palacio, cubiertos de ricos tapices, servían ahora de albergue a una oscura masa de familias aldeanas fugitivas de los pueblos invadidos por las tropas rebeldes. Sobre las gruesas alfombras de nudo habían colocado sus sucios petates, sus cacharros de cocina, sus enjalmas y aperos, y allí hacían su vida disparatada de tribu trashumante acampada después de atravesar el desierto de la guerra en un fantástico oasis de las mil y una noches en el que había arañas monumentales, viejos relojes de bronce y doradas cornucopias, pero no había un rinconcito donde encender un buen fuego de retamas o un braserillo, ni un regato donde lavar la ropa, ni un prado donde los niños triscasen a su albedrío. Estupefactas, sin atreverse a nada, con el pañuelo negro sobre la cabeza y los brazos sarmentosos cruzados sobre el vientre, aquellas mujerucas aldeanas se pasaban las horas muertas plantadas en medio de los salones mientras los niños lloriqueaban y se orinaban en las alfombras con gran envidia de sus madres, que de buena gana lo harían también si se atreviesen. Los milicianos anarquistas que las habían llevado a aquel palacio cumpliendo así un acto típicamente revolucionario, las arreaban de un lado para otro con malos modales y empezaban a pensar que aquellas mujeres estarían mejor y más a su gusto en el patio de una posada que en el salón de un palacio. Pero la revolución tiene sus inevitables puerilidades.

El miliciano Pedro atravesó por entre aquellas gentes atónitas y fue a tumbarse en un butacón del cuerpo de guardia, un amplio salón en el que había ocho o diez colchonetas y algunos divanes para que los milicianos descansasen cuando no estaban de centinela y, en el centro, una gran mesa de roble sobre la cual un potente aparato de radio hacía sonar entre tempestuosos ruidos el Horst Wessel y después el Deutschland, Deutschland über alles.

—Eso es Sevilla —aseguró un miliciano, que, sin saber a ciencia cierta qué himnos eran aquéllos, conocía ya la música habitual de las fanfarrias sevillanas. —Quítalo; no tengo hoy humor de oír a ese tío. 

—Déjalo que se desahogue; siempre es divertido oírle, «Buenas noches, señores», decía ya por el micrófono la voz cascada del general-speaker con su pintoresco tonillo de jaque. Mientras los milicianos se descolgaban las pesadas cartucheras, se arrebujaban en las mantas y se quedaban adormilados con el cigarrillo pegado a los labios, el general rebelde iba volcando, como todas las noches, sus retahílas de injurias. «La canalla marxista...». «Esos hijos de la Pasionaria...». «Esos bandidos rojos...».

Los milicianos lo oían ya como quien oye llover. Jiménez, el «responsable» del grupo, un muchachito pálido y delgado, con ojos de loco disimulados tras unos gruesos cristales, había salido de un despachito contiguo y escuchaba al pintoresco general yendo de un lado a otro de la pieza con las manos en los bolsillos del pantalón y una sonrisa congelada en los labios delgados de tuberculoso.

«... esos idiotas —gritaba el general por el altavoz— no saben que entraremos en Madrid cuando nos dé la gana. ¡Cuando nos dé la gana, ea!».

—¡Que te crees tú eso! —apostillaba uno.

«... porque los días de la resistencia están contados y entonces esos granujas las pagarán todas juntas...».

—Ven aquí, que vas a cobrar —gruñía otro desde un rincón.

«... Sabemos que los rojos cuentan ya con pocos recursos para la defensa de Madrid. Y para que se vea que lo sabemos todo: hemos comprobado que ayer estuvieron trasladando las pocas municiones de que disponen...».

Jiménez, el camarada responsable, se quedó instantáneamente clavado en el centro de la pieza. Pedro se incorporó de un salto. Los demás milicianos se miraron unos a otros estupefactos.

«... Sí, señor; han metido las municiones en los sótanos del Teatro Real con mucho sigilo. Pero aquí se sabe todo. ¡Ja, ja, ja!».

El aparato de radio rodó por tierra de un manotazo.

—Estamos cercados de traidores —chilló el responsable.

—Nos asesinarán impunemente.

Pedro, atónito, miró receloso a sus camaradas.

¿Quiénes serían los traidores? Recordó entonces la extraña lucecita que había descubierto mientras estuvo de guardia. Se incorporó de un salto y cogiendo de un brazo al responsable se lo llevó a un rincón y estuvo cuchicheando con él.

—No debiste espantarle con el disparo.

—Tienes razón. Vamos a ver si le cazamos. Aquella lucecita estaba transmitiendo señales, estoy seguro.

Salieron a la calle. El miliciano que estaba de guardia en el portal se había dormido. Allá a lo lejos, muy alta y muy pequeñita, una luz rojiza seguía haciendo sus guiños a la noche. Procuraron orientarse y localizarla. Fue un trabajo penoso. El que la manejaba debía de hallarse colocado en un lugar desde el que sólo se hacía visible en un estrecho sector. Pedro y Jiménez subieron a los tejados de varias casas infructuosamente, hasta que al fin se asomaron a una buhardilla desde la que descubrieron una terracita próxima en la que indudablemente estaba el que manejaba la luz. Debía de ser una linterna eléctrica, y sus golpes de luz eran análogos a los del sistema Morse.

Atravesaron la calle y entraron en la casa del espía. El portero, atemorizado, les informó de la vecindad. Únicamente ofrecía sospechas el inquilino del entresuelo. Llamaron. Una viejecilla temblorosa les abrió. El dueño no estaba en casa.

—¿Dónde está?

—No lo sé.

—¿No estará en la terraza?

Se inmutó la vieja.

—¿Quién es el dueño del cuarto?

—Un ingeniero.

—¿Militar?

—... Sí, creo que sí.

—¿Graduación?

—Comandante.

—Basta.

El camarada responsable y Pedro subieron sigilosamente a la terraza con las pistolas en la mano. Empujaron suavemente la puerta y miraron. Un hombre agazapado tras la balaustrada de la terraza maniobraba con una linterna eléctrica por entre el hueco de los barrotes. Estaba tan abstraído en su tarea que no advirtió la presencia de los intrusos. Pedro llegó hasta él de puntillas, le puso el cañón de la pistola en el costado y le ordenó secamente:

—Sigue...

El hombre aquel dio un salto y tiró la linterna para sacar del bolsillo una pistola. Jiménez, al acecho, se había adelantado y con una fuerza insospechable en él le atenazaba el brazo. Pedro esgrimió su pistola cogiéndola por el cañón y golpeó con la culata la cara del espía. Reducido éste a la impotencia, Jiménez recogió del suelo la linterna, se la puso en la mano y le conminó de nuevo:

—Sigue o te mato.

El hombre vacilaba. Cuando vio que Pedro le arrancaba de la balaustrada, le colocaba de cara a la pared y le apoyaba el cañón de la pistola en la nuca hizo ademán de resignarse. Se acercó de nuevo al rincón estratégico e hizo funcionar como antes su linterna eléctrica.

Cuando llevaba hechas algunas señales, Jiménez ordenó:

—Basta.

Los tres hombres aguardaron anhelantes. No tardó en descubrirse a lo lejos el brillo intermitente de otra lucecita.

—¡Ya está! —gritó, lleno de júbilo, el camarada responsable.

Procuró localizar desde allí al segundo espía, pero debía de estar lejos y era difícil. La operación de provocar las señales luminosas del otro espía para fijar su emplazamiento se repitió dos o tres veces más, hasta que Jiménez creyó estar seguro del lugar preciso desde donde contestaba.

—Es el otro lado de la Castellana; me parece que en una torrecita que hay junto a Santa Bárbara. Voy al cuartelillo para que unos cuantos hombres de confianza me acompañen. Tú te quedas aquí y obligarás a éste a que siga haciendo señales, pero ten cuidado para que no pueda advertir al otro del peligro. Cuando yo haya cazado al de allá daré con la linterna ocho golpes seguidos de arriba abajo. ¿Entendido?

Sin perder de vista al prisionero, que Pedro seguía teniendo acorralado, Jiménez se acercó al miliciano y todavía le susurró algo al oído.

—Luego —agregó en voz alta— vendrán los camaradas a buscarte para que continuemos la cacería.

Pedro y el hombre aquel quedaron a solas y a oscuras en la estrecha terraza. Ante ellos, la noche y el silencio. Madrid, sin una luz, sin un ruido, se adivinaba apenas por los contornos imprecisos de sus edificios. Los dos hombres inmóviles se espiaban en la oscuridad. El prisionero era un hombrecillo tieso y delgado. Tenía los ojos clavados en el miliciano y se le adivinaba apenas la cara bañada por la sangre que ni siquiera se cuidaba de restañar. Pasó un rato. Pedro seguía con la pistola asestada a su pecho. Hacía frío. El prisionero se puso a toser. Hubo aún otra pausa.

—Me vas a matar, ¿no es eso? —preguntó al fin el hombrecillo con una voz clara y un impresionante acento de naturalidad.

—No lo sé —farfulló Pedro, desconcertado.

—Sí; te ha dicho que me mates.

—Haré lo que me parezca. ¡A callar!

El hombrecillo se encogió de hombros. Pasado un rato se sorbió la sangre que corriéndole por la mejilla le había llegado al labio y preguntó:

—¿Me dejas fumar?

—Fuma si quieres.

Sacó el hombre su petaca y se puso a liar un cigarrillo; antes de guardársela se la ofreció al miliciano.

—¿Quieres?

—No; gracias.

—De nada.

Pedro, desconcertado, empezaba a irritarse. Cuando el prisionero sacó la caja de cerillas y fue a encender una se arrepintió de su complacencia y dándole un manotazo le tiró al suelo el cigarro y las cerillas.

—No se fuma —ordenó.

—Haberlo dicho antes —rezongó el hombrecillo—. A eso no hay derecho.

—Hay derecho a todo —rugió Pedro—; incluso a matarte.

—Eso es otra cosa —replicó altivamente el prisionero.

Volvieron a quedarse silenciosos e inmóviles frente a la noche. De vez en cuando brillaba la lucecita a lo lejos como si interrogase. Pedro obligaba entonces al prisionero a que diese tres o cuatro abanicazos de luz con la linterna para mantener al otro a la expectativa.

Pasaba el tiempo. El hombrecillo volvió a toser.

—¿Hasta cuándo? —gruñó.

Hubo todavía un rato de absoluta oscuridad. Luego, Pedro vio dibujarse en el cóncavo de la noche un trazo vertical de luz, luego otro y otro; hasta ocho. Los dos hombres se hallaban ansiosamente inclinados sobre la balaustrada de la terraza. Pedro, un poco hacia atrás, seguía apoyando su pistola en el costado del hombrecillo. Éste volvió la cabeza y lanzó a Pedro una mirada lenta y pesada. Pedro no hizo más que levantar el brazo corriéndolo por la espalda del prisionero, apoyarle el cañón de la pistola en la nuca y disparar. Lo vio doblarse sobre la balaustrada, agarrarse a ella con ambas manos, resbalar y caer de bruces en el suelo hecho un guiñapo.

Enfundó la pistola. Cuando ya salía le asaltó la curiosidad de saber quién era aquel hombre al que había matado.

Cogió la linterna e iba a asestarla a la cara del muerto, pero se arrepintió. ¿Quién era? ¿Cómo sería su cara? ¡Bah! Uno; un enemigo menos. ¿Qué más le daba?



*


Apenas salió al portal cuando llegó un auto con los cañones de los fusiles asomando por las ventanillas en el que venían a buscarle cuatro camaradas.

—¿Listos?

—Listos. Ya ha caído también el otro. Vamos ahora a buscar al tercero, al que ya hemos localizado. Debe de estar en la Gran Vía, al parecer en la terraza de un hotel. Forman una verdadera cadena y tenemos que ir cogiendo los eslabones uno por uno antes de que se haga de día. Aprisa.

Partió el auto con Pedro y sus cuatro camaradas en dirección a la Gran Vía. Penetraron en el hall del hotel, cuchichearon con el camarada del comptoir y subieron a la terraza. Desde allí descubrieron la lucecita que Jiménez debía de seguir manipulando desde la torrecilla de Santa Bárbara para entretener al tercer espía.

Otra lucecita brillaba además de manera intermitente allá lejos, hacia el Oeste.

—¡Allí está también el otro! — exclamó Pedro, lleno de júbilo.

—Debe de ser en la Moncloa.

—No, no; es en Rosales o en la calle Ferraz donde tiene el nido.

Escudriñaron ansiosamente la noche.

—Es en un gran edificio que hay en Rosales, frente al Parque del Oeste; no hay por allí ninguna otra construcción tan alta — concluyó uno de los milicianos después de minuciosas observaciones.

Volvieron entonces a conferenciar con el camarada del comptoir. ¿En qué cuarto del hotel podía estar el espía que buscaban? Aparte de la terraza no había en el hotel más ventanas desde la que pudieran ser visibles las dos lucecitas que la de un cuarto ocupado hacía días por un aviador catalán, leal a la República.

—Vamos a comprobar su lealtad —dijo Pedro.

Descendieron, hicieron saltar el pestillo del cuarto, dieron luz y penetraron con los fusiles echados a la cara.

Un hombre joven, moreno, cuidadosamente rasurado, el pelo ondulado, una medallita de oro al cuello y en pijama, se hallaba al otro lado de la cama delante de un amplio ventanal abierto de par en par. Tenía las manos a la espalda y al gritarle Pedro el «arriba las manos» dejó caer algo que dio un golpe seco en el suelo. Pedro se agachó y recogió una linterna eléctrica. Los ojos le brillaron con un júbilo feroz.

—¡Fuego! —gritó.

El hotel se estremeció con los estampidos de cuatro detonaciones a destiempo. No había miedo de que el estrépito de la descarga alborotase a la vecindad. Ni una sola ventana se abrió; ni una voz alarmada pudo oírse. Ni un rumor, ni una sombra en los pasillos. Como si aquel hotel y aquel barrio estuviesen deshabitados. En el cuarto inmediato, el inquilino comprobó satisfecho que los tiros no le habían matado a él, se tapó la cabeza con la almohada y así se estuvo quieto, quieto, hasta que fue de día.

Con un agujerito en la frente y un hilillo de sangre que le corría por la mejilla y el cuello, el guapo mozo quedó allí de rodillas ante la cama. Tenía la cabeza doblada y apoyada en el borde del lecho. Los brazos, enfundados en el amplio pijama de seda, le caían inertes hasta el suelo y le daban un aire grotesco y elegante de pierrot de trapo.

—Debíais llevároslo —pidió el camarada del comptoir a los milicianos—. No está bien que el fiambre aparezca mañana en el mismo hotel.

—Échalo por el montacargas —le contestaron.

Y por el montacargas lo echó cogiéndolo a puñados como un muñeco de trapo con los resortes rotos, al que se tira a la basura.



*


La terraza y los pisos altos de la casa del paseo de Rosales, desde donde al parecer maniobraba el cuarto eslabón de la cadena de espías, estaban deshabitados. Los inquilinos, gente toda acomodada, habían huido al campo faccioso o estaban presos. Sólo estaba habitado un cuartito del quinto piso. En él permanecía con su madre y su doncella una damita elegante, protegida, según reveló el portero, de uno de los personajes más prestigiosos de la República. Cuando los milicianos llamaron al cuarto de la señorita Carmina, tardaron mucho rato en abrir. Apareció una mujer entrada en años a la que no sobrecogieron los fusiles ni las malas caras de los milicianos. Tuvieron que apartarla rudamente para que les franquease la entrada, y allí fueron las protestas, los insultos y las amenazas. ¡Brava vieja! ¡Cómo chillaba! Aquella era una casa adicta al régimen, no había en ella más que mujeres y lo que los milicianos estaban haciendo era un atropello que pagarían caro. Su hija estaba en aquellos momentos telefoneando al director general de Seguridad y al propio ministro de la Gobernación.

—Que comparezca su hija —ordenó el camarada responsable.

—Mi hija está en su alcoba acostada y no saldrá.

A una señal de Jiménez, los milicianos apartaron a la vieja y se metieron por el pasillo. Encontraron una puerta cerrada; saltaron la cerradura y entraron en una alcoba de mujer lujosa y coqueta. Hundida entre los encajes de un lecho de gran espectáculo aparecía una cabecita rubia y ondulada que se inclinaba sobre al auricular de un teléfono. Jiménez arrancó de cuajo el aparato y lo tiró en un rincón. La señorita Carmina se incorporó furiosa. Jiménez, impertérrito, se caló sus gafas de gruesos cristales y comenzó a interrogarla. La muchacha contestaba con aplomo y altanería, y el camarada responsable vaciló. ¿Se habrían equivocado? Miró la ventana. Estaba cerrada y con las persianas y las cortinillas echadas.

—Están ustedes equivocados —repetía ella.

—Es posible —tuvo que reconocer Jiménez.

Receloso, sin embargo, decidió hacer una requisa por las casas inmediatas.

—Usted quedará aquí detenida y con una guardia de vista mientras yo hago ciertas averiguaciones.

Miró a sus hombres buscando uno. Pedro era el único que le infundió confianza.

—Tú, Pedro, quédate aquí y que esta joven no se mueva ni desde la casa puedan avisar a nadie hasta que regresemos.

Salió Jiménez con los cuatro milicianos. Pedro encerró a la vieja y a la doncella bajo llave. Luego volvió a la alcoba de Carmina y se sentó tranquilamente en una descalzadora.

—¿Me hace el favor de salir un momento al pasillo? —pidió ella.

—No.

—Es que tengo que vestirme.

—Me da igual.

—Usted es un canalla que lo que pretende es abusar de mí.

Pedro la miró despectivamente y se encogió de hombros.

—Por lo menos, mire usted hacia otro lado mientras me visto.

—¡Qué idiotez! —gruñó Pedro ladeando de mala gana la cabeza.

—Hacia allá —indicó ella sonriendo agradecida.

Le señalaba el extremo opuesto de la alcoba. Pedro miró allí distraídamente. Había en aquel rincón un tocadorcito en cuyo espejo se reflejaba el lecho y el cuerpo de la joven que en aquel instante salía de entre las sábanas y se mostraba casi al desnudo. Pedro cerró los ojos. Los volvió a abrir. Los volvió a cerrar. En el plano inclinado del espejo veía a la mujer casi desnuda, risueña, cambiando estudiadamente de postura. Apretó con rabia las mandíbulas, se levantó y se puso a mirar el lomo de la docena de volúmenes que había en una pequeña librería adosada a la pared.

Le humillaba e irritaba aquella estupidez burguesa del intento de la seducción. Se puso a hojear al azar los volúmenes. Novelas eróticas de escritores reaccionarios. Oculto entre las páginas de uno de ellos había un pequeño folleto. El alfabeto Morse. Cómo se aprende a utilizarlo leyeron sus ojos radiantes. Cerró el libro, lo colocó en su sitio y se volvió hacia la joven.

—Tengo que practicar un registro en esta habitación.

—No tiene usted derecho.

Pedro, desoyendo las protestas de Carmina, abría ya las puertas del armario y sacaba los cajoncitos del tocador. En uno de ellos vio dentro de un marco de plata una cara conocida. ¿Dónde había visto recientemente aquella cara? Era un hombre joven, moreno, guapo, que él había visto indudablemente en algún sitio. ¡Claro! Era el hombre que había matado hacía media hora en el hotel de la Gran Vía.

—¿Este hombre? —preguntó a Carmina.

—Un amigo: es un muchacho aviador leal al régimen.

Pueden ustedes informarse. En el hotel de la Gran Vía vive.

—Vivía.

—¿Cómo?


—Nada.
Pedro abrió la ventana. Marcó con el dedo índice en la negrura de la noche el lugar donde debía de estar el hotel y preguntó a Carmina.

—¿Allí? ¿Verdad?

Carmina, desconcertada, permanecía en silencio. Pedro se volvió de improviso hacia ella y la conminó.

—¿Dónde ha escondido usted la linterna?

—¿Qué?

—La linterna eléctrica, sí, ¿dónde está?

—No sé de qué me habla usted.

Empuñó Pedro la pistola, metió una bala en la recámara y apuntó al pecho de Carmina. Ésta se cubrió la cara con las manos, aterrorizada. Luego se repuso, irguió la cabeza y replicó:

—No sé de lo que me habla. No tengo ninguna linterna.

Jiménez y los milicianos volvían desalentados. No habían encontrado nada. Las señales luminosas tenían que hacerse forzosamente desde aquel cuarto.

—Desde este cuarto es, y esta mujer quien las hacía —afirmó Pedro.

¿Pruebas? La cartilla del alfabeto Morse y el retrato del espía cazado en el hotel, amigo o novio de aquella señorita.

—¿Y a qué has esperado? —preguntó Jiménez con aterradora frialdad.

—¡Hombre! ¡Como se trata de una mujer! Está ahí, además, la madre...

—¿Qué, te da lástima? ¿O es que te has entendido con ella?

Se volvió a Carmina.

—Vamos, niña.

—¿Adónde?

—A dar un paseo.

—¡No! ¡No me maten! ¡Por Dios y por la Virgen, no me maten! Yo les contaré todo.

Su entereza se abatió súbitamente. Contó cómo el aviador, su novio, la había inducido a prestar aquel servicio. Reveló dónde estaba el puesto de señales al que ella transmitía las noticias que por medio de la linterna eléctrica le enviaba su novio. Era una casa pequeñita situada al otro lado de la Moncloa, en la cuesta de las Perdices.

Jiménez escuchó impasible la confesión de Carmina y concluyó:

—Está bien; tiene usted que acompañarnos.

—¿No me harán nada, verdad?

—No.

Salieron al paseo de Rosales y echaron a andar hacia los jardines de la Moncloa. Delante iban Carmina, arrebujada en un chal de seda, y Jiménez, con la mano derecha apoyada en la culata de su pistola. A los pocos pasos el camarada responsable se quedó deliberadamente rezagado. Ella, atemorizada, volvió la cabeza y vio que los milicianos se echaban los fusiles a la cara. Dio un grito de horror y corrió hacia delante con los brazos extendidos. El chal de seda le revoloteaba en torno al cuerpo como una mariposa perdida en la noche. Volaba por el senderillo en busca de un refugio imposible cuando la traspasaron las balas de los máuseres. Se abatió entre un remolino de sedas y gasas. Al caer, la falda leve se le arrolló a la cintura y sobre la grava del sendero quedó tirada una pierna fina y larga como esas piernas de cera que se exhiben en los escaparates.

Los milicianos volvieron al paseo de Rosales en busca del auto que les aguardaba. Uno de ellos, apodado el Monago, se había quedado rezagado.

Jiménez, ya desde el auto, le llamó.

—¡Eh, tú, Monago! ¿Qué haces?

—Ahora voy.

El Monago estaba escribiendo en un papel estas palabras: «Por espía de los fascistas». Luego puso el papel junto al cuerpo de la muchacha, lo sujetó con cuatro piedrecitas para que el viento no se lo llevase y fue a reunirse con sus compañeros, que ya se impacientaban.



*


Los milicianos rodearon la casita de la cuesta de las Perdices. Cuando llamaron a la puerta les contestaron a tiros. El Monago fue al puesto de Aravaca, y volvió con quince o veinte camaradas más, que organizaron seriamente el sitio y asalto de la casita. Los de dentro, al verse perdidos, se rindieron. Eran cinco; jóvenes todos y con atuendo de milicianos. Se cerraron en un mutismo absoluto. Un sexto prisionero, descubierto después en un hueco del desván, los delató a todos. Los cinco eran oficiales del ejército disfrazados de milicianos que se dedicaban al espionaje. Él era asistente de uno de ellos. Los oficiales estaban en comunicación con un hotelito de El Plantío que era otro nido de espías, y desde allí transmitían las señales luminosas a una choza de pastor situada en el término de Torrelodones. La cadena de espías llegaba hasta la Sierra y se internaba en las líneas de los rebeldes. Jiménez puso a los cinco oficiales de cara a la pared y con los brazos en alto. Pedro quería fusilar también al asistente que los había delatado.

—Es un traidor —decía.

—Es uno de los nuestros, es un hombre del pueblo —arguyó el camarada responsable—; tenemos el deber de redimirle. En cambio, para ésos, para los señoritos, no hay redención.

Allí mismo, de cara a la pared, los fusilaron. Tuvieron que estar tirando sobre ellos durante un rato porque no les acertaban. ¡Qué trabajo costó que se murieran!

Sin detenerse, salió la patrulla para El Plantío. Quedaban escasamente dos horas de noche y había que descubrir el final de la cadena de espías antes de que amaneciese. En el hotelito de El Plantío, un buen señor gordo y calvo con aire de burócrata quedó echado de bruces sobre un bufete burgués mientras encerrados en la cocina lloraban unos niños y se mesaba los grises cabellos una infeliz mujer horrorizada.

Ya al pie de la Sierra, en Torrelodones, no fue tan fácil la faena. Cuando los milicianos cercaron la choza del pastor adonde les había conducido el asistente traidor, unos mastines les delataron y un hombrón barbudo y recio salió en mangas de camisa con una escopeta entre las manos y en dos saltos ganó unos riscos próximos tras los que se parapetó. Desde allí, como un jabalí acosado por la jauría, estuvo defendiéndose. Dos de los milicianos cayeron; uno con la cara deshecha y otro con las piernas acribilladas por el plomo de sus trabucazos. Entre el resplandor de los fogonazos continuos, Pedro descubrió a lo lejos una lucecita que parpadeaba como si interrogase.

—Allí; allí está el otro —advirtió el camarada responsable.

—Hay que acabar pronto con éste. El de allá, si se da cuenta de lo que pasa aquí, puede escabullírsenos.

—No será difícil dar con él. Fíjate bien. Está allá arriba, a media ladera de la montaña, cerca ya del puerto de Navacerrada.

—Ya lo cazaremos luego. Ahora hay que terminar con éste.

Los milicianos fueron estrechando el cerco. Los disparos del fugitivo se espaciaban cada vez más. No tiraba más que sobre seguro y economizando las municiones. Cuando después de tirotearle sin obtener respuesta durante diez minutos se decidieron a acercarse cautelosamente preguntándose si lo habrían matado, una sombra gigantesca cayó de improviso sobre ellos blandiendo la escopeta cogida por el cañón como si fuese una maza. El miliciano que estaba más cerca hurtó el cuerpo al terrible mazazo y el fugitivo se abrió camino hacia la montaña. Al dar un salto formidable para hundirse en las sombras de un barranco próximo, Pedro disparó sobre él. La bala le alcanzó en el aire y le hizo dar una voltereta. Los milicianos se acercaron. Tendido en el suelo se debatía en los estertores de la agonía un hombrón fornido que clavaba las uñas en la tierra y levantaba jadeando el pecho cubierto de vello en el que se enredaban unas medallitas y un crucifijo.

—¡Que Dios los maldiga, hijos de perra! —rugió.

Jiménez le dio la vuelta empujándole con la punta del pie, le aplicó la pistola a la nuca, disparó y lo dejó aplastado contra la tierra mordiendo rabiosamente la hierbecilla.

En la coronilla, erizada de pelos cortos y tiesos, se le advertía aún la señal de la tonsura.



* 


A los dos camaradas malheridos los entregaron los milicianos al comité revolucionario de Navacerrada y acto seguido emprendió la patrulla la ascensión a la montaña. No había por aquellos desolados contornos más edificio desde el cual se pudieran haber hecho las misteriosas señales que un gran sanatorio antituberculoso, evacuado ya a medias, hasta el cual llegaban a veces los obuses de la artillería facciosa. Alguna noche, ante la furia del cañoneo y considerando inminente la llegada de los moros y el Tercio, más de un pobre tísico tachado de antifascista había huido horrorizado a campo traviesa hendiendo la noche con el desgarrón de su tos cavernosa y sembrando la nieve que pisaba con las amapolas de sus esputos sanguinolentos.

En el sanatorio quedaban ya únicamente los enfermos que más o menos abiertamente simpatizaban con los fascistas, por lo que no temían, sino deseaban, su llegada, y alguno que otro caso de enfermo en el último período de la tuberculosis, para quienes la muerte que silbaba en los proyectiles fascistas era un peligro mucho más remoto que el de la muerte que ya tenían alojada en el pecho. Entre aquellos seres infelices que esperaban a morirse tendidos en las galerías del sanatorio, la guerra civil, aunque pareciera inconcebible, se mantenía también con un encono feroz. Fascistas unos y antifascistas otros, se agredían verbalmente desde sus camastros con una saña verdaderamente patológica. Validos de la prerrogativas de su mal y sintiéndose condenados por una sentencia inexorable, desafiaban todas las coacciones y amenazas. Uno de ellos tenía un trapo con los colores de la bandera monárquica escondido debajo de la almohada, y cuando la fiebre le hacía delirar se incorporaba en el lecho y tremolando su bandera por encima de la cabeza gritaba frenéticamente: «Arriba España», mientras los enfermos vecinos, enemigos del fascismo, se debatían impotentes entre las sábanas y llamaban a los milicianos para que lo fusilasen. No había quedado en el sanatorio más que una hermana de la Caridad, sor María, que, convertida en la camarada María adscrita al Socorro Rojo Internacional y con su carné del Partido Comunista en el pecho, iba y venía de una cama a otra intentando vanamente apaciguar el furor político, el odio de clase de aquellos infelices.

Cuando los milicianos se presentaron en el sanatorio, uno de aquellos espectros horribles requirió al camarada responsable y se apresuró a delatar espontáneamente al espía.

—¡Aquél! ¡Aquél es un fascista! Tenéis que matarlo...

—¿Has observado tú sus manejos? ¿No te has fijado en si hace señales con una luz durante la noche?

—Sí, sí. Debajo del colchón tiene escondida una linterna. Matadle para que yo pueda morir en paz.

Jiménez se acercó a la cama del fascista, que con la frente sudorosa hundida en la almohada le miraba de través con una pupila febril.

—Levántate.

No se movió. De un tirón lo ladearon y de debajo de la almohada le sacaron la banderita roja y gualda y una linterna eléctrica.

—¿Es esto tuyo? —le preguntó Jiménez, que estaba a los pies de la cama.

—Sí; es mío. ¿Y qué? —gritó el enfermo incorporándose en el lecho.

Jiménez no contestó. Sacó la pistola, apuntó lentamente y la disparó contra aquel armadijo de huesos y pellejo que, como en una grotesca escena de polichinelas, se desplomó sin proferir un grito.

—Gracias, muchas gracias, camarada —dijo desde su cama el otro tísico—. Ahora podré morir tranquilo.

Y se arropó para dormirse.



*


Pasado el puerto de Navacerrada comenzaba el escenario de la guerra. Por dondequiera se encontraban montones de pertrechos, camiones cargados de municiones y víveres, patrullas y puestos de centinela. Allá abajo, al final de la vertiente, hacia Valsaín, estaban las vanguardias fascistas. En la explanada de Las Dos Castillas los artilleros leales emplazaban las piezas de grueso calibre para batir las posiciones fortificadas del enemigo apenas apuntase el día. Jiménez, seguido por su patrulla, buscó al comandante de aquel sector del frente.

—Es imposible —le dijo el comandante— que aquí en el frente, en nuestras mismas líneas, haya espías que se atrevan a actuar. Esas señales luminosas que nosotros no hemos advertido van seguramente por encima de nuestras cabezas al campo enemigo.

—Debe de haber aún un último eslabón en nuestras filas —insistió Jiménez.

—Hagan ustedes las pesquisas que quieran. Pero tengan cuidado. El frente es muy irregular y pueden meterse en la boca del lobo.

Jiménez y sus hombres descendieron en el auto por la vertiente norte de la Sierra. Los centinelas les iban reiterando cada vez con más premura la advertencia del peligro. Uno de ellos ya no les dejó pasar en el auto y les recomendó que si querían ir más allá dejasen el auto en la carretera y echasen a andar con precauciones por los senderillos de la montaña sin perder de vista los puestos avanzados de la línea republicana. Jiménez insistió en avanzar. Había visto allá lejos, en las profundidades del valle, una lucecita vacilante, y a toda costa quería llegar hasta ella.

—¡Allí! ¡Allí están los últimos traidores! —decía—. No vamos a dejarlos vivos por miedo a las balas fascistas. Hay que llegar hasta el final. ¡Hasta el final! —repetía obsesionado.

Los milicianos que le seguían, al verse perdidos en los vericuetos de la montaña, ante las trincheras fascistas, vacilaban.

—Hay que ir por esos traidores —insistía el camarada responsable— aunque estén en las mismas narices de Franco.

Y se tiraba barranco abajo como un loco seguido por Pedro, que, apretando el fusil entre las manos y con las mandíbulas encajadas, avanzaba sin ver el camino, con los ojos clavados en la lejanía, donde de tiempo en tiempo —ilusión o realidad— brillaba una lucecita. Los demás milicianos se fueron quedando rezagados entre los pinos. Jiménez, al verse solo con Pedro, rugió frenético:

—¡Cobardes! ¡Asesinos! No son capaces más que de asesinar por la espalda a viejos y mujeres. Los voy a fusilar a todos. ¡A todos!

Loco de furor, avanzaba a ciegas con los gruesos cristales de las gafas empañados y creyendo ver siempre una lucecita cada vez más distante. Pedro, tras él, como un can sumiso, abría desesperadamente los ojos a la fantasmagoría del amanecer y buscaba entre las vacilaciones del alba aquella lucecita ideal que les llevaba a la muerte.

—¿Tú la ves? —preguntaba Pedro.

—¡Allí! ¡Allí! —decía Jiménez extendiendo el brazo sin dejar de correr.

Del laberinto de los pinos, cuyas raíces se les enredaban entre las piernas, salieron a una planicie despejada en cuyo confín brillaba clara y distinta una lucecita de plata. ¿Era aquella la señal del espía? ¿Era el lucero del alba?

—¡Allí! ¡Allí! —gritó Jiménez triunfante, corriendo por la pradera.

Un semicírculo de fogonazos cortó el prado con sus cincuenta lengüecillas de fuego. Bajo el trueno de la descarga cerrada, Jiménez y Pedro doblaron las rodillas y palparon primero con las manos y después con la cara la yerba mojada y fría.

Jiménez se quedó con los ojos muy abiertos. Clavada en ellos se llevó para siempre la imagen de aquella lucecita distante.

Pedro, mientras se desangraba, se iba quedando plácidamente dormido. Se acomodó en la yerba fresca y mullida. En la guerra y la revolución era difícil dormir. ¡Pero qué a gusto se dormía al final!


Manuel Chaves Nogales
A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, Ercilla, 1937









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