Tengo motivos que usted conoce para un gran
amor a la tierra de Soria; pero tampoco me faltan para amar a esta Andalucía
donde he nacido. Sin embargo, reconozco la superioridad espiritual de las
tierras pobres del alto Duero. En lo bueno y en lo malo supera aquella gente.
Esta Baeza, que llaman Salamanca andaluza, tiene un Instituto, un Seminario,
una Escuela de Artes, varios colegios de segunda enseñanza, y apenas sabe leer
un 30 por 100 de la población. No hay más que una librería donde se venden
tarjetas postales, devocionarios y periódicos clericales y pornográficos. Es la
comarca más rica de Jaén y la ciudad está poblada de mendigos y de señoritos
arruinados en la ruleta. La profesión de jugador de monte se considera muy
honrosa. Es infinitamente más levítica que el Burgo de Osma y no hay átomo de
religiosidad. Hasta los mendigos son hermanos de alguna cofradía. Se habla de
política -todo el mundo es conservador- y se discute con pasión cuando la
Audiencia de Jaén viene a celebrar algún juicio por jurados. Una población
rural, encanallada por la Iglesia y completamente huera. Por lo demás, el
hombre del campo trabaja y sufre resignado o emigra en condiciones tan
lamentables que equivalen al suicidio.
A primera vista parece esta ciudad mucho más culta que Soria, porque la gente acomodada es infinitamente discreta, amante del orden, de la moralidad administrativa y no faltan gentes leídas y coleccionistas de monedas antiguas. En el fondo no hay nada. Cuando se vive en estos páramos espirituales, no se puede escribir nada suave, porque necesita uno la indignación para no helarse también. Además, esto es España más que el Ateneo de Madrid. Yo desde aquí comprendo cuán a tono está con la realidad esa desgarrada y soberbia composición de usted y comprendo también su repulsión por esas mandangas y gariboleos de los modernistas cortesanos. A esos jóvenes los llevaría yo a la Alpujarra y los dejaría un par de años allí. Creo que esto sería más útil que pensionarlos para estudiar en la Sorbona. Muchos, seguramente, desaparecerían del mundo de las letras, pero acaso alguno encontraría acentos más hondos y verdaderos.
Yo no me atrevo a decir en público ciertas cosas, por miedo a que se me crea defensor de la barbarie nacional, pero temo también que se forme en España cierta superstición de la cultura que puede ser funesta. Me parece muy bien que se mande a los grandes centros de cultura a la juventud estudiosa, pero me parece muchísimo mejor la labor de usted cuando nos aconseja sacar con nuestras propias uñas algo de nuestras mismas entrañas. Esto, que no excluye lo otro, me parece lo esencial. Yo he vivido cuatro años en París y algo, aunque poco, he aprendido allí. En seis años rodando por poblachones de quinto orden, he aprendido infinitamente más. No sé si esto es para todos, pero cada cual es hijo de su experiencia.
A primera vista parece esta ciudad mucho más culta que Soria, porque la gente acomodada es infinitamente discreta, amante del orden, de la moralidad administrativa y no faltan gentes leídas y coleccionistas de monedas antiguas. En el fondo no hay nada. Cuando se vive en estos páramos espirituales, no se puede escribir nada suave, porque necesita uno la indignación para no helarse también. Además, esto es España más que el Ateneo de Madrid. Yo desde aquí comprendo cuán a tono está con la realidad esa desgarrada y soberbia composición de usted y comprendo también su repulsión por esas mandangas y gariboleos de los modernistas cortesanos. A esos jóvenes los llevaría yo a la Alpujarra y los dejaría un par de años allí. Creo que esto sería más útil que pensionarlos para estudiar en la Sorbona. Muchos, seguramente, desaparecerían del mundo de las letras, pero acaso alguno encontraría acentos más hondos y verdaderos.
Yo no me atrevo a decir en público ciertas cosas, por miedo a que se me crea defensor de la barbarie nacional, pero temo también que se forme en España cierta superstición de la cultura que puede ser funesta. Me parece muy bien que se mande a los grandes centros de cultura a la juventud estudiosa, pero me parece muchísimo mejor la labor de usted cuando nos aconseja sacar con nuestras propias uñas algo de nuestras mismas entrañas. Esto, que no excluye lo otro, me parece lo esencial. Yo he vivido cuatro años en París y algo, aunque poco, he aprendido allí. En seis años rodando por poblachones de quinto orden, he aprendido infinitamente más. No sé si esto es para todos, pero cada cual es hijo de su experiencia.
Además estoy convencido de que los hombres van dejando huella
en el alma nacional como usted y Costa en nuestra época, son aquellos que más desafinan
en el concierto cortesano y los que no han buscado la cultura hecha, como el
escobero del cuento de las escobas. Su voz parece ruda y extemporánea, pero, al
fin, comprenderemos que estaban a tono con realidades más hondas y verdaderas.
Si a Cervantes lo hubieran protegido los magnates de su tiempo, es posible que
no hubiera pasado de autor de La Galatea.
Leí también su artículo sobre la cuestión del
catecismo. Es verdad que este asunto ha revelado también cuánta tierra hay en
el alma de nuestra tierra. Mucha hipocresía hay y una falta absoluta de
virilidad espiritual. Las señoras declaran que aquí todos somos católicos, es
decir que aquí todos somos señoras. Yo creo que, en efecto, la mentalidad
española es femenina, puesto que nadie protesta de la afirmación de las
señoras. Después de todo, un cambio de sexo en la mentalidad española dominante
a partir de nuestra expansión conquistadora en América, podría explicarnos este
eterno batallar, no por la cuestión religiosa, sino contra ella, porque no haya
cuestión. La Inquisición pudo muy bien ser cosa de señoras y las guerras
civiles un levantamiento del campo azuzado por las señoras.
Comprendo que esto
es una interpretación caprichosa de la historia; pero en verdad extraña que en
este país de los pantalones apenas haya negocio de alguna trascendencia que no
resuelvan las mujeres a escobazos. Empiezo a creer que la cuestión religiosa
sólo preocupa en España a usted y a los pocos que sentimos con usted. Ya oiría
usted al doctor Simarro, hombre de gran talento y de gran cultura, felicitarse
de que el sentimiento religioso estuviera muerto en España. Si esto es verdad,
medrados estamos, porque ¿cómo vamos a sacudir el lazo de hierro de la Iglesia
católica que nos asfixia? Esta iglesia espiritualmente huera, pero de
organización formidable, sólo puede ceder al embate de un impulso realmente
religioso. El clericalismo español sólo puede indignar seriamente al que tenga
un fondo cristiano. Todo lo demás es política y sectarismo, juego de izquierdas
y derechas. La cuestión central es la religiosa y ésa es la que tenemos que
plantear de una vez. Usted lo ha dicho hace mucho tiempo y los hechos de día en
día vienen a darle a usted plena razón. Por eso me entusiasma su “Cristo de
Palencia” que dice más del estado actual religioso del alma española que todos
los discursos de tradicionalistas y futuristas. Hablar de una España católica
es decir algo bastante vago. A las señoras puede parecerles de buen tono no
disgustar al Santo Padre y esto se puede llamar vaticanismo; y la religión del pueblo es un estado de
superstición milagrera que no conocerán nunca esos pedantones incapaces de
estudiar nada vivo. Es evidente que el Evangelio no vive hoy en el alma
española, al menos no se le ve en ninguna parte. Pero los santones de la
tradición española dirán que somos unos bárbaros los que proclamamos nuestro
derecho a ignorar prácticamente unos cuantos libracos de historia para uso de
predicadores y profesionales de la oratoria. Pronto tendremos otro pozo
de ciencia donde acudan a llenar sus cubos los defensores de la España
católica. Con la muerte de Menéndez Pelayo se quedaron en seco. Ahora
acudirán al padre Calpena. Lo mismo da Julio César que Julián Cerezas; para
estas gentes lo esencial es que haya un señor con autoridad suficiente para
defender el tesoro de la tradición. Cultura, sabiduría, ciencia, palabras son
éstas que empiezan a molestarme. Si nuestra alma es incapaz de luz propia, si
no queremos iluminarla por dentro, la barbarie y la iniquidad perdurarán. Ni
Atenas, ni Koenisberg, ni París nos salvarán, si no nos proponemos salvarnos.
Cada día estoy más seguro de esta verdad.
Envío a usted lo que tengo publicado. Planeo
varios poemitas y tengo muchas cosas empezadas. Nada definitivo. Mi obra
esbozada en Campos de Castilla continuará si Dios quiere. La
muerte de mi mujer dejó mi espíritu desgarrado. Mi mujer era una criatura
angelical segada por la muerte cruelmente. Yo tenía adoración por ella; pero
sobre el amor está la piedad. Yo hubiera dado mil vidas por la suya. No creo
que haya nada extraordinario en este sentimiento mío. Algo inmortal hay en
nosotros que quisiera morir con lo que muere. Tal vez por esto viniera Dios al
mundo. Pensando en esto, me consuelo algo. Tengo a veces esperanza. Una fe
negativa es también absurda. Sin embargo, el golpe fue terrible y no creo
haberme repuesto. Mientras luché a su lado contra lo irremediable me sostenía
mi conciencia de sufrir mucho más que ella, pues ella, al fin, no pensó nunca
en morirse y su enfermedad no era dolorosa. En fin, hoy vive en mí más que
nunca y algunas veces creo firmemente que la he de recobrar. Paciencia, y
humildad.
En fin, querido don Miguel, quería usted carta mía y acaso le
he complacido. Aquí apenas llegan periódicos y muchas veces no me entero
siquiera de lo que se publica. Su Cristo de Velázquez saldrá, supongo, en El Imparcial.
Algún día le visitaré en esa Baeza castellana. Tuve intención
de ir con mi mujer a verlo el año después de mi matrimonio.
Le desea toda la felicidad que usted merece su siempre
admirador y amigo.
Antonio Machado
No todo lo que le envío está publicado y de lo publicado faltan
algunas composiciones que no he podido encontrar y que busco para remitírselas.
El amigo Palacio me envía La Nación, de Buenos Aires, cuando trae cosas de usted,
y la revista Hispania.
En torno a Unamuno, de Manuel García Blanco, 1965
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