Un carro de Guardias de Asalto desciende por el Paseo de Extremadura a la altura de la Puerta del Ángel. Madrid, 20 de julio de 1936 |
El martes por la mañana -el día después
del asalto del cuartel- me fui a la oficina y tuve una conferencia con mi jefe,
para acordar lo que íbamos a hacer en aquella situación. Decidimos que la oficina
seguiría funcionando y el personal seguiría viniendo por las mañanas, como
hasta entonces. Incluso tratamos de reorganizar el trabajo para el día, pero
tuvimos que dejarlo porque las comunicaciones postales estaban totalmente dislocadas.
Había unos documentos que presentar en el ministerio y decidí ir. Los metí en
una cartera y me marché.
Dos pisos más abajo de nosotros estaba
la oficina central de Petróleos Porto-Pí, S.A., una compañía montada por Juan
March después de la organización del monopolio de petróleo, sin otro fin que
reclamar del Estado compensaciones fantásticas por supuestas propiedades
petrolíferas. La puerta estaba abierta y dentro vi dos milicianos con fusil
colgado al hombro y pistolas al cinto, revolviendo en los cajones. Uno de ellos
se volvió y me vio.
—Pasa -dijo.
Entré. El miliciano se fue a la puerta
y la cerró. Después se dirigió a mí:
—¡Hala, pájaro! ¿Qué te trae aquí?
-Empuñó la pistola y se quedó con ella apuntando al suelo-. Bueno, deja la
carterita esa tan mona que llevas y levanta las manos.
Ni miró si llevaba armas, sino
simplemente fue vaciando uno por uno mis bolsillos sobre una de las mesas. Después,
lo primero que le llamó la atención fue mi cartera personal. Comenzó a mirar
uno a uno los papeles que había dentro. Mientras tanto, el otro miliciano se
apoderó de la cartera de documentos:
—Me parece que os habéis tirado una
plancha -dije.
—Tú te callas y hablas cuando te
pregunten.
—Bueno. Supongo que se podrá fumar. Ya
me diréis cuándo habéis terminado.
No había encendido el cigarrillo cuando
el hombre me puso bajo la nariz el carnet de la UGT.
—¿De quién es esto?
—Supongo que es mío.
—No me vas a decir, con esa cara, que
tú eres uno de los nuestros.
—Sí, lo voy a decir. Ahora lo que no sé
es si lo vais a creer o no.
—Yo no me trago cuentos de vieja. ¿Y de
quién es esta cédula personal?
—Supongo que también es mía. Se volvió
a su compañero:
—¿No te decía yo que ésta era una buena
ratonera? Ya hemos cogido un pájaro. Fíjate, cédula de cien pesetas, como los
marqueses, y un carnet de la UGT. ¿Qué te parece a ti?
—Puede ser, aunque me parece un poco
difícil. Pero deja eso un momento y fíjate en lo que he encontrado aquí.
Cuando acabaron de manosear documentos oficiales
y tratar de descifrar los complicados dibujos de una instalación para la
producción de aire líquido, reanudaron su interrogatorio:
—Ahora nos vas a explicar quién eres tú
y qué son todos estos dibujos.
Les di una explicación somera. Me
bajaron al portero que estaba lívido de miedo, pero que les confirmó todo lo
que les había dicho.
—Me parece que tenemos que subir a
echar una ojeada a esa oficina.
Subimos
en el ascensor y los metí en el confesonario.
—Y ahora, ¿qué es lo que queréis saber?
—Bueno, queremos saber qué clase de
oficina es y qué gente hay aquí.
—Os los voy a presentar, será lo mejor.
-Le dije a María-: Anda, diles a todos que vengan.
—Tú no te mueves -le dijo uno de ellos
y apretó el timbre de mi mesa. Carlitos, nuestro ordenanza, se presentó.
—¡Hola, chaval! Tú eres el botones,
¿no? Escucha, les vas a decir a todos los que haya aquí, como si te lo hubiera
mandado éste, que vengan. ¿Tú sabes quién es éste?
—Claro que lo sé. A vosotros os han
dado el número cambiado.
Vinieron todos los empleados y formaron
en círculo alrededor de nosotros.
—Ahora puedes hacer las presentaciones
-dijo el que había asumido el mando.
—Lo mejor que pueden hacer, para acabar
antes, es enseñar su carnet del sindicato. La única persona aquí que no lo
tiene es este señor, que es uno de los socios de la firma.
Los dos milicianos aceptaron al fin los
hechos, aunque claramente se les veían las ganas de registrar la oficina.
Antes
de marcharse, nos soltaron su última flecha:
—Está bien, pero volveremos. Este
negocio hay que incautarlo. Se han acabado los patronos, así que tú
-dirigiéndose a nuestro jefe- te puedes ir buscando el coscurro por otra parte.
Se estaba haciendo tarde para llegar al
ministerio. La oficina de patentes se cerraba a la una y no existían taxis. Bajé
las escaleras con los milicianos. Ahora se volvían amistosos.
—Sabes, chico, con ese traje que llevas
como esnob y con la cédula que te traes, pues nos habíamos creído que eras un falangista.
No te creas, que llevan también carnets de los sindicatos en el bolsillo. Y
luego, vienes y te cuelas en esa cueva de ladrones...
—Estaba mirando porque me chocaba que
hubiera alguien dentro. Lo peor es que se me ha hecho tarde para ir al
ministerio con estos papelotes.
—No te apures; te llevamos nosotros en
un vuelo.
Fuera había un automóvil y dos
milicianos con pistolas del Cuartel de la Montaña en el cinto. Cuando nos vieron
aparecer, se echaron a reír:
—¿Habéis hecho pesca?
—No, es uno de los nuestros, que le
vamos a llevar a su ministerio.
Aquella fue mi primera experiencia en
un auto incautado, con un conductor nombrado por su propia y sola autoridad.
Arrancamos con un salto brusco y nos disparamos calle de Alcalá abajo en
desafío abierto a todas las regulaciones del tránsito. Los transeúntes levantaban
el puño cerrado y nosotros todos, incluso el chófer, lo devolvíamos de manera
idéntica. El coche respondía con una curva violenta que el chófer rectificaba
con un tirón a la rueda del volante que producía una curva opuesta que nos
lanzaba unos contra otros. No había nada que hacer, más que esperar el momento
en que el coche desbocado se estrellara contra otro coche o camión, igualmente
loco, de los que nos cruzaban, desbordantes de milicianos que nos saludaban a
gritos, con sus puños también en alto; o el momento en que nos meteríamos en la
acera, aplastaríamos a dos o tres transeúntes y terminaríamos contra una
farola. Pero no nos pasó nada. Cruzamos el paseo del Prado a través de un
laberinto de armazones y tablas de las barracas de la verbena, unas abandonadas
y otras a medio desmontar.
Cuando llegamos al ministerio, mis
compañeros decidieron que echarían una mirada, para ver qué era aquello. Ellos
no habían visto un ministerio en su vida.
La guardia de asalto no dejaba entrar
en el edificio más que a las personas con pase, y cuando los milicianos
comenzaron a subir la amplia escalera de mármol pegados a mí, un cabo les
gritó:
—¿Dónde vais vosotros?
—Vamos con éste.
—¿Van con usted?
—Parece.
—¿Llevan pase?
—No.
—Entonces no pueden entrar. Que llenen
una hoja aquí y que esperen a que les den autorización.
—Bueno, chicos, si os dejan, ya sabéis
dónde me encontraréis. -Me despedí con un sentimiento de triunfo infantil.
En el Registro todo estaba revuelto.
Una docena de empleados de las diferentes agencias de patentes estaban en el
salón, pero detrás de las ventanillas no había nadie. Unos pocos de los empleados
se habían unido a los demás en el hall y
discutían los últimos sucesos. Uno de los del Registro me vio y me dijo:
—Si traes algo para nosotros, dámelo y
le daré entrada. No es mi trabajo, pero no ha venido nadie. El único que está
ahí es don Pedro.
—Yo creía que hubiera preferido
quedarse en casa.
—No le conoces. Anda, ve a verle.
Don Pedro estaba enterrado entre
montañas de papeles, trabajando febril.
—¡Hola, Barea! ¿Quería usted algo de
mí?
—Nada, don Pedro. Saludarle. Me han
dicho que estaba usted aquí y he entrado a darle los buenos días. La verdad es
que no esperaba verle hoy aquí.
—¿Qué quería usted que hiciera?
¿Esconderme? Nunca he hecho daño a nadie y nunca me he mezclado en política.
Naturalmente, tengo mis opiniones, como usted sabe bien, Barea.
—Sí. Sé qué opiniones tiene usted y
precisamente ahora me parecen un poco peligrosas.
—Conformes, lo son. Pero si uno tiene
la conciencia limpia, no se tiene miedo. Lo que yo creo que estoy es asombrado
y horrorizado. Estas gentes no respetan nada. Uno de los sacerdotes de San
Ginés vino a casa y allí está aún, aterrorizado y temblando, haciendo morir de
miedo a mi hermana. Y todas esas iglesias ardiendo... No creo, Barea, que
apruebe usted esto, aunque pertenece a las izquierdas.
—No lo apruebo, pero tampoco apruebo
que las iglesias se hayan convertido en depósitos de armas, ni que los
Caballeros Cristianos se hayan reunido para conspirar con pretexto de la adoración
nocturna.
—Estaban forzados a defenderse.
—También nosotros, don Pedro.
Una vez más nos enzarzamos en
discusión, cuidadosos de no herir uno a otro en sus sentimientos, sin esperanza
de llegar a un acuerdo y, sin embargo, tratando de obrar como si aún las discusiones
sirvieran para algo. La verdad es que no ponía mucho interés en la discusión.
Conocía de memoria todos sus argumentos, lo mismo que él conocía los míos. En
realidad, estaba pensando del hombre en sí.
Su fe religiosa era fuerte, y su
integridad tan completa que no cabía en su cabeza, ni podía admitir ni aun la
posibilidad de que alguien, profesando la misma fe, tuviera una moral más baja
que la suya. Era un hombre sencillo como un niño, que después de la muerte de
sus padres se había refugiado en una vida casi monacal con sus hermanas.
Incluso tenía una capilla privada en su casa que le mantenía alejado del
contacto con las sacristías donde se hacía política.
Había algo más que yo conocía sobre él:
en 1930, un empleado de una de las oficinas de agentes de patentes había
contraído tuberculosis. Ganaba doscientas pesetas al mes, estaba casado y tenía
dos niños. La enfermedad le confrontó con un problema insoluble: dejar de
trabajar o solicitar una cama en uno de los sanatorios del Estado significaba
el hambre para su familia. Siguió trabajando, mientras la enfermedad se
desarrollaba rápidamente, y llegó un momento en que le fue imposible ir más a
la oficina. Durante tres meses, la firma en la que estaba empleado le pasó el
sueldo íntegro; después le despidió. Los empleados del ministerio y los de
otras agencias hicimos entonces una colecta para ayudarle, y a mí me tocó pedir
a los tres jefes de negociado su contribución. Unos días más tarde, me llamó
don Pedro a su despacho y me mandó cerrar la puerta. Me preguntó cuánto dinero
habíamos recogido, y cuando le dije que cuatrocientas pesetas, exclamó: «Eso es
pan para hoy y hambre para mañana». Le expliqué que no podíamos hacer lo que
hubiera sido necesario, meterle en un sanatorio y mantener a la familia
mientras se curaba. Don Pedro me dijo que todo estaba arreglado, incluyendo la
recomendación para el sanatorio, que evitaría todo el trámite legal; él se
encargaría de pagar por ello; y yo iba a decirle a la mujer que entre todos
nosotros habíamos hecho un acuerdo para pagarle doscientas pesetas al mes, mientras
estuviera en el sanatorio curándose. «Por eso le he llamado a usted, para que
lo arreglemos entre los dos sin que nadie se entere.»
Se arregló como don Pedro quería. El
muchacho se curó y ahora vivía con su familia en el norte de España. Ni él ni
su mujer supieron nunca lo que había pasado. Cuando al muchacho le dieron de
alta en el sanatorio, don Pedro lloró de alegría.
Y ahora, ¿cómo podía yo discutir con
este hombre a quien respetaba inmensamente, aunque no estuviera conforme con
sus ideas políticas? La discusión languidecía miserablemente. Por fin don Pedro
se levantó de la silla y me alargó la mano:
—Yo no sé lo que va a pasar aquí,
Barea, pero pase lo que pase...
—Si algo le pasa a usted, llámeme. Me
marché a la calle.
Las milicias de trabajadores habían ocupado
todos los cuarteles de Madrid y los soldados habían sido licenciados. La policía
había arrestado a cientos de personas. Las noticias de provincias eran aún contradictorias.
Después de una batalla encarnizada, Barcelona había quedado en manos de la
República, así como Valencia. Pero la lista de las provincias en las cuales los
insurrectos habían ganado por sorpresa era larga. Cruzando la plaza de Atocha
iba pensando qué resolución adoptaría el ministro de la Guerra. ¿Una movilización
general? El general Castello estaba considerado como un republicano leal, pero
¿se atrevería a armar al pueblo? ¿Se atrevería el mismo presidente Azaña a
firmar el decreto?
Los milicianos habían tendido un cordón
a través de la calle de Atocha, frente al hospital de San Carlos:
—No se puede pasar, compañero. Están
tirando desde la buhardilla. Métete detrás de la esquina. -Se oyó un disparo de
fusil. Dos milicianos en la acera de enfrente contestaron, uno con un Máuser,
otro con una pistola. En el portal de la casa donde yo estaba había un puñado
de personas y dos milicianos más.
—Creo que puedo pasar, arrimado a la
pared.
—Como quieras. ¡Allá tú! ¿Llevas
documentos?
Le enseñé el carnet de la UGT y me dejó
pasar. En el tejado se entabló un tiroteo. Me mantuve pegado a la pared y me
quedé allí cuando cesó. Del portal de la casa donde se habían oído los disparos
salió un grupo de hombres. Dos de ellos llevaban el cuerpo inerte de un
muchacho de unos dieciséis años. Llevaba la cabeza sangrando, pero iba vivo
aún. Se quejaba:
—¡Madre!
¡Madre!...
En las cercanías de la plaza de Antón
Martín todo el barrio de Lavapiés estaba revuelto. En muchos tejados sonaban disparos.
Los milicianos estaban cazando tiradores -«pacos», los llamaban- sobre los
tejados y a través de las buhardillas. Alguien contaba que en la calle de la
Magdalena habían matado a tres falangistas, pero la gente no mostraba mucha
alarma. Hombres, mujeres y chicos de las casas de vecindad, todos estaban en la
calle, todos mirando a lo alto, todos gritando y chillando.
Una voz fuerte gritó una orden que oí
por primera vez:
—¡Cerrad los balcones!
La calle resonó con el golpeteo de las
vidrieras de balcones y ventanas. Algunos se quedaron abiertos y la gente
comenzó a señalarlos con el dedo:
—¡Señora Maña! -gritó alguien, una y
otra vez. Al cabo de un poco se asomó una mujer gorda al balcón-. ¡Cierre usted
el balcón en seguida! -La mujer cerró sin decir una palabra.
Las gentes se fueron calmando. Las
casas presentaban sus fachadas herméticas. Un chiquillo comenzó a chillar:
—¡Ahí hay una ventana abierta!
A la altura de un piso tercero había
una ventana abierta de par en par, en la que se agitaba lentamente una cortina.
Un miliciano gruñó:
—¡Cualquier hijo de mala madre nos
puede soltar un tiro tras la cortina!
La cortina seguía flameando indiferente
y provocativa. El miliciano se situó en la acera de enfrente, cargó el Máuser y
apuntó. Las madres agarraban chicos y se retiraban del hombre, que se quedó
solo en medio del claro y disparó. Sonó una cascada de cristales rotos. Uno de
los milicianos entró en la casa y salió con una mujeruca, reseca y jorobada por
los años, que ahuecaba una mano sobre una oreja. Los hombres le gritaban:
—¿Quién vive en aquel cuarto, señora
Encarna?
Cuando al fin entendió lo que le decían
contestó muy seria:
—¡Anda! ¿Y para eso me habéis llamado
con tanta prisa? Ésa es la ventana de la escalera. Los fascistas viven en el
primero y malos bichos que son.
Después de unos segundos, los balcones
del primero estaban abiertos, y un miliciano aparecía en uno de ellos:
—¡Aquí no hay nadie, se han escapado!
Comenzaron a caer del piso muebles y
vajilla a través de los balcones. Abajo las gentes amontonaban los muebles en
una pira.
Los altavoces interrumpieron su música
-en aquellos días los aparatos de radio funcionaban día y noche sin parar- y
los grupos gritaron pidiendo silencio. Cesó la lluvia de muebles. El Gobierno
estaba hablando:
«El Gobierno, a punto de terminar con
la sedición criminal provocada por los militares traidores a su país, pide que
el orden, ahora a punto de ser restablecido, se mantenga enteramente en las manos
de la fuerza pública y de esos elementos de las asociaciones obreras que, sujetas
a la disciplina del Frente Popular, han dado tantas pruebas heroicas de
acendrado patriotismo.
El Gobierno se da perfecta cuenta de
que elementos fascistas, a despecho de su derrota, tratan de solidarizarse con
otros elementos turbios en un esfuerzo para desacreditar y deshonrar a las
fuerzas leales del Gobierno y al pueblo, mostrando un fervor revolucionario que
se traduce en incendios, vandalismo y saqueo. El Gobierno ordena a todas sus
fuerzas, militares o civiles, que contengan estos disturbios donde quiera que
se produzcan y que se dispongan a aplicar la máxima severidad de la ley contra
los que cometan tales ofensas.»
Se
quedaron allí los muebles, desparramados sobre el empedrado, y los milicianos
montaron guardia alrededor. Las gentes discutiendo acaloradamente en corros
mostraban su optimismo: la insurrección estaba vencida y ahora sabrían las
derechas lo que era gobernar en socialista. La calle sombría, con sus balcones cerrados,
se iluminaba ahora y se llenaba de alegría.
A la entrada de la calle de la
Magdalena aparecieron tres camiones abarrotados de milicianos en pie que
gritaban rítmicamente:
«¡UHP! ¡UHP! ¡UHP!».
La calle recogió el grito con los puños
en alto. Cuando uno de los camiones se detuvo y los milicianos se apearon, la
muchedumbre los rodeó. Muchos de ellos llevaban fusil y cartucheras del
ejército; había también algunas mujeres en traje de hombre, con simples «monos»
de mecánico.
—¿De dónde venís?
—Hemos tenido un día espléndido, les
hemos dado un palizón a los fascistas que no se les va a olvidar en su vida;
venimos de la Sierra, los fascistas están en Villalba, pero me parece que no
les van a quedar riñones para venir a Madrid. Cuando volvíamos, nos hemos
cruzado con muchos soldados que iban para allá.
—Pero ¿cómo es que os han dejado venir?
-preguntó una mujer hombruna a uno de los milicianos que parecía ser su marido,
un albañil por las huellas en su traje, mediados los cuarenta y un poquito más
que alegre.
—¡Anda ésta! Mirad lo que dice. ¿Y
quién nos lo iba a impedir? Cuando hemos visto que pronto se iba a hacer de
noche, pues todos hemos dicho que era hora de venirse a casita a dormir, para
que no les diera miedo a las señoras de estar solas. Algunos se han quedado
allí, pero ésos lo han sabido entender, se han llevado la mujer con ellos. Después
de la cena las calles estaban llenas de gente, huyendo del calor de sus casas y
discutiendo, optimistas aún, la declaración del Gobierno y el inmediato fin de la
revuelta. Rafael y yo nos fuimos a recorrer los puntos de reunión más populares
del barrio. Quería ver a la gente.
Fuimos primero al Café Cantante de la
calle de la Magdalena. Es un viejo café, famoso en el siglo pasado, cuando por
él desfilaban generaciones de cantaores y bailarines gitanos; sus sucesores eran
ahora «artistas nacionales y extranjeros» que después del furor del cake-walk, la rumba y la machicha, practicaban
más y más abiertamente la exhibición pornográfica. Sus precios eran muy baratos
y siempre estaba lleno de una masa de clientes más o menos ingenuos, obreros y
empleadillos en su mayor parte, que se tomaban un café y se entusiasmaban con
el primitivo espectáculo, rodeados de una corte de prostitutas con sus chulos
en acecho y la policía nunca muy lejos.
Aquella noche unas doscientas personas bloqueaban
la puerta tratando de entrar. Dos milicianos con el fusil al hombro guardaban
la puerta y pedían la documentación. Rafael y yo nos empeñamos en entrar y lo
conseguimos sin esfuerzo: el matón que oficiaba de portero y coleccionaba los
billetes de entrada nos saludó con un untuoso:
—¡Salud, camaradas, pasen! -que forzó a
la vez a los dos milicianos de guardia a no pedirnos documentos.
Rafael murmuró:
—¡Éste nos ha tomado por dos de la
secreta!
El destartalado salón estaba abarrotado
de parejas de hombres y mujeres sudorosos, que se balanceaban y empujaban en un
intento fútil de seguir la música estridente de una banda toda metal y
saxofones. Sobre las cabezas se espesaba una nube azulada que el polvo convertía
casi en gris. Olía como un vagón de ovejas a quienes se hubiera rociado con
agua de colonia barata. Hombres y mujeres estaban en su mayoría vestidos con «monos»,
como si fuera un uniforme, y de casi todos los cinturones pendía una pistola.
Las grandes pistolas Astra del Cuartel de la Montaña lanzaban reflejos azules
de su pavonado y chispas lívidas de la boca niquelada de los cañones.
Cuando se calló la banda, la multitud
aulló por más. La banda comenzó a tocar el Himno
de Riego, el himno nacional de la República. La masa comenzó a cantar la
popular parodia:
Don Simeón tenía tres gatos, les daba
de comer en un plato, por la noche les daba turrón. Vivan los gatos de don
Simeón...
Cuando terminó el himno recrudeció el
escándalo. La banda se lanzó a ejecutar una Internacional
fantástica, con tambores y platillos y cencerros de jazz-hand. Se callaron
todos, levantaron el puño cerrado y comenzaron a cantar religiosamente:
Arriba los pobres del mundo, en pie los
esclavos sin pan...
Un hombretón sudoroso, con pelo negro
rizado y cayéndole sobre las orejas y el cuello, un pañuelo negro y rojo
anudado a la garganta, se empinó sobre los otros y vociferó:
—¡Viva la FAI!
Al grito de guerra de los anarquistas,
pareció por un instante que aquello se iba a convertir en una batalla campal.
El aire se espesó de insultos. Los pañuelos negros y rojos se agrupaban al
fondo de la sala y dedos nerviosos comenzaron a alargarse hacia los cinturones
y los bolsillos de atrás. Las mujeres chillaban como ratas acorraladas y se
agarraban a sus parejas. La Internacional
se ahogó como si la estrangulara un puño gigante.
Un hombrecillo ridículo, con un absurdo
frac de camarero, había saltado sobre el tablado de la música y chillaba desesperadamente,
mientras el bombo del jazz detrás de él servía de marco para sus contorsiones
de simio y punteaba sus palabras con golpes sordos y retumbantes. Se calló el
escándalo un momento y el hombrecillo se hizo oír con una voz aguda y rasposa:
—¡Camaradas! -debió de pensar que era
mejor no hacer uso únicamente de esta apelación comunista, porque paró y
siguió-: ¡Compañeros! Aquí hemos venido todos a pasar un buen rato y no
olvidemos que todos somos hermanos en la batalla contra el fascismo, todos
somos hermanos trabajadores. ¡UHP!
Se estremeció el salón cuando la
multitud repitió las tres mágicas letras en un ritmo seco. La banda la emprendió
con un fox-trot furioso y las parejas se lanzaron en un remolino desenfrenado.
Había más sitio para bailar ahora, muchos se habían marchado. Íbamos
abriéndonos paso hacia la puerta Rafael y yo cuando una masa de carnes,
desbordante de un mono, se enganchó a mi brazo, con unos pechos opulentos casi
a la altura de mis hombros y una ola de esencia barata asfixiante.
—Anda, salao, págame algo de beber.
Estoy seca.
La había visto muchas noches haciendo
la carrera en la plaza de Antón Martín. Me solté el brazo:
—Chica, has llegado tarde. Estábamos
mirando por un amigo que no está aquí y nos tenemos que marchar.
—Me voy con vosotros.
No me atreví a rechazar a la mujer
violentamente. Una frase malintencionada podía desatar fácilmente un ataque de
esos milicianos tan temperamentales, sobre todo con la ropa que vestíamos
Rafael y yo. La mujer no se separó de nosotros hasta que llegamos a la plaza de
Antón Martín. La metimos en el bar Zaragoza, le pagamos una cerveza y desapareció
absorbida por un grupo delirante de hombres y mujeres medio borrachos,
salpicado de pistolas y pañuelos rojos y negros.
Cruzamos la calle y entramos en la
taberna de Serafín. La tabernita estaba llena, pero pasamos a la trastienda.
Allí las caras eran familiares.
El viejo señor Paco, el carpintero,
estaba allí enjaezado en un correaje militar completamente nuevo y un fusil
entre las rodillas, enfrentado con un auditorio pendiente de sus palabras:
—Como os digo, hemos tenido un día
espléndido en la Sierra. Un verdadero día de campo, como si hubiéramos ido a
matar conejos. Cerca de Villalba, un plantón de los de asalto nos paró en mitad
de la carretera y nos mandó a lo alto de un cerro entre piedras y matas, con un
cabo y dos guardias. La mujer me había hecho una tortilla y Serafín me había
llenado la bota por la mañana, así que todo estaba de primera. Lo peor ha sido
que nos hemos tostado todos, allí entre las piedras y el sol cayendo de plano.
Pero ni un fascista ha asomado las narices y hemos pasado un día estupendo.
Sonaron algunos tiros hacia la carretera y una vez me pareció oír una
ametralladora muy lejos. El cabo nos dijo que nos había dejado allí de puesto
para que no se nos escabulleran por los barrancos sin verlos, pero a él le
habían dicho que la cosa estaba seria por el lado de Buitrago. Y eso ha sido
todo. Hemos comido espléndidamente, se me ha pelado la nariz con el sol y nos
hemos dado el gran día. La mayoría nos hemos venido por la tarde. El teniente
de los guardias quería que nos quedáramos, pero yo le he dicho que no éramos
soldados. Que se quedaran ellos, que para eso les pagaban.
—¿Vas a volver mañana, Paco?
-A las seis si Dios quiere. Bueno, es
un decir, porque este señor ya no pinta nada.
Había un individuo en el corro a quien
yo no había visto nunca. Olía a gasolina y tenía ojos grises, fríos, y labios
delgados. Dijo:
—Mejor lo hemos pasado nosotros. Hemos
hecho una limpieza.
—¿Has estado cazando fascistas por los
tejados?
—Eso es para los chicos. Nosotros hemos
estado despachando billetes para el otro barrio en la Casa de Campo. Billetes
de ida sólo. ¡Como corderitos! Un tiro en la nuca y en paz. No tenemos muchas municiones
para gastarlas. -Mientras hablaba, su mano derecha subrayaba con amplios gestos
cada frase. Me corrió un escalofrío a lo largo del espinazo.
—Pero eso ahora es cosa del Gobierno,
¿no? Se me quedó mirando con sus ojos sucios:
—Compañero, el Gobierno somos nosotros.
Mientras íbamos hacia casa, hablamos de
él, Rafael y yo. Si esta clase de gentes se hacían los amos, iba a haber una
matanza horrorosa. Había que esperar que el Gobierno interviniera... Nos
miramos uno a otro y nos callamos.
Cuando llegamos a la esquina y dos
milicianos nos pararon para pedir los documentos, sonó un disparo en el fondo
de la calle del Ave María, el ruido de gritos, carreras, otro tiro y un grito
final. Resonaron otra vez las carreras, alejándose, y la calle se quedó en silencio.
Los dos milicianos no sabían qué hacer. Uno de ellos se volvió a nosotros:
—¿Vamos a ver?
La calle estaba desierta pero se sentía
a las gentes cuchichear detrás de las puertas de los portales. Uno de los
milicianos cargó el fusil y el otro le imitó. Los cerrojos resonaron estrepitosamente.
En el fondo de la calle alguien gritó:
—¡Alto! -y los milicianos respondieron
al grito.
Dos sombras arrimadas a la pared se
fueron acercando a nosotros y avanzamos hacia ellos. Antes de que nos
llegáramos a encontrar, vimos al muerto.
Estaba caído a través del arroyo, un
agujerito negro en la frente, un almohadón de sangre bajo la cabeza. Los dedos
crispados de las manos se contraían convulsivos. El cuerpo dio una sacudida espasmódica
y quedó rígido. Nos inclinamos sobre él, y uno de los milicianos encendió una
cerilla y la aproximó a su boca. La llamita ardió serena iluminando la cara
contraída y los ojos vidriados. El pañolón negro y rojo, liado al cuello,
parecía una herida más. Era el mismo que había gritado «¡Viva la FAI!» en el
café de la Magdalena.
Uno de los milicianos dijo filósofo:
—Uno menos. -Otro fue a telefonear.
Tres montaron guardia alrededor del cadáver. Los portales comenzaron a abrirse
y se fueron aproximando caras curiosas, discos grises en la penumbra.
No podía dormir. El calor me sofocaba y
a través del balcón abierto entraban los ruidos de la calle y la música de la
radio. Me levanté y me senté en pijama al balcón.
No podía seguir evadiéndome.
Cuando fui el sábado a la Casa del
Pueblo, lo hice porque quería servir en las filas de las formaciones antifascistas
en lo que fuera más útil. Sabía que lo que faltaba y necesitábamos ante todo
eran oficiales y grupos básicos de hombres entrenados, que pudieran dirigir y
organizar las milicias. Estaba dispuesto a presentarme voluntario para un
trabajo semejante, explotando mis odiadas experiencias de Marruecos. Pero
cuando Azaña había nombrado aquel Gobierno de Martínez Barrio con Sánchez Román
como un negociador discreto, un Gobierno tan claramente marcado para llegar a
un acuerdo con los rebeldes, y cuando el comandante de las milicias socialistas
había dicho a sus hombres que aceptaran aquello con disciplina, mientras las
masas rugían con furia y forzaban al presidente a rectificar dentro de una
hora, me había sentido incapaz de someterme a esta clase de ciega disciplina
política.
Durante tres días con sus noches me
había rozado con la masa de milicianos, de los que se llamaban a sí mismo
milicianos y se aceptaban como tales. Esto era una parodia trágica de una
organización militar en la cual yo no quería tomar parte.
Pero no podía continuar al margen de
los acontecimientos. Sentía el deber y tenía la necesidad de hacer algo. El
Gobierno había declarado que el levantamiento estaba sofocado, pero era
evidente que lo contrario era la verdad. La batalla no había comenzado aún. Aquello
era guerra, guerra civil, y una revolución. No podía ya terminar hasta que el
país se hubiera convertido en un Estado fascista o en un Estado socialista. No
tenía que elegir entre ellos. La elección estaba para mí hecha durante toda mi
vida. O vencía una revolución socialista, o yo estaría entre los vencidos.
Era obvio que los vencidos, fueran los
que fueran, serían fusilados o encerrados en una celda de cárcel. La vida
burguesa a la cual había intentado resignarme y contra la cual había estado luchando
entre mí, se había terminado el 18 de julio de 1936. Me encontrara entre los
vencedores o los vencidos, había emprendido una nueva vida.
Estaba de acuerdo con la declaración de
Prieto en Informaciones: «Aquello era
guerra, y una guerra larga».
Una nueva vida significaba esperanza.
La revolución, que era la esperanza de España, era también mi propia esperanza
de una vida más llena, más clara y más lúcida.
Me liberaría de las dos mujeres. En
alguna parte sería útil. Me encerraría a solas con el trabajo que fuera, como
tras las murallas de una fortaleza. Porque el Gobierno tendría que tomar las
cosas en su mano.
Pero suponiendo que no fuera así,
suponiendo que revolución significaba el derecho de matar impunemente, ¿dónde
íbamos a parar? ¿Nos íbamos a matar unos a otros por una palabra, por un grito,
por un ademán? Entonces la revolución, la esperanza de España, se iba a
convertir en la orgía sangrienta de una minoría brutal. Si el Gobierno era
demasiado débil, tenían que ser las organizaciones políticas las que tomaran el
mando y organizaran la lucha.
Indudablemente
estaba bajo la impresión de lo que había visto aquella misma noche en el barrio
de Lavapiés. Había visto la masa de prostitutas, ladrones, chulos y pistoleros
en un frenesí desatado. No era aquélla la masa que había asaltado el Cuartel de
la Montaña, simples cuerpos humanos con un espíritu de lucha, desnudos contra las
ametralladoras. Esto era la espuma de la ciudad. No lucharían, ni llevarían a
cabo ninguna revolución. Lo único que harían sería robar, destruir y matar por
puro placer. Tenía que encontrar a mi pueblo. Esta carroña había que barrerla
antes de que infestara todo. Necesitábamos un ejército. Mañana, hoy, me iría a
ver a Rubiera. Volveríamos a trabajar juntos otra vez, como habíamos hecho años
antes, y haríamos algo útil.
Durante un rato me adormilé en el
balcón. Uno de los chicos, en la alcoba, detrás de mí, comenzó a llorar. Me
puse a pensar qué pasaría a mis hijos. La oficina tendría que interrumpir el
trabajo. ¿De qué iba a vivir la gente sin trabajo? Tenía medios para sostenerme
unos meses, pero ¿qué pasaría a los que el día 18 habían cobrado la última
semana de jornal?
Un claxon ladraba impaciente, abajo en
la calle. Estaba amaneciendo. El chiquillo lloraba más fuerte. La puerta de
nuestra casa se abrió y salió Manolo, el hijo de nuestra portera, con correaje
y fusil. Le llamé:
—¿Dónde vais?
—A la Sierra con éstos. Vamos a tirar
unos cuantos tiros. ¿Quieres venir?
El camino estaba lleno de milicianos en
mono azul que ahora era ya uniforme. Muchos de ellos llevaban la estrella de cinco
puntas de los comunistas. Había tres muchachas.
El camión se marchó calle abajo con sus
ocupantes cantando a voz en cuello. En un piso de abajo se abrió una puerta y
llegó hasta mi balcón el olor de café recién hecho. Me vestí y bajé al bar de
Emiliano. El encargado, que era un hermano de Emiliano, tenía los ojos
enrojecidos, hinchados de sueño.
—Esto es una vida de perros. Aquí tenía
que estar Emiliano y hacerse él las cosas. Mañana me voy al frente.
Comenzaron a entrar los primeros
clientes, el sereno, los milicianos de guardia en la calle, los mozos de la
panadería, un chófer:
—¡Salud!
—¡Salud!
Una banda de gorriones picoteaba entre
las junturas de los adoquines y se encaramaba en las buhardillas de los
balcones. De uno de los balcones más altos surgía la clara llamada de una codorniz:
¡Pal-pa-lá!
La calle estaba desierta, inundada de
luz y de paz.
Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama - Primera parte (1951)
Capítulo VIII - La calle
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