En el año 1924, las críticas de Miguel de Unamuno a Primo de Rivera en distintas publicaciones y artículos de prensa, provocarían la reacción del Directorio Militar. El Consejo de Ministros celebrado el 20 de febrero de 1924 adoptaría, entre otras medidas, el acuerdo de destierro de Unamuno a la isla de Fuerteventura así como la pérdida de su cátedra.
A los pocos meses de su confinamiento en la isla llegaría el indulto, que decidió no aceptar al saber que no se le reintegraba en su cargo de Catedrático. Se destierra voluntariamente a Francia; primero a París y después a Hendaya hasta 1930.
Cinco años de destierro de Unamuno
Yo no acabaré nunca de entender porqué se desterró a don Miguel de España. No
hay nada menos motín sindicalista que este hombre incapaz hasta del grupo
mínimo. Nunca se descubrirá ni siquiera al primo de Unamuno, no digamos el
cófrade. Su hermoso semblante vuelto religioso por el cotidiano pensamiento
superior, pondrá siempre gesto de repulsa a la barricada.
Y si
no puede ni siquiera hacer motín, ¿por qué se le creyó, y se sigue creyendo, su
presencia dañina en España?
Lo
que él allá hacía: decir cada tarde a sus amigos de Salamanca o escribirlo en
cartas a los de América, que la dictadura era torpe y medioeval, lo dice en
Madrid (yo lo he oído), entre vaso de café y vaso de café, cualquier madrileño,
en chacota o en trágico, y el Gobierno se guarda bien de ponerse en ridículo
con destierro en masa, a lo Mussolini. Esta dictadura de Primo de Rivera, que
se defiende con el dato verdaderamente singular de que no ha decretado ni una
pena de muerte ¿por qué es cruel, de una larga y subrayada crueldad con el
noble viejo?
El
me decía a mí que anda en su asunto odio ácido de mujer (odio que es pequeño y
vigilante como el diente del cotoncillo). Y, en verdad, no contiene raciocinio
viril ni ademán militar esta persecución insistente de un varón cuya honra es
cosa inrayable y con el que cualquier abuso de fuerza se vuelve especialmente
odioso.
Dos
o tres años quedó vacante su cátedra de griego en Salamanca. Yo separo, para
guardado entre los pocos hechos limpios de nuestro tiempo, el ejemplo de esos
profesores españoles que dos o cuatro veces leyeron la convocatoria a concurso
para reemplazar a su sabio y no se presentaban, haciendo fracasar el concurso.
Ha habido profesores pobres (y pobre de España es pobre cabal) necesitados de
una plaza; ha habido también maestros con preparación si no igual, próxima a la
suya en cultura clásica, que desean ejercer en universidad prestigiosa, y unos
y otros huyeron la baja tentación de reemplazar al colega doblemente ilustre
por el genio y la civilidad consciente. Era esto muy gesto español, muy golilla
alta. A mí me emocionaba más que las arengas del Cid. Pero al fin se halló un
candidato y, por desgracia, fue un cura. La plaza se llenó: ¡pobre profesor con
semejante sombra a su espalda, en el pupitre! El atolondrado, sea quien sea, ha
echado a perder uno de los actos colectivos de honestidad más perfecta.
Pero
si se ve como muy problemático el que Unamuno pudiera dañar seriamente a la
dictadura viviendo en España, con la creación de un nuevo partido
oposicionista, por ejemplo, o con el aguijoneo de los actuales, se advierte a
la simple vista que, en Francia, le ha dado golpes mortales por el solo caso
suyo, llevado y traído en periódicos, revistas y cuentos literarios.
Fuera
de los hispanófilos franceses, que no llegan a la treintena, el público francés
se daba el gusto de ignorar al escritor por completo, como ignoró a Eça de
Queiroz que vivió en París no sé cuantos años y al que todavía desconoce. Don
Miguel no buscó traductor ni editor. Se sabe su probidad literaria, y su áspero
desdén de los que talonean tras de la fama, por hedionda comadre que ella sea.
Y sin que él buscara nada, ni aún por excusable tentación de poner un éxito en
el otro brazo de la balanza que contiene su desgracia, él ha tenido en París a
manos llenas editores, crítica efusiva y redondeado triunfo. Se le traducen una
novela y otra novela, una colección de ensayos seguida de otra colección. A
Dios no se le ha secado la mano para lavar con el aprecio de los mejores, las
torpezas de los otros. Con Valle lnclán y Gómez de la Serna, hace el grupo
español domiciliado ya definitivamente en esta lengua, que nunca ha tenido
hacia la del otro lado despilfarro de generosidades. A los sesenta años, como
Chesterton, sólo hace poco traducido, él entra al francés en gran señor del
habla menospreciada en todas partes. De este modo el Don Miguel "enemigo
de la raza", como dice por ahí cualquier energúmeno fácil, la sirve y la
alimenta de honra, la lleva en sí, hecha don Miguel de Unamuno, artista mayor y
hombre sin ajadura.
Su
condición de desterrado, en país de civilidad tan ejemplar como Francia (Dios se
la guarde y el diablo fascista no se la muerda) ha añadido algunos gramos al
entusiasmo netamente artístico; pero cuidado con repetir la majadería de un
adulón según el cual su éxito literario en Francia viene de izquierdismo
malicioso. ¡Qué necesidad tiene un escritor de su tamaño de contar una campaña
política para ser aupado por masonerías y leninismos! Cuidado con la envidia,
goyescamente bizca, que también querría mellarle esta espada limpia de su
éxito.
Sin
ningún servilismo hacia la capital literaria en que ha sido festejado, se lo
siente, al contrario en la conversación de cinco horas, español hasta la planta
de los pies, español aquí en la tierra y en el cielo, más acérrimamente hispano
que el Cervantes que comentó.
El
podrá estimar otras razas y sentarse a conocerlas como catar un vino algunas
semanas. Lo que no logra es amar manos que rice un gesto de pasión castellana y
cuyas virtudes tengan otros nombres que él no aprendió y que ya no puede
aprender: ponderación, ritmo sin salto, y sentido común a lo La Fontaine.
Me
han contado que de su casa de París (de su apartamento sobrio y casi pobre) se
iba por el Metro a un café en que tenía españoles e hispanófilos franceses, a
conversar, y que de ahí volvía a su casa por el mismo camino sin ver París, sin
pedir noticia de music-halls, con una indiferencia fabulosa de la "Ciudad
de las Complacencias". Un día no pudo más con los bulevares y la Plaza de
Carrousel, y se fue a su Hendaya casi española. Hendaya le ha dado, entre
otros, un poema que yo no he podido leer sin llorar, desgarrón de ese corazón
setentañero tan robusto como el algarrobo chileno.
Allá
se ha ido a vivir, dicen los aduladores, para aprovechar el primer desorden y
pasar la frontera.
Allá se ha ido por recibir más pronto la carta de la mujer y de los hijos y,
sobre todo, por tener a su alrededor, un pueblo pirenaico, algo siquiera de la
costumbre, del traje, del mueble, de la casa, del rostro españoles. Nunca
entenderán los patriotas del tipo de "Marcha de Cádiz" la tragedia de
este hombre que vivió refunfuñando contra pequeñas fealdades de su raza, por
hambre de la patria perfecta, queriéndola como a una mujer intachable, porque
era suya, nunca acabarán de entender, digo, esta manera secreta de nostalgia
que casi es agonía. Si fuese un plañidero, escribiría día por día su pena en
páginas lloronas que conmoverían a sus adversarios. Pero es ultravarón y sólo
de tarde en tarde, como en el discurso conmovedor de Montalvo -ese otro
azotador- la amargura le atraviesa el espesor de la dignidad arisca y le
destapa la garganta.
Con
los tres cuartos de España vivía de acuerdo, allá en su Salamanca que de suya,
pudiera llamarse como él; con el otro cuarto se peleaba y se sigue peleando.
Este hombre no ha escrito en España sino como quien dice, con España, con ella
de la mano, de tinta y de papel. El absurdo mayor con que pueda toparse en este
mundo es el de Unamuno, español al rojo-blanco; español cuyos tuétanos pueden
con su Cervantes, sus místicos y sus capitanes, desposeído de tierra española
bajo sus pies.
En
1923, muchos tomamos su destierro en broma. Eso sería una temporada cerca del
mar, con viento salino grato a tan rojos pulmones. Y no era eso, sino una
verdad que va tomando aspecto de tajadura definitiva. Cinco años, cuando se ha
llegado a los sesenta, son cifra importante; los cuenta, día por día, un viejo
que tiene muchos -seis u ocho- hijos: los ve pasar, sin parpadeo de olvido, su
noble mujer, y muchas veces habrá pensado si se le va a morir lejos de sus ojos
el compañero. ¡Y qué campañero de los viejos tiempos en que elegir mujer era
solemnidad como de tomar órdenes en religión!
Los
que le queremos con cariño aupado en reverencia, hemos callado con no sé qué
pueril certidumbre de que un hombre unamunesco no se muere fácilmente, porque
contiene metales y cauchos en que la muerte tiene para rato. Pues bien, puede
morírsenos en estúpido trance de destierro nuestro viejo amado, y entonces
vendrán los desagravios y los reproches de velación de difuntos.
España
ha empezado de lleno a ocuparse de la América. Desde allá se sigue con aprecio
la obra gubernativa de la Ciudad Universitaria. Sin engreimiento podemos
decirle que nos merecemos cuanto comienza a hacer por nosotros, pues también
empieza a crecer en América un nuevo orgullo español, un sentido claro, como
nunca lo hubo, de la honra que representa llevar nombre, rostro y modo
españoles. Se desarrolla una verdadera segunda españolización de Chile, de
Colombia, hasta de la Argentina. Pero es necesario decir que durante cincuenta
años nuestra única relación con la España olvidada de nosotros, fue conservada
y defendida por sus escritores. Para el hispanoamericano que no viaja y no
llegará nunca al Escorial y para el que no lee historia, su España viva se la
daban Galdós, Pereda y Núñez de Arce primero, después los otros, los Unamuno,
los Ors, Los Gasset, los Marquina, los Baroja y la admirable generación última,
que ha creado, en parte, nuestra nueva sensibilidad y ha cernido, para
nosotros, la cultura de Europa. La política española de acercamiento apremiante
que desarrolla el Rey en este momento, tiene, pues, una deuda profunda con cada
uno de esos que, a su manera desarrollaron diplomacia vital durante el torpe
receso y que evitaron la desvinculación hacia la que se iba derechamente. En
jerga oficial esto lo llaman "merecer bien de la Patria".
Unamuno
viene a constituir uno de los máximos deudores en este sentido, del Gobierno
español.
Que se vea, pues, una cosa naturalísima en el que cualquier hombre o cualquier
mujer que escribe en Chile o la Argentina, recuerde con tono angustiado a los
dirigentes de España lo que significa el Unamuno suyo y de ella, completando
cinco años de destierro. Otra cosa fuera zafarse de los intereses de la raza y
probar, en la indiferencia, el descastamiento. Es negocio que nos compete la
vida y la dicha de Unamuno.
El
hombre que recibe en el viento de Hendaya el olor de su tierra querida de modo
casi sobrenatural, tiene derecho a contar con todo el suelo de España, no
digamos con los cien metros cuadrados de su casa.
-No
conoce usted a Unamuno, si cree que él va a aceptar gracia o cosa parecida, de
la dictadura, me dice, mientras escribo, un amigo. El no entrará a España en
Unamuno agraciado benévolamente; esperará llegar en Don Miguel de Unamuno, con
Don pleno y sin deuda contraída hacia gentes inferiores a él.
Y me
deja su reparo en perplejidad. Que vuelva, que vuelva, en todo caso a su tierra
que sin él parece como desabrida, porque su sabor más absoluto en él está como
en nadie, así hable, o escriba, o dispute, o solamente mire con su ojo severo y
limpio de santo ciudadano.
Gabriel Mistral
Montpellier,
agosto de 1927
Prosa de Gabriela
Mistral. Alfonso Calderón, comp. Santiago: Editorial Universitaria, 1989
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