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3161. La agonía de Francia IV





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El país real y el país oficial

Todos los idiotas del mundo —incluso los idiotas demócratas— se han puesto de acuerdo en proclamar que la democracia y el liberalismo, con su corrupción, su incapacidad, su falta de energía y resolución, han sido la causa fundamental de la decadencia de Francia y de su derrumbamiento final. Esta unanimidad en el juicio de los tontos es uno de los mayores prodigios realizados por los fabulosos medios de captación de que dispone en nuestro tiempo la propaganda manejada sin escrúpulo por los Estados. Porque, la verdad, la última verdad de Francia, la pura verdad, que hay que estar ciego para no ver, es precisamente la contraria.

Francia era un país que había entrado en un período de decadencia por muchas y muy diversas causas, una de ellas, por cierto, el abandono de su liberalismo y su democracia consustanciales y que sólo gracias a las virtudes de lo que aún quedaba de liberalismo y democracia se había mantenido en pie, seguía teniendo la apariencia de una gran nación, conservaba un imperio colonial y se hacía la ilusión de que podría afrontar a un formidable enemigo exterior. Lo que quedaba en Francia de espíritu liberal, de sentimiento democrático, era lo único que apuntaba y mantenía exteriormente la cohesión de un pueblo en franca descomposición que hubiese sido vencido y humillado mucho tiempo antes de no haber estado protegido por esa armadura de su régimen liberal y democrático. Esa armadura mantenía en su silla de batalla a un cadáver que se ha venido a tierra apenas fue tocado por la punta de la lanza enemiga.

Cuando los franceses, haciendo coro al doctor Goebbels, decían que era la democracia, el régimen parlamentario, el liberalismo, la República, lo que estaba podrido, se engañaban o pretendían engañarse ocultando pudorosamente que no era el país oficial, como decían, sino el país real, la Francia que se creía inmortal con sus veinte siglos de civilización, la que llevaban a la muerte las generaciones impotentes de la posguerra.

No creo que nadie se haya atrevido a proclamarlo antes de ahora, pero, para mí, la verdad evidente, inconclusa, es que la Francia real valía todavía menos que su representación política, el pueblo francés se había hecho indigno de su régimen democrático, el elector valía menos que el diputado, el administrado menos que el administrador, el lector menos que el escritor, el industrial, el comerciante, el financiero menos que el director general o el ministro del ramo y, en general, el gobernado menos que el gobernante. Aun en los casos flagrantes de incompetencia, debilidad o inmoralidad con que los enemigos de la democracia se gargarizan, el hombre, el político, ha estado siempre por encima de las circunstancias. Poincaré era muy superior a la burguesía francesa que representaba y cuya quiebra fraudulenta contuvo eficazmente.

Briand presentaba ante el mundo una Francia humana, universal, generosa y segura de sí misma que desgraciadamente había dejado de existir. Daladier encarnaba un tipo de hombre francés medio, honesto, inteligente, laborioso, sage y valiente que en la realidad había desaparecido. León Blum tenía mucho más sentido revolucionario que las masas del frente popular y, si se profundiza, se advierte que hasta Fierre Cot, «el hombre que había que ahorcar», según los enemigos de la democracia, había sido un ministro como la aviación militar francesa y el Estado Mayor francés no se lo merecían.

Cualquiera de estos hombres, si hubiese tenido entre las manos un pueblo, un pueblo de verdad, habría podido ser un gran estadista o por lo menos un excelente y benemérito gobernante. Con hombres por lo general no más inteligentes ni mejor preparados ni más honestos, había hecho Francia una gran parte de su grandeza. Los equipos gubernamentales que se han sucedido en Francia en los últimos diez años de fracaso en fracaso, son infinitamente superiores a las bandas de aventureros acaudillados por Goering o ítalo Balbo que aspiran a adueñarse del mundo.

De este hecho evidente, de la convicción de que en la democracia los mejor dotados fracasaban mientras en los regímenes totalitarios el material humano más innoble, los antiguos confidentes de la policía, los chulos, los estafadores, toda la escoria de una mesocracia ruin se convierte fácilmente en instrumento eficaz de gobierno, se ha deducido la superioridad fundamental de los regímenes autoritarios. Un régimen que convierte a los profesores de Universidad en viles servidores de los intereses particulares que se entrechocan en la democracia —piensan sus enemigos— es positivamente inferior a un régimen que sabe convertir en estadistas a los gánsters. Un régimen que hace de Charles Maurras un panfletista contumaz no tiene punto de comparación con un régimen que tiene la virtud milagrosa de hacer de Goering nada menos que un estadista.

Éste es el gran señuelo del totalitarismo. Mientras la democracia mantiene a los hombres en un estado permanente de impureza, el totalitarismo es un Jordán purificador maravilloso. Mientras el demócrata tiene que subir un calvario con la cruz a cuestas, cayendo y levantándose entre la befa y los salivazos de la canalla irritada, el totalitario aparece ante las masas humildemente postradas como un arcángel resplandeciente.

Basta imaginar las catástrofes fulminantes que se producirían en Alemania, Italia o la URSS si las masas, humildemente postradas ante sus arcángeles rutilantes que menean diestramente las espadas flamígeras del totalitarismo, adoptasen la actitud rebelde que habían adoptado en el seno de la democracia francesa.

Porque la única verdad de la decadencia de las democracias radica en el hecho innegable de la rebelión de las masas, el gran fenómeno de nuestro tiempo, provocado no por un afán de superación multitudinario, sino por un desencadenamiento diabólico de los más bajos instintos.

Las democracias, privadas de la asistencia de las masas, en cuyo nombre actúan y gobiernan, están perdidas. El totalitarismo, la nueva barbarie, lo único que ha conseguido ha sido sustraer a la democracia las masas populares que eran su razón de ser, pero no porque represente una superación filosófica, ni siquiera política, social o económica, sino por el desequilibrio tremendo que se ha producido entre el progreso material y el progreso espiritual, por el hecho puro y simple de que hoy día un adolescente semianalfabeto, pero que tenga buenos movimientos, reflejos y pulmones resistentes puede aterrorizar a una ciudad de millones de habitantes planeando sobre ella con una tonelada de mortíferos explosivos, gracias a un motor cuyo funcionamiento ni siquiera conoce y que conduce a ciegas con sólo mover unos resortes.

Se ha conseguido reducir al mínimum los valores humanos que entran en juego en la lucha y con ese mínimum de humanidad, mejor dicho, con esa animalidad amaestrada que basta para las grandes acciones gracias al progreso mecánico, los nuevos bárbaros pretenden dominar y esclavizar a una civilización que ni intelectual ni espiritualmente han podido superar.

En el fondo de esta espantosa lucha de nuestro tiempo y a pesar de las fuerzas demoníacas que se ponen en juego, no hay más que una verdad. Hasta ahora no se ha descubierto una fórmula de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de una asamblea deliberante, ni hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia. Es decir, el liberalismo, la democracia.


En el mundo no hay más. Al menos, por ahora.

Francia estaba condenada a perecer desde que, sugestionada por la fuerza terrible del adversario, comenzó a renegar de esta verdad que había sido la razón de su grandeza. Esto es lo categórico. Todo lo demás es anécdota.
Los verdaderos estragos de la aviación

A partir del momento mismo de la movilización, hubo en Francia un error funesto, imputable éste a las poblaciones civiles, que conviene destacar ante todo.

Ha sido desastroso, desde el primer día hasta el último, el trasiego de poblaciones civiles que los medios de comunicación modernos han permitido. Cientos de miles de seres han sido alejados en masa de sus hogares, sus tierras, sus fábricas, sus oficinas y sus mercados, con la obsesión absurda e imposible de librarles de los horrores de la guerra. Se han llevado a cabo migraciones fabulosas, como jamás habían sido posibles antes de ahora, y sus resultados no han podido ser más desastrosos.

Como ley general, después de la experiencia de Francia se podría establecer una norma fundamental. En la guerra moderna, ningún ciudadano, bajo ningún pretexto, ni los niños, ni las mujeres, ni los ancianos, deben ser trasladados del lugar de su residencia habitual, sean cuales fueren los peligros que les amenacen. Única y exclusivamente la zona de batalla, concretamente el lugar batido por la artillería enemiga, debe ser evacuado por la población civil.

Esto, que a primera vista parece de una tremenda inhumanidad, es, según se ha demostrado en la guerra de Francia, la resolución más humanitaria y la única no perjudicial para los intereses generales de la nación atacada.

Cuando se declaró la guerra hacía ya cuarenta y ocho horas que París se vaciaba por las grandes arterias de sus carreteras del sur y el oeste. Cerca de un millón de personas salieron de la capital temiendo un ataque fulminante y en masa de la aviación alemana. Entonces se creía que Hitler disponía de un fabuloso poder de destrucción y la iniciación de la guerra había sido imaginada generalmente como un verdadero apocalipsis. Se creía posible que de París no quedase piedra sobre piedra y este temor hizo que todo el que pudo abandonase la capital. Todo el que pudo. Éste fue precisamente el gran daño.

Al dejar, y aun al estimular, que todo el que tenía medios para hacerlo se marchase, se creaba una desigualdad irritante entre los ciudadanos, se les dividía en dos categorías, la de los que podían librarse de los horrores de la guerra porque tenían medios de fortuna y la de los que tenían que soportarlos heroicamente porque eran pobres. La primera reacción experimentada por el pueblo de París que no había podido abandonar la capital fue de rencor contra quienes habían podido hacerlo. Fue una reacción de insolidaridad, de ruptura del vínculo nacional que debía unirles a todos en el momento del peligro común. Las evacuaciones de niños de las escuelas públicas, de mujeres de movilizados y de menesterosos organizadas por las municipalidades, el Estado o la beneficencia particular fueron un tardío remedio, peor aún que el mal mismo.

Durante varios días el hombre de París, que estaba condenado a aguantar lo que viniese porque era pobre, vio desfilar por las puertas de la ciudad cientos de miles de automóviles cargados hasta los topes en que huían quienes tenían medios económicos para desertar del sufrimiento. Vana ilusión porque la realidad fue que quienes huyeron de París en los primeros momentos tuvieron que ir volviendo poco a poco despues de unas semanas o unos meses de incomodidad en el campo o en las ciudades de provincias donde eran recibidos con poco agrado porque venían a perturbar la vida local y a encarecer los víveres y las habitaciones. Las penalidades de los alsacianos refugiados en Périgueux han sido una verdadera vergüenza para Francia.

Los fugitivos se gastaron sus ahorros, perdieron sus negocios e industrias, abandonaron sus labores y al final volvieron a sus casas precisamente en el momento en que llegaba el verdadero peligro, cuando el gobierno les pedía a gritos que de ninguna manera volviesen. Los otros, los evacuados por cuenta de los organismos oficiales, fueron aún más desdichados. La pobreza exige, naturalmente, una economía y un orden siempre onerosos. Convertir en turistas, aunque hubiese sido por causa de seguridad, a las masas necesitadas de un país, habrá de ser, siempre, una empresa superior a los recursos económicos de la nación más rica y mejor organizada. Los evacuados y refugiados como medida de precaución pasaron tantas penalidades como si no se tratase de una mera precaución y efectivamente hubiesen abandonado sus hogares en manos del invasor. Se ha dado el caso triste de que aunque durante nueve meses el ejército alemán no haya ocupado ni una sola población francesa ha habido millones de franceses para quienes esos nueve meses han sido tan duros como si media Francia hubiese estado invadida desde el primer momento.

Es absurdo e insensato querer huir de la guerra cuando ésta puede ser llevada por la aviación a miles de kilómetros del frente y cuando el camouflage de las industrias de armamento convierte en objetivos militares los lugares más apartados y recónditos, cuando los bosques disimulan las fábricas de explosivos, los prados son campos de aterrizaje y las aldeas ocultan divisiones motorizadas. La guerra total no es una frase vana y pretender escapar a sus efectos con desplazamientos costosos que perturban nuestra economía y la del país es un movimiento irreflexivo que tiene que ser reprimido y no estimulado como hizo, para su daño, el gobierno de París.

Ni siquiera los niños deben ser alejados. Esto ya hubiéramos debido aprenderlo después de las tristes experiencias de Rusia y España, donde la mayor tragedia ha sido la de los miles y miles de criaturas arrancadas de los brazos de sus familiares para lanzarlas al azar del mundo en el que fatalmente se pierden, a lo menos para sus padres y, lo que tiene aún mayor trascendencia social e histórica, para su patria.

Por muchas facilidades que el progreso mecánico nos haya dado para trasladarnos de un lugar a otro no debemos olvidarnos de que el hombre, a lo menos el hombre civilizado y útil a la sociedad, es sedentario y que toda su fuerza la saca del esfuerzo que consagra a cultivar el pedazo de tierra en que se fija. El nómada es siempre un parásito. Consume y no produce. Tanto los nómadas del desierto como los modernos turistas son meros parásitos y convertir en parasitaria una inmensa masa de población por librarla de los riesgos de la guerra es arruinar al país entero y ocasionarle un estrago mayor aún del que podrían infligirle los ejércitos invasores. El complicado mecanismo de la producción moderna exige que cada cual se quede en su puesto sea cual fuere el riesgo que corra. En la guerra actual los países sucumben no por los ciudadanos que matan las bombas de los aviones enemigos en las fábricas, los sembrados o las oficinas, sino por los ciudadanos que se salvan a costa de abandonar la función que les estaba encomendada por humilde y pacífica que fuese. Así ha sucumbido Francia, cuyos muertos por bombardeos aéreos han sido muchos menos de los que en el mismo período han ocasionado los accidentes de la circulación.


La mentira del heroísmo universal

En la guerra hay algo peor todavía que el egoísmo y la falta de cooperación de los ciudadanos: la falsa solicitud, la simulación del entusiasmo, el convencionalismo que permite mantener una actitud casi heroica a gentes que en el fondo de su alma no están dispuestas a sacrificarse ni a sufrir la menor incomodidad. Antes era más difícil esta simulación. En la guerra actual, en cambio, no hay manera de discernir exactamente con qué gentes se puede contar y cuáles han de ser un peso muerto en la meta. Por lo mismo que en la guerra total todo el mundo puede servir para algo, el Estado corre el peligro de encontrarse con que no hay nadie que le sirva verdaderamente.

Durante la Gran Guerra había en Francia el tipo ya clásico del emboscado al que se podía perseguir eficazmente. En esta guerra el emboscado podía estar en todas partes, incluso en la misma línea de fuego, y no había manera de descubrirlo y perseguirlo.

El primero de septiembre aparecieron vistiendo el uniforme de oficial del ejército cientos de miles de ciudadanos. Todo el mundo, mientras no se demostrase lo contrario, era oficial. París estaba lleno de uniformes de buen corte. Los sastres militares debieron de hacer negocios fabulosos. Ahora bien; de entre todos aquellos bizarros militares, ¿cuántos estaban dispuestos a hacer la guerra de verdad?

Se aceptaba el convencionalismo de que todos aquellos médicos, abogados, funcionarios, periodistas, ingenieros, etcétera, que por haber cursado las disciplinas reglamentarias y haber cumplido los plazos reglamentarios de estancia en filas tenían derecho a vestir el uniforme y a lucir los galones, se harían matar heroicamente cuando llegase el momento. Pero la verdad es que no había ningún indicio que permitiese creer en la capacidad bélica de aquellas masas uniformadas. La actitud heroica era demasiado general para ser verdadera. Los héroes en potencia eran demasiados.

Esta simulación del servicio, que es de origen típicamente totalitario y que será andando el tiempo la que hará que se derrumben estrepitosamente esos regímenes creados y sostenidos por la ficción de la actitud heroica universal, había progresado en Francia por puro mimetismo de una manera peligrosísima. El francés había adivinado que sus enemigos escondían sus debilidades debajo de ese convencionalismo que, a lo menos teóricamente, convierte a todo nazi y a todo fascista en un héroe, y como esta mentira fundamental del totalitarismo es fácilmente imitable, todo francés para defenderse se había creído en el caso de adoptar la misma máscara de heroicidad. En esta guerra totalitaria no se juega con las cartas que se tienen en la mano, sino con el bluf que las grandes masas de población y la condensación industrial permiten. «¡Tengo cinco millones de soldados! ¡Puedo destruir París o Londres en veinticuatro horas!», gritan enfáticamente los dictadores. No es verdad. Ni tienen cinco millones de hombres capaces de hacer la guerra ni la potencia de destrucción que han podido acumular a fuerza de privaciones es suficiente para aniquilar al adversario.

El francés, que es siempre más inteligente que el alemán y menos impresionable que el italiano, había comprendido perfectamente el juego y se había resignado a jugarlo. Pero le ha faltado convicción para poder ganar. Era demasiado honrado o demasiado inteligente para llevar el bluf hasta el final, para hacer creer en él al adversario y para creérselo él mismo. Para este juego al que convidan los dictadores totalitarios hace falta un cierto grado de estupidez y maldad que Francia positivamente no había alcanzado a pesar de su decadencia.

En esto, como en muchas otras cosas, Francia había renegado de su verdad profunda para dejarse sugestionar por los procedimientos del adversario. La doctrina democrática de la nación en armas, con todos sus defectos, con todas las corruptelas del reclutamiento, hasta con sus emboscados y sus objetores de conciencia, pero con su humana e inteligente comprensión de las posibilidades auténticas de heroísmo que existen en un pueblo de cuarenta millones de habitantes, era mucho más eficaz que esa grotesca simulación del heroísmo universal en que se basan las doctrinas totalitarias que Francia nos ha enseñado es, cómo se derrumba, no un régimen verdaderamente democrático, sino un totalitarismo incipiente. Si Francia hubiese seguido siendo fiel a sí misma, si no hubiese adoptado frívolamente las ficciones que tarde o temprano han de ser fatales a Hitler y Mussolini, si no hubiese caído en un régimen híbrido y, como tal, infecundo, si hubiese seguido siendo una democracia con todas sus consecuencias, no habría sido vencida.


El egoísmo de los ciudadanos

Bajo esta máscara del servicio y del heroísmo presunto, que había copiado de nazis y fascistas, Francia conservaba todos los vicios de un individualismo exaltado. Cada ciudadano ponía todo su talento y su diligencia en filtrarse por entre los engranajes del Estado, que amenazaban con triturar su bienestar, para colocarse egoístamente en la posición más cómoda que le permitiese presenciar la guerra sin sufrir directamente sus efectos. Desde el soldado que estaba en la trinchera hasta el ministro y el general y el banquero y el gran industrial, todos se esforzaban por instalarse lo más cómodamente posible en la guerra como si no se tratase de ganarla afrontando valientemente los sufrimientos que impusiera, sino de hacerla soportable, de aguantarla indefinidamente con la menor molestia personal posible. Todo el mundo quería hacer la guerra sentado en una cómoda butaca.

El fenómeno curioso era que todas las gentes que hurtaban el bulto y que ni siquiera prestaban la mínima asistencia de su confianza al gobierno, tuvieran, al menos aparentemente, cierta fe en el Estado, estuvieran convencidas de que la guerra se podía ganar automáticamente. Para ellas no había duda. Ese Estado, al que ellas no ayudaban y al que incluso combatían individualmente, ganaría la guerra al final. En Francia existía el fetichismo de la Administración. Todo el mundo, aunque la criticase, tenía una fe ciega en ella. Era curioso ver cómo el francés, que despreciaba a sus estadistas, se burlaba de sus generales, trataba de ladrones a sus financieros y de vendidos a sus publicistas, tenía en cambio una fe inalterable en ese oscuro burócrata, en el hombre malhumorado y grosero de la ventanilla que personificaba el mito de la Administración. Se creía a pie juntillas que la guerra la ganaría la Administración, que para el ciudadano francés era una especie de ogro inteligente y voraz al que había que alimentar copiosamente a cambio de lo cual se estaba relevado de todo esfuerzo personal, de toda colaboración y de toda solidaridad con el Estado.

El problema individual de cada ciudadano no era otro que el de esquivar en lo posible con declaraciones fraudulentas los zarpazos del ogro de la Administración que, cuando no se le burlaba, se quedaba entre las uñas con la parte del león en los beneficios de cada cual. Cuando estalló la guerra el ogro tuvo que enfrascarse en ella y los ciudadanos se dedicaron alegremente a escamotearle las contribuciones que le debían. Desde el primero de septiembre el ciudadano francés procuró ante todo eludir el pago de sus impuestos. La guerra, que podía exigir nada menos que la vida, debía servir siquiera para eludir o aplazar el pago de otras deudas menores. En París, como primera medida, las gentes se pusieron tácitamente de acuerdo para no pagar la renta de las casas y, como es natural, los propietarios dejaron automáticamente de pagar sus contribuciones. Cuando llegó el 15 de septiembre, fecha en que tradicionalmente se paga el trimestre de los alquileres, los propietarios de casas de París no vieron un solo céntimo. No era cosa de pagar la renta de una casa que no se sabía si los aviones alemanes destruirían al día siguiente. Así empezó a forjarse aquella mentalidad catastrófica que, efectivamente, ha llevado a Francia a la catástrofe. El gobierno no acertó a cortar con eficacia esta grave perturbación económica que se iniciaba. Tímidamente intentó una reglamentación comprensiva a base de una casuística complicadísima. El resultado fue que el que no cobró sus rentas fue el Estado mismo y que la economía general se encontró hondamente resentida. Por ejemplo, los propietarios que no cobraban la renta, no suministraban, naturalmente, la calefacción central estipulada en los contratos. Cada inquilino tuvo que montar y alimentar un sistema de calefacción individual en su cuarto, cosa que indudablemente resultaba más económica para él que pagar la renta, pero en cambio cuando llegó el mes de enero los parisienses empezaron a quedarse sin carbón porque con el régimen anárquico que se había instaurado, en cada edificio de París se consumía el doble o el triple del carbón que antes se necesitaba con la calefacción central.

Así fue poco a poco desorganizándose la vida nacional y preparándose fatalmente el advenimiento de la catástrofe.

En Francia, teóricamente, no debía haber faltado nada. Los abastecimientos, incluso de productos importados, estaban asegurados con largueza. Pero bastaba que intencionadamente se lanzase el rumor de que iba a faltar el café o el azúcar para que inmediatamente cuarenta millones de franceses se apresurasen a hacer un stock individual de unos cuantos kilos del producto que se temía llegase a faltar y, como es lógico, el producto en cuestión faltaba inexorablemente. El gobierno tenía que forzar las importaciones para compensar las cien mil o doscientas mil toneladas sustraídas del mercado en una hora por el egoísmo individual, y la normalidad de los abastecimientos no se restablecía hasta que todos los franceses tenían escondidas cantidades de azúcar o café bastantes para su consumo durante medio año.

Cuando los alemanes hayan llegado a París y hayan vaciado los almacenes y las tiendas aún podrán hacer grandes stocks con los víveres que harán sacar del fondo de los armarios y de debajo de las camas. Para eso les habrá servido a los franceses su codicia que tantos quebraderos de cabeza daba a su gobierno.


La codicia francesa

El egoísmo de los ciudadanos, que raziaban los mercados haciendo que las vituallas se pudriesen en el fondo de las cómodas, era igual para el dinero. La famosa media de lana del francés se hinchaba desmesuradamente con fajos de billetes nuevecitos sacados por desconfianza de las cajas de ahorro y las cuentas corrientes o escatimados de los gastos de cada semana. Desde que comenzó la guerra la consigna del francés fue la de no gastar ni un céntimo en nada que no fuese absolutamente indispensable. Como era lógico, el comercio y la industria, que ya se habían reducido mucho a causa de la movilización, quedaron paralizados. El gobierno tuvo que hacer una intensa propaganda excitando a la gente a comprar, a gastar, a poner en circulación aquellas toneladas de billetes de banco que amontonaba con pueril codicia.

El francés fiaba absolutamente su porvenir al montoncito de billetes, de oro y brillantes que guardaba celosamente consigo. Cuando de madrugada sonaban las sirenas anunciando la alerta aérea, cada cual se metía en el pecho precipitadamente su pequeño tesoro y apretándolo nerviosamente andaba a tientas por las calles oscuras en busca de los refugios. Se sabía que en el barrio más humilde de París si una cuadrilla de gánsters hubiese gritado manos arriba en un refugio cualquiera, habría encontrado una millonada. La riqueza de Francia, la famosa riqueza francesa, que debía haber servido para ganar la guerra estaba allí escondida estúpidamente. En ocasiones, el miedo de los bombardeos hacía desmayarse a infelices mujeres y cuando para darles aire y holgura se les desabrochaban las ropas que las oprimían, indefectiblemente, les saltaba del pecho el fajo de billetes cuando no se les caía de las manos la preciada cajita de las joyas.

A medida que avanzaba la guerra y aumentaba la cantidad de billetes en circulación empezó a crecer la fiebre del oro. A pesar de las severas prohibiciones y de las precauciones de la policía, la especulación del oro se hacía intensamente. En los bares y cafés de los alrededores de la Bolsa pululaban los agentes de cambio clandestinos que operaban con monedas de oro, oro en barras, diamantes, joyas y valuta extranjera, principalmente dólares. De vez en cuando, la policía hacía una razia y se llevaba unas docenas de especuladores y unos miles de dólares. Pocos días después, los especuladores, no se sabe cómo ni por qué, estaban otra vez en libertad y dedicados impunemente a su tráfico.

En los últimos meses, como la especulación a base del oro se hacía cada vez más difícil se especulaba a base de diamantes y alhajas y finalmente de mobiliarios, bibliotecas, colecciones de arte, tapices persas, orfebrería, etcétera. El famoso Hôtel Drouot conoció el auge de sus mejores tiempos.

Francia conserva una riqueza fabulosa de muebles de arte antiguos, cuyo valor va aumentando a medida que pasa el tiempo. El trabajo esmerado de los artífices franceses de hace dos o tres siglos se convirtió, pues, en una inversión de dinero mucho más segura que los valores industriales y los bonos de la Defensa.

Francia, que no tenía confianza en su esfuerzo, que había perdido su fe en el trabajo y en el heroísmo de esta generación, se replegaba cobardemente buscando protección en la herencia de sus antepasados, en el trabajo concienzudo, la obra bien hecha de los ebanistas u orfebres franceses del tiempo de Luis XIV. Mesas, camas, sillones, libros, cuadros, espejos, candelabros de los cuatro últimos siglos alcanzaban precios fabulosos en las subastas del Hôtel Drouot mientras se producía el fenómeno terrible de que a pesar de la movilización de cinco millones de hombres aún había muchos miles de obreros sin trabajo, las fábricas se cerraban, los comercios se declaraban en quiebra y el gobierno, desesperado, gritaba: «Comprad; ayudad así a la victoria ».

Este hecho insólito me pareció uno de los más expresivos y reveladores de la verdadera actitud de Francia. Se aspiraba a vivir todavía de la renta del trabajo hecho hace siglos. El burgués republicano, a quien no inspiraba ninguna confianza el trabajo que se hacía en las fábricas del Greussot, Citröen y Renault, ni estaba dispuesto a defenderlas y que por adelantado se resignaba por lo visto a perderlas, se aferraba parasitariamente al trabajo de los artífices franceses del pasado cuya plusvalía esperaba no le sería arrancada ni por el Estado francés ni por los alemanes.


Trabajo

La guerra —esto se vio enseguida— no era más que trabajo; un trabajo duro, monótono, encarnizado. Pasada la fiebre de los primeros días en los que se adoptaban actitudes cómodamente heroicas, se comprendió que en la lucha que se emprendía no habría más que el incómodo heroísmo del trabajo oscuro, continuado, tenaz. La guerra se ganaría permaneciendo diez, doce horas diarias al pie de la máquina, trabajando en la cadena sin levantar la cabeza, como esclavos. Este era el precio de la libertad futura.

Dicho sea en honor del pueblo francés, que tantos pecados ha cometido y tantas faltas está purgando ahora, la verdad es que del mismo modo que acudió como un solo hombre a la orden de movilización aceptó sin réplica las nuevas condiciones de trabajo impuestas por la guerra.

Aquel triunfo de las cuarenta horas, aquellas semanas de cinco días, aquellos dos veranos de vacaciones pagadas en los que millones de trabajadores invadieron gozosamente los campos, las playas y las ciudades de lujo y placer, habían terminado. El sueño ingenuo del Frente Popular se había desvanecido. Aun antes de que la guerra estallase, la economía francesa, hondamente quebrantada por el descenso de la producción, había obligado a dar marcha atrás y este movimiento de reacción se había iniciado con lo que León Blum llamó «la pausa» y Daladier denominó con un eufemismo, el assouplissement de las cuarenta horas. No era posible que Francia siguiese trabajando a su amor cuando al otro lado del Rin se trabajaba furiosamente día y noche.

El proletario francés aceptó resignadamente la pena que su despreocupación anterior le imponía y desde el primer día de la guerra se consagró al trabajo sin rechistar. Se fueron aumentando constantemente las horas de trabajo. No se alzó una queja.

El error de los reaccionarios franceses, el error funesto y criminal consistió en considerar aquella dócil sumisión del proletariado a las necesidades nacionales de la defensa como una victoria de clase. La guerra venía a satisfacer los resentimientos creados por el Frente Popular, y el obrero, que doblaba la cabeza y se dejaba despojar, una tras otra, de sus conquistas había de soportar además el quiquiriquí de triunfo de una clase social para la que la guerra no significaba más que la consolidación de su victoria interior. Fue perfectamente estúpido asociar el encarcelamiento y el envío al frente de los delegados comunistas en las fábricas con la imposición de las duras condiciones de trabajo que la guerra exigía, pues de este modo se presentaban como represalias de la lucha de clases lo que en realidad no eran sino necesidades patrióticas de la defensa nacional. Hasta en el último momento los reaccionarios franceses han estado ciegos.

Lo que pudo haberse convertido en un movimiento de integración nacional no sirvió sino para ahondar las diferencias de clase. La masa trabajadora francesa no ha dado durante los diez meses de guerra indicio alguno de rebeldía, se ha conformado dócilmente a los sacrificios que se le exigían y, sin embargo, se la ha mantenido en un régimen de represión y desconfianza cuyos resultados tenían que ser desastrosos. Yo he visto durante estos diez meses a millares de buenos franceses, de excelentes patriotas que por haber pertenecido al partido comunista durante la época del Frente Popular se veían privados de trabajo, sometidos a constantes investigaciones policíacas, teniendo que cambiar de oficio y hasta de residencia para eludir esta persecución torpe, ciega, que terminaba por empujarles a la clandestinidad de las células comunistas y a colocarles fatalmente al servicio de los núcleos traidores que trabajaban por cuenta del enemigo.

No obstante esta política desastrosa, dictada tanto por un miedo irreflexivo como por un espíritu mezquino de revancha, la inmensa mayoría del proletariado francés ha seguido siendo fiel a su patria después de haber roto todos sus lazos con la disciplina de Moscú. Si no se ha trabajado más eficazmente, si no se había llegado a una intensificación mayor de la producción, habrá sido culpa de las empresas o del gobierno, pero no de los trabajadores.

Es más, la masa del proletariado francés se ha visto reforzada durante el período de la guerra con núcleos considerables de trabajadores no manuales procedentes de la clase media cuyas profesiones y oficios se hallaban en crisis y que con la mejor voluntad han ido a pedir trabajo como jornaleros en las fábricas de la defensa nacional. He conocido casos emocionantes de hombres de profesiones liberales que hacían el penoso esfuerzo de reeducación necesario para permanecer durante diez horas diarias al pie de una máquina en una fábrica de municiones.

La mujer francesa ha hecho también el mismo esfuerzo. Ha habido cientos de miles de mujeres que han pasado por los centros de clasificación y reeducación para el trabajo en las fábricas de la defensa nacional. Este trabajo era tan duro que no todas podían soportarlo a pesar de que se prestaban a llegar al límite máximo de su resistencia física. En las últimas semanas, el gobierno tuvo que revisar las condiciones del trabajo de la mujer en las fábricas de la defensa nacional, que eran insoportables para una gran mayoría, no obstante lo cual no hubo la menor protesta colectiva ni se resintió el rendimiento de la mano de obra femenina.

El pueblo francés ha trabajado concienzudamente para la guerra. Durante el largo y penoso invierno que ha precedido a la catástrofe, el proletariado francés encerrado en los talleres desde antes de que rayase el día hasta dos horas después de haber caído la noche ha trabajado con fe dando todo el rendimiento de que era capaz. Si este esfuerzo no ha sido suficiente, si la producción nacional no ha podido adquirir la intensidad necesaria, culpa suya no ha sido. Entre las causas de la catástrofe de Francia no podrá incluirse la de la defección de los trabajadores al lado de la incompetencia y la mala voluntad del alto patronaje y la debilidad del gobierno, ambas irrefutables.


Frivolidad

El Estado Mayor, que había empezado por apoderarse de todo paralizando la vida de Francia, fue luego abandonando a la iniciativa particular las actividades que, en realidad, no sabía cómo utilizar. En los primeros días de septiembre se suprimió en París todo lo que no era absolutamente indispensable para la guerra. No hubo servicio de autobuses, sólo estaba abierto al público un número muy limitado de estaciones del metro, no había apenas espectáculos, ni cabarets, ni dancings, ni carreras de caballos, ni carreras de galgos. Todo lo que se consideraba superfluo fue radicalmente suprimido. Pero en cambio, nueve meses después, cuando los alemanes atacaron de verdad, la vida de París había ido recobrando sus fueros y todo, absolutamente todo, había sido restablecido en su antiguo ser y estado. De la guerra casi no quedaba en París más que el black-out. Las comisiones civiles habían ido arrancando concesión tras concesión al general Hering, gobernador militar de París, y la guerra parecía haber sido olvidada. Con la primavera se reanudaron incluso las carreras de caballos en Longchamps, se celebró la Feria de París, se abrieron numerosos cabarets y se autorizó de nuevo el baile, que había estado rigurosamente prohibido, se celebraron importantes pruebas deportivas y la gente empezó a salir de excursión en los fines de semana. Dos días antes de que los alemanes atacaran en Sedán, miles y miles de automóviles salían por las puertas de París para pasear confiadamente por los campos a los parisienses que estaban orgullosísimos de poder seguir quemando inútilmente cantidades fabulosas de gasolina para cuyo consumo no había en realidad restricciones eficaces. Se tenía la impresión de que la guerra se había ido alejando definitivamente. Se había ido perdiendo el miedo y cuando empezaron a cruzar por las calles de París las primeras caravanas de refugiados procedentes de Holanda y Bélgica los parisienses los miraban como gentes extrañas que salían de un mundo distante e incomprensible, el mundo extraño y remoto de la guerra.

El terrible espectro de la guerra, que había pasado por la imaginación de los parisienses en las primeras semanas de septiembre, se había borrado por completo de su espíritu. París, disfrutando intensamente de una primavera triunfal, se preocupaba de cómo sería compatible con el black-out su grata costumbre estival de cenar al aire libre en las terrazas de los grandes restaurantes de los Champs-Élysées, a la puerta de los bistrots de Montmartre o los cafés de los boulevards.

Funcionaban otra vez numerosos music-halls y teatros de revista en los que con una lamentable falta de ingenio se repetían los sketchs patrióticos de la otra guerra y ante un coro de señoritas desnudas se caricaturizaba a Hitler y Stalin y se les invectivaba más [...] (falta texto en la edición original) a Stalin que a Hitler—, se exaltaban las glorias del soldado francés y se cantaba la grandeza de la patrie. Todo aquello sonaba lamentablemente a falso, a cosa vieja y podrida y los mismos soldados que venían del frente con permiso y acudían a los music-halls atraídos por el anzuelo de la mujer, soportaban entristecidos y avergonzados las retahilas patrióticas y heroicas.

En lo único en que la guerra había ejercido cierta influencia era en la moralidad de las costumbres. Aunque parezca extraño, la verdad era que París se había moralizado extraordinariamente gracias a la guerra. La prostitución se había reducido considerablemente, acaso porque las prostitutas habían emigrado tras las guarniciones del este y el norte y los espectáculos atrevidos habían perdido su atrevimiento. En los cabarets y dancings estaba prohibido el baile, que no sé por qué había sido condenado como indecente en tiempo de guerra, las parejas discurrían gravemente dándose el brazo y dedicadas a la conversación más o menos espiritual. Se había emprendido una campaña a fondo contra la pornografía y los semanarios desenfadados a base de la explotación del sex-appeal que abundantemente producía París se habían convertido en inocentes revistas para colegiales. Se quería evitar cuidadosamente toda excitación sexual a los soldados y de este empeño nació la leyenda del bromuro, que según rumor público administraba furtivamente la intendencia a las tropas para mantenerlas alejadas de las inquietudes del sexo. Este tema escabroso de si se daba bromuro o no a los soldados apasionaba a las gentes más que la guerra y la política.

Es curiosísimo el hecho de que Francia, que había estado inundando al mundo de publicaciones pornográficas desde hacía un siglo, se adhiriese quince días antes de sucumbir al Convenio Internacional de Ginebra para la represión de la pornografía. París, durante la guerra, ha sido como esas grandes pecadoras que cuando sienten que se les aproxima la última hora quieren arrepentirse y se escandalizan hasta de la sombra del pecado.


Arrepentimiento y piedad

La campaña moralizadora se extendió sobre todo a la represión de las prácticas anticoncepcionistas. Entró un tardío y angustioso anhelo de intensificar la natalidad como si los hijos entonces concebidos pudiesen ingresar en las cajas de reclutamiento antes de que avanzasen las divisiones motorizadas del enemigo y se daba el caso de que el médico o la comadrona que practicaban el aborto eran más severamente castigados que el saboteador o el espía y producían más furiosa indignación en la opinión popular.

A partir del primero de enero de 1940 todo francés al que le nacía un hijo percibía una prima que oscilaba entre dos mil y cuatro mil francos. En medio de la guerra se organizaban magníficas instituciones de Maternidad que no había habido antes y los campos de golf y sus clubs se convertían en lugares de reposo para las mujeres embarazadas.

Todo aquello tenía el sentido lamentable y triste de los arrepentimientos tardíos. Era exactamente como el patético y absurdo propósito de enmienda del condenado a muerte que ya al pie de la guillotina reniega de los pecadillos y errores de su adolescencia en los que descubre súbitamente el origen remoto de su perdición final.

Igualmente patética y enternecedora era a última hora la exacerbación del sentimiento religioso francés. Francia ha experimentado en los últimos veinte años un renacimiento triunfal del catolicismo y sus élites intelectuales habían llegado a una sublimación contemporánea de la idea católica que convertía al francés en el hijo predilecto de la Iglesia romana mientras Roma misma, arrastrada por el fascismo, «consagraba el triunfo de una cruz que no es la cruz de Cristo»; según clamaba el Sumo Pontífice.

La República misma, la Francia oficial, laica y anticlerical, había llegado a una inteligencia casi perfecta con la Iglesia. Los obispos aparecían frecuentemente al lado de los prefectos en las ceremonias oficiales y ya en los últimos instantes el gobierno, con el presidente del Consejo a la cabeza, fue oficialmente a Nôtre Dame a rezar por Francia y a pedir contrito la intercesión de los altos poderes celestiales para que la nación pudiese salvarse.

La prosperidad de las iglesias de Francia y principalmente de París era enorme. En un momento determinado el cardenal Verdier había podido lanzarse a una campaña formidable de construcción de iglesias y más de cien templos nuevos se habían levantado orgullosamente en París y sus alrededores contribuyendo eficazmente con su erección en un grave período de crisis a dar trabajo a millares de obreros. La Francia oficial colmaba de halagos a la Iglesia, había tolerado poco a poco la vuelta subrepticia de las congregaciones, fomentaba las peregrinaciones, estimulaba la enseñanza confesional y finalmente, al decretarse la movilización, además de los capellanes castrenses reglamentarios consentía e incluso fomentaba que cada sacerdote movilizado se consagrase casi exclusivamente a su ministerio convirtiendo su convivencia con la tropa en una campaña de catequesis y apostolado. El periódico católico La Croix había lanzado el eslogan de «La frontera de Cristo está en el Rin» y la catequesis del ejército francés había sido tan intensa que al cabo de seis meses de guerra el ochenta por ciento de los soldados franceses llevaban ensartadas en el brazalete de identificación las medallas de la Virgen y los santos franceses que pródigamente se les habían distribuido. Por otra parte, la política del Quai d'Orsay se ajustaba exactamente al diapasón del Vaticano, las palabras del Sumo Pontífice eran la fuente de inspiración y la norma de conducta de los hombres del gobierno y los editoriales de L'Osservatore Romano daban el tono a la prensa de París que los glosaba y comentaba eternamente.

Pero, independientemente de esta táctica política que por parte de la Francia oficial podía ser más o menos sincera, un verdadero sentimiento de piedad religiosa iba infiltrándose en el pueblo francés que, en la gran miseria espiritual en que se hallaba, perdida su vieja fe laica y civil, se echaba abatido en brazos de la Iglesia.

Yo he visto en París multitudes enormes arrodilladas piadosamente en la colina del Sacre Coeur; he visto el desfile incesante de patriotas desesperados ante los altares refulgentes de la iglesia de Nôtre Dame des Victoires y he presenciado, cuando los alemanes estaban ya a las puertas de París, cómo se sacaban en procesión por las calles las reliquias milagrosas de los santos franceses, los huesos de santa Genoveva, el estandarte de san Dionisio, de quienes en última instancia, perdida ya toda esperanza, el pueblo de París impetraba su salvación.



Manuel Chaves Nogales
La agonia de Francia (Versión original española de The fall of France). Claudio García y Cía Editorial, 1941, Montevideo









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